Capítulo 34





Cada día, el comedor del campamento militar resonaba con el eco de voces ásperas y risas estridentes, un ruido constante que parecía llenar cada rincón del espacio. Lidia Krause, con su piel clara salpicada de pecas y una expresión que delataba más cansancio que interés, se movía con precisión entre los soldados, sirviendo la comida sin detenerse ni un instante. Era la única mujer joven en ese lugar, y aunque intentaba pasar desapercibida, su presencia atraía miradas que le resultaban insoportables.

Para ellos, no era más que una figura agradable en un entorno hostil, un rostro bonito que ofrecía una pausa fugaz a la dureza de su realidad. Lidia lo sabía. No la veían por lo que realmente era, sino por lo que representaba: una distracción, un objeto en un juego al que nunca pidió ser invitada. Y mientras las bromas y los comentarios continuaban a su alrededor, ella mantenía la cabeza baja, como si el peso de todas esas miradas fuera una carga que solo podía soportar en silencio.

"Eh, Lidia, dame un poco más de eso", decían algunos, con sonrisas que ocultaban sus intenciones. Los ojos masculinos seguían cada uno de sus movimientos, y ella sentía el peso de esas miradas día tras día. Pero estaba allí porque necesitaba el dinero. Así que lo soportaba, cerrando los oídos a los comentarios y los ojos a las actitudes toscas y, a veces, crueles.

La violencia entre los chicos, el orgullo que competía con la fuerza, todo se mezclaba en un ambiente que la agobiaba. Los soldados eran todos tan varoniles, tan seguros de sí mismos, como si la guerra que se entrenaban para pelear ya estuviera dentro de ellos. A veces, Lidia se sentía como si fuera invisible, una parte más del mobiliario, tan distante de ellos como ellos lo estaban de cualquier emoción que no fuera la rabia o el deseo.

Hasta que lo vio a él.

Allí, al final de la fila, estaba un soldado. No era como los demás. Su piel pálida, la expresión cansada en su rostro y esos ojos... esos ojos azules, pero enrojecidos, como si estuvieran al borde del colapso. ¿Acaso estaba... llorando? Algo dentro de ella se contrajo al verlo. ¿Cómo podía alguien parecer tan vulnerable en un lugar tan cruel? Lidia sintió un nudo formarse en su pecho, una punzada de empatía que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.

—¿Te encuentras bien? —se escuchó a sí misma decir antes de darse cuenta. Era una pregunta sencilla, pero cargada de preocupación genuina. No esperaba que respondiera, no del todo. Los chicos aquí no hablaban de sus problemas, se los tragaban como si fueran parte de la disciplina militar que les habían inculcado. Pero ese soldado... él parecía a punto de romperse. Tras el eco de un simple "sí" seco y cortante por parte de él, cualquiera habría pensado que quizás moriría la conversación. Pero Lidia sintió algo más, un reconocimiento. La soledad del soldado resonaba con la suya.

—Soy Lidia —se presentó, esperando suavizar el ambiente. No fue una sonrisa brillante ni coqueta, fue una sonrisa pequeña, discreta, la única que podía ofrecerle sin invadir su espacio.

El soldado de ojos azules solo asintió, sin mucho entusiasmo.

—¿Pasta? —ofreció ella, señalando la bandeja de comida frente a ella, buscando algo para mantener la conversación—, la he preparado yo hoy. ¿Te gustaría probar?

El recluta soltó un leve suspiro, más como una acción de inercia que de interés real. —Sí, la pasta... me gusta la pasta —dijo, extendiendo su plato sin siquiera mirarla. Su tono era plano, sin emoción. Casi robótico.

Mientras Lidia servía la pasta, sentía la tensión en el aire, como si una fina cuerda estuviera a punto de romperse entre los dos. Sabía que él no la veía como los demás chicos, pero también sabía que algo lo estaba aplastando por dentro.

Justo antes de entregarle el plato, no pudo contenerse. La preocupación que había estado latente en su pecho salió en forma de palabras. —Si algo no va bien... ya sabes, siempre puedes hablar con alguien de arriba. Los oficiales podrían ayudarte.

