Capítulo 4 - La lluvia
Volví a casa. No tengo muy claro a qué hora ni cómo, si con mi coche o si me llevó un taxi, pero lo cierto era que aquel anochecer desperté en mi habitación, tumbado sobre mi cama con la sábana enrollada en la pierna. Me había quitado el uniforme, que estaba perfectamente doblado sobre la silla del escritorio, limpio y planchado, y las botas. Incluso me había quitado la camiseta de interior para ponerme el pijama, cosa que no solía hacer.
Sea como fuera, estaba en casa y eso era lo importante.
Tras darme una ducha de agua muy fría para despejarme, salí al salón justo cuando la alarma de mi teléfono móvil empezaba a sonar. Quedaban solo treinta minutos para empezar la ronda de aquella noche y aún no había ni comido. Por suerte, era un experto en la materia, así que en mi última visita al supermercado había comprado comida precocinada. Saqué un paquete de carne con verduras del frigorífico, lo calenté en el microondas y antes incluso de que empezase a sentir la presión de las prisas, ya estaba en la mesa cenando tranquilamente, con un concurso en la televisión. La comida no valía demasiado, pero al menos me sirvió para llenar el estómago.
Acabada la cena me lavé los dientes y me preparé para salir, momento en el que, al recoger las llaves del coche, descubrí que aquella mañana había traído algo más conmigo. Algo que hasta entonces había permanecido en el olvido, pero que tan pronto vi logró darme un vuelco al corazón. El contrato. El contrato seguía en mi poder y estaba sin firmar.
Gabriel Verdugo me había dado veinticuatro horas para que me lo pensase...
Y seguía sin tener claro lo que debía hacer. Tanta confianza por parte de un extraño me asustaba, aunque no tanto como el descontrol que estaba detectando en el cuerpo de policía. Aquella iba a ser mi primera jornada en solitario y tenía la sensación de que iba a servir para comprobar de primera mano mi nueva realidad. Una realidad en la que era poco más que un vigilante.
Decidí dejar aparcado el tema del contrato temporalmente y centrarme en mi trabajo. Me sentía un poco extraño al no recordar con claridad lo que había pasado aquella mañana, pero mentiría si dijera que era la primera vez que me pasaba. De hecho, era hasta cierto punto común.
Me puse el uniforme, recogí mi cartera y la porra y bajé a la calle, donde había dejado aparcado el coche frente a la tienda de comestibles. Saludé al dueño, que en aquel entonces estaba ya cerrando, y subí al asiento de conductor. Al meter la llave en el contacto el motor no solo rugió, sino que el navegador también se encendió. Presioné la tecla de Memoria, para que recuperase el trayecto de la noche anterior, y me dispuse a salir de la ciudad.
Era una persona complicada. Mientras dejaba atrás Escudo y me internaba por las sinuosas curvas de la carretera que conectaba las distintas poblaciones de los alrededores, los pensamientos me perturbaban. Había aceptado aquel trabajo ocultando una parte importante de mí. Una parte oscura que había provocado que no me dejasen ejercer en Umbria. Algo que formaba parte de mi naturaleza desde siempre, y que probablemente había sido el detonante de que mis padres me abandonasen.
Yo, Thomas Blue, era diferente. No tenía ninguna capacidad sobrehumana, ni tampoco un poder oculto con el que cambiar el mundo. De hecho, me atrevería a decir que tenía una inteligencia normal y un aspecto aún más mundano si cabe. Yo tenía algo diferente, pero en otro sentido. Algo oscuro y terrorífico que marcaba mi vida... y más en concreto, los días de lluvia.
