Capítulo 1
Capítulo 1
Aquellas siete semanas de vacaciones le habían sentado bien. Aunque hubiese agradecido poder alargarlas hasta al menos dos meses, era innegable que poder desconectar una temporada le había servido para recargar energías y, sobretodo, para hacer un buen uso de su tiempo libre. A lo largo de todas aquellas semanas había estado recogiendo nuevas ideas que, aunque sabía que en su mayoría no podría poner en práctica, le habían servido para ampliar horizontes. Además, había algunas que confiaba poder discutir con el comité científico. Su respuesta probablemente sería negativa, como acostumbraba a ser cada vez que acudía a ellos, pero no perdía nada en intentarlo.
Una de las cosas que más le gustaba del regreso del periodo vacacional era volver a ver a sus compañeros. Aunque durante las etapas finales de las operaciones acostumbraba a estar ya aburrido de ellos, pues había temporadas que llegaban a pasar más de medio año juntos, no tardaba en echarles de menos. No a todos ni del mismo modo, desde luego, pero si lo suficiente como para que no le importase sufrir el madrugón y el viaje de las jornadas de regreso. En el fondo, el jefe tenía razón: el equipo se había convertido en una familia. Una familia conflictiva que a veces parecía estar en pie de guerra y en la que solían volar los cuchillos, pero una familia al fin y al cabo. Y él, como un miembro más, se sentía profundamente feliz de volver a reencontrarse con ellos.
—¡Leo Park! —saludó Erland Van Der Heyden, y le tendió la mano para chocarla—. Cuanto me alegro de verte, muchacho. Ya empezaba a creer que no volvías.
—No vas a deshacerte de mí tan pronto, amigo mío.
Acomodado en la barandilla de uno de los miradores de la cubierta principal de la nave, con un cigarrillo en la boca y una media sonrisa en los labios, Erland Van Der Heyden llevaba cerca de una hora contemplando el ir y venir del centenar de hombres que recorrían el piso inferior. Después de tantos años de servicio en "La Pirámide", Erland los conocía a todos. La mayoría de ellos eran buenos tipos, gente que había empezado desde muy joven y que con el paso del tiempo había logrado convertirse en auténticos profesionales del sector. Buena gente. No obstante, también había excepciones, desde luego. Excepciones que habían lografo sacarle de quicio pero que, al fin, tras mucho esfuerzo, había aprendido a ignorar. En el fondo, tan solo los buenos sobrevivían lo suficiente como para que llegase a aprenderse sus nombres, por lo que poco importaba que en aquel entonces hiciesen tanto ruido y correteasen cual hormigas. Tarde o temprano desaparecerían para dejar paso a otros nuevos candidatos que, con suerte, lograrían unirse a la familia.
Leo dejó caer la pesada mochila en el suelo, a sus pies, y se acomodó en la barandilla junto a su compañero. Tal y como siempre sucedía fuese cual fuese la hora, la cubierta principal de la "Vorágine" rebosaba vida y movimiento.
—¿Cuándo has llegado? —preguntó con curiosidad—. ¿Llevas mucho?
—Llegué hace un par de noches. Fui a ver a mi hija y mi nieta unos días... ¿te dije que hace cinco meses que me ha hecho abuelo? Es increíble lo lista que es esa niña: en unos años la verás en el consejo de algún gobierno planetario, ya verás.
—Ya me la presentarás cuando sea mayor de edad.
—Ni lo sueñes.
Leo le palmeó el hombro con cariño, cercano, y volvió la mirada hacia el piso inferior, allí donde un destacamento de varios hombres vestidos con los colores del "Puño de Maat" trasladaba lo que parecía ser un cargamento de ruinas en varios depósitos.
Mientras que su unidad había disfrutado de unas merecidas vacaciones tras finalizar la última misión asignada con éxito, el resto de miembros de "La Pirámide" había seguido con la actividad diaria, al margen de cuanto sucedía a su alrededor. Y entre ellos, los equipos que conformaban el "Puño de Maat" habían destacado especialmente tras haber localizado un yacimiento arqueológico de lo más interesante en un remoto planeta bautizado como "Perseo".
Leo habría dado cualquier cosa por haber estado allí presente cuando Laurence Bach localizó el primer cráneo.
—¿El resto ha llegado ya? ¿Has visto al jefe?
—No los he visto a todos, pero la mayoría ya están por aquí: en nuestra cubierta. A Ehrlen sí que le he visto, aunque ahora anda ocupado, ya le conoces. Por lo que he oído, ya tenemos asignado nuevo destino, así que está ultimando los preparativos.