Era un comentario bienintencionado, pero apenas salió de su boca, Lidia supo que había tocado una fibra sensible. La mirada del soldado cambió, su rostro se endureció y clavó sus ojos en ella con una intensidad que la hizo estremecer. La ira que emanaba de él no estaba dirigida a ella, lo supo en el fondo de su ser, pero no por eso dolía menos.

—No es de tu incumbencia, —espetó, su tono cargado de una furia contenida que Lidia no había esperado. Sin más, tomó su bandeja bruscamente de sus manos y se alejó, dejándola parada allí, con el pecho apretado y la mente dándole vueltas.

Lidia lo vio desaparecer entre las mesas, y durante un largo momento, no pudo moverse. Era como si todas las palabras que ese soldado no había dicho pesaran sobre ella. No era la primera vez que alguien le hablaba de forma brusca, pero esta vez fue diferente. Había visto algo en él que los otros no mostraban: una humanidad rota, una desesperación que resonaba con la suya. Ambos estaban atrapados en un lugar donde las emociones eran una debilidad, donde los más fuertes dominaban y donde no había espacio para las sutilezas.

Días más tarde, Lidia supo el nombre del soldado: Thomas.

Un nombre que resonaba en su mente cada vez que lo veía en el comedor, moviéndose entre los otros soldados como una sombra más, pero ahora algo había cambiado en él. Ya no era el mismo chico encorvado y apagado que la había mirado con ira aquel día. Había una chispa de vida en sus ojos, una ligereza en su andar que antes no existía. Incluso había comenzado a participar en las bromas de sus compañeros, algo que, aunque mínimo, para Lidia era una señal de que él estaba encontrando su lugar en ese mundo.

Y mientras servía las porciones como de costumbre, lo vio levantarse de la mesa, caminando hacia ella. Había algo en su forma de acercarse que la hizo sonreír, como si estuviera viendo a una versión diferente de aquel chico que una vez la había ofendido con su tono cortante.

Cuando llegó a su lado, Lidia le ofreció la misma sonrisa amable que le había dedicado tantas veces, esperando que esta vez el encuentro fuera distinto.

—Te ves mucho mejor hoy —comentó mientras le servía una generosa ración de comida.

Thomas la miró y, sorprendentemente, le devolvió una sonrisa sincera. Asintió antes de hablar, sus palabras más suaves, más abiertas que la última vez. —Sí, todo a ido mucho mejor, gracias. Y, bueno... lo siento por cómo te hablé la otra vez. No era el mejor día.

Lidia sintió cómo una pequeña presión en su pecho se disipaba. Había esperado esa disculpa, no porque lo necesitara, sino porque le confirmaba que Thomas no era como los otros. Su brusquedad no venía del desprecio, sino del dolor.

—Me llamo Thomas, por cierto —dijo, sus labios curvándose en una sonrisa tímida.

—Lidia —respondió ella, aunque el ya sabía su nombre. Esta vez, la sonrisa que le devolvió fue más genuina, más cálida. Sentía que, poco a poco, ese muro que Thomas había levantado comenzaba a desmoronarse.

Lidia lo observó regresar a su mesa, sintiendo una satisfacción tranquila y extrañamente cálida. Sabía que, en un lugar como este, las conexiones humanas eran tan raras como frágiles, pero en Thomas había encontrado algo que la hacía sentirse menos sola. Aunque él no lo supiera, Lidia había decidido ser su amiga. Porque, de alguna manera, ambos le parecían iguales: atrapados, aislados, pero buscando algo —o alguien— que les devolviera una chispa de vida.

Esa breve conversación con Thomas le dejó un buen sabor, como si sus palabras hubieran encendido una pequeña luz en la monotonía de su rutina. Había algo en la sinceridad de su disculpa, en la calidez torpe con la que hablaba, que le recordaba lo que era sentirse humana. No recordaba la última vez que algo tan simple la había hecho sonreír. Esa noche, mientras cerraba los ojos, se permitió esperar ver a Thomas los días siguientes.

Pero esa sensación no duró. El cansancio fue apagándola como una bombilla gastada. En los días siguientes la rutina volvió a pesar sobre sus hombros, y ya ni siquiera se molestaba en decir los buenos días. Cada jornada parecía más larga, más fría, y los soldados que la rodeaban no hacían más que empeorar su estado.

