Capítulo 7
Con las primeras luces del alba, Thomas fue despertado abruptamente por la estruendosa voz del teniente Marschall. Se levantó en la penumbra de la madrugada, cuando la noche aún extendía su dominio sobre el campamento. El frío matutino se colaba por su uniforme, mordiendo su piel, y cada movimiento se convertía en un recordatorio constante de la dureza del entorno.
Al abandonar el barracón junto a sus compañeros, el aire gélido les golpeaba el rostro, y sus alientos formaban pequeñas nubes de vapor que se desvanecían rápidamente en la oscuridad mientras marchaban en formación hacia el campo de entrenamiento.
El silencio del campamento solo era roto por las conversaciones silenciosas, el crujido de la grava bajo las botas de los soldados y el susurro lejano del viento que atravesaba los árboles cercanos. A lo lejos, las primeras luces del amanecer comenzaban a teñir el horizonte, pero el día aún no había comenzado oficialmente. La rutina que les esperaba era tan meticulosa y rigurosa como la del primer día.
Durante toda la instrucción, intentaba concentrarse tanto física como mentalmente, ajustando el ritmo de su respiración y enfocando sus pensamientos para resistir mejor el dolor que se acumulaba en sus músculos ya fatigados. Cada ejercicio era un desafío, pero se esforzaba por mantener el control, por demostrar que podía soportar la presión.
Sin embargo, aunque su cuerpo estaba inmerso en la rutina, su mente vagaba hacia otro lugar... concretamente, hacia el taller de mantenimiento. Esa misma tarde, le esperaba el segundo día de castigo, y la idea de volver a ese lugar, de estar una vez más bajo la mirada implacable de Stefan Weiss, no dejaba de inquietarlo. Había algo en ese taller, en la presencia de Stefan, que le producía una ansiedad latente que no podía sacudirse.
El entrenamiento continuaba, pero la sombra de la tarde que se avecinaba se cernía sobre él, una presencia constante en su mente que no podía ignorar.
A la hora del almuerzo, Thomas comió rápidamente, su mente enfocada únicamente en calmar el vacío en su estómago. La comida, como siempre, era insípida y monótona: una ración de papas cocidas con salchichas secas que apenas si ofrecían algún consuelo. No había tiempo para disfrutar ni quejarse, lo único que importaba era estar listo para enfrentar la tarde que se avecinaba.
—Tu ojo está mucho mejor —comentó Raymond, observándolo con una mezcla de alivio y preocupación. Desde la pelea, Raymond no se despegaba de su lado, siguiéndolo a todas partes con una lealtad silenciosa que Thomas apreciaba, aunque a veces también lo agobiaba un poco. Thomas asintió, notando que la hinchazón había disminuido considerablemente y la herida se había cerrado, aunque ahora una marca rojiza se extendía alrededor de su ojo, un recordatorio visible del golpe que había recibido.
—¿Cómo estuvo el castigo? —preguntó Simon, llevándose una porción de salchichas a la boca. Raymond también lo miró, sus ojos llenos de curiosidad y un rastro de culpa por haber sido, en parte, el motivo del castigo de Thomas.
—No fue gran cosa —respondió Thomas, intentando restarle importancia al asunto y esbozando una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Sus dedos, sin embargo, delataban otra historia: estaban enrojecidos y ardían de manera sorda por los químicos de los solventes que había usado en el taller. Pero no dijo nada sobre el dolor, ni sobre su compañero de castigo, Stefan Weiss. Algo en la forma en que Stefan se movía, en la frialdad inquietante de su mirada, le había dejado una impresión que no podía sacudirse. Sin embargo, prefería guardar ese detalle para sí mismo, al menos por ahora.
Por dentro, una mezcla de temor y obstinación se debatía. Recordaba vívidamente el momento en que vio a Stefan en el taller: su mera presencia había despertado en él un instinto casi visceral de huir, de alejarse de aquel lugar. Y, sin embargo, junto a ese miedo, algo más había surgido... un deseo ardiente de demostrar su valía, de no dejarse intimidar por la figura imponente de Stefan. A pesar del terror que lo embargaba, sabía que no podía permitirse flaquear.
