Capítulo 2 - El Gran Jefe

Estaba muerto.

Para cuando llegamos a su altura y nos agachamos a su lado para comprobar su estado, el chico ya estaba muerto. Briggs se negaba a aceptarlo, pero ni tenía pulso, ni su corazón latía. Estaba muerto, en definitiva, pero incluso así lo trasladamos al hospital.

Me cuesta describir mis sentimientos en ese entonces, sentado en la parte trasera del coche patrulla con la cabeza del cadáver reposando sobre mis rodillas. Se trataba de un chico muy joven, de menos de veinte años, vestido elegantemente con un traje negro y camisa blanca ahora manchada de sangre. En su atuendo destacaba el chaleco plateado bajo la chaqueta y una rosa roja seca en la solapa. Zapatos brillantes, cabello castaño totalmente liso repeinado hacia atrás...

Iba vestido para una boda, con lo que aquello comportaba. Si ya estaba nervioso después de la historia, se podría decir que durante el viaje apenas respiré. Era absurdo pensar que aquel joven fuese el chico de la boda, pero sus ojos rasgados y sus ropas ponían en evidencia que, una de dos, o nos estaban gastando la peor broma de la historia, o el pasado había decidido enviarnos de regreso al novio perdido.

O al menos su cadáver, claro, porque como digo, estaba muerto.

El viaje hasta Escudo fue el traslado más largo y confuso de toda mi vida. Briggs conducía a toda velocidad, saliéndose a veces del carril incluso, pero tal era mi estado de tensión que apenas era consciente de ello. Además, no podía apartar la mirada del rostro ensangrentado del chico. No habíamos logrado localizar la procedencia de la sangre, ni tampoco ninguna herida letal por la cual hubiese podido perder la vida. Sencillamente estaba muerto, y por su palidez y su temperatura corporal, me atrevería a decir que llevaba bastante tiempo muerto. Claro que no lo dije, solo lo pensé, y no en el coche, sino más adelante, superado el susto inicial. Aquel era mi primer día de servicio y acababa de ver morir a un chico ante mis ojos: como era de suponer, no sabía ni dónde estaba. Por suerte para los tres, Briggs reaccionó con mayor arrojo. El agente condujo como un auténtico profesional de regreso a la ciudad, y en apenas media hora nos internamos en las amplias avenidas de Escudo con el Hospital General como destino. Una travesía en la que juro que, si no nos saltamos ocho semáforos en rojo, no nos saltamos ninguno.

Briggs detuvo el coche frente a la entrada de emergencias, bloqueando por completo el paso de las ambulancias, y salió como un auténtico torbellino. Acto seguido abrió la puerta trasera, me arrancó el cuerpo de las manos y se adentró en el monstruoso edificio de piedra negra, perdiéndose en su sombrío interior. Para cuando yo logré salir y mover el coche por petición de los conductores de ambulancia, ya no había ni rastro de él. El policía se había adentrado en los boxes, dejando tras de sí una sala de espera llena y al administrativo del mostrador con un largo bostezo en la boca.

—Hola, disculpa, soy...

El recepcionista no me miró cuando me acerqué a preguntar. De hecho, ni tan siquiera me dejó acabar: sencillamente señaló la sala contigua con el mentón y se limitó a ordenarme de malos modos que me sentara, evidenciando así el poco respeto que había por la policía. Algo inaceptable en Umbria, pero que tras un mes en Escudo había empezado a interiorizar. Por frustrante que fuera, allí el uniforme no significaba nada. Así pues, me limité a hacer lo que se esperaba de un policía: entré en la sala de espera y me dejé caer sobre una de las sillas de plástico, frente a la pantalla donde se anunciaban las próximas visitas médicas.

Y fue entonces, en plena madrugada, cansado y angustiado por todo lo que había pasado, que me di cuenta de que tenía las manos y parte de la ropa empapada de la sangre del chico.

—Genial.

No duré ni un minuto. Tal y como me senté volví a levantarme y me encaminé al baño de hombres que había al fondo de la sala. Un agradable espacio muy bien cuidado en cuyo espejo, tras lavarme las manos, me costó reconocerme. ¿Tan mal me había tratado la vida para convertirme en el hombre que me miraba desde el reflejo?

Nunca había sido ancho de espaldas, de hecho, si algo me había caracterizado siempre había sido mi delgadez. Una característica que, en aquel entonces, logró sorprenderme a mí mismo al ver lo marcados que estaban mis pómulos y lo profundas que eran mis ojeras. Mis ojos eran marrones, de un tono muy oscuro, casi negro, y mi piel macilenta. Solía llevar el cabello muy corto, aunque en los últimos tiempos me lo había dejado crecer un poco, lo que había provocado que el color blanco de la última decoloración hubiese sido arrastrado hasta las puntas. Las raíces, negras como la noche, evidenciaban mi auténtica tonalidad y, en el fondo, también parte de mi personalidad. Si bien en otros tiempos había ido siempre inmaculado, con la barba perfectamente afeitada y el cabello bien cortado, los últimos tiempos me habían cambiado. Había dejado mucho de mí mismo en Umbria, incluida parte de mi personalidad... parte de mi amor propio.