Era perturbador. A lo largo de mi vida habían sido varios los médicos y psicólogos que me habían tratado, pero ninguno de ellos había llegado a entender el motivo de lo que me pasaba. Algunos mantenían que era la consecuencia de algún trauma enterrado en mi memoria, otros que se trataba de una desviación mental de mi psique, algo parecido a una segunda personalidad, pero lo cierto era que nadie lo sabía con certeza. Y los años iban pasando, y todo seguía igual... y es que cada vez que el cielo se encapotaba y empezaba a llover, algo cambiaba en mí. Un interruptor saltaba en mi mente y mi cerebro se transformaba, sumiendo a mi auténtico yo a un segundo plano. Y entonces dejaba de ser yo mismo y me convertía en alguien totalmente diferente. Alguien cambiante que se movía por impulsos. A veces era encantador, otras un auténtico imbécil. Era valiente y cobarde, agresivo y pacífico. Algunos días me perdía en las calles, visitando un bar tras otro, bebiéndome hasta los jarrones, y otros salía al bosque a caminar, hasta que despertaba en mitad de la nada, perdido y preguntándome qué habría pasado. Podía transformarme en alguien pasional, en un mentiroso, en un manipulador... o simplemente no cambiar en absoluto. Mi mente reaccionaba aleatoriamente, sin ningún patrón en apariencia a excepción del detonante: la lluvia.
Aquella maldita lluvia que tan loco me volvía.
Así pues, no me sorprendía que no tuviese demasiados recuerdos de aquella mañana, pues mientras estaba en los subterráneos del hospital había caído un pequeño aguacero. No muy largo, pero sí lo suficientemente intenso como para que perdiera el control de mí mismo.
Un detalle de mi personalidad que había intentado ocultar en Umbria sin éxito, y que por el momento no había salido a la luz en Escudo. La gran duda era, ¿hasta cuándo?
Era jugar con fuego, lo admito. Estaba mal lo que hacía, pero necesitaba reinsertarme en la sociedad. Además, mis terapeutas habían visto una importante mejoría en mí en los últimos años, por lo que confiaba en que con el tiempo acabaría recuperándome del todo. Las lagunas mentales eran cada vez más cortas y mi personalidad más parecida a la real en los momentos de crisis. Seguía sin poder recuperar el control absoluto, pero iba mejorando. Además, hacía años que no me intentaba autolesionar. Siendo un crío había estado a punto de lanzarme por un puente en dos ocasiones, con la fortuna de que me habían detenido en el último momento. Años después, ya de adolescente, había vuelto a autolesionarme con una cuchilla y una bañera. Aquel episodio había sido especialmente dramático y desagradable, pero había servido para que en el orfanato empezasen a tomarse mi dolencia en serio. Ellos pensaban que golpeaba y maltrataba a mis compañeros por gusto, pero la realidad era totalmente distinta.
En el fondo no era un mal tipo, solo tenía problemas. Problemillas, como solía decir mi jefe, que con el tiempo lograría solventar. O eso, o me tendría que mudar al lugar más seco de todo el planeta. Y era en parte por aquella peculiaridad mía que había decidido meterme en la policía. Teniendo en cuenta todo el mal que había hecho los días de lluvia, ¿qué menos que intentar hacer un poco el bien el resto del año?
Pensaba bastante en ello. En momentos de descanso, momentos de paz... y momentos de tensión y dudas. Momentos como en el que me encontraba en aquel entonces, conduciendo en soledad por la noche de Escudo. De vez en cuando me cruzaba con algún coche, pero la mayor parte del trayecto la iba a hacer solo, sumido en mis propios pensamientos...
Reflexionando sobre si había hecho bien en aceptar aquel trabajo...
Y aún más importante, si debía aceptar la propuesta de Verdugo. Porque quería hacerlo, la verdad. Era mucho dinero y Luna era una chica muy guapa, combinación perfecta para cualquiera. Por desgracia, como siempre, mi pequeño problemilla me limitaba. Me generaba dudas... me provocaba miedos. ¿Y si la hacía daño sin querer? ¿Y si no estaba cuando me necesitase? ¿Y si, en el fondo, resultaba estar yo más loco que ella?
No iba a ser fácil tomar una decisión, y menos en aquellas circunstancias. Necesitaba un poco de claridad, pero no la iba a encontrar, y mucho menos de camino a Oniria. Por suerte, había otras maneras. Fórmulas que había aprendido a lo largo de los años y que me habían ido bastante bien. Siempre que tenía ese tipo de dudas, mi antiguo comisario me ayudaba a aclararme. Y antes de él, lo habían hecho mis educadores en el orfanato. Amigos más cercanos, compañeros de trabajo, Claire... y en Escudo, traté de que aquella figura fuese la de la comisaria.
Marqué su número y puse el teléfono en manos-libres, para poder conversar tranquilamente mientras seguía con la ruta. Ya quedaba poco para alcanzar Oniria y quería tener la mente más o menos ordenada para cuando iniciase la subida.
