Capítulo 9 - El Síndrome del Renacido

Gordo llegó a la familia en el decimoquinto cumpleaños de Luna. Una fecha importante para los Verdugo, pues la joven heredera pasaba de niña a mujer, y que habían celebrado por todo lo alto, con Gordo como regalo estrella. Luna había abierto la caja agujereada donde se encontraba el cachorro y lo había sacado triunfal, alzándolo hacia el cielo como si del mismísimo rey de la sabana se tratase. Y Gordo, que por aquel entonces ya hacía honor a su nombre, había maullado al viento, arrancando la primera carcajada a su nueva dueña.

A partir de aquel día, Luna y su mascota no se habían vuelto a separar. Gordo era un gato de carácter muy complicado al que solo le gustaba estar en brazos de Luna. Francesca Takano había logrado ganarse su cariño, consiguiendo a base de mucho esfuerzo que le dejase cogerlo un par de segundos, pero ni Flavio ni el propio Gabriel habían conseguido su favor. De hecho, el gato solo parecía querer relacionarse con mujeres, pues también sentía especial cariño por Rosana Verdugo. El resto de las personas, sobre todo los hombres, eran poco menos que insectos para él.

Así pues, cuando Luna me explicó lo frustrado que se había sentido Flavio al ser incapaz de conquistar el corazón felino de su mascota, no me sorprendí. Aquel pequeño cabroncete de pelo negro y ojos amarillos era peor que el propio Gabriel Verdugo.

—Lo que no entiendo es cómo ha podido aguantar tanto tiempo solo —comentó Luna. Me había acompañado hasta el baño, donde mientras que el gato ronroneaba de puro placer por las carantoñas de su dueña yo me intentaba limpiar las heridas. El maldito psicópata había apuntado a los ojos—. Se perdió cuando nos fuimos y aunque mi padre intentó encontrarlo, no hubo manera. Supongo que habrá estado deambulando por los bosques.

—Vaya, que puede haberme pasado cualquier enfermedad —me lamenté—. Qué maravilla...

—Tenemos un botiquín en el baño de abajo, si quieres puedes echarle un vistazo a ver si hay algún desinfectante.

Pasamos los siguientes minutos tratando de evitar que el gato diabólico de Luna me atacara. En cuanto me descuidaba, me lanzaba las zarpas, ansioso por seguir arañándome. Y todo con una mueca prepotente en su cara peluda, detalle que hacía reír a su dueña. A mí, sin embargo, no me hacía la más mínima gracia. Se suponía que los gatos ancianos no eran tan agresivos.

Claro que, ¿realmente era tan viejo como debería ser? Gordo no era un cachorro, era innegable, pero tampoco aparentaba ser un gato de dieciséis años.

La presencia del animal, que no se despegaba de Luna, empezó a incomodarme. Quería que me siguiese hablando sobre Samuel Digory, pero el regreso de su mascota la tenía muy distraída. Solo tenía ojos para él, y era comprensible. En su lugar, seguramente yo también me habría emocionado mucho.

Así pues, dadas las circunstancias, decidí poner un poco de tierra entre nosotros. Le prometí a Luna que volvería dentro de un rato, tras conseguir unas cuantas provisiones para pasar el día y airearme, y así hice. Cogí el coche y salí del pueblo, encontrando en las carreteras un poco de paz.

Pero mi tranquilidad no duró demasiado tiempo. Tras comprar comida y agua en la gasolinera más cercana, paré en uno de los miradores para descansar un poco antes de poner rumbo de regreso a Oniria. No quería dejar demasiado tiempo sola a Luna, y mucho menos con el gato, pero teniendo en cuenta que no tenía coche, no me preocupaba que pudiese irse lejos.

—Sobrevivirá —me dije.

Me apoyé en el capó del coche, con la vista fija en los bellos valles que dibujaban el paisaje, y saqué el teléfono móvil. Briggs respondió al segundo tono.

—Aquí el agente Wallace Briggs, ¿todo bien, muchacho?

Escuchar la voz del veterano agente, tan serena y amigable, me resultó tranquilizador.

—Todo bien —respondí, aunque no estaba siendo del todo sincero—. Estoy en Oniria, hoy voy a pasar el día aquí.

—No te cansas de emociones fuertes, ¿eh? Llevo todo el día yendo y viniendo del cementerio: la desaparición del cadáver del chico ha escandalizado a más de uno. Irónicamente, Verdugo no está entre ellos. Cualquiera diría que no le preocupa.

—O que no le sorprende —murmuré para mí mismo—. ¿Hay alguna novedad?

—Algo bastante peculiar. ¿Te gustan las historias de miedo, muchacho?