Me mojé la cara y volví a la sala de espera, donde esta vez sí que permanecí unos minutos. Media hora después, la megafonía rompió el silencio reinante.

—Agente Thomas Blue acuda a la secretaría de dirección, por favor. Agente Thomas Blue...

Thomas Blue, ese era yo. El recién llegado: el que siempre parecía fuera de lugar. Me levanté como un resorte y, en un intento absurdo por recibir un poco de orientación por parte del tipo de la ventanilla, me acerqué a su encuentro. Por suerte, antes de abrir la boca vi que en la pared había un cartel informativo sobre los distintos puntos de interés del hospital y me encaminé hacia la entrada principal. Allí, entre tiendas de regalos, consultas externas y pacientes que iban y venían por una amplia recepción de techo bajo, llegué a los ascensores que subían hasta el ala oeste, donde se encontraba la secretaría. Subí en uno de ellos en compañía de un grupo de cinco ancianos de aspecto cansado y no bajé hasta alcanzar la octava planta, donde una tranquila sala de espera aguardaba al otro lado de un recibidor de paredes ocres.

El administrativo del mostrador me indicó hacia dónde debía ir.

—El director le espera en su despacho, agente Blue. Por favor, si es tan amable de seguirme.

Tal fue mi sorpresa al saber que el director del hospital me había hecho llamar que ni tan siquiera fui consciente del camino hasta su despacho. Me limité a seguirle hasta entrar en una amplia estancia de paredes de madera y suelo negro en cuyo interior, contemplando la noche desde una de las ventanas, estaba Briggs.

Pero no fue en el policía lo primero en lo que me fijé. Más allá de la elegancia del despacho, con sus muebles hechos a medida de color negro y bellos cuadros paisajísticos cubriendo sus paredes, lo que mi vista percibió primero fue el impresionante piano de cola que había junto a la entrada, en el lateral izquierdo de la sala. Una increíble obra de artesanía cuya mera presencia logró que me estremeciera.

Lo observé durante unos segundos, embelesado por el poderío que lo envolvía. Hacía muchos años que no tocaba el piano, pero algo en mi interior siempre despertaba cuando había un teclado cerca de mí. Era como si aflorase mi yo más sincero... mi yo más real. El auténtico Tommy Blue que, bajo el uniforme de policía, lucía la piel de un músico.

La piel de un pianista.

Pero, aunque podría haberme perdido en la belleza de aquel instrumento y dejarme arrastrar por su atracción, no lo hice. Briggs me llamó y su voz rompió el embrujo de aquel extraño y místico momento.

Logró que le odiase por un instante.

—Muchacho, el director quiere hablar contigo —dijo, acudiendo a mi encuentro—. Con los dos en realidad, aunque conmigo ya lo ha hecho. Es por el chico.

—Está muerto, ¿verdad?

Los ojos de mi compañero se tiñeron de tristeza cuando asintió.

—Está muerto, sí —admitió—. Te va a hacer unas cuantas preguntas, ¿de acuerdo? Te recomiendo que respondas con sinceridad.

—¿El director a mí? —contesté con confusión—. ¿Por? Se supone que nosotros somos la policía, no al revés, ¿no?

No me respondió, solo me palmeó el hombro antes de abandonar la sala. Una vez a solas, posé la mirada en la ventana donde anteriormente había estado Briggs y acudí a su encuentro, sintiendo la absurda necesidad de abrirla para respirar el aire puro de la calle. Muy a mi pesar, no lo conseguí: la ventana tenía una cerradura de seguridad por lo que mi intento fue en vano.

Respiré hondo y volví a mirar al piano. Estaba empezando a ponerme nervioso. No entendía absolutamente nada de lo que estaba pasando y necesitaba relajarme. Necesitaba...

Ni tan siquiera sabía lo que necesitaba. Lo único que en aquel entonces tenía sentido en mi mente era el piano y la imagen de mis manos recorriendo su teclado. La música en mis oídos... la música arrastrando mi malestar más allá de las barreras del mundo real.

Y aunque no debería haberlo hecho, lo hice. Me acerqué al piano y levanté la tapa. Seguidamente, tomé asiento en la banqueta y, rompiendo el silencio reinante con ello, empecé a hundir las teclas, siguiendo las partituras mentales que marcaban el ritmo de mi propia existencia. Notas grabadas a fuego en mi mente que me acompañaban en el día a día.

