Capítulo 1

La brisa otoñal recorría los edificios grises de Londres, silbando entre las viejas estructuras de cemento y madera. El cielo encapotado y las nubes que anunciaban lluvia eran un cruel recordatorio de la triste vida que acababa de comenzar para Graham. El chico, de tan solo diez años, se mantenía una distancia prudencial de la pareja recién casada, que caminaba con brío hacia la casita en la que todos estos años habían vivido su madre y él. No comprendía por qué, después de tanto tiempo, su madre había decidido volver a casarse, y más con aquel hombre de mirada sombría y palabras hirientes. Era cierto que el dinero llegaba a duras penas al hogar, pero siempre habían tenido suficiente. Él pensó que tal vez era verdadero el dicho que aseguraba que el amor es ciego, pues su madre parecía no ver el mal que aquel hombre comportaba.

Graham continuó arrastrando los pies hasta llegar a la puerta principal. Su casa era pequeña, vieja y algo destartalada, de vigas de madera y ventanales de hierro forjado.

—Niño —vociferó el padrastro. El pequeño se estremeció, alzó la mirada, encontrándose con el rostro de facciones duras de aquel hombre. Sus ojos eran crueles, castaños y de pupilas muy pequeñas. Cabello azabache caía sobre su frente—. Esta noche ve con tu tío.

—Mi cuñado vive al otro lado de la ciudad —replicó su madre.

El hombre la asió fuerte del brazo.

—Silencio, mujer. He hablado, y este mocoso se va con su tío —entonces dibujó una sonrisa maliciosa—. Como caminaba tan lento, no he podido decírselo antes. Se habría ahorrado mucho camino.

Graham abrió mucho sus ojos grises, buscando que su madre replicara de nuevo, pero ésta agachó la cabeza y apoyó la cabeza en el hombro de su marido.

—Pero lloverá —contestó el niño.

—¿Qué edad tienes? ¿Nueve? ¿Diez? ¿Te da miedo un poco de agua? —el hombre le empujó de muy mala manera, haciendo que casi cayera al suelo— Ahora largo, fuera de mi vista.

El rubio contuvo las lágrimas hasta que el enorme portón se cerró. Entonces se levantó y, tras mirar el cielo, se encaminó hacia el otro lado de la ciudad. Con suerte llegaría antes de que fuera demasiado tarde y no se empaparía demasiado.

—Es solo esta noche —se repitió.

Cuánto se equivocaba. Desde aquel momento, el pequeño Graham no volvió a ser bien recibido en su hogar.

* * *

Se encaramaba por el cordaje de mesana, subiendo lo más rápido que le permitían sus pies. El viento silbaba con fuerza y el agua salada le salpicaba en el rostro. Uno de los cabos de la vela de sobremesana se había soltado, y amenazaba con peligrar la entera embarcación. El joven estiró el brazo hacia el cabo suelto, casi perdiendo el equilibrio. El viento agitaba el cabo, y era prácticamente imposible llegar desde el cordaje. Gruñó frustrado y, sin pensarlo demasiado, saltó hacia la cruceta. Oyó que le vociferaban desde cubierta, pero él hizo caso omiso. Estiró los brazos para mantener el equilibrio, al tiempo que caminaba despacio sobre la estructura de madera. Sus pies descalzos le permitían tener mayor control de sus movimientos. Llegó al final de la cruceta, y estirando de nuevo los brazos, asió con fuerza el cabo rebelde.

—Ya te tengo, pequeño bastardo —murmuró triunfante.

Corrió por la cruceta, harto ya de los problemas que aquella cuerda le estaba ocasionando. Y justo cuando llegó hasta el palo, un golpe de viento le hizo perder el equilibrio. Agarró con toda la fuerza que pudo el cabo de la vela, al tiempo que quedaba suspendido en el aire. Desde aquella altura, pudo apreciar prácticamente la totalidad de la cubierta. Caer supondría una muerte segura. Observó cómo otro de los marineros comenzaba a escalar por el cordaje. Sacudió la cabeza, era su momento de gloria, no iba a permitir que éste fuera eclipsado por culpa de un poco de viento. Se balanceó hacia delante y detrás, hasta conseguir la suficiente inercia para regresar de nuevo al palo. Cuando estuvo cerca, alargó el brazo izquierdo y sujetó otro de los cabos. Hizo un último esfuerzo y por fin consiguió asir el cabo al resto del aparejo. Se dejó caer en el cordaje, enredando sus brazos y piernas para dejar que las cuerdas le sujetaran sin esfuerzo y empezó a reír satisfecho.

Sus instantes de alegría no duraron demasiado, pues cuando el otro marinero llegó, su rostro no auguraba nada bueno.

—El capitán te va a matar —masculló el hombre, agarrándole de la pierna—. ¡Deja de reírte muchacho!

* * *

La Dama del Mar, buque corsario al servicio de su majestad el Rey de Inglaterra, inspiraba respeto a todo aquel que lo vislumbrara desde el horizonte. Madera teñida de rojo y negro, con pulcras velas blancas y una enorme bandera que ondeaba el símbolo de la patria. Diez cañones coronaban la cubierta y la escultura de una hermosa dama de mar decoraba el espolón, mujer de cabellos húmedos y mirada vacía, tan cautivadora como aterradora. El capitán, Eustace Slaver, era un hombre imponente, de cabello castaño que caía sobre sus hombros, barba incipiente, rostro alargado y ojos grises. Vestía una casaca de los mismos colores que su barco, y empuñaba una espada con mango de oro.

