Capítulo 12
Capítulo 12
Jack rastreaba la señal de su comunicador. Tras una breve pero intensa reunión con Ehrlen de la que había salido preocupado, Jack había salido a las calles con el convencimiento de no regresar a la base sin Sarah. Shrader no le había hablado demasiado sobre su encuentro, pero había dicho lo suficiente para dejarle entrever que Argento debía reconducir su actitud. La inexperiencia y la impaciencia podían llegar a convertirse en un cóctel muy peligroso si se juntaba con arrogancia. Por suerte, Jack estaba convencido de poder llevarla por el buen camino. Argento era demasiado vehemente, pero no estúpida: entraría en razón. Eso sí, su comportamiento no iba a quedar impune. Jack la castigaría por desobediencia, de eso estaba convencido, aunque aún no sabía cómo. Por suerte, ya habría tiempo para pensar. Lo primero era encontrarla, y para ello era vital que no apagase el comunicador.
Jack siguió la señal hasta alcanzar el parque donde poco antes Sarah había oído a Varg gritar. El agente recorrió la entrada con paso rápido, deambuló por varios de los caminos de tierra en busca de huellas y no se detuvo hasta, al fin, localizar las de Sarah.
Las siguió hasta alcanzar la pista de patinaje.
—¿Pero qué..?
Un escalofrío recorrió la espalda de Jack al ver las manchas de sangre sobre la goma. El agente desenfundó su pistola, repentinamente alerta, y se acercó con paso precavido.
Se agachó a comprobar que la sangre aún estaba fresca.
—Maldita sea —murmuró entre dientes—. Dime que no es tuya, Sarah.
Jack encendió su linterna e iluminó la pista. Hasta entonces había ido avanzando a oscuras, tratando de evitar llamar la atención, pero llegado a aquel punto necesitaba ver qué estaba pasando. Paseó el haz de luz por los alrededores hasta, finalmente, centrarlo en la sangre... y en las huellas de pasos que se alejaban hacia el otro extremo del parque.
Empezó a correr. Además de las propias de las botas de Sarah, había más huellas humanas.
—¡Entrad! ¡Rápido!
Guiados por Varg, Manfred y Sarah cruzaron el umbral de la puerta de emergencia y salieron a un amplio balcón en el que había amontonadas varias cajas de madera. Los tres corrieron hasta alcanzar la barandilla y, una vez allí, se asomaron para observar que en el edificio colindante, dos plantas por debajo, había una terraza a solo unos metros de distancia.
—¡Hay que saltar! —advirtió Varg—. ¡Vamos!
Sarah fue la primera en subir a la barandilla, dispuesta a hacer lo que fuese necesario para salir de allí. La agente volvió la mirada hacia abajo, consciente de que aquel salto no era ningún reto para ella, y se preparó para hacerlo.
—¡Lo siento, pero no pienso saltar! —exclamó Manfred tras ella, visiblemente nervioso. A pesar de sus intentos por seguirles el ritmo con la herida de la pierna abierta y sangrando, parecía haber llegado a su límite—. ¡No puedo hacerlo!
—No es cuestión de poder o no poder —respondió Varg con sencillez—. Si no lo haces, morirás. Están muy cerca, Manfred: no nos queda tiempo.
Varg estaba en lo cierto, y los tres eran conscientes de ello. Por el momento habían logrado escapar de la jauría de enloquecidos lobos blancos que les había estado persiguiendo por todo el hotel, pero era cuestión de segundos que los localizasen. Si lo que quería era sobrevivir, tendría que arriesgarse.
—Yo no soy ningún acróbata, Varg: soy un maldito ingeniero —respondió él con una mezcla de tristeza y desazón en la voz—. ¡Un ingeniero! Si salto caeré al vacío y moriré aplastado contra el suelo.
—¿Y no es mejor eso que morir devorado por esas bestias? —insistió Varg—. Tienes que intentarlo al menos.
Sarah volvió la vista atrás al escuchar el rugido de las bestias al atravesar el pasadizo que daba al balcón. La agente apretó con fuerza la culata de su arma, consciente que después de haber vaciado contra ellos prácticamente todo el cargador apenas le quedaban balas, y desvió la mirada hacia sus dos compañeros.
