Capítulo 3






Una ráfaga helada bajó desde los altos Alpes, sacudiendo los árboles y acentuando el frío inclemente que cortaba sus mejillas como finas cuchillas. Instintivamente, Thomas elevó los brazos y rodeó su cuerpo, buscando un calor que parecía imposible de encontrar. Sin embargo, su mente seguía atrapada en la imagen del soldado con el torso desnudo que se había perdido en la lejanía. Aquel joven había trotado a través del viento gélido sin inmutarse, con sus músculos tensos y su respiración controlada. Esa escena seguía grabada en su mente, despertando en Thomas una mezcla de envidia y admiración mientras se preguntaba, ¿qué clase de fortaleza interior se necesitaba para desafiar el frío de esa manera?

En ese momento, un torrente de pensamientos y miedos lo asaltó. Las dudas y los temores que había mantenido a raya durante el viaje emergieron con una fuerza abrumadora. Desde pequeño, Thomas siempre se había sentido como el eslabón débil, el niño al que nadie quería en su equipo durante los eventos deportivos en la escuela. Y ahora estaba allí, en un campamento lleno de estrictos militares, donde se decía que los entrenamientos eran brutalmente exigentes. ¿Qué posibilidades tenía él de mantenerse firme en un entorno tan despiadado?

Las historias que había escuchado sobre este lugar no eran alentadoras. En su mente, el soldado sin camisa representaba todo lo que él no era: fuerte, implacable, seguro de sí mismo. ¿Cómo podría, alguien como él, que siempre había evitado el conflicto, soportar las pruebas que le aguardaban?

—No toleraré ninguna desobediencia ni mucho menos agresores. —Bramó el coronel en ese momento, sacando a Thomas de su ensimismamiento.
El hombre avanzó lentamente entre ellos. Su presencia llenaba el espacio, imponente y casi asfixiante. Había en él una frialdad calculada y una falta de empatía que resultaba desalentadora.

—La disciplina es nuestra máxima autoridad. Aquí no somos indulgentes, los tendremos vigilados día y noche —añadió, con un tono que no admitía réplicas. Ninguno osaba moverse, 
ni siquiera un centímetro, atrapados en una mezcla de respeto y temor. Los mandatos uno a uno caían como martillazos, contundentes e inapelables. De una forma cruel, el coronel le recordaba agriamente a su padre...

—Bien, dejando eso en claro, ahora todos tomen su equipaje, iremos directamente a las barracas de alojamiento, tenemos poco tiempo antes de la cena, así que no se retrasen, ¿Entendido? —Inquirió con voz prominente y él y su grupo asintieron sin protestar.

—He preguntado si entendieron. —Reiteró tras la mudez colectiva de su brigada.

—Sí —Contestaron todos al unísono.

—¿Si, ¿Qué? —Volvió a preguntar en un tono de obviedad palpable.

—!Si Coronel!

—Perfecto, váyanse acoplando por que a partir de este momento, son pertenencia de Valcartier.

Thomas no supo si eran las agrias palabras del coronel o el clima templado de esa tarde, pero sus vellos se erizaron y un escalofrío recorrió de arriba a abajo toda su espina dorsal.

Mientras recogían el equipaje, Thomas observó a sus nuevos compañeros uno por uno. Contó rápidamente, eran doce en total. Entre ellos estaba Raymond, que lucía completamente desorientado y asustado. Su rostro y labios estaban pálidos, un contraste con su nariz, que se había vuelto de un rojo intenso por el frío. Cargaba una valija en una mano y un baúl en la otra, tan grandes que apenas podía caminar correctamente. Al verlo tan vulnerable, Thomas se sintió como un completo imbécil por haberlo tratado de manera tan frívola en el autobús.

—Déjame ayudarte —ofreció, tendiéndole una mano para aliviar su evidente problema. Raymond, un poco sorprendido y agitado, aceptó con un leve asentimiento.

—Gracias. Mis padres empacaron como si me fuera a mudar aquí para siempre.

Thomas esbozó una débil sonrisa. —No te preocupes, yo también traje más de lo que necesito. Raymond asintió, apretando los labios y evitando el contacto visual, mientras Thomas tomaba el baúl. Al notar su silencio, Thomas decidió prolongar la conversación.

—Este lugar luce... intimidante, ¿no?

