Capítulo 5 | Parte Dos
II
INFIERNO EN VALCARTIER
Rodeado por el abrazo de una luz suave y dorada, Thomas podía sentir la calidez del sol en su piel, el aire acariciando su rostro como una brisa de verano, y un sentimiento de paz lo envolvía por completo. Caminaba descalzo sobre un campo verde, sus pies hundiéndose ligeramente en la hierba fresca, como si estuviera lejos de cualquier preocupación, como si el mundo a su alrededor fuera un refugio seguro.
Pero de repente, la luz dorada comenzó a desvanecerse. El calor reconfortante se transformó en una fría penumbra que lo rodeó por completo. El campo verde desapareció, y en su lugar, sintió la dureza del suelo helado del barracón bajo sus pies descalzos, mientras una voz apagada y amortiguada llegó hasta sus oídos, interrumpiendo la calma.
Thomas, sumergido en esa conciencia borrosa justo al despertar, se removió entre las pesadas mantas, sintiendo el contraste entre el sueño cálido que acababa de abandonar y el frío real que ahora lo envolvía. Y en su profundo letargo, el eco de su sueño se mezclaba con la realidad creando una sensación de desorientación. Sin embargo, otra vez, esa voz persistente que lo llamaba comenzó a arráncasela lentamente de su ensueño y llevándolo de vuelta a la dureza del infierno que le esperaba.
—¡VAMOS, ARRIBA!
La voz resonó de nuevo, esta vez más clara y autoritaria. Sus párpados se alzaron con lentitud, revelando un par de ojos desorientados que apenas lograban enfocar en la oscuridad que lo rodeaba. A pesar de estar despierto, su cuerpo parecía negarse a obedecer, resistiéndose a la urgencia del momento. Sentía que sus extremidades estaban ancladas a la cama, pesadas como plomo, mientras intentaba, en vano, reunir la fuerza para moverse.
—¡Esto no es un hotel de lujo, princesitas! ¡Esto es Valcartier, joder!
Las luces se encendieron de golpe, bañando el barracón con una luz blanca y fría. En ese instante, Thomas comprendió con claridad que ya no estaba en casa, sino en el duro entorno del campamento militar. Se incorporó rápidamente, su corazón acelerado por la adrenalina, intentando procesar lo que estaba ocurriendo.
A su alrededor, algunos chicos ya estaban de pie, con los ojos abiertos y la mente alerta, mientras que los más rezagados aún luchaban por despertarse, sacudiendo el sueño que los mantenía adormilados. Thomas se levantó de inmediato y, al girar hacia la puerta del barracón, vio al Coronel Otto Reinhardt junto a otro hombre más joven, ambos de pie con una rigidez implacable, mostrando la severidad de su formación.
—¡Hoy comienzan sus entrenamientos! —bramó el Coronel Reinhardt, su voz resonando con la autoridad que solo un veterano podía poseer—. ¡Están aquí para convertirse en soldados, no en turistas! ¡Arriba!
El resto de los chicos se levantó, algunos con movimientos torpes y otros tratando de imitar la postura rígida que veían en sus superiores, aunque sus cuerpos todavía protestaban ante el frío y la falta de descanso.
—¡Teniente Marschall, proceda con las indicaciones! —ordenó el coronel, su tono cortante como un látigo.
El teniente Marschall dio un paso al frente, sus movimientos eran precisos y calculados, propios de alguien que había sido moldeado por años de disciplina. —Este será su primer día de entrenamiento —comenzó, su voz firme y sin espacio para dudas—. Cada mañana seguirán una rutina estricta y meticulosa. Tienen exactamente cinco minutos para prepararse y dejar sus camas perfectamente hechas, aquí no toleraremos el desorden.
Los ojos de los jóvenes reclutas se abrieron un poco más, algunos lanzando miradas furtivas a sus compañeros mientras procesaban la seriedad de la situación.
—Hoy —continuó el teniente—, evaluaremos su capacidad física de manera exhaustiva. Comenzaremos con una carrera de resistencia y sin pausas. Luego pasaremos a ejercicios de fuerza y control. No esperen piedad, aquí se espera que den todo lo que tienen. Si alguien cree que no puede con esto, mejor que se lo piense ahora. Porque aquí —y sus ojos se clavaron en cada uno de ellos—, sólo los fuertes sobreviven.
—¡Ya lo escucharon! —rugió Reinhardt—. ¡Vistan sus uniformes y preséntense afuera en formación, ya!