—¿Ya? —Leo dejó escapar un sonoro suspiro—. No da tiempo a nada...
—Por si acaso no te acomodes demasiado. Es más, yo de ti iría dejando las maletas en la "Medianoche": te ahorrarás un paseo.
—¿Te han mandado ponerla a punto ya?
—Fue lo primero que me pidieron nada más llegar, así que haz cálculos. —Erland dio una calada al cigarro—. Me apuesto lo que quieras a que en menos de dos días estamos en marcha.
—Y yo me apuesto lo que quieras a que esos tres de ahí son los nuevos... fíjate en sus caras: están alucinados.
Leo no se equivocaba. Recién llegados de un largo viaje en lanzadera desde el satélite donde habían sido convocados por uno de los supervisores hasta la imponente "Vorágine", la nave insignia de "La Pirámide", los tres nuevos fichajes de la corporación miraban a su alrededor con perplejidad, sorprendidos ante la magnificencia de las instalaciones.
Era evidente que no le habían mentido al asegurarle que su nueva empresa era una de las más ricas y poderosas de la humanidad. Dotada de amplios y espaciosos corredores, modernas salas con imponentes ventanales desde los que se podía contemplar las estrellas del firmamento y una avanzada tecnología que llenaba de luz y color su interior, la "Vorágine" se presentaba como un magnífico coloso de elegante decoración y exquisitas formas al que nada parecía poder detener. En su interior se hallaban las instalaciones principales donde sus más de cinco mil empleados pasaban la mayor parte de su vida, trabajando en las operaciones a las que habían sido asignados. La mitad de ellos únicamente estaban temporalmente en la "Vorágine", pues disponían de naves propias gracias a las que viajaban hasta sus objetivos, pero incluso así había áreas reservadas para ellos. Habitaciones, salas de reuniones, salas de proyección, estudios, gimnasios, bibliotecas, cantinas... aquel lugar albergaba en su interior todo aquello que cualquiera de sus habitantes pudiese desear, y mucho más.
Con las manos firmemente sujetas a las cinchas de la amplia mochila que cargaba a sus espaldas, Sarah Argento estaba embelesada mirando la impresionante estatua dorada de la diosa Isis que se alzaba en mitad de la cubierta. A excepción de ella y los otros dos recién llegados, nadie parecía verla, pero era realmente impresionante. La furia de su mirada, la expresión de sus labios, la determinación de su semblante... aquella estatua parecía darles la bienvenida al nuevo mundo que se abría ante ellos, pero también les advertía sobre su peligrosidad. Unirse a la expansión humana a través del universo era una experiencia apasionante, pero también arriesgado. Tan solo los mejores sobrevivían a ella, y a veces ni tan siquiera ellos lo lograban.
—Esto es impresionante —exclamó Daniel Mers, uno de los tres nuevos miembros de "La Pirámide"—. ¿Sabéis quién era la diosa Isis en la antigua Tierra?
Al igual que Sarah, Daniel era un hombre joven, de menos de treinta años, con poca experiencia laboral a las espaldas. Muchos le consideraban un erudito, y no se equivocaban. Mers era inteligente como pocos. Su expediente académico era impresionante, muy por encima de la media habitual, por lo que, tras superar el proceso de selección con excelentes resultados, el joven había recibido una importante oferta de trabajo a la que no había podido negarse.
—Responda lo que responda estoy convencido de que me vas a dar una clase de historia, así que mejor no digo nada —respondió con sorna Owen Atke, el tercer fichaje, y se frotó el mentón mal afeitado con el puño—. ¿No se suponía que alguien vendría a recibirnos?
Pasaron un par de minutos más antes de que un miembro de la organización acudiese a su encuentro. Durante aquel rato, mientras tanto, Sarah paseó la mirada por cuanto le rodeaba, empapándose así de la importante carga simbólica de la nave. "La Pirámide" era una organización que había surgido de las profundidades de la Tierra hacía ya un siglo, y en cada uno de los rincones de su buque insignia se podía percibir el orgullo que aquel recuerdo despertaba en ella. En sus paredes había imágenes de los apasionantes paisajes del planeta madre, recuerdos de sus monumentos y estandartes de las regiones que lo componían. Sarah no conocía demasiado el planeta, pues siendo una niña ella y el resto de su familia habían sido elegidos como nuevos colonos de Marte, pero había visto y leído lo suficiente como para poder reconocer todos los símbolos ahí presentes.