Respondió al tercer tono.
—Aquí la comisaria Amber Digory. Agente Blue, ¿verdad?
—El mismo, comisaria. Siento molestarla otra vez, quería confirmarle que ya he iniciado mi ronda nocturna, estoy de camino a Oniria.
—Soy consciente de ello, todos los coches patrulla tienen un localizador, agente —aclaró la comisaria con frialdad—. ¿Tiene alguna duda sobre la ruta?
—Oh, no, la tengo clara, comisaria. Además, está grabada en el navegador. —Reduje la velocidad, la próxima salida era la de Oniria—. En realidad, llamaba por otro motivo... por alguien, para ser más exactos.
Se hizo un breve silencio al otro lado de la línea. Unos tensos segundos en los que pude imaginármela poniendo los ojos en blanco.
—Gabriel Verdugo —adivinó.
—Así es, Gabriel Verdugo. Verá...
—Le ha hecho una oferta de trabajo —me interrumpió—. Lo sé, soy consciente de ello. Siempre me contacta antes de hacer una de las suyas. Es su forma de no enfrentarse a la justicia, sino de bordearla. —Dejó escapar un suspiro—. Ya se lo dije ayer, agente, el señor Verdugo es una gran personalidad en la ciudad. Alguien importante cuyo apoyo a la economía de Escudo no solo ha permitido que la ciudad se mantenga a flote, sino que sea uno de los destinos más seguros y deseables de todo el continente. Alguien, en definitiva, imprescindible.
—Ya, lo entiendo. Entiendo su relevancia en la ciudad, pero me genera dudas su petición. De hecho, ni tan siquiera sé si es compatible con mi trabajo.
—Lo es —aseguró ella.
—¿Le ha explicado en qué consiste?
Un nuevo silencio aún más incómodo que el anterior.
—No, pero es compatible, se lo aseguro. —La comisaria respiró hondo—. Por su propio bien y el de todos, agente, haga lo que le pida. El cuerpo de policía no siempre ha estado a la altura: puede que esta sea la oportunidad que esperábamos de mostrar que somos algo más que simples vigilantes.
La conversación no se alargó mucho más. De hecho, para cuando el ascenso a través de la montaña llegó a su fin y pasé por delante del sombrío edificio que era el Hotel Corona, ya había colgado. Su posición era clara al respecto, debía ayudar al señor Verdugo en todo lo que pidiese, y ya no solo por mi propio bien, sino por el de todos. Porque, aunque no lo dijese abiertamente, aquel hombre era mucho más que el alma y el banco de Escudo.
Recorrí las calles de Oniria en silencio, sumido en mis propios pensamientos. Reflexionaba sobre lo que había dicho la comisaria, pero también sobre mí mismo. De hecho, pensaba en todo lo que me estaba pasando, tratando de llenar mi mente de ideas y conceptos que ignorasen el tenso silencio que reinaba en el pueblo. Me había prometido a mí mismo que no tendría miedo, que me enfrentaría a aquel reto con la cabeza fría, pero una vez allí no era tan fácil.
Su silencio era demencial.
¿Y qué decir de sus calles? Aquellas avenidas de piedra infinitas en las que ni tan siquiera la luz ambarina de las farolas lograba erradicar la oscuridad del todo. Siempre había sombras, suaves bamboleos de oscuridad que dibujaban extrañas siluetas cambiantes...
Incluso teniendo el navegador encendido, me perdí por el laberinto que eran sus calles. Las casas eran tan parecidas y a la vez tan diferentes entre sí que era complicado orientarse. Además, de vez en cuando la luz de las farolas se intensificaba tanto que llegaban a deslumbrar. Momentos en los que, por razones obvias, tenía que reducir la velocidad al máximo y taparme los ojos con el brazo, a la espera de que volviese la penumbra habitual.
Una penumbra escalofriante que me acompañó durante todo el trayecto, hasta alcanzar el muro de la casa de los Takano. Una imponente muralla de piedra ocre frente a la que, sin motivo alguno, mi coche decidió pararse. La luz del navegador se apagó, el motor del coche dejó de rugir, y de un segundo para otro, se paró en seco, justo delante de la entrada.
Estupendo.
