Capítulo 16 - Bailando entre muertos

La empresa de Botan Takano tenía un total de doce mataderos repartidos por toda la zona de Escudo. Enormes edificios de piedra en cuyo interior la producción de carne no cesaba en las veinticuatro horas del día, abasteciendo de alimento los mercados y los centros logísticos de la zona... y llenando los bolsillos de Takano de dinero, claro.

Había sido uno de los negocios más prósperos de Escudo. Durante los años de mayor bonanza, los Takano habían logrado acumular una inmensa cantidad de ceros en su cuenta que de poco les había servido. En aquel entonces, condenados a una vida de vampirismo y subterfugio, el esfuerzo no valía de nada.

Una pena.

No sé por qué decidí ir a visitar las oficinas de la empresa. Después de la reunión con Orinoko tenía muy mal sabor de boca y quería saber más. Por un lado no acababa de creerme sus palabras. Me chocaba que, habiendo tenido contacto con Botan y, en consecuencia, conocer el destino de sus hijos, hubiese seguido yendo a visitar la casa habitualmente. Era extraño. Y no solo eso, si realmente era cierto que él era el culpable de la transformación, que todo apuntaba a que así era, quería entender sus motivaciones. ¿Por qué? ¿Por qué destruir así las vidas de sus hijos y acabar con sus tradiciones? Y no solo eso: ¿cómo lo había hecho? El que hubiese desaparecido tanta gente en un abrir y cerrar de ojos no podía ser producto de la actuación de un solo hombre.

Era imposible.

Todas aquellas cuestiones me torturaban, y por alguna extraña razón que no llegaba a entender, creía poder dar con sus respuestas en la antigua oficina de Takano, allí donde tanto tiempo había pasado antes de abandonar Oniria...

Así pues, siguiendo las indicaciones de Nicky, fui recorriendo las silenciosas carreteras de los alrededores hasta descender al otro lado de la montaña, a la cara oscura. Una zona especialmente boscosa y sombría en cuyo corazón nevado, un profundo valle sumido en la niebla, se alzaba la fría edificación de piedra y metal que era la sede central de los Takano.

—Creo que lo veo —anuncié, localizándola entre los árboles el edificio—. ¿Fachada azul?

—Fachada azul, sí... es ahí. ¿Estás seguro?

La voz de Nicky resonó dentro del coche. Me había acompañado a lo largo de todo el camino, mientras sorteaba árboles y troncos caídos. Un rayo de luz en un cielo cada vez más nublado que pronto dejaría de brillar.

Comprobé la hora: quedaba menos de una hora para el anochecer.

—Estoy seguro, sí, iré rápido.

—¿Y no sería mejor que volvieras mañana?

El camino llegó a su fin y de repente ante mí apareció una verja metálica de varios metros de altura. Frené en seco. Dejé el coche a un par de metros de distancia, evitando el impacto gracias a que iba a poca velocidad, y respiré hondo. Al otro lado de la valla aguardaba una explanada de casi doscientos metros al final de la cual se alzaba el monstruoso edificio que era el matadero.

Pasé la mirada por su fachada azul. Los cristales de las ventanas estaban rotos y cubiertos por tablones carcomidos por la humedad mientras que el cartel que había en la entrada principal, sobre una gran puerta de carga y descarga, estaba apagado, con la letra "T" de "Takano" descolorida. El polvo y la suciedad se había apoderado de todo, incluido el propio terreno, donde la naturaleza salvaje se había abierto paso. Ahora ya no quedaba demasiado de ella, la nieve lo cubría todo, pero incluso así se notaba la dejadez.

—Tengo que colgar, Nicky, voy a entrar.

—¿No puedes ponerte los cascos? Preferiría no cortar la llamada, sinceramente. Mira en tu guantera.

Hice caso a Nicky, a la que no se le escapaba ni un detalle, y descubrí que alguien había dejado una pequeña caja con un par de auriculares en su interior. Los saqué, activé la conexión inalámbrica y, para alivio de ambos, los vinculé con el teléfono.

La voz de Nicky volvió a sonar, esta vez directamente en mis oídos.

Sonreí para mí mismo.

—Creo que nunca he oído una voz tan bonita como la tuya ahora mismo.

—Tenlo presente cuando estés ahí dentro... venga, vamos.