Después del almuerzo, Thomas se dirigió al punto de encuentro, sus pasos pesados por la fatiga acumulada y la incertidumbre que aún lo asediaba. Al llegar, encontró al mismo teniente del día anterior, Klaus, que ya lo esperaba con su habitual expresión impasible.
—Segundo día de castigo —recalcó Klaus, como si Thomas necesitara que le recordaran lo obvio, dándole una palmada en la espalda que apenas sintió a través del peso de la jornada.
—Sí —asintió Thomas, deseando que el día terminara cuanto antes.
—Aquí tienes —dijo Klaus, entregándole el mismo overol sucio que había usado el día anterior. Thomas lo tomó con resignación, sus palmas aún manchadas con restos oscuros de grasa pegadas a su piel. Pero lo que realmente capturaba la atención eran sus dedos, enrojecidos y sensibles, como si el castigo se hubiese adherido a él, convirtiéndose en una marca silenciosa que llevaba en cada movimiento.
—Hoy el día será un poco más... difícil —comentó el teniente, observando las manos de Thomas al notar su expresión de malestar—. El coronel cree que este trabajo, al ser repetitivo y arduo, ayuda a reflexionar sobre la impulsividad de los alborotadores.
Thomas asintió sin decir palabra mientras se colocaba el overol, agradecido por la información, aunque en realidad poco le importaban las razones detrás del castigo. Podía soportar el trabajo duro, las horas interminables cubierto de grasa en el taller, incluso el frío implacable que le quemaba las manos. Pero lo que realmente le hacia arder la sangre era la presencia de Jair, y como este había agredido tanto a él como a Raymond. Tener que dormir tan cerca de él, lo inquietaba profundamente.
—Señor, yo no inicié la pelea, solo defendí una injusticia —dijo Thomas con firmeza, su voz reflejando la mezcla de indignación y frustración que sentía.
Klaus cruzó los brazos, sus ojos fijos en los de Thomas, evaluándolo en silencio.
—La justicia en este campamento no siempre es como uno la imagina, soldado. Pero eso no cambia lo que sucedió. Te metiste en una pelea, y ahora tienes que pagar las consecuencias.
—Pero, teniente, no es correcto —replicó Thomas, alzando un poco la voz—. Ni siquiera me defendí.
Klaus suavizó su postura y, con un suspiro, posó una mano en el hombro de Thomas.
—Endurece tu corazón, Thomas. Aquí no hay lugar para la debilidad. Levántate y sigue adelante. Este es tu camino ahora, y debes afrontarlo con la cabeza alta.
Con esas palabras, el teniente Klaus se alejó del lugar, dejándolo solo, de pie, con un mal sabor en la boca. Sabía que, aunque la vida en el campamento era dura y llena de injusticias, tenía que seguir adelante. Las palabras "Endurece tu corazón" resonaban en su mente mientras abría la pesada puerta del taller de mantenimiento.
"Ojalá fuese tan fácil", pensó mientras cruzaba el umbral del taller, sintiendo cómo cada paso lo adentraba más en un mundo donde la dureza y la resistencia eran las únicas monedas de cambio aceptadas.
Thomas miró a su alrededor, esperando ver la imponente figura de Stefan Weiss. Sin embargo, el lugar estaba vacío, y una inesperada sensación de decepción lo invadió, aunque no comprendía del todo el porqué. Después de todo, Stefan le infundía temor y lo hacía sentirse constantemente intimidado, como si estuviera bajo la inminente amenaza de un depredador silencioso. Quizá, pensó, lo que realmente le inquietaba era la soledad en un lugar tan desolado, o tal vez era que el silencio le dejaba a solas con sus propios pensamientos, que en ese momento no le ofrecían consuelo alguno.
Con un suspiro, se dispuso a trabajar, sus manos entumecidas por el frío mientras analizaba las herramientas oxidadas esparcidas por la mesa. Tomó la primera pieza, y al sentir el metal contra sus dedos, un escalofrío de dolor lo recorrió... fue entonces cuando comprendió el significado de las palabras del teniente al decir que el día sería "más difícil". El metal helado, en contacto con los restos de solvente sobre su piel enrojecida, le provocaba una quemazón intensa que le robó el aliento por un momento. Cerró los ojos e intentó, aunque fuera por un instante, acostumbrarse a esa sensación punzante que se extendía hasta los huesos, forzándose a continuar.
