Capítulo 33 | parte seis



VI
LO QUE NO SE DEBÍA VER




Peter Von Graf, había aprendido desde niño que el dinero no era algo que se ganaba, sino algo que se tomaba.

Su padre se lo había enseñado de la manera más simple: dejando las llaves de la caja fuerte sobre su escritorio, confiando ciegamente en que su hijo jamás cruzaría esa línea. Pero Peter no entendía de límites, y mucho menos de lealtades familiares. Robar dinero de la empresa no fue suficiente. Pronto, lo que deseaba no era la fortuna de su padre, sino el control total, poder sobre las personas, sobre sus mentes.

Había manipulado a los empleados de su padre con la misma facilidad con la que un niño mueve fichas en un tablero. Se había vuelto peligroso, incontrolable. Así que lo enviaron a Valcartier. Fue una decisión desesperada, una medida final para someterlo. Y lo habían logrado, al menos por un tiempo. En Valcartier, las ansias de poder de Peter se habían apagado, adormecidas bajo el peso de la disciplina y el control militar. Había aprendido a esperar. Pero todo cambió cuando descubrió lo que nadie más sabía...

Después de la paliza que le había dado a Thomas, donde lo dejó inconsciente, Peter regresó al barracón como si nada hubiera pasado. Sin embargo, cuando Thomas no apareció de vuelta, una pequeña inquietud lo empujó a la enfermería. No era preocupación, por supuesto. Peter solo quería asegurarse de que no lo había matado accidentalmente. Si ese era el caso, tendría que prepararse para lo que vendría, aunque tampoco le molestaba tanto la idea.

Pero lo que encontró no fue un cadáver.

Lo que vio fue mucho más intrigante: Thomas saltando desde una de las ventanas de la enfermería y corriendo hacia algún lugar con una prisa que despertó su curiosidad. Siempre atento, Peter lo siguió sin ser visto, manteniendo la distancia mientras Thomas se dirigía a un extraño taller apartado. Observó cómo entraba y luego, con una paciencia cargada de expectativa, se quedó al acecho, esperando descubrir con quién se estaba reuniendo.

El tiempo pasó. Nadie salía. Peter, impaciente, decidió arriesgarse. Se acercó al taller con sigilo, sus pasos apenas perceptibles contra el suelo, y se inclinó para espiar por una rendija. Lo que vio lo dejó inmóvil.

Thomas y Stefan estaban demasiado cerca. Sus manos se entrelazaban, un gesto tan íntimo, tan... indebido, que el aire pareció volverse más denso. Peter parpadeó, incrédulo, pero el calor en su pecho no era sorpresa, sino emoción. Todo cambió en ese instante. Ese secreto, lo que nadie más sabía, ahora estaba en sus manos.

No era solo un descubrimiento. Era una llave, un arma. El vínculo entre Stefan Weiss y Thomas Leblanc no solo le daba ventaja, sino que despertaba algo que Peter había enterrado durante mucho tiempo: esa oscura necesidad de manipular, de controlar, de jugar con los hilos de las vidas de otros. Una chispa, un fuego que creía extinto, volvió a encenderse con fuerza. Por fin, después de tanto tiempo, tenía algo que valía más que cualquier cantidad de dinero que su padre pudiera ofrecerle.

Poder. Y ahora, las reglas del juego estaban de su lado.

El domingo llegó, el único día de la semana que les daban libre. Peter estaba sentado en su litera, con las piernas cruzadas y la mirada fija en la pared frente a él. Nikolaus dormía profundamente en la cama de al lado, su respiración pesada llenando el aire como un metrónomo monótono. Al fondo del cuarto, Simón y Alexander jugaban a los naipes, sus voces bajas y el suave sonido de las cartas deslizándose por la mesa llenando el silencio del barracón. Los demás, como siempre, andaban dispersos, probablemente buscando formas de evitar la vigilancia de los superiores.

El ambiente era tranquilo, pero la mente de Peter estaba lejos de estarlo. El plan se formaba lentamente, como un rompecabezas cuyos bordes apenas comenzaban a encajar. Sabía que no podía simplemente presentarse ante Stefan y tratar de manipularlo. Stefan era el líder de la Hermandad, y su reputación no solo era temible, sino también sólida. Demasiado astuto. Demasiado impredecible. Si iba a enfrentarlo, necesitaría protección. Y algo más importante: una estrategia que lo mantuviera siempre dos pasos adelante.