Me guardé el teléfono en el bolsillo y bajé del coche. Me gustaría decir que no estaba asustado, pero el entorno era sobrecogedor. Tal era el silencio reinante que no pude evitar sentirme un poco intimidado ante la inmensidad del matadero.

Me ajusté el cuello del abrigo, pues el frío era especialmente gélido en aquella zona, y me guardé la pistola de Verdugo en el bolsillo. No me planteaba llevarla al descubierto desde un principio, pero no descartaba el hacerlo si era necesario. Dependiendo de cómo estuviesen mis ánimos ahí dentro, la sacaría.

Avancé por la nieve hasta la verja y la bordeé, hasta alcanzar la entrada principal. Allí donde las puertas estaban cerradas y las garitas de seguridad vacías.

Forcejeé con el candado que unía las puertas sin éxito. Seguidamente, asegurándome de que no hubiese nadie a mi alrededor, que no lo había, por supuesto, trepé por los barrotes y salté al otro lado. Lancé una fugaz mirada a los puestos de seguridad de nuevo, me acerqué incluso para comprobar que estuviesen vacíos, y dirigí la atención al gran edificio azul.

El reflejo de los últimos rayos de luz del día arrancó varios destellos a las ventanas rotas.

—No hay ni un alma —dije, iniciando el camino hasta la entrada. La capa de nieve no era muy profunda, pero sí lo suficiente como para que crujiese bajo mis botas—. ¿Tienes alguna cámara aquí?

—No, el señor Takano lo rechazó desde el principio. Hasta donde sé, siempre valoró mucho su privacidad.

No me sorprendió. Incluso sin haberme cruzado nunca con él, empezaba a tener una imagen de Botan Takano bastante clara. Un hombre tradicional y cerrado en sí mismo al que le perseguía la mala suerte. Normal que no quisiera compartirla con nadie.

Supongo que me daba algo de lástima. Mientras recorría la carretera por la que en otros tiempos habían ido y venido cientos de camiones llenos de reses, no podía evitar que el nerviosismo y la ansiedad empezasen a calar hondo en mí. Sentía que me estaba metiendo donde no me llamaban, pero a la vez que estaba haciendo lo correcto. Que aquel lugar era una de las grandes claves de todo aquel misterio...

Y no estaba equivocado.

Al alcanzar la entrada descubrí que junto a la persiana principal había un segundo acceso algo más oculto. Una puerta secundaria que, situada un nivel inferior, al final de una escalinata de piedra, permitía la entrada al edificio. Me asomé a ella, consciente de que forzar aquella puerta sería más discreto que abrir la persiana del paso a camiones, y bajé.

Me acerqué a la puerta para comprobar la cerradura. Una cerradura que, para mi sorpresa, logré abrir con un sencillo empujón.

—Está abierto —dije en apenas un susurro.

Nicola no respondió, supongo que estaba aguantando la respiración, como yo.

Empujé aún más la puerta y me adentré en la nave.

Me recibió una potente bocanada de olor a sangre. Un hedor tan intenso y metálico que por un instante tuve arcadas. Me llevé la mano al cuello, en un gesto instintivo, y respiré hondo.

El olor era demasiado intenso para no ser reciente.

Cogí aire, tratando de evitar que la pestilencia nublara mis pensamientos, y alcé la mirada. Acababa de entrar en un vestíbulo. Una estancia amplia y levemente iluminada que conectaba con el acceso a través de la persiana. Paseé la mirada por las paredes y descubrí que estaba repleta de señalizaciones que marcaban el circuito que debían seguir los conductores dependiendo de cuál fuese su carga.

—Cerdos, vacas, corderos y caballos —murmuré, adivinando el significado de cada una de las siglas—. Bonito espectáculo.

—¿Qué ves?

—Pasada la persiana principal hay cuatro más dentro. Por lo que veo están todas cerradas, así que no sé muy bien cómo voy a poder entrar.

—Ya, bueno, pero tú quieres ir a la oficina, ¿no?

—Sí, no me apetece mucho ver el sitio donde mataban animales, la verdad.

—Entonces busca otra puerta, tiene que estar por ahí.

Nicky tenía razón. Al adentrarme un poco más en el vestíbulo descubrí una quinta puerta de menor tamaño situada en el extremo derecho. Allí la luz del atardecer no llegaba, por lo que había quedado sumida en la oscuridad total.

Pero sí, era por ahí.