—¡Sí, mi coronel! —respondieron al unísono, mientras se apresuraban a vestirse.
Solo unos minutos después, los reclutas formaban filas en el exterior, donde el viento cortante de la madrugada les helaba hasta los huesos. El cielo aún estaba oscuro, apenas insinuándose los primeros destellos de la aurora en el horizonte. Los vapores de su aliento se elevaban en el aire frío, mientras el Coronel y el Teniente los observaban con ojos críticos.
—¡Comiencen a correr! ¡Quiero verlos en movimiento ahora! —ordenó Otto Reinhardt, su voz resonando como un trueno en la quietud de la mañana.
El grupo completo comenzó a correr, entrando en una zona abierta que se extendía hasta perderse en la línea de árboles. El ritmo impuesto por el Teniente Marschall era implacable, no había tregua, y la orden era clara: seguir adelante, sin importar cuán cansados estuvieran.
Thomas tragó saliva, sintiendo su garganta tan seca como un desierto. No obstante, los primeros en sufrir las consecuencias fueron sus pulmones, que ardían con cada respiración, y poco después sus piernas, que temblaban bajo el esfuerzo constante. Con cada paso, el terreno parecía volverse más duro, y el dolor aumentaba. Algunos comenzaron a rezagarse, pero las miradas severas del teniente y los gritos del coronel les impedían detenerse.
—¡Mantengan el ritmo, no aflojen! —gritaba el teniente, corriendo junto a ellos—. ¡Aquí no hay lugar para los débiles!
Thomas miró a su alrededor y vio a Raymond, que ya sentía el peso del cansancio y luchaba por no quedarse atrás.
—Vamos Raymond, tu puedes —Lo animó con voz entrecortada.
—Eso intento —respondió Raymond, llevándose una mano al pecho—. No puedo respirar.
—Ya casi llegamos —continuó motivándolo, aunque su propio cuerpo rogara por descanso y sintiera los músculos tensarse, agarrotados por el esfuerzo constante.
El teniente Marschall, observándolos desde una cuesta cercana, notó la lucha de Raymond y cómo Thomas comenzaba a retrasarse en su intento de ayudarlo.
—¡Vamos, reclutas! ¡No se queden atrás! —gritó, su voz firme resonando por el campo.
Ambos continuaron corriendo, soltando una exclamación quejumbrosa. El tiempo parecía transcurrir con una lentitud agónica, para Thomas, cada minuto se volvía una eternidad. Sentía que su cuerpo ya no podía más, necesitaba parar. Estaba extenuado hasta el punto de no poder sentir ni siquiera el frío helado que mordía su piel.
—¡El que se detenga, lo va a lamentar! —advirtió el teniente Marchall, su voz resonando como un trueno. Los jóvenes seguían corriendo como podían, jadeando, con las camisetas empapadas de sudor y el aliento entrecortado.
Finalmente, el amanecer se asomó en el horizonte. El sol comenzó su ascenso, arrojando una luz dorada sobre el campo de entrenamiento. Los reclutas, agotados, aprovechaban cada segundo de descuido de los superiores para intentar recuperar el aliento, aunque fuera por un breve instante. Pero el Coronel Otto Reinhardt no tenía planes de darles un respiro.
—¿Por qué esas caras largas si el día apenas está comenzando? —preguntó con una leve sonrisa en su rostro curtido por años de servicio—. ¡Los quiero a todos subiendo la colina!
Con un gemido colectivo, los reclutas se adentraron en un sendero que los conducía hacia la cima. Thomas sintió cómo su pantalón se humedecía por el rocío y la escarcha que cubría el pasto a su alrededor. La colina, empinada y tortuosa, rápidamente desató en él un dolor aún más intenso que se extendía por cada fibra de sus extremidades, amenazando con quebrar su determinación.
—¿Tienen hambre? —preguntó el coronel con una frialdad calculada—. Pues no me interesa. ¡Nadie va a comer hasta que no se terminen los entrenamientos!
—¡Oigan! —gritó de repente un recluta desde la retaguardia—. ¡Al grandote le pasa algo!
Thomas reguló la marcha y, al examinar la zona, divisó a Raymond tambaleándose de lado a lado, luchando por mantenerse en pie mientras intentaba, con sus últimas fuerzas, sostenerse de un árbol cercano. Simon, al notar su estado, llegó a él, pero antes de que pudiera sostenerlo, Raymond se desplomó de rodillas, y sus manos apenas lograron sostener su cuerpo sobre la tierra. Parecía que estaba a punto de vomitar.