La melodía de mi propio ser.

Y durante los minutos que estuve tocando, olvidé dónde estaba y todo lo que había pasado. Olvidé Oniria y el cuerpo del chico al caer en mitad de la noche. Olvidé la sangre en su rostro y sus ojos rasgados... lo olvidé todo, perdiéndome en mí mismo, hasta que mis dedos tocaron la última nota. Entonces volví a abrir los ojos, sin saber cuándo los había cerrado, y descubrí que todas las teclas estaban marcadas con las huellas de mis dedos aún empapados en sangre. Una sangre que creía haberme lavado pero que, por alguna extraña razón, estaba allí, manchando el piano. Destruyendo su virginidad.

Horrorizado ante la visión, me apresuré a ponerme en pie e intentar limpiarlas con el puño de mi uniforme. Lo intenté con todas mis fuerzas, sintiendo el pánico apoderarse de mí, pero aunque logré quitar algunas, otras tantas nuevas iban apareciendo, devorando la pureza de las teclas. Corrompiendo el instrumento...

Corrompiendo mi alma.

Aquella visión logró perturbarme de tal forma que ni tan siquiera fui consciente de que alguien había entrado en la sala. Alguien que, tras escuchar mi recital, rompió la burbuja de confusión en la que me había sumido con un contundente aplauso. Volví la mirada hacia él, asustado ante su inesperada aparición, y durante un instante no supe qué decir. Sencillamente lo miré, como si de una aparición espectral se tratase... y él rio.

Y me guiñó el ojo.

Y aquel simple guiño bastó para que todos mis temores desaparecieran cuando, al volver a mirar el piano, estaba impoluto.

Gabriel Verdugo.

—Ha sido impresionante —aseguró, acercándose a mi encuentro—. Cuando le dije a mi asistente que quería que trajesen el piano a mi despacho no entendió el motivo. Ahora, diez años después, al fin cobra sentido.

—Lo lamento, señor —respondí, sintiéndome tremendamente avergonzado—. No suelo comportarme así, se lo aseguro.

—En realidad sí que sueles hacerlo —dijo, deteniéndose a un par de metros de mí—, y eso me gusta. Gabriel Verdugo, director del Hospital General de Escudo, un placer.

Tomé su mano cuando me la tendió y se la estreché, sintiendo un profundo escalofrío recorrerme la espalda al hacerlo. Su piel era tan gélida como pálida: una escalofriante mezcla que, nuevamente, mi cuerpo reconoció como una amenaza.

Amenaza a la que no presté atención, claro.

Gabriel Verdugo era un apuesto hombre de cincuenta años de cabello entrecano perfectamente peinado hacia atrás. Sus ojos, de un gélido color azul, destacaban en un semblante marcado por el paso del tiempo. Era alto y ancho de espaldas, con una presencia tan majestuosa y sofisticada que, sumada al impoluto traje negro que lucía, logró intimidarme.

Me sentí como un niño a su lado.

—Thomas Blue —dije, dedicándole una sonrisa que pretendía ser firme—, el placer es mío, señor Verdugo.

—Bienvenido a la ciudad, agente Blue. He oído hablar de usted: llegó hace un mes de Umbria. Hoy es su primer día de servicio en el cuerpo de policía, ¿verdad?

El señor Verdugo se encaminó hacia su escritorio, donde tomó asiento en su ostentosa butaca negra. Seguidamente, encendiéndose un cigarrillo, me invitó a que me sentara yo también.

—Así es —respondí, rechazando el tabaco—. El agente Briggs me acompañó en la ruta para enseñármela.

—Un inicio complicado —reflexionó el director, pensativo—. Supongo que es consciente de ello, pero el muchacho al que han traído ha muerto.

Incluso siendo conocedor de la noticia, admito que me impactó la confirmación. Verdugo hablaba con tanta contundencia que sus palabras resonaban con especial sonoridad no solo en la sala, sino también en mi mente.

—Lo suponía —dije.

—Es una noticia muy amarga para mí —prosiguió—. El joven al que habéis traído es un viejo conocido de mi familia... alguien muy querido. El hijo de mi mejor amigo. El volver a saber de él así ha sido un golpe duro. Un golpe que, por desgracia, debo aceptar.

—¿Está usted insinuando que ese chico es...?

Antes incluso de que lo dijera, supe quién era. Lo había sospechado desde el principio, pero no fue hasta entonces, cuando sus ojos se clavaron en mí, llenos de verdad, que no lo supe.

Y de nuevo sentí un escalofrío.