Sus ojos vagaron por el cuarto hasta detenerse en Alexander, quien barajaba las cartas con una sonrisa despreocupada. Fue entonces cuando un recuerdo cruzó su mente: semanas atrás, Alexander había mencionado algo. Una conversación que Peter, en su momento, había considerado irrelevante. Pero ahora... ahora esa pequeña pieza olvidada adquiría un nuevo peso.

"El Cuervo".

Ese era el nombre que Alexander había susurrado con un tono conspirador, hablando de un líder entre los infractores más duros, alguien que no respondía a Stefan ni a nadie más. Un rival silencioso, un poder independiente que podría ser útil. Peter apenas le había prestado atención entonces, pero ahora las piezas comenzaban a encajar.

Si iba a moverse contra Stefan, necesitaría aliados fuera de su alcance. Alguien con su propio peso, alguien que pudiera equilibrar la balanza. El Cuervo podría ser esa pieza clave.

Peter se levantó con calma de su litera y se acercó a la mesa donde Simón y Alexander seguían jugando a los naipes. Se inclinó ligeramente hacia Alexander, su voz baja pero intencionada.
—Cuéntame más sobre ese tal "Cuervo"del que hablaste —dijo, con una sonrisa que apenas rozaba la cortesía.

Alexander, siempre ansioso por ser el centro de atención y compartir lo que sabía, dejó sus cartas sobre la mesa, sin siquiera dudarlo.

—¿El Cuervo? —respondió, con una chispa de emoción en los ojos—. Oh, es un tipo que últimamente está en boca de todos los tenientes. Nadie lo dice en voz alta, pero está claro que está sacándole canas verdes a más de uno. Incluso Stefan tiene competencia por el liderazgo ahora, y no es cualquier idiota. Este tipo tiene peso. —Alexander hizo una pausa, como si disfrutara prolongando el misterio.

Peter parpadeó, procesando la información. Esa era una pieza que no había previsto. Si alguien más estaba desafiando a Stefan, todo el panorama cambiaba. Hasta ese momento, había pensado que con eliminar a Stefan sería suficiente para tomar control. Pero ahora había otro jugador, alguien a quien los tenientes también temían. Y Peter sabía que no podía subestimarlo.

—¿Cómo se llama? —preguntó Peter, su tono más frío de lo normal.

—Nadie lo llama por su nombre, solo por "El Cuervo" Pero lo que es seguro, es que está moviendo hilos. Y si sigue así, podría quitarle el trono a Stefan antes de lo que imaginamos —añadió Alexander, deleitándose con cada palabra, como si estuviera compartiendo el último chisme del día.

Peter sonrió para sí mismo. Las cosas acababan de volverse más interesantes. Ahora no solo tendría que deshacerse de Stefan, sino también de ese tal Cuervo. Dos obstáculos. Dos líderes. Pero el juego ya había comenzado, y Peter nunca jugaba para perder.

Peter se levantó lentamente, dejando que las palabras de Alexander flotaran en el aire un momento más antes de decidir su siguiente movimiento. Se acercó a Simón, quien seguía concentrado en sus cartas, y le dio una palmada suave en el hombro.

—Vamos a dar un paseo —dijo Peter con una tranquilidad que puso a Simón en alerta. Lo había elegido por una razón clara: Simón no solo sabía pelear, sino que también podía defenderse, y Peter sabía que en lo que estaba a punto de involucrarse, necesitaría a alguien así a su lado.

—¿A dónde? —preguntó Simón, su ceño fruncido. No confiaba en Peter, pero tampoco podía ignorarlo.

Peter sonrió, esa sonrisa fría que Simón ya había aprendido a desconfiar.
—A conocer al tal Cuervo —respondió Peter con simpleza, como si fuera lo más natural del mundo.

Alexander dejó caer su carta, sorprendido, sus ojos moviéndose rápidamente entre Peter y Simón.
—¿Estás demente? —Simón negó con la cabeza—. Ni siquiera sabemos dónde está.

Peter no respondió inmediatamente, pero su mirada seguía fija en Simón, como si las palabras de su compañero no tuvieran peso. Fue Alexander, siempre ansioso por intervenir, quien rompió el silencio.

—Yo sí sé dónde está —dijo con un brillo de satisfacción, como si disfrutara tener la pieza clave de información que ellos no poseían.

S imón lo miró, incrédulo. —¿Cómo que sabes dónde está?