Un día, mientras servía la comida, un soldado alto avanzó por la fila. Su cabello negro como la noche, sus ojos grises como el acero y su presencia abrumadora hicieron que Lidia se detuviera. Había algo inquietante en él, una mezcla de extremo atractivo y peligro que no podía ignorar. Todos bajaban la cabeza cuando él estaba cerca, como si un instinto primitivo les advirtiera que era mejor no cruzarse con él.

Lidia sintió que algo estaba mal. Su voz, baja pero cortante, tenía una violencia contenida que ponía los nervios de punta. Mientras hablaba con otro soldado, su tono autoritario era imposible de ignorar.

—Quiero verte esta noche en el ring. Y no me importa si tienes dudas, excusas o miedo. Vas a pelear. ¿Estamos claros? —dijo, su tono inhumano, cargado de una autoridad que no permitía réplica.

Desde su lugar, detrás del mostrador, Lidia observó el intercambio. Su cuerpo se tensó y una opresión llegó a su pecho cuando el otro soldado con la mirada baja respondió.

—Entendido. Stefan.

Lidia desvió la mirada un segundo, pero no pudo evitar seguir escuchando. Ese nombre, Stefan, era uno que resonaba constantemente en el campamento, siempre acompañado de murmullos de respeto o miedo. Y ahora entendía por qué.

Stefan avanzó hacia la fila para la comida con un andar firme y decidido, su presencia llenando el espacio como si el aire mismo se apartara para dejarlo pasar. Cuando llegó frente a Lidia, su altura y su porte imponente parecían doblarla en dos. Su expresión era fría, impenetrable, como si nada ni nadie pudiera sacarlo de sus pensamientos.

Lidia sintió que sus manos comenzaban a temblar. Intentó concentrarse en la cuchara que sostenía, pero el peso de su mirada era como una carga imposible de ignorar. Su cuerpo parecía congelado, atrapado entre el deseo de hacer su trabajo y el impulso de salir corriendo.

—¿Piensas quedarte ahí toda la tarde? —gruñó Stefan, su voz baja, pero con un filo cortante que la hizo reaccionar de inmediato.

—Lo... lo siento —balbuceó, sirviendo la comida con torpeza. La cuchara temblaba en su mano, y por un momento temió derramar el guiso.

Stefan no dijo nada más. Simplemente tomó el plato con un movimiento brusco y se alejó, su andar tan seguro como su tono. Lidia no se atrevió a mirarlo mientras desaparecía entre la multitud, pero el peso de su presencia parecía seguir presionándola incluso después de que se había ido.

Solo cuando estuvo completamente fuera de su vista, Lidia dejó escapar un suspiro entrecortado. Su corazón latía con fuerza, como si el eco de su voz todavía resonara en sus oídos. Sabía que no podía evitar a todos los soldados, pero después de esa experiencia, prefería mantenerse al margen, invisible si era posible.

Sin embargo, su suerte parecía estar en su contra. Los soldados problemáticos siempre aparecían, pero para ella, había uno que era incluso peor que Stefan Weiss: alguien que había estado ahí desde el primer día en que llegó. Persistente, vulgar y con un rostro que no podía olvidar, aunque quisiera. Jair Petrel.

Le había repetido su nombre tantas veces que ya lo asociaba con pesadillas.

—Me llamo Jair. Jair Petrel, no lo olvides —le había dicho, pero ella nunca le prestó atención. Cada vez que lo veía, solo podía concentrarse en su ojo extraño, de un color enfermizo que parecía seguirla de manera constante, como si nunca la dejara en paz.

Intentó ignorarlo. Siempre intentaba ignorarlo. Pero Jair no se daba por vencido.

Un día, mientras servía la comida como de costumbre, él apareció de nuevo frente a ella. Su sonrisa torcida le hizo apretar los dientes, pero lo que realmente la aterrorizó fue la cicatriz que atravesaba su rostro, retorciendo su expresión en algo grotesco y amenazante.

—Vamos, no seas tan fría —gruñó Jair, su tono áspero y burlón, un intento patético de sonar encantador.