—Sí, es mucho más de lo que esperaba —respondió Raymond, tragando saliva y suspirando, su mirada fija en el equipaje, buscando consuelo en lo familiar—. Solo espero que no sea tan horrible como parece.

—Quizás estando dentro no sea tan malo. Vamos —lo animó Thomas, avanzando hacia la imponente edificación.

Raymond asintió, siguiéndolo de cerca, sus movimientos algo rígidos y meticulosos. Antes de que pudieran intercambiar más palabras, un chico alto, de cabellera muy corta y piel oscura, pasó junto a ellos y golpeó bruscamente el hombro de Raymond, haciéndolo tambalearse ligeramente. Ray se quedó en silencio, inmóvil, sin saber cómo reaccionar.

—¡Oye, ten más cuidado! —exclamó Thomas, su tono firme mientras miraba al desconocido.

El chico se detuvo unos pasos más adelante, se giró y lanzó una mirada de desdén antes de ignorarlo por completo. Con el ceño fruncido y un gesto de disgusto, dejó caer una maleta deshilachada al suelo y, con ansias, sacó un encendedor y un cigarrillo del bolsillo. Se lo llevó a los labios, lo encendió y aspiró profundamente, consumiendo rápidamente gran parte del tabaco.

Al notar que Thomas lo observaba fijamente, se detuvo y, en un tono cortante, preguntó: —¿Qué miras?

Thomas se tensó, pero no apartó la mirada. —Nada. —Respondió en el mismo tono.

Raymond miró al suelo, visiblemente incómodo, pero Thomas frunció el ceño. Sin pensarlo dos veces, le puso una mano en el hombro a Raymond y habló en voz alta.

—No le prestes atención, Raymond. Algunos simplemente no saben ser amables.

El chico detuvo abruptamente su calada, dejó caer la colilla al suelo y la aplastó bajo su bota girándose hacia ellos con una expresión desafiante.

Por un momento, pareció que la situación podría escalar. El chico miró a Thomas fijamente, como evaluando si valía la pena continuar. Finalmente, se giró hacia Raymond y su expresión se suavizó un poco.

—Disculpa chaval. Este lugar ya me tiene harto, y apenas hemos llegado.

Aquella disculpa los dejo desconcertados. Raymond, sin saber muy bien que responder permaneció en silencio y el chico que tampoco esperaba una respuesta a cambio, se perdió en el interior de la recepción.

—Vaya... —murmuró Thomas, con una mirada perpleja que parecía perdida en sus propios pensamientos. Ray, por un instante, pareció desorientado, pero enseguida su expresión cambió, reemplazada por una breve de gratitud.

—Gracias por ayudar con el baul... y por esto, ya sabes.

Thomas asintió, restándole importancia, y ambos se dirigieron hacia el interior del lugar. El espacio era intimidante, con techos altos que parecían amplificar cada sonido, haciendo que el eco de sus pasos resonara por todas partes. Las puertas adosadas a lo largo de los pasillos se alineaban en un orden perfecto, como guardianes silenciosos. El coronel ya los esperaba en la recepción, acompañado por un suboficial que, con gesto eficiente, les indicó que firmaran los documentos para el registro de llegada.

Una vez completado el trámite, cruzaron toda la recepción hacia una puerta trasera, cuyos bordes de hierro y madera desgastada era igual de majestuosa que la principal. Al salir al exterior, el aire gélido los recibió de nuevo.

—¡Formen en fila! Quiero a todos marchando en orden y en silencio —ordenó el coronel con voz firme, quebrando el silencio.

El grupo obedeció, intentando mantener la formación. Tras un rato andando, cruzaron un corto sendero entre una densa arboleda, donde los árboles altos y sombríos parecían cerrarse sobre ellos y a lo lejos, entre la espesa neblina que cubría todo el campamento, se alzaban los imponentes Alpes, sus picos nevados apenas visibles, proyectando una belleza helada y distante.

Finalmente, se detuvieron frente a una larga estructura con escasos ventanales y paredes de concreto gris. El edificio, severo y sin vida, se erigía como una extensión natural de aquel paisaje desolado.