—Digamos que tengo oídos en lugares donde no debería —respondió Alexander, con un tono enigmático y una sonrisa que irradiaba satisfacción—. Si realmente quieres conocerlo, yo puedo llevarlos.

Peter no respondió de inmediato. Su mente ya estaba trabajando, conectando las piezas. Lentamente, una sonrisa se dibujó en su rostro, cargada de una victoria anticipada. Todo estaba saliendo según lo planeado. Con calma, dejó que sus ojos se desviaran hacia la ventana cerrada del barracón. Afuera, el viento helado azotaba las paredes de ladrillo, dejando a su paso un susurro gélido que parecía calar incluso en el interior, rompiendo el silencio pesado y opresivo de aquel domingo.

Más allá de los barracones, en el centro del campamento, Stefan estaba junto a la fuente de piedra frente al cuartel. Inmóvil, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, parecía ajeno al frío que lo rodeaba. El agua en la fuente estaba congelada, su superficie lisa y opaca reflejando las nubes bajas que cubrían el cielo. Era una escena desoladora, pero la figura de Stefan, recortada contra el mármol desgastado, irradiaba una fuerza inquebrantable.

De repente, un leve crujido de pasos sobre la gravilla rompió el silencio y lo sacó de su ensimismamiento. Stefan levantó la vista, y allí estaba Thomas, caminando hacia él. Sus mejillas estaban sonrojadas, quizá por el frío o por la caminata, pero lo que realmente capturó la atención de Stefan fue el moretón aún visible en su pómulo. Ese recordatorio constante de lo que le habían hecho a su chico encendía una furia silenciosa en Stefan, una que se intensificaba cada vez que lo veía.

Thomas se detuvo a un par de pasos de distancia, sus miradas se encontraron y Stefan esbozó una sonrisa, irradiando una calidez que contrastaba con el aire glacial que los rodeaba. Era como si esa sonrisa, discreta pero firme, fuera suficiente para llenar de calor el espacio entre ellos.

—Pensé que hoy sería un buen momento para enseñarte algo más que solo pelea —dijo Stefan, su tono firme pero con un matiz de cercanía que Thomas comenzaba a reconocer—. Quiero mostrarte un lugar en el bosque que conozco.

Thomas asintió, con una chispa de curiosidad brillando en sus ojos. No dijeron nada más. Juntos se adentraron en el bosque, dejando atrás el campamento y todo lo que este representaba: la vigilancia constante, las reglas inquebrantables, y las miradas que siempre parecían juzgarles.

Los árboles altos y desnudos por el invierno se alzaban como guardianes en el silencio, y a medida que avanzaban, la nieve crujía bajo sus pies, marcando cada paso. Había algo liberador en ese aislamiento, una quietud que el campamento nunca les ofrecía. Aquí, entre ramas desnudas y senderos ocultos, parecían estar en un mundo propio, lejos de los límites que los mantenían encadenados.

—Y luego está Alexander, siempre metiendo su nariz donde no debe —continuaba Thomas, gesticulando con entusiasmo mientras caminaba—. ¿Sabías que me preguntó si yo sabía algo sobre ti? ¡Como si yo fuera su confidente o algo! Es un metiche.

Stefan soltó una leve risa, sacudiendo la cabeza mientras Thomas seguía hablando sin pausa.

—Y Jair... ese sí es insufrible. ¿Te conté lo que hizo? A Raymond... —Thomas bajó ligeramente el tono, pero no la intensidad de su narración—. Lo desnudaron frente a todos el primer día de entrenamiento. Jair y los otros... ¡como si fuera un espectáculo! Raymond estaba completamente paralizado, no sabía ni qué hacer. Ese día recibí mi primer golpe en este lugar.

Stefan caminaba a su lado, escuchando en silencio, pero con una atención tan fija que Thomas podía notarla incluso sin mirarlo. Cada tanto, Stefan fruncía el ceño, o alzaba una ceja con una expresión que decía más de lo que sus palabras podían. Era evidente que el relato lo tenía atrapado, completamente envuelto en las imágenes que Thomas trazaba con sus palabras.

Después de recorrer un kilómetro, llegaron a un tramo del sendero donde la tierra se inclinaba abruptamente, cubierta por una capa irregular de nieve endurecida. Stefan se detuvo y giró hacia Thomas, extendiendo su mano con una sonrisa breve, segura, pero cargada de algo más que simple ayuda.

—Vas a caer si no tienes cuidado —dijo Stefan, con un tono ligero pero firme.