Una ráfaga de aire azotó las ramas de los árboles, arrancándole un gemido fantasmal a la noche. Giré la llave en el contacto en un gesto nervioso, tratando inútilmente de volver a arrancar el motor, pero no sirvió de nada.
—No me jodas...
Abrí la puerta y salí justo cuando una nueva ráfaga de viento atravesaba la calle, llevando consigo extraños susurros. Recorrí todo cuanto me rodeaba con la mirada, sintiendo el miedo apoderarse de mí, y descubrí que, tras los barrotes de la verja de los Takano, había una figura. Alguien que me miraba con fijeza.
Me miraba con ojos de piedra.
Los pocos segundos que tardé en descubrir que se trataba de una estatua fueron los más terroríficos de mi vida. Cogí aire, llevándome la mano al pecho en un gesto instintivo, y volví a entrar al coche. Allí estaría más seguro, estaba convencido. Giré de nuevo la llave...
Y arrancó.
El motor volvió a rugir y yo me puse en marcha, sintiendo que no solo dejaba atrás la mansión de los Takano, sino también parte de mi dignidad.
—Eres un maldito cobarde, Tommy —me dije con amargura—. Un maldito...
Grité como una niña. Mi teléfono móvil sonó, y tal fue el timbrazo que emitió que me quedé sin respiración. Di un brinco en el asiento, perdiendo por un instante el control del volante, y rápidamente me reincorporé. Paré unos metros más adelante, junto a un cruce de caminos, y cogí el teléfono. Llamaba un número desconocido.
—¿Sí? —respondí, poniendo de nuevo el manos-libres.
Y entonces, ella llenó el silencio con su suave y tranquilizadora voz.
Fue como un faro en mitad de la noche.
—¿Luna? ¿Eres tú, Luna?
—Hola Tommy, ¿te cojo bien? Estás de ruta, ¿no? ¿Qué tal todo por Oniria?
Miré a mi alrededor en busca de una cámara. En mi mente se dibujó la imagen de Luna vigilándome a través de las pantallas, con una sonrisa divertida en el rostro.
La realidad, sin embargo, era mucho más sencilla.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo sé el qué? ¿Qué estás haciendo tu trabajo? —Luna rio—. ¡Oh, vamos, no creo que vayas a faltar el segundo día!
Me puse colorado. La paranoia empezaba a hacer mella en mí y aquel era el resultado. Decía tonterías: tonterías que hacían reír a las chicas guapas y dementes de la ciudad.
Un auténtico genio.
—Vale, creo que ya he hecho el ridículo suficiente por hoy, ¿qué tal si te cuelgo y fingimos que esto no ha pasado nunca?
—¡Anda ya! No es para tanto. ¿Entonces estás en Oniria? ¿Has llegado ya?
—Estoy aquí, sí. Un lugar muy pintoresco.
—Perfecto para una película de terror, lo sé. —Luna suspiró—. Oye, ¿qué vas a hacer al final con la oferta que te ha hecho mi padre? No quiero presionarte, pero mañana enterrarán a Flavio y me gustaría que estuvieses conmigo. Hay ciertas cosas importantes que tengo que hacer y tú me das confianza.
Una suave brisa cálida me acarició la nuca. Entrecerré los ojos por un instante, creyendo erróneamente que se trataba de las suaves manos de Claire. Un segundo después, al comprender lo confundido que estaba, arranqué el motor y empecé a rodar con rapidez.
Ni tan siquiera me atreví a mirar atrás.
—¿Yo? ¿Confianza? —Una sonrisa nerviosa se dibujó en mis labios—. ¿Por qué yo?
—Digamos que me has caído bien, y a mi padre también. Y créeme, no es normal caerle bien al señor Gabriel Verdugo. Eres un auténtico afortunado.
—Vaya por dios...
—Oye, hagamos una cosa. Tienes dudas y es normal. Yo también las tendría en tu lugar. ¿Por qué ese tipo que habla como un mafioso y la perturbada de su hija tienen tanto interés en mí? Si yo solo he visto morir a un chico; un chico que lleva diez años desaparecido. —Me la imaginé sonriendo con tristeza—. ¿Qué te parece si cuando acabes la ronda te vienes a mi casa? Te lo explicaré todo. Estoy convencida de que, cuando escuches mi historia, firmarás ese contrato.
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