A su alrededor, Thomas solo veía árboles, troncos caídos y maleza densa. Los barracones estaban alineados en bloques, cada uno separado por caminos de grava que conectaban con áreas comunes y zonas de entrenamiento. Estaban tan alejados de todo que, si algo realmente grave sucediese, ¿cuánto tiempo tardaría en llegar la ayuda? Ese inquietante pensamiento quedó rondando en su mente hasta que se adentraron al barracón.

Thomas observó el modesto espacio largo y austero, con seis literas meticulosamente alineadas en filas, tres de cada lado. Cada cama tenía una manta gris perfectamente doblada al pie, y un pequeño armario metálico a un lado. El olor a detergente y metal pulido impregnaba el aire, un cambio brusco del aroma a lavanda que llenaba su habitación en casa. Las paredes de ladrillo, sin adornos, reforzaban la sensación de frialdad y orden, mientras que el piso de hormigón resonaba bajo las botas de los recién llegados.

—Este será su alojamiento —indicó el coronel, con su tono habitual de autoridad. Señaló las literas que se alineaban a lo largo del barracón—. A la derecha de cada litera encontrarán un compartimiento de metal asignado para sus pertenencias personales. Cada compartimiento tiene un candado que deben mantener cerrado en todo momento. No quiero ver nada fuera de lugar, ni pertenencias desperdigadas. El orden y la disciplina comienzan aquí, en su propio espacio.

Thomas observó los compartimientos de metal, fríos y funcionales, cada uno con suficiente espacio para las pocas pertenencias que se les permitía tener. Notó que los compartimientos estaban marcados con números, uno por cada cama, y alineados tan rigurosamente como las literas.

—La convivencia en este barracón exige respeto mutuo y, sobre todo, un orden estricto —continuó el coronel—. Cada mañana, sus camas deben estar perfectamente hechas, con las mantas dobladas de manera uniforme al pie de la litera. Los compartimientos deben estar limpios y cerrados. Habrá inspecciones regulares, y cualquier infracción será tratada con la mayor severidad.

El coronel recorrió con la mirada a cada uno de los soldados, asegurándose de que entendieran la seriedad de sus palabras antes de proseguir:

—En breve, un cabo asignado los conducirá al comedor. A partir de mañana, los entrenamientos comenzarán a primera hora. Les aconsejo que coman bien y descansen, porque no toleraré ver hombres agotados arrastrándose por el suelo. Y recuerden —añadió con un tono frío—, aquí no hay lugar para la insubordinación. Cualquier acto imprudente no pasará desapercibido, les aseguro que aquí, yo lo veo todo.

Sin más palabras, el coronel giró sobre sus talones y salió del barracón, cerrando la puerta tras de sí, dejando a los nuevos reclutas con el peso de sus expectativas.

En un instante, los chicos más veloces tomaron las esquinas con las literas más alejadas, mientras que Thomas, más imparcial, eligió una de las camas de abajo en el medio. Raymond, sin dudarlo, tomó la cama de abajo junto a la suya. El chico de piel morena que habían conocido momentos antes, se quedó de pie por un momento, mirando a su alrededor. Vestía un suéter de lana algo desgastado y pantalones de trabajo que habían visto mejores días. Sus zapatos, aunque bien cuidados, mostraban signos de uso constante.

Nadie dijo nada, pero Thomas notó cómo los otros chicos evitaban las literas cercanas a él, apartando la mirada o haciendo comentarios entre susurros acerca de su color de piel. El rechazo era sutil pero evidente, pero el chico moreno, quizás acostumbrado a ello, no hizo ningún intento de acercarse a los demás. Finalmente, con un gesto de resignación, se subió a la litera superior justo encima de la que Raymond había elegido.

Thomas lo observó con curiosidad mientras se acomodaba. No podía sacarse de la cabeza la imagen de cómo había agredido a Ray sin mostrar el menor remordimiento, para después disculparse rápidamente...

—¿Cómo te llamas? —preguntó Thomas, intentando romper el hielo.

El chico se incorporó ligeramente en su cama superior, apoyándose en un codo. —Simon Volgel, ¿y ustedes?

—Yo soy Thomas, y este es Raymond —dijo Thomas, señalando a Ray, quien en ese momento parecía luchar contra sí mismo para encontrar la manera de acomodar todas sus pertenencias en el pequeño compartimento.

Simon observó a Raymond por un momento desde arriba, quizás notando su incomodidad o su forma particular de moverse. Luego, sin darle mayor importancia, desvió la mirada hacia Thomas.