—Flavio Takano, sí —sentenció el director, logrando que aquel nombre quedase grabado a fuego en mi memoria—. No sé si es usted conocedor de la trágica historia que azotó a nuestras familias hace diez años, pero ese joven era uno de sus grandes protagonistas. Él... —Verdugo se puso en pie, repentinamente inquieto. Dio unos pasos por la sala, dejando tras de sí una estela de dudas, hasta alcanzar la ventana. Miró más allá del cristal—. Debo pedirle un favor, agente Blue.

Me levanté de inmediato, como si más que una petición, sus palabras hubiesen sido una orden. Aquel hombre parecía ejercer un extraño poder sobre mí.

—Por supuesto, le escucho.

—El agente Briggs me dijo que, antes de perder la conciencia, o quizás la vida, lo desconoce, Flavio dijo "está aquí, nos ha encontrado". ¿Usted lo escuchó?

La pregunta me dejó totalmente estupefacto. Había llegado al encuentro del chico con una diferencia de un par de segundos, no más, y no había escuchado absolutamente nada. De hecho, Briggs no había mencionado aquellas palabras en ningún momento durante el viaje, por lo que aquel detalle no parecía tener cabida. No tenía sentido.

—No escuché nada —confesé.

—Ya, lo que suponía... —Gabriel dejó escapar un profundo suspiro—. Verá, agente Blue, supongo que con un mes ha tenido suficiente para ser consciente de la percepción que se tiene en Escudo del cuerpo de policía. Su credibilidad es, digamos, que cuanto poco limitada, de ahí a que hayan quedado relegados a un segundo plano. —Hizo un alto—. Sin embargo, veo algo diferente en usted. Puede que sea por el lugar del que viene, o quizás por su aparente inocencia, pero... —Los ojos de Verdugo se posaron de nuevo en los míos, cargados de mística—. Pero quiero confiar en usted. Quiero pensar que es diferente: que puede ayudarme. ¿Puede hacerlo, agente Blue?

Tragué saliva.

—Puede, por supuesto.

—Fantástico. He oído hablar mucho de usted, tanto que no voy a negar que le he estado observando desde su llegada. Sé dónde se hospeda, con quién se relaciona, dónde come e incluso a qué hora se acuesta. Lo sé absolutamente todo, incluido lo de esa mujer en Umbria. Claire, creo que se llamaba. ¿Estoy en lo cierto?

Asentí, tieso como un palo. Aquella intromisión en mi intimidad era tan tremenda que ya no había cabida a la ofensa. Aquel hombre, una de las grandes personalidades de Escudo, lo sabía absolutamente todo de mí, con lo que aquello podía comportar. ¿Era una amenaza? ¿Un aviso?

A aquellas alturas ya no sabía ni qué pensar.

—No se portó bien con usted, lo tengo claro. Por suerte para ambos, eso provocó su llegada a la ciudad y posteriormente este encuentro. Así pues, en el fondo, debo estarle agradecido: de no ser por ella ahora mismo sería al inepto de Briggs al que debería recurrir.

—Bueno, el agente Briggs...

—Ni tan siquiera lo intente, Blue: ni lo conoce, ni le interesa hacerlo. Es un inútil, como todos. Sin embargo, usted es diferente. Usted es un agente de verdad, lo lleva en la sangre, y eso marca la diferencia. Creo que en usted sí que puedo confiar... y usted en mí.

No supe qué responder.

—Este tema es muy complicado para mi familia, agente. Flavio Takano era el prometido de mi hija y quisiera tratar este tema con especial delicadeza. Luna es todo lo que me queda en la vida y tiene una salud frágil. Todo lo sucedido hace diez años le ocasionó cierta inestabilidad mental con la que lleva años combatiendo. Ahora está mucho mejor, pero incluso así es bastante susceptible. Es por ello por lo que preferiría que no se enterase por las noticias de lo ocurrido, ni tampoco por una llamada telefónica. —El señor Verdugo sonrió con calidez—. Si usted me ayudase, agente, yo le estaría muy agradecido.

Una oferta tan tentadora como peligrosa. Llevaba tan solo un mes en Escudo y una jornada como policía, pero había visto lo suficiente como para saber que no iba a ser fácil prosperar sin un poco de ayuda. Una ayuda que venía de forma inesperada y repentina, como todos los buenos giros en la vida. Supe que no podía rechazarla.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Verdugo?

—Es muy sencillo —respondió, satisfecho—. Tan solo necesito que vaya a ver a mi hija y le entregue una carta. En ella le explico lo sucedido. —Se acercó al escritorio y del primer cajón extrajo un sobre lacrado que me tendió—. Como ya ve, algo muy fácil. ¿Podrá hacerlo, agente Blue? Hoy mismo: ahora.

—¿Solo dárselo?

El señor Verdugo asintió.

—Así de simple.

—Puedo hacerlo, claro... no hay problema. Cuente conmigo.

—Buena decisión, agente Blue. Estoy convencido de que nos vamos a hacer buenos amigos.



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