—¡Rápido! —exclamó a voz en grito—. ¡Vamos, ya llegan! ¡Ya llegan! ¡Inténtalo al menos!
El poderoso estruendo de la puerta de emergencia al chocar contra la pared al ser abierta de un cabezazo hizo que los tres reaccionasen. Sarah abrió ampliamente los ojos al ver a las enloquecidas sombras blancas surgir de su interior y, sintiendo el miedo apoderarse de sus músculos, saltó al vacío. Inmediatamente después, sus pies alcanzaron el suelo de rejilla del balcón colindante. Sarah flexionó las piernas, rodó sobre sí misma con agilidad, controlando en todo momento la caída y se puso en pie a tan solo un metro del muro. Acto seguido, Varg siguió sus pasos. El hombre saltó y se incorporó con destreza, ocultando tras una mueca de indiferencia el dolor cada vez más agudo de la rodilla.
Ambos volvieron la vista hacia el balcón donde Manfred estaba ya de pie en la barandilla.
—¡¡Salta!! —gritó Sarah—. ¡¡Salta de una maldita vez!!
A pesar de sus reticencias y el miedo, Manfred obedeció y saltó. Y lo hizo con todas sus fuerzas, logrando alcanzar el balcón, pero con la mala suerte de que su tobillo se torció al impactar contra el suelo. El hombre cayó de bruces y empezó a gritar. Lamentablemente, no fue el único que saltó. Siguiendo sus pasos, uno de los lobos se abalanzó al vacío.
Sarah lo vio como una gran sombra blanca que surgía de la nada, amenazando caer sobre ellos. Una gran sombra a la que, desenfundando su pistola y apuntando a gran velocidad, atravesó con una bala a la altura del corazón justo antes de que les alcanzase.
—¡¡Cuidado!!
Varg apartó a Manfred a tiempo antes de que el cadáver del monstruo cayese sobre él y le aplastase. Inmediatamente después, desoyendo sus lamentos de dolor, lo cogió por debajo del brazo y lo levantó de un tirón. Se volvió hacia la puerta cerrada.
—Abre, pistolera.
—¿Pistolera?
Con un asomo de sonrisa cruzándole los labios, Sarah se encaminó hacia la puerta y trató de abrirla sin éxito. Estaba cerrada por dentro.
—Vaya hombre...
Empleando para ello la culata del arma, Sarah rompió el cristal e introdujo la mano para abrir desde dentro. Palpó la puerta de arriba abajo, deslizando los dedos por su superficie, hasta encontrar un pestillo. Sarah lo recorrió con la pinta de los dedos, haciéndose una idea mental de la estructura, y lo abrió con relativa facilidad.
Los tres se internaron en el edificio.
—¿Y ahora? —preguntó ella una vez dentro.
—Ahora tienes que irte.
Sarah cerró la puerta tras de sí una vez los tres estuvieron dentro del edificio. Acababan de entrar en una amplia estancia totalmente vacía cuyas paredes, siguiendo las órdenes del cliente, habían sido pintadas de amarillo limón.
—¿Irme?
Varg y Manfred atravesaron la estancia hasta alcanzar la puerta situada en el otro extremo. Más allá del umbral les aguardaba un largo pasadizo al final del cual había una empinada escalera de caracol que conectaba los distintos pisos.
Se encaminaron hacia allí.
—Creo que me he partido el tobillo —se lamentó Manfred entre sollozos—. No puedo caminar. No puedo...
—¿Qué quieres decir con eso de que tengo que irme? —insistió Sarah a Varg, ignorando las quejas de Manfred—. ¿Acaso tú pretendes quedarte?
Sarah cogió a Manfred por el otro brazo y entre los dos cargaron con él a través del corredor hasta las escaleras. Una vez allí, Varg se lo cargó a las espaldas y empezó a descender peldaño a peldaño, con precaución.
—Nos persiguen a nosotros, no a ti —respondió tras unos segundos de silencio, con la mirada fija en el frente—. Busca alguna puerta o ventana por la que salir al exterior y aléjate. No te perseguirán.
—Eso es una tontería —contestó Sarah, adelantándose unos cuantos peldaños para seguir el descenso a la cabeza—. ¿Qué te hace pensar que me van a dejar escapar? ¡Son animales: irán a por cualquiera de los tres!