—¿Por qué están aquí? —preguntó Simon, su tono casual, pero con un interés que Thomas no pudo ignorar. Había algo en la forma en que lo decía, como si estuviera sondeando las aguas.

Thomas desvió la mirada, apretando los dientes antes de responder. —Mi padre cree que este lugar, que la milicia, me va a enderezar.

Un silencio pesado cayó entre ellos. Simon lo observaba en silencio, su mirada expectante.

—Ni siquiera quería hacer el servicio militar regular —continuó Thomas, después de unos segundos—. Quería hacer el servicio civil, contribuir de otra manera, ayudar en hospitales o en proyectos sociales.

Simon asintió levemente, como si no estuviera muy familiarizado con la idea. —Interesante. No sabía que eso era una opción.

Thomas soltó un suspiro, mirando al suelo. —No hay nada que hacer. En mi familia, la única forma de hacerse hombre es a través del ejército.

El silencio volvió a instalarse entre ellos, más denso que antes, hasta que Raymond, sin levantar la vista de sus pertenencias, rompió la tensión con naturalidad: —Yo incendié mi escuela.

—¿Qué? ¿En serio? ¿Por qué harías eso? —exclamó Thomas, incrédulo, mientras Simon alzaba ambas cejas, mostrando una mezcla de sorpresa y una leve sonrisa de dientes desviados.

—Fue en el laboratorio de química —explicó Raymond con aparente normalidad—. Estaba trabajando con gases y azufre, tratando de provocar una reacción para producir dióxido de azufre, pero usé demasiada presión en el recipiente. Todo explotó. Me echaron, y mi padre decidió enviarme aquí. Recuerdo su cara de espanto... creo que está convencido de que soy un peligro público.

—Que barbaridad —comentó Simon, con un tono entre asombro y admiración—. Yo terminé aquí por meterme en problemas. Me atraparon en una pelea callejera, y mi padre decidió que la mejor manera de evitar que acabara entre rejas era enviarme a este lugar. No eres el único con problemas con tu viejo —añadió, lanzándole una mirada a Thomas.

—Parece que todos hemos sido enviados aquí para que nos controlen —añadió Thomas, soltando un largo suspiro.

Simon se encogió de hombros, dejando escapar una risa áspera. —Sí, es como un mal chiste, encierran a un montón de chicos problemáticos en un campamento militar. ¿Qué podría salir mal?

—¡Te dije que este armario es mío! ¡Aparta tus cosas! —gritó un chico, su rostro tan rojo como sus cabellos y su estruendosa voz resonando por todo el barracón mientras empujaba las pertenencias de alguien al suelo.

Thomas giró hacia un lado al escuchar el revuelo y ahí, al pie de su cama, vio dos chicos discutiendo acaloradamente. Al parecer todo había comenzado cuando ambos intentaron acceder al mismo casillero de almacenamiento, que casualmente estaba mal asignado, resultando en un enfrentamiento por el espacio personal.

—¿Tú qué te crees? ¡Este armario es para mí, lo vi primero! —replicó el otro, con un tono mordaz. Thomas alzó las cejas y se mantuvo atento al ver que se trataba de aquel mismo tipo con la cicatriz en el ojo, al que Thomas había escuchado que lo llamaban "Jair". Notó un ligero acento húngaro en su voz, un detalle que lo hizo destacar aún más entre los demás.

El pelirrojo se volvió bruscamente hacia él, con los ojos brillando de furia contenida. —Vas a lamentar haber tirado mis cosas. Ahora mismo estoy meditando seriamente en matarte antes de tener que pasar estos últimos meses viéndote esa cara deforme que te traes.

Jair, lejos de amedrentarse, esbozó una sonrisa maliciosa mientras recogía sus pertenencias del suelo. —Pues prepárate, por que también vamos a compartir las duchas.

—Espero que lo de las duchas sea una broma —intervino otro recluta desde el fondo del barracón—. No tengo interés en ver nada de ustedes.

—¡Más les vale no estar peleando por un casillero insignificante! —bramó otro desde una de las literas, su voz resonando con autoridad—. Hay suficiente para todos, par de idiotas.

—¿Y tú quién te crees que eres? —espetó Jair con tono desafiante, levantando la vista hacia él.