Me acerqué y abrí, descubriendo ante mí un corto pasadizo y unas escaleras metálicas. Subí los peldaños uno a uno, tratando de emitir el menor sonido posible, y subí lo que debían ser al menos dos plantas. Una vez arriba, descubrí que en realidad aquellas escaleras daban a una pasarela de metal que pendía sobre una de las líneas de producción.

Me detuve un instante para ver las distintas máquinas que componían lo que a simple vista parecía una cadena de producción. En mi mente había imaginado aquel lugar lleno de ganchos con trozos de carne putrefacta repleto de moscas. La realidad, sin embargo, distaba por completo. Seguramente habría alguna sala frigorífica donde había dispositivos de sujeción para las distintas piezas, pero no estaban allí. Allí había cajones de contención, cintas transportadoras y mucha maquinaria de grandes dimensiones por cuyo interior pasaban las cintas.

Preferí no imaginar para qué servían. Volví a concentrarme en mi objetivo y recorrí la pasarela hasta quedarme prácticamente a oscuras.

Saqué el teléfono, encendí la función de linterna y seguí adelante.

Y entonces, cuando ya me encontraba prácticamente en el centro de la nave, sumido en la oscuridad absoluta, noté algo. Algo que logró que las entrañas se me retorcieran y que el miedo empezase a martillearme la cabeza. El hedor de la sangre se hizo muy intenso: tanto que incluso logró detenerme en seco. Miré a mi alrededor, tratando de encontrar el origen, y al iluminar hacia abajo creí ver formas extrañas.

Avancé un poco más, hasta alcanzar un acceso secundario a la escalinata. Se trataba de una escalerilla de mano vertical de peldaños muy separados. Perfecta para matarme, vaya. Sin embargo, estaba tan intrigado que necesitaba saber de dónde procedía aquel olor, así que bajé.

Y los vi.

Los vi con mis malditos ojos.

Localicé a los hermanos Takano en el suelo, tendidos en distintas posiciones, rodeados de cuerpos pálidos al borde de la muerte y cadáveres. A ellos, a Samuel Digory y otros tantos jóvenes que, por su aspecto, era evidente que eran vampiros.

Y estaban durmiendo...

Aterrorizado ante su repentina aparición, no aguanté ni tan siquiera medio minuto. Me apresuré a tapar la luz del teléfono para evitar despertarles, y acto seguido, de puntillas, rehíce el camino hasta la escalera, plenamente consciente de que, si me descubrían allí, no iba a salir con vida. Volví a la escalera, la subí a toda velocidad, tropezándome en varios de los peldaños por el nerviosismo, y una vez en la pasarela aceleré el paso.

Unos minutos después, ya viendo el final del camino, me di cuenta de que Nicky llevaba mucho rato hablándome. De hecho, me estaba gritando, pero yo no la había oído hasta entonces. Tal era la opresión que sentía en el pecho y en la cabeza que me había aislado del mundo.

Alcanzado el final de la pasarela, ascendí otro tramo de escaleras y crucé una puerta que daba acceso a un vestíbulo. En él, situado en el lado opuesto a la que sin duda era una sala de reuniones, había un escritorio ahora vacío.

El puesto del asistente, supuse.

Me asomé a la sala de reuniones, donde descubrí vacío y suciedad, y me adentré un poco más en la planta a través de un corredor lateral. En ambos lados había puertas cerradas, y al fondo, tras una sala de espera, un último despacho.

El despacho.

Me detuve en la puerta para iluminar los imponentes grabados que había inscritos en el marco. Se trataba de bonitas ilustraciones del Japón tradicional, con lo que parecía ser un samurái como protagonista. Unas bellas imágenes que contrastaban con la ausencia de decoración del resto del recinto. Era como si tan solo en aquella zona hubiese habido vida: como si aquel fuese el corazón neurálgico del negocio.

Y no me equivocaba.

Abrí la puerta y al atravesarla descubrí un impresionante despacho de paredes recubiertas por paneles blancos y suelo de madera. El techo estaba cubierto por mosaicos de colores y las paredes por escenas orientales donde el mismo samurái seguía siendo el protagonista.

Un samurái cuyos ojos alguien había agujereado...

No tardé en descubrir que alguien había dibujado regueros de sangre por sus pómulos, trazando tétricas líneas rojas en su cara. Y no lo había hecho con pintura precisamente: el hedor lo delataba. Una cruel afrenta a unas obras de arte que, de no ser por aquel detalle, habrían sido francamente bellas.