Lidia intentaba mantener la calma, aunque su corazón palpitaba con fuerza. Jair no le daba tregua. No sabía cómo salir de la situación, sus manos temblaban mientras servía la comida, y su mirada bajaba instintivamente, deseando que él simplemente se esfumara, que desapareciera como un mal sueño. Rogaba en silencio por una intervención, por una obra divina que la salvara de ese momento. Pero nadie parecía darse cuenta. Nadie intervenía.

Hasta que apareció Thomas.

Lo vio acercarse con pasos decididos, ajustando su uniforme con una seguridad inesperada. Sintió un pequeño alivio al notar que él había percibido lo que estaba ocurriendo. A su lado, un soldado de piel oscura que Lidia no reconocía lo acompañaba, pero fue Thomas quien se colocó directamente junto a Jair, enfrentándolo con una actitud tranquila, casi casual, pero que no dejaba lugar a dudas de sus intenciones.

Jair no pareció percibir la tensión de inmediato, pero cuando ambos soldados lo rodearon, finalmente reaccionó. Giró la cabeza, su mirada afilada y desafiante se posó primero en Thomas y luego en el otro soldado.

—¿Algún problema? —preguntó Jair, su voz cargada de amenaza.

Thomas mantuvo la calma, pero fue el soldado de piel oscura quien habló primero. —Estamos todos en la fila, y la comida no espera, ¿verdad? —dijo, mirándola brevemente, ella nerviosa, asintió rápidamente, aprovechando la distracción para retroceder un poco. Sentía el alivio recorrer su cuerpo, aunque la incomodidad no desapareció por completo hasta que Jair, molesto, bufó y avanzó en la fila.

—Gracias —susurró Lidia, apenas audible, mientras retomaba su puesto de trabajo. Su corazón aún latía con fuerza, pero sabía que Thomas y ese otro la habían salvado de algo peor.

El otro soldado le sonrió, intentando ser más encantador. —Si alguna vez necesitas ayuda, ya sabes dónde encontrarme, —añadió, con un guiño. Pero su intento de ser encantador le resultó agotador.

En cambio, Lidia no pudo evitar dirigir su mirada hacia Thomas, quien, sin decir demasiado, le había dado la sensación de seguridad que tanto necesitaba. —Siempre es un gusto verlo por aquí, soldado Thomas —dijo, ofreciéndole una porción extra de comida.

—Gracias, —respondió él, sin mucho entusiasmo. Aunque Lidia se había sentido conectada a él en ese momento, no pudo evitar notar cómo su mente parecía estar en otro lugar.

Sin comprender del todo lo que pasaba por la cabeza de Thomas, Lidia lo vio alejarse. Algo en ella esperaba que él se quedara un poco más, pero en cuanto se fue, la pequeña conexión que había sentido se esfumó, dejándola con una mezcla de agradecimiento y desconcierto.

El soldado de piel oscura soltó un suspiro, claramente frustrado al ver que sus esfuerzos por captar su atención no habían dado resultado.

—Parece que siempre el que menos lo intenta es el que más lo consigue —murmuró, mirando cómo Thomas se alejaba.

Lidia apenas prestó atención a ese comentario. Su mente seguía atrapada en lo ocurrido con Jair y en el inesperado alivio que le había traído la intervención de Thomas. Había sido un acto simple, pero significativo, que la había hecho sentir menos sola, aunque fuera por un instante.

Después de aquel incidente, Lidia no pudo evitar reafirmar sus pensamientos sobre Thomas. En medio de toda la crudeza de Valcartier, él le parecía lo único auténtico, lo único verdaderamente amable. Había algo en su forma de ser que desentonaba con el ambiente hostil del campamento, algo que la hacía querer hablarle de nuevo, agradecerle, quizás incluso construir una pequeña conexión que le devolviera algo de humanidad a ese lugar tan frío.

Pero no volvieron a cruzar palabras hasta mucho después, una tarde cualquiera. Lidia terminaba su turno en el comedor, recogiendo unas cacerolas vacías mientras su mente vagaba. Helga, la encargada de la cocina, le repetía por enésima vez que debía lavarlas de inmediato.