—No aquí —dijo Varg con seguridad—. En Eleonora las cosas son diferentes. Esos seres van a por nosotros, y no pararán hasta que nos maten... Manfred, sabes lo que eso significa, ¿verdad?
—Tenemos que volver a la base —murmuró el herido entre dientes. Tenía los ojos llenos de lágrimas de dolor—. Tenemos que volver... pero no sé cómo lo vamos a hacer. No puedo caminar, Varg. No puedo...
—Te llevaré —aseguró su compañero.
—Y yo os ayudaré.
Varg aprovechó que alcanzaban el piso inferior para hacer una pausa y coger aire. Dejó a Manfred apoyado contra una de las paredes, reposando el peso en la pierna buena, y se volvió hacia Sarah. Aquella muchacha empezaba a resultarle un tanto molesta.
—Oye...
—¿Oye qué?
A punto de responder, el sonido de nuevos aullidos procedentes de las plantas superiores del edificio le hizo enmudecer. Varg abrió ampliamente los ojos, sorprendido ante la rapidez con la que les habían seguido, y volvió la vista hacia los niveles superiores. Incluso desde allí podía oír el golpeteo de las patas contra el suelo al avanzar a la carrera por las escaleras.
Sarah y Manfred intercambiaron una mirada; ella de desconcierto, él de pánico.
—No puede ser... —murmuró Sarah—. ¿Cómo demonios han llegado hasta aquí? ¡Es imposible!
—¡Te lo dije! —respondió Manfred con nerviosismo—. Te lo dije... ¡salen de la nada!
—Vamos —dijo Varg cogiendo de nuevo a su compañero por debajo del brazo—, necesito que me ayudes, Manfred. No puedo cargar eternamente contigo.
Sarah hizo ademán de ayudarles cogiendo a Manfred por el otro brazo, pero Varg se lo impidió apartando al hombre de un tirón. Volvió la mirada hacia las escaleras y las señaló con el mentón.
—Vamos, baja de una vez y lárgate: ¡vas a conseguir que te maten!
—¡Pero...!
El sonido cada vez más evidente de las garras de los animales descendiendo por las escaleras a pocos pisos por encima de ellos provocó que Varg retomase la bajada, adelantándose a Sarah. El hombre desenfundó de nuevo la pistola con la mano libre y, tratando de mantener la mirada fija en el frente, tiró de Manfred todo lo que pudo...
Hasta que Sarah cogió al herido por el otro brazo e, ignorando sus advertencias, les ayudó a acelerar.
—¡Cállate! —gritó a Varg al ver cómo dirigía la mirada hacia ella, dispuesto a reprenderla—. ¡Te guste o no estoy metida en esto, así que ahorra fuerzas!
Con las bestias recortando distancia peligrosamente, los tres siguieron descendiendo piso tras piso hasta alcanzar la planta baja. Una vez en esta, atravesaron un recibidor a la carrera y se adentraron a través de un pasadizo en un amplio y vacío comedor.
En el otro extremo de la sala, tras unos tabiques de cristal, aguardaba la puerta de salida al exterior.
—¡¡Allí!!
Con el corazón latiendo desbocado y la respiración acelerada, Varg, Manfred y Sarah se lanzaron al comedor con la puerta como objetivo. Las bestias seguirían la persecución por las calles, pero al menos allí tendrían más espacio para moverse e intentar que perdiesen su rastro. Así pues, el plan era claro, y en ello concentraron todas sus fuerzas. Lamentablemente, atravesada ya media sala, una imponente figura blanca de más de una tonelada de peso surgió frente a ellos, aparecido de la nada, y clavó la mirada en ellos.
—¡¡Oh, no, no, no...!! —murmuró Manfred.
El animal lanzó un aullido y, cargando a una velocidad sorprendente, saltó sobre ellos, con las afiladas zarpas por delante. Acto seguido, como si de dos androides programados se tratase, Sarah y Varg dispararon a la vez, logrando abatir al animal a medio camino, sin frenar la marcha. Esquivaron el cuerpo, siguieron avanzando y, a punto de alcanzar la puerta, esta se abrió para dejar paso a tres ejemplares más. Sarah, Varg y Manfred detuvieron entonces el avance en seco, conscientes de que escapar por allí era inviable, y volvieron a internarse en el restaurante, en busca de otra salida.