No me gustaban demasiado, pero teniendo en cuenta que estaba inmenso de pleno en una, empezaba a acostumbrarme.

—Hemos identificado el modelo de calzado al que pertenecen las pisadas. Al principio se presentaba como un auténtico reto, hay millones de marcas y modelos, por lo que iba a ser complicado identificarlo. Sin embargo, la comisaria, que no es tonta precisamente, tuvo una idea. No sé de dónde lo sacó, pero creyó conveniente que la comparásemos con la marca de calzado con la que habían enterrado al chico.

—Vaya, como si se hubiese levantado y se hubiese ido por su propio pie.

Me lo imaginé asintiendo.

—Efectivamente.

—Y acertó.

—Acertó, sí.

—Demonios.

Una ráfaga de viento gélido arrastró mi palabra por todo el valle, tiñendo de aquella tétrica verdad todo cuando me rodeaba. Había muchas maneras de describir la escena, pero sin lugar a duda aquella era la que más sentido tenía desde mi óptica. Yo, un umbriano recién salido de su infierno personal, veía monstruos por todas partes.

—No creo que sean demonios, la verdad —prosiguió Briggs—. Ese fenómeno se ha dado solo en Umbria. Que yo sepa, vaya. Esto es diferente... es... bueno, es algo que hace cierto tiempo que pasa, la verdad. No es algo que aireemos, y mucho menos con los recién llegados, pero dadas las circunstancias, antes de que entres en pánico, quizás sea mejor que lo sepas.

Se me encogió el corazón.

—¿Qué sepa el qué?

Cogió aire antes de responder, buscando las palabras adecuadas para no escandalizarme ni asustarme más de lo que ya estaba. Tarea titánica, compañero.

—Pues digamos que aquí pasan a veces estas cosas... sucesos extraños, ya sabes. La desaparición en masa de Oniria fue la más impactante, porque afectó a un número muy elevado de personas, pero no ha sido la única. —Bajó el tono de voz—. Las personas desaparecen en Escudo, muchacho. De un día para otro, sin dejar rastro... y después, con el paso del tiempo, vuelven a aparecer. Tan solo unos días después, unas horas... a veces incluso tras unos minutos. Pero aparecen, sin más. Son muy pocos los casos, no te alarmes, tres o cuatro al año, pero sucede. —Briggs dejó escapar un suspiro—. Y a veces también desaparecen cuerpos del cementerio. O no es que desaparezcan, sino que se les entierra antes de tiempo.

—¿¡Enterráis a la gente viva!?

No quise gritar, pero no pude evitarlo. Estaba tan impactado y horrorizado ante su confesión que era una auténtica fortuna de que no hubiese nadie a mi alrededor. De haber estado habrían visto a un policía bastante fuera de sí.

—A ver, que no se te vaya la cabeza, muchacho, ¿cómo vamos a enterrar a la gente viva? No, no, no. Para nada. Se necesita un certificado de defunción para ello. La cuestión es que en Escudo hay cierto síndrome que hemos podido ver en al menos cuatro casos. Hombres y mujeres a los que, aunque se certifica su muerte, resucitan. Lo llamamos el Síndrome del Renacido, y como digo, no es muy habitual, pero se ha documentado en varias ocasiones en las últimas décadas.

—El Síndrome del Renacido... —murmuré con perplejidad—. ¿Y dices que se ha dado en al menos cuatro casos?

—En los últimos años sí: cuatro cuerpos que, teóricamente muertos, han vuelto a la vida... pero bueno, son casos aislados. Por el momento, aunque cabe la posibilidad de que Flavio se convierta en el quinto, no tenemos pruebas de ello. Simplemente sabemos que alguien con sus zapatos salió del mausoleo, poco más.

Me tomé unos segundos para coger unas cuantas bocanadas de aire e intentar reordenar toda la información que acababa de darme. No era fácil, estaba prácticamente en shock, pero me servía para ir encajando poco a poco las piezas.

—¿Valoráis entonces la posibilidad de que Flavio Takano vuelva a estar vivo?

—Oficialmente no.

—¿Y extraoficialmente?

—¿Tú qué crees?

—Ya, lo capto. —Respiré hondo. Más que nunca, agradecía que Luna me hubiese dado la pistola de su padre—. Que bien... estupendo.

—Que no se te vaya la cabeza, Blue, sé cómo suena, pero tienes que mantenerte firme.

—Sí, sí, qué remedio... En fin... en realidad yo te llamaba por otra cosa, la verdad.

El agente rio. Parecía mentira que después del bombazo que acababa de darme aún tuviese fuerzas para mis propias preguntas.

—Adelante.

—¿Podrías darme un poco de información sobre Samuel Digory? ¿Te suena?