Thomas miró la mano de Stefan y luego a él, antes de tomarla con un nerviosismo que le recorrió todo el cuerpo. No era desconfianza, sino la intensidad del momento lo que lo detenía, ese peso indescriptible que cargaba aquel gesto aparentemente simple. Sus dedos se encontraron, y de inmediato el aire frío alrededor pareció desaparecer, reemplazado por un calor que lo envolvía por completo.

Las palabras que habían fluido sin pausa hasta entonces se quedaron atrapadas en su garganta, y por un instante, el tiempo pareció detenerse. Cuando sus miradas se cruzaron, la conexión entre ellos se sintió más palpable, más real que nunca.

Thomas tragó con dificultad, un nudo apretándole el pecho, la mano de Stefan se mantenía firme tomando la suya. Y mientras continuaban caminando, los dedos de Stefan se entrelazaron con los suyos. Thomas podía sentir cómo su corazón latía con fuerza, sus mejillas ardiendo bajo el aire helado. Una maraña de emociones lo envolvió: nerviosismo, sí, pero también una calidez reconfortante que no quería dejar ir. Por un instante, una fantasía cruzó su mente: caminar siempre así, sin miedo, sin necesidad de esconderse. Pero pronto, la realidad lo golpeó, recordándole lo frágil de esos momentos robados.

—Ahora estás algo callado... —comentó Stefan con suavidad, su voz rompiendo el silencio mientras buscaba la mirada de Thomas, que aún evitaba sus ojos.

Thomas levantó la vista, todavía atrapado en el momento, y lo miró. Aunque sus pensamientos lo habían llevado lejos, la sonrisa de Stefan y la seguridad de su compañía lo anclaban de nuevo al presente.

—Me gusta estar aquí contigo, eso es todo —confesó Thomas en un susurro, sus palabras apenas rompiendo el crujido suave de la nieve bajo sus pies.

Stefan lo miró en silencio, sus ojos claros escudriñando los de Thomas, que brillaban como la nieve al reflejar la luz tenue del bosque. Thomas levantó la mirada con lentitud, esos ojos color mar, enmarcados por largas pestañas, tenían un efecto que Stefan no podía ignorar.

—No me mires así —murmuró Stefan, su voz ronca, cargada de algo que luchaba por contener. Su autocontrol era lo único que mantenía la distancia entre ellos, aunque todo en su interior le pedía romperla.

—¿Así cómo? —preguntó Thomas, su tono ingenuo, aunque su corazón latía con fuerza, atrapado por la intensidad en los ojos de Stefan.

—Ya sabes... —respondió Stefan, esbozando una leve sonrisa de lado, una que no alcanzaba a suavizar el peso de sus palabras.

Thomas apartó la mirada con torpeza, buscando un escape a la tensión que parecía haber convertido el aire en algo más denso, más íntimo. —¿A dónde me llevas? —preguntó, intentando sonar casual, aunque su voz tembló apenas.

—Un poco más —dijo Stefan, su sonrisa enigmática revelando poco, pero prometiendo algo.

Y como si esas palabras tuvieran el poder de cambiarlo todo, un nuevo sonido llegó hasta Thomas: el murmullo inconfundible de agua corriendo. De repente, un claro se abrió ante ellos, revelando un río cristalino que fluía sereno entre las rocas. La luz del sol, filtrándose entre las copas desnudas de los árboles, hacía que el agua brillara con un resplandor casi mágico. Por un instante, el paisaje parecía sacado de un sueño, tan perfecto y etéreo que Thomas tuvo que parpadear para convencerse de que era real.

Stefan se detuvo, soltando lentamente la mano de Thomas mientras lo observaba, esperando su reacción. Sabía que este rincón del bosque, tan alejado de todo, era especial, un refugio que había descubierto tiempo atrás y que ahora quería compartir con él.

—Este lugar es... increíble —murmuró Thomas, sus ojos recorriendo el paisaje maravillado por la belleza que tenía frente a él. No esperaba encontrarse con algo tan sereno y puro, sin poder creer que algo tan hermoso pudiera existir allí.

Stefan sonrió, satisfecho por la admiración en la voz de Thomas. Había algo casi mágico en ese claro, como si estuviera apartado del resto del mundo, protegido del tiempo y del caos.

—Quería que lo conocieras —dijo Stefan en voz baja, con los ojos fijos en Thomas. Sus palabras llevaban consigo algo más que un simple aprecio por el lugar.