—Como si no supiera ya hacer mi trabajo —pensó con frustración, apartándose un mechón de cabello rubio del rostro.

Cansada, dejó escapar un suspiro, y sin poder evitarlo, su mente viajó lejos, de vuelta a su hogar, a recuerdos que parecían más un sueño que una realidad alcanzable. Aquellos pensamientos solían ser su único refugio en Valcartier, un escape momentáneo de la monotonía y el agotamiento.

Helga siempre le recordaba a su madre: ambas exigentes, implacables y sin una pizca de compasión en su trato. Lidia no extrañaba su hogar, pero estar en Valcartier tampoco era mucho mejor. Se sentía atrapada entre dos mundos, sin pertenecer realmente a ninguno. Mientras recogía las cacerolas, un suspiro cansado escapó de sus labios, una pequeña rendija por donde se colaban sus pensamientos.

Y entonces, finalmente, ocurrió.

Thomas caminaba hacia ella. Su expresión era serena, aunque un ojo morado y el labio partido en su rostro hablaban de las batallas que cargaba en silencio. Lidia sintió una punzada de preocupación al verlo, un recordatorio de lo duro que era sobrevivir en Valcartier. Se preguntó cómo podía mantener esa tranquilidad a pesar de todo. Pero entonces, algo más llamó su atención: una luz en sus ojos que no había visto antes, una calma inesperada que parecía desafiar el peso opresivo del campamento.

Lidia no pudo evitar sonreír, una chispa de emoción iluminándole el rostro. Su presencia era como un pequeño destello de calidez en medio de su interminable jornada. Tal vez esta vez, por fin, podrían hablar con más tranquilidad.

—Thomas —lo saludó, su voz más animada de lo que esperaba, y notó que su sonrisa se ensanchaba cuando él se acercó.

Thomas le devolvió la sonrisa, esa sonrisa genuina que siempre lograba que el día de Lidia pareciera un poco menos pesado.

—Hola, Lidia. ¿Cómo estás? —preguntó con una amabilidad desarmante, deteniéndose frente a ella.

Lidia tardó un momento en responder, todavía asimilando que él estaba ahí, hablándole. Finalmente, dejó escapar una risa suave, aunque en su voz se podía sentir el cansancio acumulado.

—Un poco agotada, para ser honesta. Helga me tiene loca con las cacerolas, como siempre. —Se apartó un mechón de cabello del rostro, intentando disimular la emoción que le provocaba esa simple conversación.

Thomas asintió, comprendiendo lo que Lidia decía. —Sí, parece que aquí todo el mundo está siempre bajo presión. Pero te ves bien, a pesar de todo.

El cumplido fue sencillo, pero a Lidia le reconfortó más de lo que habría esperado. Había algo en su tono, en la manera tranquila y genuina en que lo dijo, que la hizo sentir vista. Por un momento, la distancia emocional que siempre la separaba de los demás pareció desvanecerse.

—Gracias —respondió, sonriendo de nuevo, sintiendo cómo un ligero calor le subía al rostro—. Y tú... te ves más relajado que de costumbre. ¿Te las arreglaste para tomarte un respiro?

Thomas dejó escapar una pequeña risa, modesta pero sincera. —De algún modo. He pasado la tarde entrenando con un amigo.

Lidia lo miró con curiosidad, inclinando ligeramente la cabeza. —¿Entrenando? ¿Qué tipo de entrenamiento?

—Combate cuerpo a cuerpo —respondió él, encogiéndose de hombros. —No es nada nuevo aquí, pero fue intenso. Practicamos algunas técnicas básicas, nada complicado, pero me sirvió para mejorar.

Lidia lo escuchaba con atención, y entonces lo entendió. Todo encajaba: el ojo morado, el labio partido, las magulladuras en su rostro. Esos entrenamientos no eran solo por diversión, eran prácticas reales, enfrentamientos que lo preparaban para futuras peleas. Thomas había decidido someterse a ellos para aprender a defenderse, para sobrevivir en un lugar donde la violencia parecía ser la única forma de imponerse.

—Claro... eso explica mucho —murmuró, subiendo la mirada por un instante hacia las marcas en su rostro antes de volver a sus ojos.