Le sonaba. Por el modo en el que se le escapó el aire, en un suspiro rápido, supe que sí. Perdió por completo todo su extraño sentido del humor.

—El sobrino de la jefa, tema delicado.

Bingo.

—El sobrino de la jefa, efectivamente. Desapareció hace diez años, ¿verdad? Durante los sucesos de Oniria.

—Era uno de los invitados.

—¿Y se ha vuelto a saber algo de él?

Silencio incómodo.

—No.

—Vaya, que sí. —Sonreí con amargura—. No puedes decirme nada al respecto, ¿no?

—Me temo que no... solo solo un consejo, muchacho. Mejor no te metas en ese tema, es bastante delicado y a la jefa no le gusta que se trate.

—Ya... de acuerdo, gracias. Iré con cuidado entonces.

Colgué la llamada y volví al coche, donde me tomé un par de minutos antes de reiniciar la marcha. Tenía la tentación de llamar a Nicky para que me explicase un poco más al respecto, pero el consejo de Briggs me frenaba. No quería perder el favor de la agente. Además, bastantes interrogantes tenía ya como para enfrentarme a otro más.

Más adelante, me dije.

Arranqué el motor y me puse en marcha.





El cielo estaba muy encapotado cuando volví a Oniria. Había pasado tan solo una hora y media fuera, pero parecía que llevase muchísimo más. Conduje por las afueras a marcha muy lenta, observando con detenimiento los edificios vacíos, hasta divisar en la lejanía el hotel Corona. El lugar donde todo había pasado...

Y en mitad de la penumbra del medio día, creí ver una luz en una de sus ventanas.

La visión, aunque muy breve, logró inquietarme. Cabía la posibilidad de que se tratase del equipo de limpieza que seguramente estuviese manteniendo las instalaciones, o puede que un reflejo. No lo sabía. Fuera cual fuese la respuesta, aquella imagen me inquietó lo suficiente como para decidir acercarme. Conduje hasta el complejo y dejé el coche justo a la entrada del edificio principal.

Al bajar descubrí que la temperatura había vuelto a caer en picado.

—Vale, calma, Tommy...

El hotel Corona era un elegante emplazamiento formado por tres grandes edificaciones blancas alrededor de las cuales había varios jardines muy cuidados. En aquel entonces apenas había flores, tan solo árboles, pero en otros tiempos había estado cubierto por cientos de plantas que lo habían llenado de color. Era un lugar sofisticado, con espaciosas habitaciones de lujo y terrazas que ofrecían maravillosas vistas a las montañas. Además, al estar algo alejado del núcleo urbano gozaba de una intimidad que, al menos en aquel entonces, me resultó inquietante. Seguía en Oniria, era innegable, pero en cierto modo me sentía apartado de todo.

Me sentía en mitad de la montaña.

Me acerqué a la entrada del hotel y descubrí con sorpresa que las puertas de cristal se abrieron a mi llegada, invitándome a entrar. Al otro lado, sumida en la penumbra, la recepción y una amplia sala de espera repleta de sillones cubiertos por sábanas blancas me dieron la bienvenida.

—¿Hola?

Mi voz retumbó por toda la planta, arrancando ecos a sus rincones. Retrocedí un paso, intimidado, y volví al coche en busca de mi linterna. Seguidamente, ya sintiéndome algo menos vulnerable, me interné en el edificio, guiándome por el haz de luz.

El Hotel Corona era un laberinto de pasadizos sumido en la oscuridad en el que tan solo el brillo de las luces de emergencia otorgaba algo de luz. Sus corredores eran largos y amplios, con decenas de puertas cerradas a cada lado. Además, estaban especialmente bien decorados. Aunque en aquel entonces estuviesen apagadas, la luz de la linterna me permitió descubrir lámparas de araña colgadas en sus techos y elegantes alfombras negras en el suelo. Cuadros paisajísticos en sus paredes, estatuas ornamentales de corte floral, esculturas modernistas...

Todo el hotel era puro gusto y belleza.

—Un lugar perfecto para casarse, no cabe duda...

Mientras avanzaba sin saber exactamente hacia dónde me dirigía, me imaginaba el hotel lleno de gente, con turistas recorriendo aquellos mismos pasadizos. En aquel entonces todo estaba en completo silencio, pero podía recrear sus voces y sus pasos a la perfección, como si fueran un recuerdo del pasado enterrado en mi mente. Un recuerdo que, obviamente no me pertenecía, pero que en aquel entonces palpitaba en mi memoria, tiñéndola de los ecos de aquel lugar...