Pero no solo las paredes habían sufrido la ira del culpable. El mobiliario estaba lleno de arañazos y cortes hechos con un cuchillo, el suelo de manchas de sangre y los tres bonsáis que habían decorado la ventana vilmente arrancados de sus maceteros y estampados contra el suelo. En el escritorio de Takano alguien había grabado a cuchillo la palabra "TRAIDOR", y la butaca había sido apuñalada en la espuma en repetidas ocasiones.

De hecho, cuanto más iluminaba la sala, más destrozos encontraba en ella. La oscuridad había sabido ocultar bien los daños, pero estaban allí, muy presentes, llenando del hedor metálico de la sangre todo cuanto me rodeaba.

—Vaya, parece que Takano tenía enemigos —murmuré, avanzando.

Me adentré lo suficiente como para que el corazón me diese un vuelco cuando la puerta se cerró de un portazo tras de mí. Se me resbaló el teléfono de la mano, y los pocos segundos en los que tardé en recuperarlo, el pánico se apoderó se hizo dueño de mi mente. La oscuridad era terrorífica... pero no tanto como lo que aguardaba en su interior. Algo invisible al ojo humano pero que yo podía sentir...

Una mirada fija en mí.

Un aliento acariciándome la nuca.

Una voz susurrándome al oído...

Tan pronto recuperé el teléfono, iluminé a mi alrededor para asegurarme de que todo siguiese en su lugar. Acto seguido, desenfundé la pistola.

—¿Todo bien? —preguntó Nicky, probablemente alertada por el acelerón que había dado mi respiración—. Se hace de noche, Thomas.

—Todo bien —respondí.

Pero no lo tenía tan claro.

Abrí los armarios y los cajones en busca de alguna pista. De información gracias a la cual empezar a construir una posible explicación a lo ocurrido. Me negaba a creer que, de un día para otro, el señor Takano hubiese enloquecido y hubiese decidido transformar a su familia. Ni tenía motivos, ni tampoco medios. Una de dos, o alguien le había ayudado, o había pasado algo diferente, ¿pero el qué? Trataba de encajar el papel del cazador de vampiros en la trama, pero era incapaz de verle lógica. Orinoko había insinuado que Botan no había sido culpable de sus actos... pero entonces, ¿quién lo había sido?

Demasiadas preguntas.

Mientras sacaba la poca documentación que habían dejado en la oficina, como si de un burdo asaltador de tumbas me tratase, el tiempo fue pasando muy rápidamente. Demasiado rápido, de hecho. El despacho era muy grande y había muchos rincones donde buscar. Lamentablemente, no parecía haber nada de interés salvo algunas facturas y autorizaciones. Fuera quien fuera que había dañado la oficina, se había llevado consigo lo realmente importante...

Incluida mi cordura.

Incluido mi tiempo.

La noche cayó de repente, como un manto de estrellas, y el despertar de los vampiros rompió el silencio reinante en el matadero. Un grito ahogado resonó por toda la instalación, seguido de unas carcajadas y lo que parecía ser un cántico... y con su llegada, a mí acudió el miedo.

Un miedo que se aferró a mi pecho y que me paralizó el suficiente tiempo como para que que, en lo más profundo del matadero, alguien captase mi olor.

Percibiese la presencia de sangre fresca...

Y sus pasos acelerados, corriendo hacia mí, me hicieron reaccionar. Unos pasos que parecían como los de un gigante, arrancando todo tipo de sonidos metálicos a la fábrica.

Se acercaba... se acercaba muy rápido.

Respiré hondo, asimilando todo aquello que mi cerebro estaba interpretando en base a simples sonidos, y tardé unos segundos en reaccionar. El tiempo suficiente para que mi corazón empezase a bombear sangre a toda velocidad y la adrenalina silenciase mi mente.

—O te espabilas o estás muerto, Tommy —me dije.

Aunque en realidad no era yo quien hablaba. ¿Pero acaso importaba?

Recorrí la sala con la mirada, sintiendo la alarma taladrarme el cerebro como un martillo pilón, y valoré la posibilidad de ocultarme en un baúl. Después en un armario.

Finalmente, debajo del escritorio.

—Estúpido, es tu olor —me volví a decir.