—Ese holograma pertenece al norte de Paneuropa, a la región Ness. Se dice que en el pasado habitaban monstruos en sus lagos —comentó Mers al ver la curiosidad reflejada en la mirada de la joven—. Es una zona muy interesante. Desde el accidente industrial de hace cuatro siglos está totalmente deshabitada. Sus ciudades han sido tomadas por la naturaleza, y los bosques...
—Vosotros tres debéis ser los nuevos —exclamó de repente una mujer de cabello azul uniformada totalmente de blanco y amarillo—. Bienvenidos a "La Pirámide", chicos: mi nombre es Judith Hallow y hoy voy a ser vuestra guía.
Agradecida por la repentina aparición de la que pronto descubrirían que era una de las supervisoras de más alto rango dentro de la organización, Sarah respondió con un ligero ademán de cabeza. Perdida entre aquellas frías paredes y rodeada de tantos centenares de personas a las que nada ni nadie parecían importarle salvo sus propios quehaceres, era un alivio que al fin alguien les prestase atención.
Le estrechó la mano cuando ella se la tendió.
—Yo soy Sarah Argento —se presentó—. Un placer.
—Sarah Argento, Owen Atke y Daniel Mers, sí —respondió Judith, y asintió con la cabeza—. El placer es mío. Lo primero que quiero hacer después de daros la bienvenida es felicitaros: no cualquiera llega hasta aquí. Si habéis logrado superar las pruebas de acceso y actualmente os encontráis bajo el cielo estrellado de la sala común de la "Vorágine" es porque no sois personas normales y corrientes. Cada uno de vosotros destacáis en vuestro ámbito, sea cual sea, y eso es algo que os convierte en personas especiales a ojos de la compañía. Así pues, es todo un honor conoceros.
Judith acompañó a aquellas palabras con una sonrisa tan cautivadora que consiguió ganarse la confianza de los tres recién llegados de inmediato. Además de su llamativo cabello azul, el cual llevaba bastante corto y con un elegante flequillo lateral que parecía ondear sobre sus ojos claros con cada palabra que decía, la supervisora lucía un uniforme casi tan vistoso como su peinado. Totalmente ceñido al cuerpo y con varias cenefas enmarcando sus costados cual serpientes enroscadas sobre la piel, no había detalle alguno de la anatomía de la supervisora que quedase disimulado por la tela. El uniforme dejaba entrever todas sus curvas, sus líneas y músculos, lo que provocaba que resultase complicado mirarla a la cara. Por suerte, ella parecía acostumbrada. Después de tantos años siendo el blanco de miles de miradas como la que en aquel entonces le estaba dedicando Owen, Judith era una auténtica profesional en la materia.
—Si sois tan amables, os mostraré las instalaciones. Cada uno de vosotros pertenece a una unidad diferente, así que os iré dejando en vuestras cubiertas, en manos de vuestros nuevos responsables. Hasta entonces, sin embargo, os mostraré parte de las maravillas que alberga la "Vorágine", la mayor y más poderosa de todas las naves que componen nuestra flota. —La mujer giró sobre sí misma, dispuesta a iniciar la marcha entre el gentío—. ¿Sabíais que esta fue la nave con la que el doctor Walter Smith, primer señor de "La Pirámide", completó la primera colonización? Dentro de unos meses se cumplirá un siglo de su primer gran éxito, con lo que ello comporta. Año tras año celebramos el día con grandes festejos, pero para este aniversario hay algo muy especial preparado. Si para entonces seguís con vida, espero que lo disfrutéis enormemente. —Judith volvió a sonreír, encantadora, y se puso en marcha—. Vamos, empezaremos por la cubierta. Hay mucho por ver y disponemos de muy poco tiempo, así que no perdamos ni un segundo. Como os decía...
Leo y Erland siguieron con la mirada desde lo alto del mirador a Judith y los recién llegados hasta que se perdieron por uno de los pasadizos laterales. A partir de aquel punto les aguardaba una larga jornada llena de información y largos paseos a través de la imponente e infinita "Vorágine" que culminarían con cada uno de los recién llegados en sus respectivas cubiertas. Y allí estarían ellos, para darles la bienvenida.
Leo recuperó su mochila del suelo, se la cargó a las espaldas y se llevó la mano a la sien, a modo de despedida.
—Creo que de momento dejaré mis cosas en la habitación. Si luego tengo que volver a hacer la maleta, la haré, qué remedio.