Se encaminaron hacia las cocinas.
A la cabeza del grupo, Sarah abrió la puerta de la cocina de una patada. En su interior, subido en uno de los mostradores metálicos, un lobo de ojos rojos aulló al verles llegar. Sarah dirigió el arma hacia él, apuntó al hocico y, gastando para ello su última bala, derribó al animal de un disparo. Inmediatamente después se abalanzó sobre la puerta para poder cerrarla justo cuando otra de las bestias se disponía a atravesarla.
Sarah cayó al suelo ante la fuerza del impacto. La puerta se abrió ligeramente por la acometida, pero ella se apresuró a cerrarla apoyando la espalda.
El lobo aulló al otro lado del umbral.
—No tengo balas —advirtió Sarah mientras se incorporaba poco a poco, sin dejar de empujar la puerta, para poder echar el cerrojo—. Por poco.
Un nuevo golpe en la puerta provocó que Sarah volviese la vista atrás. A través de la pequeña ventana circular situada en la parte superior de la puerta pudo ver que en el salón había más de ocho lobos ansiosos por entrar en la cocina.
Ocho lobos y una sombra humana.
—¡Varg! —exclamó—. ¡Hay alguien! ¡Hay...!
Sarah volvió a girarse hacia el interior de la cocina, en busca de su compañero, ansiosa porque se asomase y viese lo mismo que ella. Para su sorpresa, sin embargo, no había ni rastro de él. Manfred estaba apoyado contra uno de los mostradores, mirándola fijamente, pero él...
—¿Varg?
Varg apareció de repente a su lado. El hombre la miró con fijeza, con una expresión extraña en la cara e, inmediatamente después, sin darle tiempo a reaccionar, estrelló algo contra su cabeza. Sarah dejó escapar un grito agudo, más por la sorpresa que por el golpe, y parpadeó únicamente una vez. Después cayó al suelo, inconsciente.
—Lo siento —murmuró el hombre por lo bajo.
Varg se metió la pistola con la que acababa de golpearle la cabeza en la cinturilla del pantalón y se agachó para coger a Sarah en brazos. La agente no pesaba demasiado, pero en aquel entonces, cansado como estaba, sintió que pesaba toneladas. A pesar de ello, sin dejar correr ni un segundo, la llevó a través de la cocina hasta uno de los laterales donde había dos cámaras frigoríficas. Abrió una de ellas y la metió dentro.
—Te dije que esto no iba contigo —le susurró a modo de despedida—. Espero que sobrevivas.
Varg cerró la puerta justo cuando el aullido de un lobo resonaba en el interior de la cocina. Sacó su pistola de nuevo, barrió la sala con la mirada y, localizando al ser junto a Manfred, a punto de abalanzarse sobre él, disparó.
—¿Estás viendo lo mismo que yo?
Habían llegado. Tras más de tres horas de viaje a través de la ciudad y del bosque, el navegador del panel de instrumentos indicaba que ya habían alcanzado su destino. Un destino situado al final de un pequeño barranco donde la luz de las estrellas dejaban entrever que, entre los árboles y la maleza, había algo.
—Yo diría que sí —respondió Jonah tras echar un rápido vistazo a la zona con los binoculares de visión nocturna—. Tengamos cuidado: aunque no lo parece, es posible que haya alguien por la zona.
—Tranquilo, los droides cuidarán de nosotros.
—Ya... de todos modos tendré la pistola a mano, por si acaso.
Ayudándose para ello de los androides, que no tenían dificultades para descender por el barranco al clavar los pies metálicos en la tierra hasta la juntura de los tobillos, Jonah y Kara avanzaron hasta alcanzar el nivel inferior. Allí la maleza era densa; tan densa que cubría prácticamente todo el suelo.
—Adelantaros —ordenó Kara a sus androides—. Si veis a alguien, detenedle: no quiero que lo matéis.