Un círculo de chicos los rodeó rápidamente, Thomas se abrió paso entre ellos pero las miradas lejos de ser preocupadas, observaban a Raymond con una mezcla de pena y diversión, mientras otros desviaban la vista, como si el simple hecho de verlo en ese estado fuera, verdaderamente humillante.
Thomas lo vio extremadamente pálido, tan pálido que sus labios y rostro parecían tan blancos como un papel. Sus ojos estaban desenfocados, su cuerpo temblaba, y en su frente perlaba y escurría sudor como si su cuerpo estuviera fallando bajo la presión.
—¿Puedes levantarte? —le preguntó Thomas, sintiéndose algo nervioso por verlo en ese estado, aunque en el fondo sabía que Raymond apenas podía responder.
Ray trago grueso antes de hablar, su voz era un susurro apenas audible: —Mi... mi pecho... no puedo respirar...
—Lo sabía, este no dura ni el primer día —escupió Jair con desprecio, alejándose desinteresado. Thomas lo observó molesto. No entendía cómo alguien podía ser tan cruel, tan indiferente ante el sufrimiento ajeno.
En ese momento, el Coronel Reinhardt apareció, caminando con paso firme y su característico semblante severo. —Apártense —ordenó, su voz cortando el aire con una frialdad que hizo que los chicos se movieran de inmediato. Se detuvo frente a Raymond, analizándolo con hastío y le habló en un tono carente de compasión: —¿Qué tienes, soldado?
Raymond alzó la vista, con una expresión que reflejaba tanto miedo como agotamiento. —Estoy mareado, Coronel. Creo que ya no puedo mantenerme en pie...
El coronel lo miró con desprecio antes de responder con una mordacidad que heló a todos los presentes. —¿No puedes o no quieres?
Las lágrimas de Raymond comenzaron a descender por sus mejillas, mezclándose con el sudor que empapaba su rostro. —Siento que me voy a desmayar...
—¿Desmayarte? —Reinhardt dejó escapar una risa corta y amarga—. Hasta ahora no he visto a nadie morirse de un desmayo. ¡A seguir!
—¿Qué? —musitó Simon, incrédulo, mientras los demás observaban con ojos muy abiertos, aunque ahora la incomodidad era palpable. Ninguno estaba dispuesto a desafiar al coronel.
—¿Estoy hablando en chino? ¡He dicho que a seguir! —rugió Reinhardt, su mirada dura como el acero.
—Pero coronel... —intentó decir Thomas, sintiendo la injusticia subirle por la garganta.
El coronel lo ignoró por completo, dirigiendo apenas una mirada de reojo a Raymond antes de hablarle con una frialdad que dejó claro que no habría indulgencia alguna:
—Más te vale que te levantes. Si no logras cumplir con el entrenamiento, el grupo entero será castigado.
Raymond se quedó paralizado en su sitio. Después de unos segundos de un silencio que parecía interminable, donde todos los ojos recaían con intensidad sobre él, se abrazó al árbol a su lado y se impulsó para levantarse de la tierra. Las lágrimas no dejaban de caer mientras regresaba a la formación. Sus piernas temblaban con cada paso, y sus ojos se cerraban con fuerza, tratando de encontrar el aire que tanto le faltaba. Los demás, al verlo tambalearse, se apartaban ligeramente, como si temieran que su debilidad fuera contagiosa.
Con un nudo en el estómago, Thomas le lanzó una última mirada a Raymond antes de regresar a la fila de cadetes. Obedeció la orden, aunque cada parte de su cuerpo le pedía rebelarse ante la dureza del coronel y la indiferencia de los demás.
Los ejercicios continuaron. Thomas avanzaba cada vez con más dificultad, sus piernas pesadas mientras subían la colina. Sabía que para Raymond el esfuerzo era mucho peor, su sobrepeso le cobraba factura. Lo observó de reojo, viendo cómo cada paso lo debilitaba más, hasta que, inevitablemente, sus fuerzas lo abandonaron y Raymond cayó al suelo con un golpe seco.
El grupo entero se detuvo, las miradas fijas en el cuerpo inerte de Raymond.