Thomas aspiró aire, escuchando el susurro del agua helada que corría por el río, interrumpido solo por el crujido leve del hielo en la orilla. El aire gélido se arremolinaba a su alrededor, pero allí, en ese rincón apartado, parecía no importar. Sin una palabra, ambos se agacharon cerca del borde del río, dejando que sus dedos tocaran el agua casi congelada. Sus dedos dolieron, la frialdad les recorrió la piel, pero ninguno se movió, como si el frío fuera parte de ese pequeño rito silencioso entre ellos.

Stefan observó a Thomas de reojo. Su expresión había cambiado, y había algo en la forma en que Thomas tocaba el agua que lo hizo sentir vulnerable también, como si, por un momento, pudiera compartir ese espacio íntimo sin necesidad de palabras.

Finalmente, Stefan se levantó despacio, su cuerpo volviendo a tensarse, como si esa breve tregua hubiera llegado a su fin.

—Vamos —dijo finalmente, con un tono más serio—. Ahora tenemos que entrenar. Voy a enseñarte cómo defenderte, de verdad.

Thomas asintió, un nudo de emoción y nervios apretándose en su pecho. No era la primera vez que Stefan lo entrenaba, pero algo en el aire del claro, en la distancia que habían puesto entre ellos y el mundo, hacía que este momento se sintiera distinto.

—No siempre tendrás un arma, así que necesitas aprender a usar lo que tienes —dijo Stefan, su voz baja y seria, mientras se ajustaba la chaqueta.

Thomas lo imitó en silencio, sintiendo una breve oleada de determinación recorrer su cuerpo. Se colocó en posición, los músculos tensos, listo para lo que vendría. Por un instante, una sensación de poder se apoderó de él, como si fuera capaz de cualquier cosa. Sin embargo, el sentimiento se desvaneció tan rápido como había llegado.

Stefan no le dio tregua.

Sus movimientos eran rápidos, precisos, y aunque no lo golpeaba con fuerza, lo desestabilizaba con cada ataque, haciendo que Thomas cayera una y otra vez. El suelo helado se convirtió en su compañero constante, la nieve compactada bajo su cuerpo cada vez que se derrumbaba. Las primeras veces, Thomas simplemente se quedó allí, jadeando, su cuerpo agotado y sus brazos pesados.

—Vamos, Thomas, no te quedes ahí —ordenó Stefan, su voz firme pero sin perder el control—. Levántate. No pierdas ni un segundo.

El tono de Stefan no era de reproche, sino de urgencia, de una lección que Thomas sabía que tenía que aprender. Con cada caída, el peso de su propio agotamiento se hacía más evidente, pero también la frustración de no poder igualar a Stefan. Y aún así, cada vez que intentaba levantarse, había una chispa, una pequeña llama que lo empujaba a seguir intentando.

Y así lo hizo. Aunque sus manos temblaban y sus piernas amenazaban con ceder, Thomas se obligaba a levantarse una vez más. Su cuerpo estaba al límite, pero algo en la voz de Stefan, en la intensidad de sus órdenes, lo empujaba a seguir.

El entrenamiento fue arduo, y Stefan no dejaba de presionarlo, empujándolo más allá de sus límites. Thomas estaba agotado, el cuerpo le dolía de tanto caer al suelo, de tanto sentir el miedo constante de no estar a la altura. Pero en un momento, algo cambió. La frustración acumulada en su pecho se convirtió en fuerza, y antes de pensarlo, lanzó un golpe con toda la determinación que le quedaba.

Su puño, fuerte y decidido, impactó directamente en el pómulo de Stefan con un sonido seco, lo bastante fuerte como para hacer que su rostro girara por la fuerza del golpe. Thomas se quedó inmóvil, sus ojos abiertos de par en par, el aire atrapado en su garganta.

—Lo siento... —balbuceó, horrorizado por lo que acababa de hacer.

Pero Stefan no le dio tiempo para hundirse en su arrepentimiento. Con un movimiento rápido y calculado, lo derribó, haciendo que Thomas cayera de espaldas sobre la nieve. Antes de que pudiera siquiera reaccionar, la risa de Stefan resonó en el aire helado, profunda y llena de vida.

—Lo hiciste bien... hasta que te disculpaste —dijo Stefan, con una sonrisa ladeada y ese brillo desafiante en sus ojos—. Nunca te detengas, Thomas. No titubees.