La manera en que lo contaba, con calma y una determinación que parecía más fuerte que las heridas visibles, hizo que Lidia lo admirara aún más. No todos en Valcartier se esforzaban por ser mejores, por adaptarse a la dureza de ese lugar como él lo hacía.

—Debe ser agotador, pero imagino que necesario, —dijo, tratando de no sonar demasiado impresionada mientras lo observaba con una mezcla de interés y respeto—. Supongo que no es fácil, pero tiene sentido querer estar preparado aquí.

Thomas asintió, con una sonrisa apenas perceptible. —Es difícil, pero saber que puedo hacer algo para protegerme hace que valga la pena.

Lidia sintió algo removerse dentro de ella. No era solo admiración, era respeto por alguien que, a pesar de todo, no se rendía, alguien que enfrentaba el caos de Valcartier con más valentía de la que jamás había esperado encontrar allí.

Quiso responder, las palabras en la punta de su lengua, cuando la voz estridente e inconfundible de Helga resonó desde la cocina.

—¡Lidia! ¿Cuántas veces te lo tengo que repetir? ¡Esas cacerolas no se van a lavar solas!

Lidia cerró los ojos por un segundo, mordiéndose la lengua para no responder algo que empeorara su situación. Con un suspiro resignado, miró a Thomas. —Sí, ya voy, —respondió a Helga, intentando contener su irritación. Luego se inclinó hacia Thomas, bajando la voz para que solo él la escuchara.

—Esa mujer es insufrible, —le susurró, rodando los ojos. —Te juro que podría vivir tres vidas y nunca tener un minuto de paz con ella alrededor.

Thomas soltó una risa suave, manteniendo el tono ligero. —Parece incluso más estricta que mi coronel —bromeó, con una chispa de complicidad en la mirada.

Lidia sonrió, sintiendo que Thomas entendía su frustración mejor que nadie. Hablar mal de Helga en ese momento no solo era liberador, sino que hacía que todo pareciera un poco menos monótono. Era extraño, pero la simpleza de esa conversación le recordó que aún podían existir momentos de normalidad, incluso en un lugar tan hostil como Valcartier.

Estaba a punto de añadir algo, quizá una broma sobre las interminables órdenes de Helga, cuando un cambio en el ambiente la hizo detenerse. Una sombra se cernió sobre ellos, y el aire pareció cargarse de tensión. Al alzar la vista, su corazón se encogió. Allí estaba Stefan.

Sin aviso, Stefan irrumpió en la conversación como una tormenta inesperada, su presencia marcando un cambio brusco en el ambiente. Lidia apenas tuvo tiempo de procesar lo que ocurría antes de que él dejara caer su brazo sobre los hombros Thomas, en un gesto que no podía interpretarse más como una señal de dominio, casi como si marcara su territorio. La sensación de calidez que había compartido con Thomas se evaporó de inmediato, sustituida por una incomodidad tan palpable que Lidia sintió su estómago revolverse.

—¿Por qué tardas tanto? —Dijo Stefan, su tono seco como un cuchillo rozando piedra. Pero lo que realmente la perturbó no fueron sus palabras, sino su mirada. Aunque se dirigía a Thomas, los ojos de Stefan no se apartaban de ella. La miraba con una intensidad que parecía atravesarla, evaluándola, casi acechándola, como si quisiera asegurarse de que ella entendiera que él estaba en control.

Lidia sintió cómo su piel se erizaba. Era una sensación de amenaza soterrada, de algo que no se decía, pero que flotaba en el aire, cargado de tensión. Intentó mantenerse firme, pero su cuerpo traicionaba su nerviosismo. El miedo, por más que lo combatiera, se colaba por las grietas.

¿Por qué alguien como Thomas, tan amable y genuino, estaría rodeado por alguien como Stefan? La pregunta se repetía en su mente mientras trataba de desviar la mirada de esos ojos que la hacían sentir tan pequeña, tan insignificante. No podía entenderlo. La confusión la paralizaba, pero no se atrevía a preguntar, ni siquiera a moverse.

Stefan, sin apartar la mirada de Lidia, dio un apretón en el hombro de Thomas —Vamos, Thomas —dijo con una calma inquietante, arrastrando a Thomas consigo antes de que éste tuviera tiempo de responder o despedirse.