Entonces, de repente, escuchó unos pasos firmes que resonaban en el silencio, como un eco en el vacío, haciendo que el estómago de Thomas se anudara de inmediato. Se giró lentamente, y allí estaba Stefan, entrando al taller con su habitual expresión severa, aunque había una chispa de curiosidad en sus ojos fríos y claros.
—¿Esperabas a alguien? —preguntó Stefan, notando la expresión de Thomas con un tono que denotaba tanto desinterés como algo más, algo que Thomas no lograba descifrar.
Thomas tragó saliva y negó con la cabeza, sintiéndose un tanto avergonzado por lo evidente de su inquietud. —No, solo... no sabía si vendrías —respondió con sinceridad, la voz un poco más baja de lo que habría querido.
Stefan asintió lentamente, su mirada, fría como el acero, lo evaluaron sin prisa, como si estuviera midiendo cada una de las palabras de Thomas. Sin decir una palabra más, se dirigió a su propia estación de trabajo, su presencia llenando el espacio con una gravedad silenciosa que hacía que el aire pareciera más denso, más difícil de respirar.
El taller, mal iluminado y con las paredes manchadas de aceite, parecía aún más sombrío bajo la luz tenue de las lámparas colgantes. El sonido de las herramientas chocando contra el metal y el constante zumbido del radiador eran los únicos ruidos que rompían el silencio incómodo. Thomas intentaba concentrarse en su tarea, pero la sombra de Stefan se cernía sobre él, opresiva, amenazante, recordándole constantemente lo fuera de lugar que se sentía.
Thomas terminó con la pieza que tenía entre manos y, con un suspiro pesado, se dispuso a tomar la siguiente. Cada vez que sus dedos tocaban el metal helado, un ardor punzante le atravesaba la piel, como si el frío mismo fuera un fuego invisible que devoraba sus nervios y el simple rose se hubiese vuelto un castigo en sí mismo. Después de un rato, ya no pudo vencer la insoportable sensación, dejando caer las piezas sobre la mesa, sacudiéndose los dedos e intentando recuperar la sensibilidad en sus manos mientras lanzaba miradas de frustración al vacío.
Mientras luchaba con una pieza particularmente compleja, llena de recovecos diminutos cubiertos de grasa y óxido, el dolor se intensificó hasta el punto de obligarlo a soltarla de nuevo. El sonido seco rompió el silencio tenso del taller, reverberando en el aire helado.
Stefan levantó la vista y lo miró, su expresión oscilando entre el cansancio y un desdén apenas disimulado.
—¿De verdad no puedes aguantar un poco de frío? —preguntó, su voz fría y cargada de ironía. Pero en el trasfondo de sus palabras, Thomas percibió que Stefan entendía perfectamente el dolor que estaba sintiendo, quizá mejor de lo que dejaba entrever. El comentario encendió algo en su interior, aunque su corazón latía con fuerza, no pudo contenerse.
—Mis dedos me arden, como si se estuvieran quemando —soltó, dejándose llevar por la frustración acumulada, aunque el miedo seguía latiendo en su interior.
Stefan lo observó por un instante antes de volver a centrarse en las piezas. Su expresión era casi impasible, pero luego dejó escapar una sonrisa fría, apenas una mueca de indiferencia.
—Es porque si se te está quemando la piel —respondió, como si fuera una simple lección. Bajó la voz, dándole un tono casi perturbador—. Los solventes entran en contacto con la grasa de las piezas y se te incrustan en la piel, haciéndola más delgada y sensible. Al principio es sólo un ardor, pero cada día el efecto se vuelve peor. Eventualmente, el frío y el metal se combinan para abrirte pequeñas fisuras. —Hizo una pausa, fijando en él una mirada calculadora—. Así que, si hoy sientes que te arde, más vale que aprendas a callarte, porque mañana será peor, y no tengo ganas de escuchar tus quejas.