El recluta se incorporó lentamente, su corpulento cuerpo haciendo crujir la litera bajo su peso.

—Soy Peter, y no tengo tiempo para tus tonterías.

El enfrentamiento comenzaba a atraer la atención de los demás, que ya murmuraban y se incorporaban en sus camas. Simon le lanzó a Thomas una mirada significativa, como diciendo: "Esto se va a poner feo", lo que hizo que Thomas se pusiera en alerta.

—¡Cálmense todos! —intervino otro desde una esquina, en un tono cansado—. No quiero que nos metan a todos en problemas por sus idioteces.

Pero la disputa no hizo más que intensificarse, y el murmullo creció hasta convertirse en una cacofonía de voces exaltadas. La tensión en el aire era casi palpable, y en cuestión de segundos, el barracón entero se vio envuelto en una discusión a gritos. Algunos intentaban calmar los ánimos, mientras que otros parecían disfrutar echando más leña al fuego. Nadie lograba imponer orden en medio del caos creciente.

—¡¿Qué demonios creen que están haciendo?! —gritó de repente una voz autoritaria desde la entrada. Un joven soldado apareció en el umbral, su rostro una máscara de severidad—. Esto es un campamento militar, no una guardería. Aquí el que crea disturbios termina durmiendo en una celda aislada. ¿Eso es lo que quieren en su primera noche?

El silencio cayó de golpe, los reclutas quedándose petrificados en sus lugares.

—Les aseguro que si no lo aprenden por las buenas, el coronel se encargará de que lo aprendan por las malas, como me tocó a mí. Soy el Cabo Konrad. Me han encargado llevarlos al comedor, responder sus preguntas y explicarles el reglamento. Ahora, guarden sus pertenencias, abríguense y síganme, es hora de cenar.

Por un instante, nadie se movió, como si las palabras aún resonaran en el aire. Luego, casi de forma automática, los reclutas comenzaron a dispersarse, cada uno enfocándose en sus pertenencias. Thomas abrió su equipaje con movimientos lentos, sus manos temblaban levemente mientras acomodaba sus pertenencias en el compartimento asignado. No era un temblor de miedo, sino de incertidumbre, de sentirse ajeno a todo lo que lo rodeaba. Su ceño se fruncía casi imperceptiblemente, como si estuviera tratando de encontrarle sentido a lo que sucedía, intentando no dejarse arrastrar por la sensación de caos que flotaba en el aire.

Raymond, desde su litera, lo observaba con atención, inclinando ligeramente la cabeza, como si tratara de entender lo que pasaba por la mente de Thomas. Finalmente habló, su tono directo, pero sin rastro de juicio.

—¿Tú también lo crees? —preguntó mientras cerraba con cuidado su compartimento.

Thomas alzó la mirada, desconcertado por un instante.

—¿Qué cosa? —respondió, su voz cargada de seriedad.

Raymond se encogió de hombros con lentitud, como si no entendiera por qué debía explicarse.

—Lo de la celda de aislamiento. ¿O piensas que lo dicen solo para asustarnos?

Thomas guardó silencio por unos segundos, dejando que sus manos se detuvieran sobre una camisa a medio doblar. Finalmente murmuró, sin apartar la mirada del compartimento:

—No lo sé... pero no parece que aquí les guste repetir las cosas dos veces.

Raymond asintió una sola vez, como si la respuesta confirmara algo que ya esperaba, y volvió a concentrarse en lo suyo. El breve intercambio terminó ahí, dejando que el ruido del barracón retomara su lugar: botas arrastrándose, compartimentos cerrándose de golpe y murmullos apagados flotando en el aire.

Cuando terminó con su valija, Thomas cerró su compartimento y, por un momento, dejó que su mirada recorriera el espacio: Las literas metálicas y los baúles desordenados parecían más un castigo que una bienvenida. Todo en ese espacio daba la impresión de haber sido diseñado para reducirlos, para dejarlos indefensos.

Sus labios se apretaron con fuerza.

—Y recién empieza... —murmuró, esta vez sin miedo. En su tono había algo más: una aceptación fría de lo inevitable y la sospecha de que lo peor aún estaba por llegar.












¿Les está gustando la historia? Sé que tiene un tono un poco oscuro, pero espero que estén disfrutando del viaje. ¡Gracias por leer y no olviden votar! ❤️

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