Lidia los observó alejarse, sintiendo cómo la pequeña burbuja de paz que había encontrado se rompía en mil pedazos. Stefan, con su presencia asfixiante, había destrozado todo rastro de la calidez que Thomas le había ofrecido. El desconcierto crecía en su interior.

¿Cómo alguien como Thomas, con esa luz en los ojos, podía estar cerca de alguien como Stefan, que parecía cargar con toda la oscuridad del campamento? El contraste entre ellos era abrumador, desconcertante, y Lidia sabía que esa sensación no la abandonaría fácilmente.

Mientras los seguía con la mirada, los vio adentrarse en el bullicio del comedor, sus figuras perdiéndose poco a poco entre las mesas repletas de soldados. Finalmente, ambos desaparecieron en una de las mesas más apartadas, cerca de una ventana donde la negrura de la noche y las estrellas eran el único paisaje visible. Allí, Stefan y Thomas se dejaron caer en sus asientos.

Thomas se sentó con naturalidad, permitiendo que el cansancio del día se asentara en su cuerpo. Habían pasado horas en el bosque, y aunque su energía se había agotado, sentía una extraña paz que le permitía relajarse incluso en el ambiente opresivo del comedor.

Stefan, sin embargo, no compartía esa sensación. Su postura seguía rígida, y aunque también estaba visiblemente cansado, su expresión permanecía tensa, con un leve destello de irritación en sus ojos. Sin decir palabra, se pasó una mano por el cabello, observando a Thomas en silencio por un momento, como si midiera sus pensamientos antes de hablar.

—¿Conoces a la chica? —preguntó de repente, sin cambiar el tono neutral de su voz, aunque había una pequeña nota de incomodidad en sus palabras.

Thomas, que tenía la mente en otra parte mientras bebía un trago de agua, levantó la vista con curiosidad. —¿Como dices? —respondió, totalmente perdido.

—La chica de la comida, —Stefan mantuvo la mirada fija, sus ojos no dejaban de observar cada reacción de Thomas. —La que hablaba contigo, ¿Son amigos?

Thomas frunció el ceño por un momento, sin comprender el rumbo de la conversación. —No realmente... Solo hemos intercambiado algunas palabras. Nos cruzamos por aquí, ya sabes, —comentó sin darle demasiada importancia.

Stefan permaneció en silencio un instante, asintiendo lentamente, aunque su expresión seguía imperturbable. Había algo en sus ojos que no cuadraba del todo, una dureza velada que lo hacía parecer aún más distante.

—Hablaba demasiado para alguien que apenas conoces, —murmuró finalmente, casi como si se estuviera hablando a sí mismo, pero había algo en la manera en que lo dijo que hizo que Thomas levantara una ceja, como si hubiera una segunda intención en sus palabras.

Al principio, Thomas no le dio demasiada importancia. Pensaba que Stefan simplemente estaba agotado, quizás más irritado por el día duro que habían pasado. Pero a medida que el silencio entre ellos se alargaba, empezó a darse cuenta de lo que realmente estaba ocurriendo. Había una tensión sutil en la manera en que Stefan lo miraba, y de repente todo cobró sentido.

—No puede ser, —pensó Thomas, una pequeña sonrisa apareciendo en la comisura de sus labios. Al mirarlo de nuevo, todo parecía claro. —¿Estás... celoso? —preguntó, intentando no sonar burlón, pero la situación le resultaba un poco divertida.

Stefan lo miró fijamente, sin inmutarse. No había enojo en sus ojos, pero sí una firmeza que parecía advertir que no estaba dispuesto a dejar que la conversación girara en esa dirección. —No me gusta perder el tiempo con tonterías, —respondió con frialdad, su tono cortante pero controlado, dejando claro que no pensaba ceder a lo que Thomas insinuaba.

Thomas soltó una leve risa, más para sí mismo que para provocarlo. Sabía que Stefan era bueno ocultando sus emociones, pero había pequeños detalles que lo delataban: la tensión en su mandíbula, el ligero ceño fruncido, la forma en que había hecho la pregunta inicial. Aunque Stefan no lo dijera, estaba claro que algo le incomodaba.