Y entonces mis ojos chocaron con la persiana bajada y la puerta corrediza de lo que parecía ser una terraza. Corrí a abrirla, dando gracias a que el sistema de apertura fuera de correa y no eléctrico, y la subí lo suficiente como para comprobar que la terraza estaba totalmente cubierta de nieve.

—¡Oh, mierda! —exclamé.

Y sintiendo ya los pasos del vampiro terriblemente cerca, trepando por una de las escaleras secundarias de la pasarela, abrí la puerta de la terraza y me zambullí en la nieve, lanzándome de cabeza a ella como si fuera una piscina de agua. Inmediatamente después me adentré en ella, sintiendo la opresión del frío agarrotarme los pulmones, y sacudí las piernas para intentar disimular el túnel que había excavado con mi propio cuerpo. No se me ocurría otra cosa para ocultar mi posición, así que traté de acumular el máximo de nieve posible contra la vidriera.

Con suerte, aquello disimularía mi olor...

Y los pasos siguieron avanzando a la velocidad del rayo, irrumpiendo al fin en la planta. Recorrieron todo el pasadizo, lanzando gruñidos de pura voracidad, y abrieron la puerta del despacho de par en par.

La terraza tembló con su llegada. El aire se llenó del olor de la sangre, la oscuridad se hizo aún más profunda... y oculto en la nieve, yo mantuve los ojos muy abiertos, con el dedo apoyado sobre el gatillo.

En cuanto apareciese, dispararía. Poco importaba que fuese Flavio Takano, su hermana o el espíritu santo: iba a disparar. Iba a acabar de una vez por todas con aquella tortura...

—Dile a mi madre que la quiero —susurraron mis labios.

Pero ni Nicky ni yo sabíamos a quién me refería. ¿Madre? ¿Qué madre?

Los pasos del vampiro al acercarse a la terraza cortaron el hilo de mis pensamientos. Le escuché olfatear al otro lado del muro blanco, como si de un perro se tratase...

Y hundió una mano en la nieve, muy cerca de donde estaba mi brazo. Después hundió la otra, algo más lejos, y arañó el hielo, tratando de buscar algo en sus entrañas.

Tratando de encontrarme.

No me moví. El corazón me latía con tanta velocidad que ni tan siquiera era capaz de escuchar mis propios pensamientos. Solo oía su latido, enloquecido, y la estúpida voz de mi cabeza que repetía una y otra vez la misma frase.

Que alguien le dijera a mi madre que la quería...

¿¡Pero qué madre!?

El vampiro volvió a clavar el brazo en la nieve, esta vez mucho más cerca de mí, a la altura de mi cabeza. De hecho, incluso me rozó el pelo. No era consciente de ello, pero me había acuclillado para ocupar menos. Sentí su mano muy cerca, una mano fina y esbelta, de chica joven, y moví la cabeza un par de centímetros a la derecha, el espacio necesario para que, al clavar la segunda, no me golpease.

Mi cabeza quedó entre sus brazos. Sentí la frialdad que emanaba su piel pálida como la cera, y durante los segundos en los que estuvimos en aquella posición, me preparé para disparar. Para volarle de una vez por todas el torso y hacerla saltar por los aires. Y poco importaba si tenía corazón o no: se lo iba a arrancar de cuajo.

Porque me iba a pillar, estaba convencido. Me iba a encontrar...

Y empezó a arañar. El vampiro empezó a arañar la nieve y supe que había llegado el momento. Tenía que matarla antes de que fuera tarde... y apreté el gatillo. Dios sabe que lo apreté. El pánico me superó y me adelanté.

Sin embargo, el arma no disparó. No sé por qué, pero no salió proyectil alguno de su cañón, hecho que me dejó totalmente aturdido. Quise volver a apretar, pero mi cuerpo no reaccionó: quedó paralizado por el miedo... Entonces de la garganta del vampiro surgió un nuevo sonido, algo parecido a un grito, y tal y como sus brazos habían aparecido en la nieve como dos misiles, desaparecieron, dejando tras de sí dos aperturas a través de las cuales pude verle abandonar el despacho.

Cómo salía y dejaba la puerta entreabierta...

Cómo, por increíble que pareciera, había salvado la vida.

Un siglo después, volví a respirar.

—Dime que no estás muerto —escuché a través del auricular.

Ni tan siquiera fui capaz de responder.





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