El coronel Reinhardt se acercó con pasos firmes, su expresión pétrea y sin un ápice de compasión. Se inclinó brevemente sobre Raymond, asegurándose de que aún respiraba, luego se incorporó y dirigió su mirada gélida al resto de los soldados.
—Nunca había tenido a un grupo tan lamentable como ustedes —alegó, observándolos uno a uno con desprecio—. La falta de entrenamiento es evidente. Aún falta mucho para que dejen de ser un puñado de incompetentes. El recluta Raymond es una muestra clara de ello. Y como si eso no fuera suficiente, por el retraso de su compañero, hoy no tendrán desayuno y mañana todos serán sometidos a un doble entrenamiento.
Las exclamaciones de disgusto y las quejas no tardaron en llegar, murmuradas entre dientes pero lo suficientemente audibles para que el descontento fuera palpable. El grupo entero, agotado y furioso, se dispersó lentamente, cada uno luchando contra su propio cansancio y frustración. Mientras caminaban de regreso a los barracones por órdenes del coronel, los murmullos de desagrado hacia Raymond crecieron, envenenando el aire con su resentimiento.
Raymond, que había caído inconsciente por unos segundos, comenzó a recobrar la conciencia, sus ojos parpadeando mientras intentaba procesar lo que sucedía a su alrededor. Thomas y Simon, viendo su estado, cada uno lo tomó por un brazo, sosteniéndolo mientras se tambaleaba y se esforzaba por mantenerse en pie. Juntos, comenzaron a avanzar hacia los barracones, con Raymond arrastrando los pies, sus fuerzas prácticamente agotadas.
—¿Sabes, Raymond? —dijo Jair con un tono mordaz mientras pasaban junto a él—, si no puedes con el entrenamiento, deberías largarte a tu casa y dejarnos a los demás en paz.
Las palabras de Jair resonaron en el aire, y aunque nadie lo dijo en voz alta, muchos en el grupo asintieron levemente, compartiendo el mismo sentimiento. El cansancio y la rabia nublaban cualquier sentido de camaradería que pudiera haber existido. Raymond levantó la vista, sus ojos reflejando una mezcla de miedo y vergüenza. Su mirada vacilaba, evitando el contacto directo con los demás, movimiento sus manos nerviosamente, un gesto repetitivo y mecánico que no lograba calmar su ansiedad.
El grupo cruzó la entrada del barracón. Dentro, el aire era apenas más cálido, pero pesado, cargado del olor a humedad, cuero y botas sudadas. Las literas, dispuestas en dos filas paralelas, apenas dejaban espacio para moverse. Thomas y Simón guiaron a Raymond hasta la litera vacía, dejándolo caer suavemente sobre el colchón áspero. El sonido de los muelles al crujir fue casi un alivio después del silencio tenso que había acompañado el trayecto. Raymond dejó escapar un suspiro, cerrando los ojos un momento, mientras sus manos temblaban ligeramente sobre sus rodillas.
—Lo siento... —murmuró, con la voz quebrada, apenas audible, como si el peso de la culpa lo estuviera aplastando—. No quise...
Antes de que pudiera terminar, una voz lo interrumpió, esta vez más directa, más cruel. Peter, desde su litera, lo miró con una sonrisa burlona, como si esperara este momento.
—¿Por qué simplemente no puedes dejar de ser un error andante? Es injusto que todos estemos castigados por tu culpa. ¿Cuántos castigos más tendremos que pagar por ti? ¿Eh? Y ese nombre tuyo, ¿Raymond? ¡Suena como si fueras un viejo profesor de ciencias!
Una risa sofocada resonó en el fondo, pero rápidamente se apagó cuando Jair, con su cicatriz atravesándole el rostro y su ojo gris que parecía opaco como la ceniza, dio un paso adelante. Su sola presencia era suficiente para enfriar la habitación. El silencio cayó de golpe, pesado, como una losa que nadie se atrevía a mover.
—Basta de tonterías —dijo Jair, su tono bajo pero cargado de una amenaza implícita—. Raymond es un peso muerto. Y aquí, los que no aguantan, no tienen cabida. Es tan simple como eso.
Raymond comenzó a respirar de forma más errática. Sus manos, que antes descansaban temblorosas, se movieron hacia su rostro en un intento de bloquear el ruido, el ambiente, la presión. Su mirada evitaba a toda costa los ojos de los demás, y cuando intentó responder, su voz se quebró en palabras incomprensibles.