Las palabras, cargadas de frialdad e indiferencia cruel, hicieron que el estómago de Thomas se retorciera. Apretó los labios, tragándose las respuestas que sabía solo empeorarían las cosas. Sin embargo, el desprecio en la voz de Stefan le caló hondo, como una daga afilada. Estaba agotado, sus dedos ardían, sus músculos dolían tras días de entrenamiento extenuante, pero lo último que quería era darle a Stefan el gusto de verlo débil.
—Créeme, si fuera por mí, no estaría aquí haciéndote compañía —espetó, apretando los dientes mientras sus manos temblaban de frío y dolor.
Stefan se cruzó de brazos, sin perder su expresión desafiante.
—Pues entonces ve pensando en cómo vas a soportarlo —respondió, con un tono cortante, retador, como si disfrutara de ver hasta dónde podría resistir antes de quebrarse.
Thomas sintió una rabia contenida, sintiendo cómo cada palabra de Stefan lo desafiaba directamente.
—Al menos yo no disfruto viendo a otros sufrir —replicó Thomas, tratando de controlar su voz, aunque el resentimiento era evidente—. Porque parece que eso es lo único que sabes hacer.
Stefan soltó una breve risa, seca y sin humor, cargada de desdén.
—No te hagas la víctima, muchacho —dijo, clavando sus ojos fríos en los de Thomas—. Si estás aquí, es por tu propia culpa. Aprende a manejarlo, en vez de esperar compasión de todos.
—No espero compasión de ti ni de nadie —siseó Thomas, apretando los puños—. Pero eso no significa que tenga que aguantar tu insoportable arrogancia.
Stefan se detuvo, dejando la herramienta sobre la mesa con un golpe seco. Luego, sin apresurarse, comenzó a acercarse a Thomas. El aire en el taller se volvió espeso, y por un momento, el silencio pareció absoluto, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. Thomas sintió un escalofrío recorrerle la espalda al ver cómo los ojos de Stefan, fríos y calculadores, se clavaban en los suyos, sin un solo destello de compasión.
Con cada paso, la figura de Stefan se volvía más imponente, y Thomas, incapaz de moverse, sintió cómo la distancia entre ellos desaparecía, cada segundo haciendo su presencia lucir más insoportable. Cuando finalmente se detuvo frente a él, Stefan estaba tan cerca que Thomas tuvo que levantar la cabeza para sostenerle la mirada. Una cabeza más alto, Stefan lo dominaba no solo en altura, sino en la dureza de su expresión. Thomas tragó saliva, intentando controlar el temblor que amenazaba con delatarlo.
—Creo que no estás entendiendo cómo funcionan las cosas aquí —dijo Stefan, su voz baja, cada palabra más afilada que la anterior. Ladeó ligeramente la cabeza, su mirada gris y cínica sin apartarse un solo segundo de los ojos de Thomas—. Aquí te queda mucho por soportar, conmigo o sin mí. Y más te vale que no sea yo quien decida hacerte la vida imposible.
Se inclinó un poco más, reduciendo la mínima distancia hasta que Thomas pudo sentir el calor de su respiración mezclarse con el frío opresivo del taller.
—Ahora cierra la maldita boca y trabaja.
Thomas tragó saliva, notando cómo su propio cuerpo respondía con un paso hacia atrás, sin poder evitarlo. A esa distancia, con Stefan tan cerca, el miedo lo invadió por un instante, pero se obligó a mantenerse firme, sin apartar la mirada.
Stefan lo observó, sus ojos entrecerrándose como si estudiara cada rastro de miedo en el rostro de Thomas. Y entonces, sin previo aviso, comenzó a desabrocharse el overol, dejándolo caer hasta la cintura y revelando una camiseta blanca ajustada que delineaba la musculatura de su torso. No era un gesto casual, había un desafío silencioso en el aire, una exhibición de fuerza que no requería palabras.