Obedientes, los androides avanzaron hasta perderse entre la maleza. Seguidamente, desenfundando para ello su cuchillo, Kara empezó a abrirse paso a machetazos. Las plantas se alzaban hasta la cintura, aunque había algunas que lograban alcanzarle la cabeza. Por suerte, los tallos eran bastante blandos, así que no tuvo problemas para cortarlos.
Pocos minutos después, alcanzaron los primeros escombros. Kara se adelantó unos pasos, situándose a un par de metros de una gran placa cuadrada clavada en el suelo verticalmente, y la enfocó con la linterna.
—¿Pero qué...? ¿Qué es esto? —preguntó con sorpresa.
Jonah se acercó al objeto y lo palmeó con la mano enguantada. Tal y como le había parecido a simple vista, se trataba de una gran pieza metálica barnizada de color rojo.
—Qué extraño...
Durante los siguientes cinco minutos fueron encontrando más y más piezas metálicas a su paso. La mayoría presentaba el mismo barniz rojo que la primera, pero también restos de humo y parches requemados en los que el metal quedaba al desnudo. Encontraron también árboles con la corteza calcinada, maquinaria destrozada y otros tantos escombros diseminados por los alrededores cuyo mal estado era tal que no podían ser identificados.
—No era esto lo que esperaba encontrar —murmuró Kara unos minutos después, tras varios minutos de búsqueda—. ¡Además, aquí no hay nadie!
—No hay nadie, no —respondió Jonah unos cuantos metros por delante, agachado frente a una gran placa metálica—. Mira, ven.
Jonah iluminó con su linterna el lateral izquierdo de la pieza. Allí, además de encontrar el dispositivo receptor que estaban buscando pegado con cinta adhesiva al metal, había una placa identificativa.
Deslizó los dedos por el relieve.
—Phontia 2.4.6. —leyó con atención—. No soy un experto en la materia, pero diría que esta es la placa identificativa de lo que sea que se ha estrellado aquí.
—Creo que es una nave —respondió Kara, pensativa—. A simple vista no lo parece: los restos están tan calcinados y descompuestos que es casi imposible identificar a qué pertenecían, pero yo diría que el código alfanumérico que aparece debajo del nombre pertenece a una nave. Si le llevamos la placa estoy convencida de que el capitán podrá confirmarlo.
—Una nave... —reflexionó Jonah, y se cruzó de brazos—. Podría ser, desde luego, aunque me extraña que no apareciese en el informe de Park. Este lugar está relativamente cerca de la ciudad: la gente de Veritas tiene que haberlo visitado. De hecho, estos escombros no parecen llevar mucho tiempo aquí: si te fijas, la vegetación es muy densa, pero aún no los ha cubierto por completo. Me apuesto lo que quieras a que esto no lleva aquí más que un par o tres de meses.
—Eso significaría que Volker y los suyos estaban aquí cuando hubo el accidente: tuvieron que verlo.
Jonah ladeó ligeramente la cabeza, pensativo. Aquel descubrimiento era de lo más intrigante, aunque no tanto como que el receptor estuviese precisamente allí. Al parecer, el objetivo del geo-localizador no era tener controlada la "Medianoche" precisamente. El dueño del dispositivo había pretendido guiarles hasta allí; que descubriesen los restos de aquel accidente, y para ello había utilizado la nave, consciente de que su capitán no tardaría más que unas horas en darse cuenta de la presencia del dispositivo.
Era un buen plan desde luego. Un plan perfecto para no tener que dar la cara y conseguir que hicieran lo que quería.
—Si Volker hubiese querido que supiésemos de la existencia de la nave lo habría dicho abiertamente —reflexionó Jonah—. Esto no puede ser cosa de ella.
—¿Bullock entonces?
Jonah se encogió de hombros.
—Podría ser. Lo que está claro es que por aquí no hay nadie: echemos un vistazo y volvamos. Si hubiesen querido hablar con nosotros, ya habrían dado las caras.
Jonah arrancó de un fuerte tirón el dispositivo pegado al metal. En la parte trasera de este, soldado a la cubierta, había un pequeño disco de memoria digital. Jonah le quitó la suciedad con los dedos, con cuidado de no rallarlo, y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. En cuanto volviese de la torre de suministro, Patrick tendría trabajo que hacer.