Thomas tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta. Su corazón latía con fuerza, pero, contra todo instinto, dio un paso al frente, interponiéndose entre Raymond y los demás. Apenas lograba mantener su postura firme, pero no retrocedió.
—No es su culpa... —murmuró, su voz quebrada pero clara—. Él no tiene la culpa de lo que pasó.
Peter, furioso, se acercó con pasos rápidos y lo empujó con brusquedad. Thomas tropezó hacia atrás, tropezando contra una de las literas, el metal rechinando con fuerza bajo su peso. A pesar de todo, logró mantenerse de pie, aunque el miedo seguía reflejándose en su rostro.
Jair, con una sonrisa torcida, se cruzó de brazos mientras observaba la escena con aparente calma, disfrutando del espectáculo. Otros reclutas temerosos de quedar asociados con la debilidad comenzaron a moverse lentamente, formando un círculo alrededor de Raymond. El espacio entre las literas se estrechó aún más, las sombras proyectadas por las bombillas hacían que sus movimientos parecieran más grandes, más intimidantes.
—Démosle una lección a este desperdicio de uniforme —gruñó uno de los más beligerantes, mientras los otros asentían con cabezas bajas, casi agradeciendo no ser el blanco de ese momento.
Peter soltó una risa seca y alzó la voz para animar a los demás. —¿Qué opinan? Tal vez un escarmiento lo ponga en forma. ¿O acaso todos queremos más castigos por culpa de este fardo?
El murmullo entre el grupo comenzó a crecer. Thomas, petrificado, miró a Raymond, quien seguía encorvado en la litera, incapaz de moverse. Simón alzó la voz desde un costado, tratando de detener el avance.
—¡Se meterán en problemas! —alegó, intentando intimidar a través de la razón, aunque su tono carecía de la fuerza necesaria para frenar la marea.
Jair dio un paso al frente, su figura oscura proyectándose bajo la luz tenue del barracón. Su cicatriz, iluminada parcialmente, parecía profundizar el desprecio que destilaba. Alzó una mano con calma, y el ruido se apagó al instante. Todos se quedaron inmóviles, esperando.
—Desnúdenlo —ordenó con un tono bajo pero cargado de amenaza—. Hoy este animal dormirá afuera como vino al mundo. Calato.
El peso de sus palabras cayó sobre el grupo como una sentencia ineludible. Por un momento, nadie se movió, pero la autoridad de Jair era un arma afilada que nadie se atrevía a desafiar. Peter fue el primero en actuar, dando un paso adelante con una sonrisa torcida, casi emocionado por lo que venía. Los demás, empujados por la inercia del grupo o por miedo a ser los siguientes, comenzaron a moverse también. Uno tras otro, empezaron a desabrochar el uniforme de Raymond, tirando de su ropa mientras evitaban mirarlo a los ojos.
—Nos llevas retrasando todo el maldito día, gordo marica —gruñó Jair, apretando los dientes mientras agarraba a Raymond del cuello de la camisa con una fuerza brutal.
—¡No! Suéltenme, por favor... perdónenme... —suplicó Raymond, su voz reducida a un hilo débil, casi inaudible. Pero Jair no lo escuchó. En cambio, lo estampó con más fuerza contra el catre, inmovilizándolo con una mano mientras tapaba su boca con la otra.
El grupo estalló en murmullos y risas nerviosas, como si la violencia los distrajera del ambiente sofocante. Raymond soltó un sonido gutural mientras se encogía en posición fetal, el pánico reflejado en sus ojos. Su pantalón cayó al suelo, dejando su piel expuesta al frío metálico del barracón.
—¡Esto no está bien! —gritó Simón, su voz quebrándose entre las burlas de los demás.
Thomas observaba en silencio, paralizado. El miedo lo atenazaba, inmovilizándolo, pero algo dentro de él comenzó a revolverse al ver el rostro de Raymond, marcado por la impotencia. Respiró hondo, el corazón golpeándole el pecho como un tambor ensordecedor.
—Suéltenlo —masculló, apenas audible, pero nadie lo escuchó.
El sonido de un golpe lo sacudió, rompiendo su trance. Antes de darse cuenta, sus piernas lo empujaron hacia adelante. Alcanzó a Jair, sus manos temblorosas aferrándose al brazo del agresor para detenerlo.
—Aléjate —gruñó Jair, soltándose bruscamente y girando para mirarlo con una frialdad que le recorrió la espalda como un escalofrío.