—Si ves a Erika por la sala común dile que la espero esta tarde en el puente de mando: aún hay mucho por hacer.
—Se lo diré, tranquilo. ¿Nos vemos más tarde?
—Por supuesto. —Erland le tendió de nuevo la mano para, esta vez, estrechársela—. Cien pavos a que es la chica.
—¿La chica? —Leo negó con la cabeza—. Después de lo que pasó con Vanessa no creo que se atrevan a coger a alguien con un perfil tan parecido. Sería un error. Yo me decanto por el tipo de la barba, el alto.
—Pronto lo veremos. Me alegro de verte, Park.
La expansión humana a través del espacio había empezado hacía más de quinientos años, pero hasta entonces ninguna compañía había logrado ofrecer un servicio tan completo como en el que en aquel entonces daba "La Pirámide". Convertida en el recurso clave de todos aquellos gobernadores dispuestos a iniciar la colonización de un nuevo planeta, la compañía ofrecía un servicio nunca antes visto en el que, a cambio de grandes sumas de dinero, se aseguraba de que los planetas cumpliesen con las condiciones necesarias para la supervivencia de su nueva sociedad. Para ello, una vez finalizadas las tareas de diseño y construcción de las ciudades que en el futuro próximo ocuparían los auténticos colonos, "La Pirámide" enviaba a sus tropas para asegurar el terreno. Y aunque era un trabajo apasionante, pues a sus agentes les permitía descubrir nuevos mundos nunca antes poblados, también era peligroso. Muy peligroso. Todos los planetas albergaban secretos en lo más profundo de su corazón, y si bien los agentes estaban preparados para enfrentarse a prácticamente todo, la naturaleza no dejaba de sorprenderles enviándoles, día tras día, amenazas cada vez más complejas.
A lo largo de sus cuarenta años de carrera, Brianna Vladic se había enfrentado a muchas de aquellas amenazas. Durante los primeros años había creído que tarde o temprano se acostumbraría: que llegaría el momento en el que la realidad no lograría sorprenderla, pero por inesperado que pareciese, aún no se había dado aquella situación. Cada nuevo viaje seguía sorprendiéndola tanto o más que el anterior, y era precisamente por ello, por la emoción que aquellos descubrimientos despertaban en ella, por lo que seguía en la compañía.
Brianna era la mayor de su unidad con sesenta y cinco años de edad y más de treinta colonizaciones a sus espaldas. Su papel era clave dentro del grupo, pero aún más el conocimiento que había adquirido a lo largo de todos aquellos años. Brianna era una sabia: una magister cuya mente valía mucho más de lo que jamás la compañía podría llegar a pagarle, y ella era consciente de ello. De hecho, en muchas ocasiones jugaba con aquel comodín para lograr sus objetivos personales. Por suerte, Brianna se conformaba con poco. Tarde o temprano llegaría el momento en el que decidiría retirarse y reclamaría todo lo que "La Pirámide" le debía, pero aún quedaban varios años antes de que llegase ese momento. Día tras día y operación tras operación, Vladic se sentía más joven y fuerte, por lo que ni tan siquiera se planteaba el retirarse. Quizás más adelante, pero por el momento quería seguir disfrutando y viviendo como hacía hasta entonces: al límite.
Claro que aquel estilo de vida tenía un precio. Aunque habían sido varios los hombres que se habían cruzado en su vida y por los que había llegado a tener grandes sentimientos, Brianna no había podido formar una familia. La magister siempre había antepuesto su trabajo a su vida personal, y así seguiría haciendo hasta el último de sus días. Brianna estaba convencida de que cuando se retirase ya tendría tiempo para enamorarse, para formar una familia y recuperar esa parte de la vida que creía estarse perdiendo, y en cierto modo no se equivocaba. A lo largo de aquellos años había conocido a varios compañeros que lo habían conseguido... aunque ellos habían dejado el trabajo mucho antes, claro. Por suerte, a pesar de no tener una familia propia, Brianna no se sentía sola. La magister estaba rodeada por todo un grupo de diecinueve compañeros a los que había acabado adoptando como su auténtica familia, y no necesitaba más.
—Eh, Brianna, no es por molestar, pero hace más de una hora que dijiste que te quedaban cinco minutos... ¿hasta cuándo vas a seguir haciéndome esperar?