Para cuando Jack entró en la cocina del restaurante, ya no había ni rastro de los lobos ni de la figura que iba con ellos. En su lugar había desorden, mucho desorden, manchas de sangre, casquillos de bala y una ventana abierta.
Aquello era preocupante.
Con el pulso acelerado de puro nerviosismo y un muy mal presentimiento martilleándole la cabeza, Jack registró la cocina en busca de Sarah. La búsqueda no estaba siendo fácil, pues además de la caída de temperatura y las manchas de sangre, los aullidos que había escuchado estando en el parque no ayudaban a mejorar el panorama, pero incluso así en ningún momento se había planteado abandonar la búsqueda. Sarah tenía que estar por la zona y, ya fuese viva o muerta, la iba a encontrar.
Decepcionado al no dar con ella tampoco allí, Jack se subió al mostrador metálico que debía haber utilizado para escapar por la ventana. En el marco había marcas de sangre, por lo que era de suponer que estuviese herida. Jack apoyó las manos en el alféizar y se impulsó para asomarse y poder comprobar a dónde daba la ventana. Tal y como había imaginado, al otro lado del marco aguardaba un callejón trasero en el que, al iluminarlo con la linterna, descubrió más manchas de sangre.
Se dejó caer de nuevo sobre el mostrador de la cocina. Sarah iba con alguien, así lo evidenciaban las pisadas, pero Jack no era capaz de imaginar con quién. Era de suponer que se tratase de alguien del equipo de Volker, puesto que Víctor no le había notificado ninguna otra desaparición, pero no quería descartar ninguna opción. Conociendo el modus operandi de Park, no le sorprendería que fuese él.
Es más, aquella opción empezaba a cobrar mucha fuerza.
Antes de salir de la cocina y seguir con la búsqueda, Jack decidió comprobar de nuevo la pantalla de su navegador de muñeca. Hasta entonces había estado siguiendo el rastro del comunicador de Sarah a través suyo, y así seguiría haciendo hasta que diese con ella. Era la única forma que tenía, además de seguir pisadas, para localizarla.
Presionó el botón de actualización para que los datos se refrescaran y aguardó unos segundos a que el sistema le mandase la nueva ubicación de Sarah. Para su sorpresa, sin embargo, no hubo variación alguna. Según las coordenadas, el comunicador debía estar en aquella cocina...
Intrigado, Jack dirigió el halo de la linterna hacia el suelo. Todo apuntaba a que Sarah había tirado el comunicador. Cabía la posibilidad de que se le hubiese caído, desde luego: teniendo en cuenta las manchas de sangre, era evidente que tenía problemas, pero prefería pensar que se había deshecho de él voluntariamente. Las cosas debían estarse complicando mucho para que, en caso de que se le hubiese caído, no lo hubiese oído. Así pues, mejor pensar que lo había tirado ella. Sarah estaba enfadada: dentro de lo malo, aquella reacción podría ser comprensible e, incluso, perdonable.
Claro que para poder perdonarla primero tenía que encontrarla viva, así que no podía perder más tiempo buscando el comunicador. Jack barrió la cocina con la linterna, deteniéndose momentáneamente en las dos grandes puertas metálicas que había situadas en uno de los laterales, y se dispuso a salir. Se encaminó a la salida... y a punto de atravesar el umbral volvió a mirar hacia las puertas metálicas.
Tuvo un presentimiento.
—Vamos, ya toca que me sonría un poco la suerte...
Jack abrió la primera y se asomó al sombrío interior de la cámara frigorífica. La recorrió con la mirada sin éxito y volvió a cerrar, decepcionado. A continuación, con la duda de no saber si estaba perdiendo un tiempo precioso que bien podría marcar la diferencia entre encontrar a Sarah viva o muerta, se encaminó a la segunda. Jack cerró los dedos alrededor del tirador y la abrió.
Y allí la encontró.
—¡Sarah!
Jack encontró a la agente tirada en el suelo, boca abajo e inmóvil. Varg había intentado ser cuidadoso con ella, pero lo cierto era que la había lanzado con demasiada fuerza. Por suerte, aún estaba viva. Jack comprobó su pulso y le palmeó las mejillas con suavidad tratando de despertarla sin éxito. A continuación, algo más tranquilo al asegurarse de que no había muerto, sacó del interior del bolsillo de la chaqueta su comunicador y contactó con Víctor.