Thomas respiraba con dificultad, su corazón desbocado mientras el miedo y la adrenalina lo consumían. Dio un paso atrás, temblando, pero apretó los puños con tal fuerza que las uñas le cortaron las palmas, No quería retroceder, no podía, pero el terror le ganó y dio un paso atrás, tratando en vano de mantener el control.
Raymond fue despojado de sus botas, sus medias y la chaqueta, mientras su camisa era arrancada con violencia, haciéndolo caer sobre el concreto. Jair alzó la bota con calma, posándola sobre el rostro de Raymond, que jadeaba desesperado, con la mirada perdida en un silencio mudo. Sus ojos se encontraron brevemente con los de Thomas, implorantes.
—Como vino al mundo —espetó Jair, refiriéndose a la ropa interior que aún quedaba. Los demás obedecieron sin mirar a Raymond, sus movimientos torpes y apurados, como si quisieran terminar rápido con la humillación.
Cuando finalmente estuvo desnudo, Jair dejó apretó la bota sobre su rostro con una sonrisa cruel, inclinándose hacia él, como si quisiera que ese momento quedara grabado en su memoria.
—Los cerdos duermen en el barro —gruñó Jair mientras comenzaba a arrastrar a Raymond hacia la puerta, sujetándolo por un pie. El cuerpo desnudo de Raymond raspaba contra el concreto frío, dejando marcas visibles en el suelo mientras gemidos de dolor escapaban de su boca.
Thomas, viendo cómo Jair lo arrastraba sin piedad, sintió que algo dentro de él se quebraba. Antes de que su mente pudiera detenerlo, su cuerpo reaccionó por impulso. Se lanzó hacia Jair, agarrándolo con ambas manos por el brazo, con una fuerza que ni siquiera sabía que tenía.
—¡Estás demente! —gritó, su voz quebrada entre el miedo y la rabia.
Jair se detuvo en seco, y lo miró con sorpresa al principio, pero esta se transformó rápidamente en desprecio. Soltó a Raymond, dejando que el cuerpo caído quedara inmóvil sobre el suelo, y con un movimiento brusco, atrapó a Thomas de un brazo. Ambos forcejearon brevemente, pero Thomas, más débil, perdió el equilibrio y cayó al suelo con un golpe seco.
—Te dije que no te metieras —bramó Jair, mientras su puño descendía y se estampaba contra el ojo de Thomas, provocando un dolor agudo y cegador.
El impacto fue atroz, Thomas retrocedió de tal manera que cayó de espaldas. Por inercia, se llevó una mano a la zona afectada, arrastrándose como un animal moribundo hacia una esquina alejada. Un pitido estridente llenaba sus oídos, y un dolor punzante se extendió desde su ojo hasta su cabeza, haciendo que las lágrimas brotaran involuntariamente.
Con la vista borrosa, alcanzó a distinguir a Simón, que se apresuró hacia Raymond, tirado y desnudo sobre el concreto. Con movimientos rápidos pero torpes, Simón lo cubrió con una manta que tomó de una litera cercana y lo ayudó a levantarse. Raymond apenas podía mantenerse en pie, temblando violentamente mientras sus ojos, enrojecidos por las lágrimas y el miedo, evitaban mirar a nadie.
En medio del caos, la puerta del barracón se abrió de golpe. Los gritos y la agitación habían atraído la atención del teniente Marschall, quien irrumpió en las barracas con una furia palpable y su mirada recorrió la escena como un cuchillo, cortando cualquier intento de explicación antes de que surgiera.
—¡¿Qué demonios sucede aquí!? —rugió, su voz resonando como un trueno. El círculo que había rodeado a Thomas y Jair se deshizo al instante. Los soldados se apartaron rápidamente, formando filas apresuradas, con el miedo pintado en sus rostros. El teniente caminó con paso firme hasta quedar frente a Thomas y Jair, observando la escena con ojos penetrantes que parecían desnudarlos de cualquier justificación.
Con pasos firmes, Marschall se acercó, inspeccionando a cada uno con una mirada glacial. Sus ojos se detuvieron en Raymond, que temblaba bajo la manta, y luego pasaron a Thomas, que intentaba incorporarse con esfuerzo, la cara hinchada y estropeada. Finalmente, su atención se posó en Jair, cuya expresión de desafío comenzaba a desmoronarse.
—Ustedes dos —dijo con frialdad, señalando a Thomas y Jair—, ¿creen que este campamento es un maldito ring de boxeo? —La pregunta resonó en el barracón, pero nadie se atrevió a responder.