Thomas, atrapado en ese despliegue, no pudo evitar quedarse mirando. Había algo hipnótico en la forma en que los músculos de Stefan se movían bajo la tela, una fuerza controlada que contrastaba brutalmente con su propia inseguridad. Pero cuando levantó la vista, se encontró con los ojos penetrantes de Stefan, que lo atraparon en el acto.
—¿Qué pasa, Leblanc? —dijo Stefan, su voz fría y calculadora, mientras una leve curva se formaba en sus labios, casi un amago de sonrisa que dejaba claro que había notado la reacción de Thomas—. ¿Algo llamó tu atención?
El calor subió al rostro de Thomas como una llamarada, y el rubor lo traicionó de inmediato. Bajó la mirada, sintiéndose más pequeño y vulnerable de lo que le hubiera gustado admitir. Sabía que Stefan lo había hecho a propósito, como un juego de poder cuidadosamente orquestado, una muestra de fuerza que lo desarmaba sin esfuerzo.
—No... yo... —balbuceó, las palabras atascadas en su garganta, sabiendo que cualquier excusa que intentara formular no haría más que hundirlo en una humillación más profunda.
Stefan cruzó los brazos con una calma despreocupada, estudiándolo como si fuera una presa inofensiva que ya ni siquiera suponía un desafío.
—No necesito saber lo que un crío como tú intenta decir —cortó, cada palabra tan fría y precisa que parecían golpes en la oscuridad.
Apretó los puños, tratando de controlar el temblor en sus dedos y la vergüenza que lo carcomía por dentro. Sentía como si hubiera sido desnudado emocionalmente ante alguien que claramente disfrutaba de su posición de superioridad. Stefan no solo lo había minimizado, sino que parecía complacido en su papel, disfrutando de la posición de poder sobre alguien que, en comparación, parecía casi insignificante.
—Eres... insoportable —murmuró Thomas finalmente, su voz apenas audible, pero cargada de frustración.
Sin esperar una respuesta, Thomas desvió la mirada hacia su estación de trabajo, tomando la pieza más cercana. Sus dedos, aún entumecidos por el frío, trataron torpemente de sujetarla mientras su mente bullía con el eco de sus propias palabras. Era consciente de que Stefan lo observaba, pero decidió no detenerse. Con movimientos rígidos, volvió al trabajo, dejando que el ruido metálico de las herramientas llenara el incómodo silencio.
Stefan arqueó una ceja, una chispa de diversión brillando en sus ojos al ver la reacción de Thomas. Finalmente habló, su tono impregnado de burla.
—¿Debería ofenderme? —preguntó con una sonrisa que no alcanzaba a ser amigable.
Thomas, sin levantar la vista de la pieza que tenía entre manos, apretó los labios. —No lo digo para ofenderte. Lo digo para que sepas lo que todos piensan de ti aquí.
Stefan dejó escapar una breve risa seca, incrédula, mientras se pasaba una mano por el mentón. Sus ojos grises, afilados como cuchillas, recorrieron a Thomas con una mezcla de burla e irritante curiosidad, como si no pudiera decidir si lo que acababa de escuchar era audacia o pura estupidez.
Cuando sus miradas finalmente se cruzaron, fue como si el aire en el taller se congelara. Había algo en la intensidad de Stefan que aplastaba cualquier intento de resistencia, una presencia imponente que hacía que Thomas se sintiera aún más pequeño. Pero no apartó la mirada.
—¿De verdad acabas de hablarme de esa manera? —advirtió Stefan, inclinándose ligeramente hacia él. Su tono era bajo, pero cada palabra estaba cargada de una amenaza apenas contenida—. Sabes perfectamente quién saldría perdiendo en esta disputa. Así que, dime, ¿quieres seguir probando suerte?
El miedo recorrió a Thomas como una descarga. Instintivamente, dio un paso atrás, su cuerpo reaccionando antes que su mente. Pero Stefan solo soltó una risa baja, carente de humor, un sonido que resonó con desprecio y una seguridad incuestionable.
—Eso imaginé —dijo Stefan, con una fría superioridad en cada palabra—. Ten cuidado, Leblanc.