—Víctor, la he encontrado —anunció con rapidez—. Está viva, pero inconsciente. Le sangra la cabeza.
—¿¡La cabeza!? —respondió el agente con temor—. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé, pero voy a llevarla a la base. ¿Hay alguien despierto aún? Necesito el terreno despejado para poder subirla.
—Ehrlen y los Steiner están juntos y despiertos, jefe. Hace un rato han venido a verme. El resto está descansado, o eso creo: desde aquí abajo es difícil saberlo.
—Ocúpate de ellos. Tardaré media hora aproximadamente, esto está algo lejos.
—Quizás debería avisar a Silvanna, ¿no crees? Un golpe en la cabeza puede ser grave.
Jack acercó los dedos al hilo de sangre que ahora cubría parte del rostro de Sarah y apretó los labios. La herida estaba oculta en el cuero cabelludo y no se atrevía a apartar el pelo en su búsqueda, por si la empeoraba. Por suerte, no había demasiada sangre...
Claro que aquello no tenía porqué significar nada.
Cerró los ojos y respiró hondo. Por un lado, Silvanna era una persona muy discreta, por lo que en caso de pedírselo, confiaba en que mantendría el secreto. En ese sentido, estaba tranquilo. Por otro lado, sin embargo, a la agente no le gustaba verse involucrada en nada que no fuera estrictamente trabajo, lo que complicaba notablemente el que accediese. Así pues, se la jugaban pidiéndole el favor... porque le gustase o no, tenían que pedírselo. Alguien tenía que echarle un vistazo. La gran duda era, ¿quién?
La sonrisa maliciosa de Park se apoderó de sus pensamientos.
—Habla con Park. Estoy convencido de que él está detrás de todo esto, así que se encargue de él de que Brianna la mire.
Hubo unos segundos de tenso silencio. Al otro lado de la línea, Víctor miraba la entrada del edificio con incredulidad.
—¿Leo y Brianna? —preguntó con perplejidad—. ¿Estás seguro? Ya les conoces: no te va a salir gratis precisamente.
—Lo sé, pero creo que no hay más opciones.
—¿Temes que Silvanna pueda decírselo a Ehrlen?
—Podría ser. Quizás no directamente, pero acabaría enterándose.
—Ya... ¿y qué problema hay? —Víctor hizo una pausa—. Todos conocemos sus salidas de tono, pero dudo que vaya a despedirla por esto. Se enfadará, desde luego, pero de ahí no pasará. Después de todo, ¿qué otra cosa puede hacer? Nos quedan seis meses por delante: echarla ahora no tendría sentido.
Aunque Víctor tenía razón, Jack insistió en que avisara a Leo. Ciertamente, Ehrlen no iba a despedir a Sarah. Discutiría con ella, la abroncaría y castigaría de alguna forma, pero no llegaría a más. Incluso estando en la ultima etapa de la misión no lo haría. No era su estilo. Además, se parecían demasiado como para hacerlo. No obstante, había otro motivo por el que Jack no quería que lo sucedido llegase a oídos de su jefe, y era que Sarah era la segundo agente de seguridad que en menos de un año incumplía órdenes, con lo que aquello comportaba.
—Hazlo, ¿de acuerdo? Habla con Park.
—No deberías encubrirla: no ha hecho nada para merecerlo.
—Víctor...
—Te lo digo como amigo, Jack. Vas a acabar buscándote un problema grave. Ehrlen tiene paciencia, pero todo tiene un límite.
Jack sonrió con amargura. Víctor tenía razón: lo único que iba a acabar consiguiendo de aquella forma era ser él el despedido. Jugar su propio cuello por el de hombres y mujeres como Sarah a los que no debía nada no era algo habitual, y mucho menos en un mundo tan competitivo como el de "La Pirámide". No obstante, él era así: aquella era su naturaleza y por mucho que intentase cambiarla, no podía.
De hecho, ni podía ni quería. Los padres de Jack le habían educado para actuar de aquel modo, darlo siempre todo por los suyos, y él no iba a cambiar.
—Hazlo.
Se hizo un breve pero tenso silencio.
—Como quieras, jefe —respondió finalmente—. Tú mandas.
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