Thomas se apoyó en sus manos, poniéndose de pie mientras el dolor le nublaba los sentidos. Jair, por su parte, mantenía la mandíbula apretada, pero su mirada bajó por primera vez al suelo.
—Están castigados —continuó Marschall, su tono cargado de autoridad—. Durante los próximos días trabajarán en sus horas libres. Sin excepciones.
Un murmullo de insatisfacción recorrió el grupo, pero nadie se atrevió a decir una palabra. La autoridad del teniente era incuestionable.
—Esto es solo una advertencia —añadió, elevando aún más la voz—, el próximo que se involucre en una pelea pasará una noche completa en aislamiento. ¿Entendido?
Jair intentó abrir la boca, pero Marschall lo detuvo con un gesto severo. —Ni una palabra más, o tú serás el primero.
El silencio que siguió fue absoluto. Nadie se atrevió a mirar al teniente a los ojos. Thomas, aún sintiendo la injusticia del castigo, inclinó la cabeza en señal de aceptación, tragándose el nudo que le quemaba la garganta.
—¡A las duchas, ahora! —ordenó el teniente, su voz cortante como un látigo—. Menos tú —añadió, señalando a Raymond, aún lloroso bajo la manta—. Tú te quedas conmigo.
El teniente se inclinó hacia Raymond, su voz perdiendo algo de su dureza mientras le hacía preguntas en un tono más bajo. —¿Te encuentras bien? ¿Puedes hablar? —le preguntó, sus palabras lo suficientemente discretas para que solo Raymond las escuchara. Aunque mantenía su postura rígida, la ligera inclinación de su cabeza y el tono de su voz transmitían una preocupación que Thomas no esperaba.
El grupo comenzó a moverse rápidamente hacia la salida, sus pasos resonando en el suelo mientras dejaban atrás a Raymond y al teniente. Thomas se dirigió hacia su compartimento, buscando su ropa con movimientos torpes. Mientras lo hacía, el dolor en su ojo le impedía concentrarse del todo, obligándolo a fruncir el ceño cada vez que el ardor aumentaba.
Mientras luchaba por ponerse la camisa, Simón se acercó, su rostro serio y su tono bajo, como si no quisiera ser escuchado por nadie más.
—Si quieres sobrevivir aquí, pelea tus propias peleas y deja las de los demás —dijo, sin mirarlo directamente. Su voz tenía un matiz de experiencia amarga, como si hablara desde algo que aún le dolía recordar.
Thomas se detuvo por un momento, sujetando su camisa con una mano mientras la otra tocaba suavemente la hinchazón de su ojo. A pesar del dolor, levantó la mirada hacia Simón, sus palabras cargadas de convicción.
—Si eso es sobrevivir, entonces no quiero hacerlo —respondió, su voz firme a pesar del temblor en su cuerpo.
Simón lo miró por un instante, sus labios apretados como si quisiera responder algo más, pero en lugar de eso, simplemente se dio la vuelta y salió, siguiendo al resto hacia las duchas.
El eco de sus palabras se perdió en el barracón vacío. El dolor físico era soportable, pero la sensación de impotencia y desesperanza se clavaba más profundo. Cuando el agua tibia de la ducha golpeó su cuerpo, Thomas cerró los ojos, dejando que las lágrimas se mezclaran con el agua, susurrando una promesa silenciosa: no permitiría que la oscuridad de ese lugar lo consumiera, no importaba cuánto costara. Pero mientras sus manos apretaban los bordes ásperos de la ducha, la luz al final del túnel le parecía demasiado distante, casi irreal, como si perteneciera a otra vida que había dejado atrás.
Le resultaba irónico pensar que antes todo parecía mal. Ahora, después de solo dos días en ese lugar, se sentía completamente roto, como si ya no hubiera fondo más profundo al que caer. Pero incluso en su desolación, no podía permitirse perder lo único que aún sostenía: su propia humanidad.
Bueno, bueno, bueno. Si han llegado hasta aquí, quiero agradecerles por aguantar tanta tensión... y probablemente quieran abrazar a Raymond (yo también). No se preocupen, prometo que habrá un respiro en algún momento... probablemente... bueno, no les voy a mentir, las cosas podrían complicarse un poco más. Pero sigan leyendo, ¡les prometo que valdrá la pena!
PD: Jair no me cae bien ni a mí.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top