Thomas abrió la boca para responder, pero las palabras se le atoraron en la garganta cuando Stefan, con un movimiento fluido, lo inmovilizó contra el suelo. Sus manos sujetaban firmemente sus muñecas, y el peso de su cuerpo era suficiente para mantenerlo en su lugar. La respiración de ambos era un caos entremezclado, visible en el aire helado que los rodeaba.

Y entonces, sin aviso, Stefan lo besó. Fue rápido, torpe, pero lleno de intensidad. El frío de la nieve bajo Thomas parecía desvanecerse ante el calor que brotaba entre ellos, un contraste tan fuerte que casi dolía. Aquel instante lo cambió todo, atrapándolo en un vértigo que no supo cómo controlar.

Cuando Stefan se apartó, sus miradas se encontraron y el mundo pareció detenerse. No necesitaban palabras. Todo lo que sentían, todo lo que no se atrevían a decir, colgaba en el aire entre ellos, tan palpable como el frío que los envolvía.

Thomas permaneció en el suelo, inmóvil, incapaz de procesar lo que acababa de ocurrir. No supo cuánto tiempo pasó hasta que logró levantarse, pero cuando lo hizo, supo que nada volvería a ser igual, aunque el bosque a su alrededor permaneciera tan indiferente como siempre.

A varios kilómetros de distancia, el bosque se volvía más denso y peligroso. Entre las áreas restringidas de Valcartier, Simón seguía a Peter y Alexander, sintiendo que su paciencia estaba a punto de agotarse con cada paso que daban. Alexander, con su habitual tono enigmático, había insistido en que El Cuervo y su grupo solían reunirse en una de estas zonas peligrosas de Valcartier, donde años atrás se realizaban pruebas subterráneas. El terreno era tan inestable y traicionero que solo los más temerarios se atrevían a entrar.

Sin embargo, no contaban con que estas áreas se multiplicaban en el bosque, y cada nueva vuelta parecía llevarlos más lejos de su objetivo, extraviándolos aún más en esa red de senderos ocultos.

Simón había perdido la cuenta de cuántas veces Alexander repetía "ya casi llegamos." Cada curva, cada camino estrecho, los arrastraba más allá de cualquier rastro de civilización. El silencio se había vuelto denso, casi opresivo, pesando sobre ellos como una sombra. Habían pasado... ¿cuánto tiempo? No sabría decirlo. Avanzaban entre árboles que parecían alzarse como centinelas, entre sombras largas y ominosas.

—Esto es ridículo —murmuró Simón entre dientes, con las manos metidas en los bolsillos, intentando conservar algo de calor.

Peter, que caminaba un par de pasos por delante, ni siquiera se inmutó. Parecía estar en su propio mundo, su objetivo claro en la mente, como si nada más importara. Alexander, por su parte, estaba extrañamente callado, menos parlanchín de lo habitual. Eso inquietaba a Simón aún más. Si hasta él había perdido el ánimo, algo no iba bien.

—Tal vez no está aquí, tal vez te has equivocado —insistió Simón, su voz sonando más cortante de lo que había planeado.

Alexander solo se encogió de hombros, como si el comentario le resultara irrelevante. No obstante, se detuvo de pronto y se giró para mirarlo fijamente.

—Encontrarlo no es cuestión de suerte, Simón. Es cuestión de paciencia —dijo con esa calma calculada que hacía que Simón deseara darle la espalda y regresar al campamento.

Simón suspiró, mirando hacia la oscuridad que parecía tragarse el bosque. Llevaban tanto rato vagando que empezaba a preguntarse si realmente había alguien allí, o si todo era parte de algún juego retorcido de Peter. ¿Y si el rumor sobre El Cuervo y su banda en esa área era solo eso, un rumor vacío?

Justo cuando sus dudas comenzaban a intensificarse, se toparon con una estructura casi oculta por la naturaleza. Parecía un almacén viejo, con el techo caído, abandonado hacía mucho tiempo. Las paredes de madera estaban hinchadas y desgastadas por la humedad, y las ventanas rotas daban la sensación de ojos vacíos, observando en silencio. Simón contuvo la respiración, un escalofrío recorriéndole la espalda.

—¿Es aquí? —susurró, sin estar seguro de si realmente quería la respuesta.

Peter avanzó primero, seguido de Simón y Alexander, aunque este último parecía cada vez menos convencido de la decisión de adentrarse más en el almacén. La claridad que se filtraba a través de las secciones derruidas del techo iluminaba el lugar, revelando un grupo de soldados desperdigados por el espacio. Algunos charlaban en voz baja, otros jugaban a los naipes en un rincón, y, más adelante, un círculo de espectadores observaba una pelea amistosa que se desarrollaba en el centro.