Muchos eran los compañeros que había tenido a lo largo de todos aquellos años, pero ninguno de ellos había tenido tanta paciencia como tenía el bueno de Helmuth Kleiber. Dotado de un cerebro privilegiado y de una paz espiritual poco habitual en la juventud, Helmuth era el compañero perfecto. Con él era todo mucho más sencillo, y no solo porque la tratase con una deferencia que a veces podía llegar a resultar molesta, sino porque, en el fondo, era un buen hombre. Un hombre honrado y valiente que amaba su trabajo casi tanto como ella; que la respetaba y admiraba y, sobretodo, que sabía escuchar. Brianna conocía a muchos magisters tan inteligentes o incluso más que Helmuth, pero todos eran tan arrogantes que ni tan siquiera se molestaban en escuchar al resto. Su compañero, sin embargo, era diferente. Él siempre estaba dispuesto a escuchar y aprender, y eso era algo que ella valoraba enormemente.
—¿Tienes prisa? —respondió la mujer desde el espejo de la cómoda de su habitación, sentada en el taburete acolchado. Frente a ella, en el reflejo, su rostro brillaba exultante bajo varias capas de maquillaje—. No sabía que nos estuviesen esperando.
—No tengo prisa, pero... —Al otro lado del umbral de la puerta, Helmuth dejó escapar un sonoro suspiro—. De acuerdo, tómate unos minutos más si quieres. Te espero en la sala común, ¿vale?
—Eres estupendo, Helmuth. No tardo.
Brianna sonrió al espejo para comprobar que el carmín rojo con el que se había pintado los labios no se hubiese movido y se llevó las manos ya marcadas por las arrugas al pelo. Erland, el siguiente en edad del equipo, insistía en que debía dejarse las canas al descubierto: que lucir el pelo blanco era todo un orgullo, pero ella se resistía. Mientras tuviese fuerzas para ello seguiría tiñéndose el pelo de rubio. Brianna se apartó un par de mechones de pelo corto de la frente, dejándola despejada, y tomó el cepillo de plata, dispuesta a volver a peinarse una vez más. Pocas la ganaban a presumida, y mucho menos en días como aquel en los que un nuevo miembro se uniría a la unidad. ¿Sería un hombre? ¿Una mujer? La magister llevaba días tratando de sonsacarle información a Ehrlen, pero su joven jefe no había dicho palabra alguna. Al parecer, ni tan siquiera él lo sabía. Sea como fuese, la espera había llegado a su fin y, tal y como siempre hacía para aquel tipo de ocasiones, Brianna había vuelto a sacar sus mejores galas para dar la bienvenida al recién llegado.
—Siempre te llevaremos en nuestro corazón, querida Vanessa —dijo a modo de despedida a la pequeña fotografía circular que tenía pegada al marco del espejo junto al resto de los más de cien compañeros con los que había compartido aventuras a lo largo de todos aquellos años. Se empolvó por última vez la nariz y, dando por finalizado el ritual de belleza con un par de ráfagas de perfume, se puso en pie—. Pero la rueda no puede parar de girar.
Brianna tenía razón. Por dolorosa que hubiese sido la pérdida de Vanessa, una joven de sonrisa alegre que había logrado conquistar a los agentes de su unidad desde el primer día, no podían detenerse. "La Pirámide" confiaba en que la unidad de Ehrlen Shrader seguiría cumpliendo las órdenes con la misma efectividad que había hecho hasta entonces, y no podían fallar. Y para ello, muy a su pesar, la plaza dejada por Vanessa debía volver a ser ocupada.
—¿Entonces pertenezco a los "Hijos de Isis"?
De pie frente al amplio arco de piedra que se alzaba a modo de bienvenida en los accesos a la cubierta de los "Hijos de Isis", Sarah sintió un escalofrío recorrerle la espalda al ver a Judith asentir con la cabeza. Durante las últimas cinco horas había oído hablar de absolutamente todas las unidades que conformaban "La Pirámide", de sus actos y de sus grandes gestas, pero no había sido hasta entonces que no había descubierto cuál era su papel en toda aquella trama. Y es que, aunque fuesen muchos los elegidos para trabajar a bordo de la "Vorágine" ocupando puestos meramente administrativos, la organización había pensado en otra labor para ella.
Una gran labor capaz de cambiar el futuro de los hombres con la que muchos soñaban pero que muy pocos lograban conseguir.
Parpadeó con incredulidad, incapaz de disimular la amplia sonrisa que poco a poco iba apoderándose de sus labios.
—Voy a viajar.