Y aunque al principio no había sabido hacia dónde iba, transcurridos unos minutos sabía perfectamente cuál era mi objetivo. No sabía cómo, pero era plenamente consciente de cuál era la habitación a la que debía ir. La habitación donde había visto la luz y que, diez años atrás, había ocupado Luna.

Ascendí hasta la tercera planta y allí recorrí el pasadizo con paso firme, contando las puertas cerradas antes de alcanzar mi objetivo. Una vez alcanzado, me detuve frente a la entrada y apoyé la mano sobre el pomo de la puerta. Un simple giro de muñeca seguido de un empujón me bastó para abrir... y para descubrir que había alguien dentro. Alguien que, sumida en la penumbra, contemplaba con amargura el vestido blanco de novia que había colgado en la puerta del armario y los zapatos que aguardaban debajo.

Alguien estrecho de espaldas y de larga cabellera que se volvió hacia mí al verme entrar.

Nuestras miradas conectaron, mis ojos humanos y los suyos, tan amarillos como los de Gordo, afilados y cargados de descontrol... y tuve miedo.

Sentí pánico.

Francesca Takano abrió mucho los ojos, dándose cuenta de mi presencia, y se volvió hacia mí, dispuesta a acudir a mi encuentro. A darme caza. Yo, sin embargo, no me dejé. Cerré la puerta y mantuve el pomo fijo durante unos segundos, con la absurda certeza de que podría evitar que me alcanzase si lo hacía. Con el convencimiento de que todo acabaría allí...

Iluso.

Durante lo que a mi modo de ver fue una vida entera, poco más que cinco segundos en realidad, todo a mi alrededor cambió. En la oscuridad absoluta se abrieron varios ojos, ojos amarillos como los de Francesca, y donde antes no había habido nadie, comprendí que empezaba a haber vida. Empezaba a haber movimiento... empezaba a haber voces.

El hotel despertó.

Al otro lado del umbral, Francesca Takano trató de abrir la puerta con fuerza, lo que me sirvió para reaccionar. Saqué la pistola, apunté hacia el techo del pasillo y apreté tres veces el gatillo, logrando con los disparos que tanto Takano como el resto de los presentes retrocedieran, amilanados por la amenaza. Inmediatamente después, empecé a correr.

Y corrí como no lo había hecho en mi vida, la verdad. Recorrí el hotel a toda velocidad, tratando de evitar las miradas de ojos amarillos que de vez en cuando me cruzaba, y no paré hasta alcanzar la planta baja, donde atravesé la salida prácticamente a la carrera. Subí al coche, arranqué el motor y me alejé del hotel a toda velocidad, descubriendo con auténtica perplejidad a mi paso que, de repente, Oniria ya no estaba abandonada.

—¿¡Pero qué maldita locura es esta!? —grité para mí mismo, con el corazón acelerado y conduciendo a más velocidad de la que debía—. ¡Dios, dios, dios!

Saqué el teléfono y marqué el número de Luna, ansioso porque respondiera. La iba a sacar de allí de inmediato y nos íbamos a ir, lo tenía claro. No sabía qué había pasado, pero Oniria había enloquecido. El hotel había despertado y ahora, de repente, había gente en sus calles. No mucha, pero sí la suficiente como para que empezase a creer que me estaba volviendo loco.

Esperé cinco tonos antes de volver a llamar. Luna no respondía y me temía lo peor.

—Maldita sea, maldita sea, maldita sea...

No entendía absolutamente nada. Me había ido tan solo un par de horas de Oniria y ahora todo era diferente. La luz del sol había quedado totalmente oculta por las densas nubes que cubrían el cielo. Nubes que, muy a mi pesar, no tardarían en descargar una potente tormenta. Así pues, debía ser rápido: debía encontrarla y salir antes de que empezase a perder el control. Desafortunadamente, Luna no respondía a mis llamadas, lo que me obligó a poner rumbo directo hacia su casa. Conduje por las calles de Oniria a toda velocidad, sintiendo que el nerviosismo se desbordaba en mi interior, y una vez alcanzada su calle, detuve el coche frente a la puerta, sin tan siquiera estacionarlo. Simplemente paré el motor y bajé a la carrera. Abrí la verja, recorrí al jardín a toda velocidad... y entonces, en ese preciso momento, al llegar a la entrada, creí que se me paraba el corazón.

Creí que me daba un maldito infarto allí mismo.

Luna estaba allí, de pie, con una rosa entre manos. La rosa roja que Flavio Takano acababa de entregarle. El mismo Flavio Takano que dos días antes había recogido de aquel mismo pueblo, blanco como la cal y muerto.

El mismo Flavio Takano que en aquel entonces la miraba con los ojos amarillos cargados de amor... y a los que ella correspondía con una sonrisa.




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