Eustace golpeó la mesa de su despacho con fuerza.

—¿En qué estabas pensando? —vociferó. Graham se encogió ante el enfado de su tío— Podrías haber rasgado las velas. ¡Podrías haber muerto!

—Señor... yo solo... pensé que sería lo más práctico.

—Se te ordenó que no te alejaras del cordaje —el capitán tocó los hombros del joven con su bastón—, no eres más que un joven enclenque de brazos cortos.

El chico bajó la cabeza y se abrazó a sí mismo. Hacía poco que había cumplido los catorce, y su cuerpo aún estaba en crecimiento. Su estancia en la Dama del Mar le había permitido hacerse más fuerte y tener acceso a mejor comida, pero aún debía pegar el estirón. Eustace suspiró, y cuando ya se hubo calmado, se apoyó en la mesa y miró a su sobrino con rostro afable.

—Aun así, estoy orgulloso de ti. Te estás adaptando muy bien a esta vida... Algún día serás un corsario de renombre —a lo que el hombre ladeó una sonrisilla—, y quien sabe si entonces el rey te case con una de sus hijas.

Ambos rieron ante el comentario. Después de cuatro años de miseria, Graham había decidido marcharse de casa, donde ya hacíaa demasiado tiempo que no le trataban como a un miembro de la familia. Su tío, atento a las necesidades de su sobrino, lo había acogido como a otro de sus hijos. El rubio, fascinado por el mar, había decidido seguir sus pasos y aprender el camino del corso, para servir a su patria y traer honra a Inglaterra.

—Espero que un día, Marlon te tenga envidia y decida enrolarse en esta tripulación —el chico asintió. Su primo no parecía demasiado interesado en imitar a su padre—. En fin grumete, ve a cenar. Un poco de pan, carne y vino. Mucho vino.

—Sí señor —sonrió en gran manera—. Muchas gracias, señor.

Graham se levantó y rápidamente se dirigió a la bodega, de donde emanaba el rico olor de la comida. Allí, sentados en bancos de madera, los tripulantes disfrutaban de carne ahumada, pan blanco y litros de vino. La mayoría vestían el uniforme de corsario, similar a la casaca del capitán Slaver. Graham, sin embargo, vestía una simple camisa blanca y unos pantalones de cuero remendados. Al fondo de la bodega, sentado en uno de los bancos que daban a la pared, estaba el Gordo Jay, un hombre orondo, de piel morena por el sol y cabello blanco destartalado. Disfrutaba de su tercera ración de comida, al tiempo que vislumbró al joven.

—¡Graham amigo! Ven, te he guardado tu porción.

El rubio sonrió y se acercó corriendo hacia la mesa. Jay había sido su mentor desde que había llegado al barco. A pesar de su enorme tamaño, parecía ser capaz de moverse con cierta ligereza, probablemente porque conocía el navío como la palma de su mano. Aquel hombre, además de mentor, era quien escribía las crónicas de la Dama, un conjunto de diarios que su majestad disfrutaba en gran manera.

—Pensaba que el capitán me tiraría por la borda —bromeó Graham mientras devoraba su panecillo. Le dio un sorbo a la jarra de vino y arrugó la nariz, el alcohol no terminaba de ser de su agrado, pero Gordo Jay insistía en que era bueno para el cuerpo.

—Yo a veces también lo haría —se rió el hombre.

—Gordo, tú que sabes tanto de la mar. ¿Por qué nos castiga con este temporal? —preguntó el chaval.

—Ah, me alegro que preguntes, joven amigo. Hay muchos misterios alrededor de los temporales. Hay hombres que dicen que es para equilibrar los vientos que soplan desde los distintos puntos cardinales. Pero yo tengo otra explicación —el rubio le escuchaba atentamente mientras comía—. Yo creo que es una advertencia de las criaturas marinas, que agitan el viento y las olas para advertirnos que pasamos por su territorio.

—¿Y por eso perecen muchos barcos?

—Sí, pero la mayoría perecen cerca del puerto... Por culpa de las damas de mar.

Jay había empleado un tono misterioso que sin duda había captado la atención de Graham. El chico no había oído demasiadas leyendas, y cada vez que podía, esperaba atentamente a que su interlocutor diera todos los detalles.

—Criaturas hermosas dicen que son, mujeres que vagan por las playas, con ojos muertos y una voz letal. Buscan captar al más inepto marinero y hacer que éste se pierda entre sus brazos.

—¿Y solo hay damas?

Gordo Jay empezó a reír.

—Algunos dicen haber visto varones de mar también, pero es menos común. Si alguna vez te encuentras con una de esas mujeres, lo mejor que puedes hacer es huir, por muy preciosa que te parezca.

El chico intentó imaginar cómo sería una dama de mar. Gordo le había hablado en otras ocasiones de criaturas similares como sirenas y nereidas, pero nunca le había advertido de aquella manera. Tal vez porque las dos últimas no eran más que leyendas, mientras que las damas de mar, pensó él, existían en realidad. Y a pesar de la advertencia de su amigo, sintió muchas ganas de ver a una dama y comprobar si era al menos un poco similar a la escultura del espolón.

—¿Tú has visto alguna? —preguntó al fin.

Jay simplemente sonrió y le dio un sorbo a su bebida.

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