—Vas a viajar —le secundó Judith—. Vas a viajar y a conocer el universo como pocos, querida. Visitarás planetas aún sin colonizar, los recorrerás y estudiarás en detalle su naturaleza en busca de posibles problemas, y cuando todo esté en perfectas condiciones, te irás para dejar paso a una nueva sociedad. Es un trabajo complejo, pero apasionante, te lo aseguro. Disfrutarás con ello. Pero no te asustes, no lo harás sola. Los "Hijos de Isis" están divididos en tres unidades y la tuya es la de Ehrlen Shrader, uno de los mejores agentes con los que cuenta la compañía.
—Ehrlen Shrader... —repitió Sarah, fascinada, y volvió a alzar la mirada hacia el arco de piedra—. Cuando firmé ese contrato jamás imaginé que mi futuro sería este. De haberlo sabido... cielos.
—De haberlo sabido se lo habrías revelado a toda tu familia y allegados tal y como habríamos hecho todos —explicó Judith con sencillez—, pero ahora ya es tarde para ello: recuerda que nada de lo que vivas al servicio de la compañía puede ser revelado.
—Creo que no me creerían si lo contase.
—Es probable. —La supervisora le dedicó una última sonrisa antes de estrecharle la mano a modo de despedida—. Te deseo suerte, Sarah Argento. Espero volver a verte. Ahora atraviesa el arco y ve en busca de tu unidad: apuesto a que estarán ansiosos por conocerte.
Sarah permaneció unos segundos más bajo la sombra del arco antes de cruzarlo. Aguardó a que la supervisora se perdiese en el laberinto de pasadizos que componía la nave y, una vez sola, tomó el colgante que llevaba anudado al cuello y se lo llevó a los labios.
Depositó un rápido beso sobre su superficie de cristal.
—Al final tenías razón, ha valido la pena el esfuerzo.
—Veamos si sigues diciendo eso dentro de unos meses —exclamó de repente alguien tras ella.
Sobresaltada, Sarah giró sobre sí misma. Frente a ella, surgido de la nada, había un hombre de unos treinta años uniformado de oscuro con el cabello rapado, muy alto, prácticamente medio metro más alto que ella, y muy ancho de espaldas. Su piel era morena, como si le hubiese dado mucho el sol, mientras que sus ojos eran sorprendentemente claros, lo que contrastaba en un rostro de rasgos cuadrados en el que había varias cicatrices fruto de algún que otro golpe.
El hombre la miró de arriba abajo, sin disimulo alguno, como si la inspeccionase, y detuvo la mirada en el colgante. Lo inspeccionó durante unos segundos antes de tenderle la mano.
—Perdona, no quería asustarte. Imagino que tú debes ser Sarah Argento. Te he visto llegar con Judith hace unos minutos... Mi nombre es Jack, Jack Waas, de los "Hijos de Isis", y a partir de ahora, si no hay cambios de última hora, vas a trabajar para mí en el equipo de vigilancia y seguridad.
—Hola Jack —respondió ella un tanto desconcertada, y le estrechó la mano—. Vaya, creía que iba a la unidad de un tal Ehrlen.
—Y no te equivocabas. Ehrlen es el jefe, pero tu responsable directo soy yo. Conociendo a Judith imagino que no te habrá hablado de cuál va a ser tu función dentro de la unidad... ¿por qué será que no me sorprende? —Negó con la cabeza—. Tranquila, te lo explicaré todo en detalle: tenemos aún unas semanas por delante antes de llegar a destino.
—¿Tenemos ya un destino asignado?
—Por supuesto. ¿Sabes? Hace días que te estábamos esperando: ¿qué tal si recoges tu mochila y nos ponemos en marcha? Todos están como locos por conocerte. Al menos los que han llegado, claro. El resto debe estar al caer. Ah, por cierto, yo de ti escondería ese amuleto que llevas al cuello. A mí no me importa que creas en lo que quieras, allá tú, pero hay compañeros que pueden llegar a ser muy pesados con el tema. Si no quieres que te den la noche, escóndelo.
Obediente, Sarah se apresuró a meterse el colgante bajo el cuello de la chaqueta. A continuación, bajo la atenta mirada del hombre, se ajustó las cinchas de la mochila a la espalda.
—Claro, no hay problema.
—Perfecto, ¿preparada? No te asustes con lo que veas u oigas: en el fondo son buenos chicos. Algunos son un poco complicados al principio, pero son buena gente: te acostumbrarás. Además, ¿acaso no es hoy el primer día de tu nueva vida? Hay tiempo de sobras.
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