—No tienes que preocuparte, —dijo Thomas finalmente, suavizando su voz. —Es solo una chica del comedor. No significa nada para mí.

Stefan lo miró de reojo, sin decir nada más. A pesar de su intento de parecer indiferente, Thomas podía notar que una pequeña parte de esa irritación se disipaba. El silencio entre ellos no era incómodo, pero sí revelador. Stefan, por su parte, se quedó quieto, sin soltar ninguna réplica. Y Thomas, aunque no quería presionarlo, sabía que había ganado una pequeña batalla en esa revelación silenciosa.

Finalmente, Stefan rompió el silencio, con una voz más calmada pero aún firme. —Vamos. Te acompaño al barracón.

Thomas asintió, poniéndose de pie con una sonrisa que aún se dibujaba en su rostro. Mientras caminaban juntos, la pequeña tensión que había existido entre ellos comenzó a desvanecerse por completo. Pero Thomas no podía dejar de pensar en lo intrincado que era Stefan: todo seriedad y control, con una vulnerabilidad escondida tan profundamente que parecía diseñada para proteger algo frágil.

La noche estaba fría, y el campamento, silencioso y dormido, parecía un mundo aparte. La nieve inmaculada cubría el suelo, reflejando la tenue luz de la luna, esa lámpara natural que proyectaba un suave brillo azulado sobre todo lo que tocaba.

Stefan, con su expresión imperturbable, caminaba con la misma firmeza de siempre. Incluso en el silencio, su presencia era imponente, destacando en la serenidad de la noche. Thomas, con una pequeña sonrisa, lo miró de reojo. No podía evitar preguntarse qué se escondía tras ese rostro tan controlado, qué pensamientos ocupaban su mente mientras mantenía enterradas sus emociones, incluso esos celos inesperados que Thomas había detectado con tanta claridad.

—Te has vuelto muy confiado, —comentó Stefan de repente, rompiendo el silencio. Su tono era formal, pero una pequeña sonrisa se asomaba en la comisura de sus labios, traicionando su habitual seriedad.

Thomas giró la cabeza hacia él, con una mezcla de diversión y curiosidad. —¿Eso crees? —respondió, enarcando una ceja con un aire burlón, pero relajado.

Stefan lo miró de reojo, sus ojos atrapando los de Thomas en un instante que pareció detener el tiempo. —Lo sé, —dijo, con una certeza que no necesitaba más palabras.

Thomas asintió recibiendo ese comentario con muy buen gusto y pensó en lo curioso que era ese momento, cómo dos personas tan diferentes podían encontrar un punto de unión en un lugar tan frío, tan hostil. Era como si, al caminar juntos, compartieran algo que iba más allá de las palabras, de lo físico y terrenal algo que los hacía uno, aunque no lo entendieran del todo el concepto del... amor.

Stefan, por su parte, mantenía la mirada al frente, pero su mente estaba lejos de la nieve y los Alpes que se dibujaban en el horizonte. Había algo en Thomas, en su forma de caminar a su lado con esa confianza recién descubierta, que lo hacía sentir más humano, más vulnerable de lo que jamás se permitiría admitir. Y aunque intentaba ignorarlo, lo sabía con una claridad aplastante: solo Thomas tenía el poder de hacer temblar su corazón. Era un sentimiento que no podía describir, algo que no había pedido pero que ahora lo envolvía con la misma intensidad con la que la luna iluminaba el paisaje.

Cuando llegaron al barracón, Stefan se detuvo y giró ligeramente hacia Thomas, como si quisiera decir algo más pero no encontrara las palabras. Thomas, con esa sonrisa fácil y despreocupada, parecía comprenderlo sin necesidad de que lo dijera.

—Buenas noches, Stefan, —murmuró, con una suavidad que lo desarmó por completo.

Stefan asintió, y aunque su rostro seguía serio, el leve brillo en sus ojos traicionaba la verdad que lo consumía. La noche fría no importaba, los Alpes podían quedarse como simples testigos. En ese momento, mientras Thomas desaparecía en la oscuridad del barracón, supo que no necesitaba nada más en el mundo que a él.











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