Thomas tragó saliva, sintiendo cómo la humillación se mezclaba con la rabia, hirviendo en su interior, pero decidió no decir nada más. Sabía que cualquier palabra solo empeoraría la situación. En lugar de seguir la pelea, se dio la vuelta y volvió a concentrarse en su trabajo, intentando ignorar el ardor en sus mejillas y el latido frenético en su pecho. Pero sabía que ese encuentro quedaría grabado en su memoria, un recordatorio constante de lo difícil que era encontrar su lugar en un entorno donde siempre parecía estar un paso detrás, siempre fuera de lugar.
Thomas, con la adrenalina aún corriendo por sus venas tras la confrontación con Stefan, decidió volcar toda su energía en el trabajo. Pese al ardor punzante en sus dedos, que hacía que cada movimiento fuera una pequeña prueba de resistencia, se sumergió en la tarea sin pensarlo dos veces. Sus movimientos eran más rápidos y precisos que el día anterior, limpiando las piezas con meticulosidad y ordenando las herramientas con una atención casi obsesiva. Cada acción era un intento desesperado por ahogar la humillación que aún le quemaba por dentro.
De vez en cuando, Thomas captaba una mirada furtiva de Stefan, pero no había palabras, solo el inmutable silencio del taller. Thomas se preguntaba qué estaría pensando Stefan, pero no tenía intención de preguntar. Prefería dejar las cosas como estaban y el silencio, aunque tenso, era mejor que otra confrontación.
El tiempo pasó, y antes de que se diera cuenta, había terminado con todo lo que le habían asignado. Las herramientas estaban en su lugar, las piezas limpias y ordenadas, todo en su estación de trabajo estaba impecable. Thomas se tomó un momento para observar su obra, sintiendo una pequeña ola de orgullo mezclada con alivio. Había terminado, y lo había hecho bien.
Al bajar la vista, notó el estado de sus manos. Las yemas de sus dedos estaban enrojecidas y temblorosas, como si la primera capa de piel se hubiera desgarrado, dejando un ardor constante y profundo. Algunas zonas mostraban pequeñas grietas donde el solvente y el frío habían dejado huellas imborrables, y aunque sus manos ya no sentían el frío, el dolor punzante seguía latente, implacable. Thomas apretó los puños, intentando capturar el orgullo por haber soportado en silencio, por no haberse rendido. Respiró hondo, decidido a no dejar que ni el dolor en sus manos ni la presencia de Stefan le arrebataran ese pequeño triunfo.
Stefan, con un trabajo más complicado que limpiar piezas, seguía trabajando en silencio, sin mostrar ninguna reacción ante la rapidez y eficiencia de Thomas. Cuando el teniente Klaus finalmente entró en el taller, Thomas ya estaba listo. Se enderezó, limpiándose las manos en el sucio trapo que había estado usando. Klaus recorrió el lugar con la mirada, su expresión impenetrable, y cuando sus ojos se posaron en la estación de Thomas, asintió brevemente, una señal de aprobación silenciosa.
—Buen trabajo, Leblanc —dijo Klaus, su tono neutral, como si aprobar el esfuerzo de Thomas fuera algo cotidiano.
Thomas asintió en respuesta, sintiendo una pequeña chispa de satisfacción. Pero en lugar de esperar más instrucciones o alguna reacción de Stefan, decidió que no había razón para quedarse. Se quitó el overol con rapidez y, antes de que nadie pudiera detenerlo, se dirigió hacia la puerta.
Mientras salía del taller, sentía el peso de la mirada de Stefan en su espalda, pero no se dio la vuelta. No había nada más que decir ni que hacer. Esta vez, Thomas había decidido marcharse primero, dejando atrás el taller y, por un momento, también la pesada sombra de Stefan.
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Si alguna vez sienten que tienen un día difícil, recuerden a Thomas enfrentando a Stefan. Si él puede aguantar la mirada de esos ojos grises asesinos, ustedes pueden con todo... ¡o al menos intentarlo! Ahora, sigamos sufriendo juntos, ¿les parece? Lo que viene podría ser lo difícil... o lo bueno. No estoy segura. Pero no se preocupen, Thomas sobrevive... probablemente. 👀
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