Simón notó la expresión de Alexander cambiar cuando sus ojos recorrieron a los soldados, parecía menos seguro, como si se diera cuenta de que aquello era más de lo que había anticipado. Miró hacia Peter, que seguía avanzando sin dudar.

—Creo que ya hemos visto suficiente —murmuró Alexander, su voz tensa, retrocediendo un paso mientras observaba a los soldados que, aunque despreocupados, parecían bien organizados y seguros en su territorio.

Sin esperar una respuesta, Alexander giró sobre sus talones y se fue, dejando a Peter y Simón solos en ese rincón apartado. Peter se acercó con paso decidido hacia el círculo de soldados que rodeaban la pelea. Justo en ese momento, uno de los luchadores cayó al suelo, y un murmullo de aprobación recorrió el grupo. Simón, en cambio, se quedó atrás, más cauteloso, observando desde la distancia mientras sus ojos analizaban cada detalle, cada expresión de los soldados, sin perder de vista a Peter.

El ruido se fue apagando poco a poco cuando algunos de los soldados notaron la presencia de Peter, un rostro desconocido que se había colado en su espacio. Las miradas, antes distraídas, se volvieron agudas y desconfiadas. Los murmullos se transformaron en un silencio tenso, y poco a poco el grupo fue cerrando el círculo, todos atentos al intruso. Peter mantuvo la mirada, sin inmutarse, y finalmente, habló en un tono firme:

—Busco a alguien. Me dijeron que lo encontraría aquí.

Uno de los soldados, aparentemente más joven, arqueó una ceja y cruzó los brazos.

—¿Y quién se supone que buscas? —preguntó con un tono entre burla y desafío.

—Al Cuervo —respondió Peter, sin rodeos, sus palabras flotando en el aire, provocando una serie de miradas entre los soldados.

Una sonrisa irónica apareció en el rostro de un soldado al fondo del círculo, mientras otros intercambiaban miradas de burla y escepticismo. Pero en el aire quedó suspendida la expectativa, y un par de pasos resonaron al acercarse.

La figura de Elijah salió desde las sombras con pasos medidos, sin prisa, una leve sonrisa en el rostro y las manos casualmente entrelazadas detrás de la espalda. No había nada en su apariencia que gritara fuerza bruta o amenaza. Vestía su uniforme con la formalidad de alguien que parecía más acostumbrado a los despachos y a las conversaciones discretas que a los combates. Su figura era esbelta, más bien refinada, y había algo en su expresión calmada que le daba un aire... político.

Peter parpadeó, desconcertado, mientras Simón se mantenía en silencio, tratando de analizar aquella presencia que desmentía por completo las historias que circulaban en Valcartier. Elijah no necesitaba imponerse a través de su físico, su autoridad parecía residir en algo mucho más inquietante y profundo: el control absoluto que ejercía sobre cada uno de sus gestos, su voz y su mirada, como si fuera dueño de cada persona que lo rodeaba.

El cuervo se detuvo frente a Peter, su expresión amable, pero sus ojos mostraban una frialdad calculadora que hizo que el aire entre ambos pareciera congelarse.

Peter apenas tuvo tiempo de reaccionar. Mientras Elijah lo analizaba, dos soldados se deslizaron por detrás, sus movimientos coordinados y precisos. En un instante, sus manos firmes apresaron los brazos de Peter, y antes de que pudiera protestar, ya estaba en el suelo, con el rostro presionado contra el concreto húmedo y frío. Intentó resistirse, forcejeando, pero sus esfuerzos fueron inútiles, los soldados eran mucho más fuertes y su control, impecable.

Elijah se detuvo a un paso de él, inclinándose ligeramente, como si quisiera observarlo desde arriba, con una expresión que parecía mezclar interés y una pizca de diversión.

—¿Pero qué tenemos aquí? —preguntó Elijah, sus ojos fijos en Peter, aunque el tono de su voz no era amenazante, más bien, parecía una invitación—. ¿Un nuevo amigo, tal vez?

Uno de los soldados sacó un cuchillo y lo acercó al rostro de Peter, su hoja brillando bajo la escasa luz. Peter se quedó inmóvil, sin atreverse a respirar, la punta del cuchillo comenzaba a hundirse en su piel, un ardor que le recorrió la mejilla. La desesperación lo llevó a hablar, su voz apenas controlada.

—Suéltame... vine a hablar, no a ser tratado como un prisionero.

Elijah soltó una risa suave, cargada de una ironía despreciativa. Se arrodilló junto a él, sus ojos brillando con una mezcla de diversión y frialdad, como si estuviera observando un animal atrapado.

—¿Hablar? —repitió Elijah, arqueando una ceja—. Qué ingenuo... o mejor dicho, qué estúpido de tu parte, si creías que podías aparecer aquí sin conocerme, sin traer nada que valiera la pena, y que te recibiría con los brazos abiertos.

La hoja del cuchillo no solo se inclinó hacia el rostro de Peter; comenzó a deslizarse sobre su piel, creando una línea de ardor punzante a medida que el filo le abría una herida fina y creciente. Peter sintió el cálido hilo de sangre resbalando por su mejilla y un temblor involuntario le recorrió el cuerpo, su respiración se entrecortó, la cercanía del dolor desbordándolo.

—Tengo... algo que ofrecer —logró decir, su voz temblando levemente, pero con la determinación de quien no tiene nada que perder.

Elijah lo miró, su sonrisa se tornó cínica, evaluándolo con un aire de indiferencia.

—¿Ah, sí? —dijo Elijah, casi divertido, con una sonrisa ladeada que no alcanzaba a sus ojos—. ¿Y qué podrías ofrecerme tú?

Antes de que Peter pudiera responder, uno de los soldados del borde del círculo arrastró a Simón hacia adelante y lo empujó con brusquedad al centro.

—Aquí hay otro —anunció el soldado, soltándolo como si fuera un objeto insignificante.

Simón, tambaleándose, se encontró de pie junto a Peter aún en el suelo. Por un instante, el aire en el centro del círculo pareció volverse más frío. Sus ojos recorrieron el rostro de Elijah, captando algo en él que mezclaba curiosidad y amenaza, un interés que apenas lograba disfrazar el peligro latente.

—¿Y tú, cómo te llamas? —preguntó Elijah, su voz baja y medida, como si la pregunta fuera más una prueba que un intento de cortesía.

Simón tragó saliva, pero su expresión permaneció firme, sin ceder al nerviosismo. —Simón Vogel —respondió, su voz más segura de lo que esperaba, casi sorprendiendo incluso a sí mismo.

Elijah lo observó durante unos segundos que parecieron eternos. Simón sintió que su corazón latía con fuerza en el pecho, pero mantuvo la mirada. Sabía que si desviaba los ojos, todo estaría perdido. Había escuchado alguna vez, que el cuervo no respetaba la debilidad.

—Sabes pelear? —preguntó Elijah finalmente, su tono tan casual como si estuviera preguntando por el clima.

Simón asintió, sin añadir nada más. No había necesidad de explicaciones. Elijah pareció complacido con la respuesta, un leve destello de aprobación cruzando por sus ojos antes de volver a su expresión inescrutable.

Peter, por fin libre, se levantó del suelo con el ceño fruncido, limpiándose el rastro de sangre que goteaba de la herida en su mejilla. Dio un paso adelante con esa postura arrogante que siempre llevaba, aunque esta vez su voz tenía una nota de inseguridad que no lograba ocultar del todo.

—Más vale que no permitas que tus perros vuelvan a tocarme.

Elijah alzó ambas cejas, sorprendido por la osadía, pero no dijo nada.

—Puedo ofrecerte algo más valioso que cualquiera de estos —continuó Peter, su mirada fija en Elijah, intentando medir su reacción.

Elijah ladeó ligeramente la cabeza, interesado a pesar de sí mismo. —¿Y qué sería eso?

La sonrisa de Peter era fría, calculadora, cargada de un peligro que electrificó el ambiente. —Sacar definitivamente a Stefan Weiss de tu camino.

Elijah lo miró fijamente, su expresión perdiendo cualquier vestigio de diversión. Ahora era glacial, calculadora, una máscara que no dejaba ver sus pensamientos. El silencio que siguió fue denso, pesado, como una cuerda tensada a punto de romperse.

Simón, que había permanecido en el centro, sintió un escalofrío al ver la sonrisa macabra que se formó en los labios de Peter. No sabía cómo, pero podía sentir que algo terrible estaba a punto de suceder. Lo que no imaginaba era que ese encuentro marcaría el inicio de un juego mucho más oscuro y peligroso de lo que cualquiera de ellos podía prever.











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