Capitulo 25
Simon Volgel detestaba la nieve con cada fibra de su ser.
En todo Valcartier, era difícil encontrar a alguien que compartiera una aversión tan visceral hacia el frío y los paisajes blancos. Para Simón, el invierno no era solo una estación incómoda, era un recordatorio cruel de todo lo que había perdido. Una prisión hecha de hielo que lo separaba de su pasado, de su identidad, y de cualquier esperanza de pertenencia.
Mientras se enrollaba en las sábanas raídas de su litera, sintió cómo el frío se filtraba por las paredes del barracón, una presencia implacable que no pedía permiso para invadir su espacio. Era más que una sensación física, era un peso en el alma, una opresión constante que le recordaba que aquí nunca estaría a salvo. Afuera, el viento rugía como un animal herido, doblando las ramas desnudas de los árboles cercanos, pero adentro, las voces de sus compañeros resonaban como ecos lejanos de una calidez que no podía alcanzar.
Simón permanecía inmóvil, sus ojos clavados en el techo desvencijado mientras el silencio interno luchaba por ahogar el torbellino de imágenes que se arremolinaban en su mente. El frío no solo le congelaba la piel, sino que también congelaba sus recuerdos, atrapándolos en un lugar donde no podía ignorarlos. Era como si cada copo de nieve le susurrara al oído un nombre, una risa, un aroma que había intentado enterrar.
Cerró los ojos. No quería pensar en los mercados bulliciosos del Magreb, en el aroma penetrante de especias que impregnaba el aire, ni en las tardes interminables bajo el calor abrasador. Pero los recuerdos se colaban como lo hacía la nieve por las rendijas del barracón. Y con ellos llegaba Samira. Su risa clara, sus pies descalzos marcando huellas en el polvo de los callejones, la forma en que siempre parecía más rápida que él, más libre. Su hermana menor, la única persona en el mundo que alguna vez había entendido el peso de sus silencios.
Suspiró, llevándose una mano al pecho, donde su amuleto de madera colgaba bajo su camisa.. Era lo único que le quedaba de su vida anterior, un ancla en un mar de incertidumbre. En Valcartier, la supervivencia era lo único que importaba, pero esa pequeña pieza de madera le recordaba que alguna vez fue más que un número en un registro militar.
Una estruendosa carcajada lo arrancó de sus pensamientos. Simon abrió los ojos y se encontró de nuevo en la realidad del barracón frío y metálico de Valcartier. El eco de las risas y las voces juveniles retumbaba en el espacio cerrado, llenando el aire con un bullicio caótico y familiar. Parecía que el barracón se había transformado en una especie de arena de competencias, donde los reclutas se desafiaban a contar la historia más escandalosa de cómo habían terminado allí. Era casi un ritual no oficial entre ellos: comparar tragedias y fechorías.
—No puedo creer que hasta ahora, el cerebrito de Raymond sea el único que haya hecho algo lo suficientemente grande como explotar su escuela —dijo Nikolaus con una mezcla de burla y asombro. La afirmación provocó una nueva oleada de risas. Raymond, sentado al final de la mesa, se encogió un poco sobre sí mismo, su rostro ardiendo en un sonrojo que no podía ocultar. Los golpes en su espalda por parte de algunos compañeros no hicieron más que aumentar su incomodidad.
—Lo que pasa es que este barracón está lleno de amateurs —dijo Peter desde su litera, con una voz tan seria que las risas cesaron de inmediato. Su tono contrastaba con el bullicio de los demás, atrayendo la atención como si acabara de lanzar un desafío al aire—. Yo robé dinero de la caja fuerte de la empresa de mi padre.
Por un instante, nadie dijo nada. Robar a su propio padre no era lo que esperaban escuchar, y la gravedad de sus palabras parecía instalarse en el ambiente como un peso tangible. Peter, sin embargo, mantuvo su expresión indiferente mientras se inclinaba ligeramente hacia atrás, cruzando los brazos como si no le importara en absoluto la reacción de los demás.
—¿Cuánto robaste? —preguntó Theodor finalmente, rompiendo el silencio. Su voz tenía un matiz de incredulidad, pero también algo de respeto.
—Unos tres mil chelines —respondió Peter con un ligero encogimiento de hombros, como si fuera una cifra irrelevante—. Ni siquiera lo pensé. Solo quería largarme de casa.
El grupo intercambió miradas silenciosas, cada uno lidiando con sus propias emociones. La tensión en el aire era palpable, rota únicamente por el crujir de una litera cuando alguien se movió. Desde la esquina, Jair dejó escapar una carcajada baja, una que no llegó a contagiar a los demás.
Los ojos de los demás se volvieron hacia él, algunos con curiosidad, otros con cautela. Jair, disfrutando de la atención, se inclinó hacia adelante desde su litera, dejando que la tenue luz resaltara la cicatriz que atravesaba su ojo, un recordatorio de todo lo que había visto y hecho.
—Eso no es nada. Yo me llevé algo más valioso que dinero. —Hizo una pausa deliberada, encendiendo un cigarrillo con calma, dejando que el sonido del chisquero llenara el espacio—. Me llevé la vida de un hombre.
El grupo, ya tenso por las revelaciones anteriores, se tensó aún más. Un murmullo de desaprobación y sorpresa se extendió como una ola a través de los presentes. Jair, con una sonrisa cínica, continuó, saboreando el efecto de sus palabras.
—No fue un accidente. —La voz de Jair era suave, un contraste frío con la calidez del tabaco. Se recostó contra la pared metálica de su litera, su mirada perdida más allá de las sombras del lugar—. Lo hice a sabiendas, perfectamente consciente de mis actos.
Los reclutas intercambiaron miradas de miedo y fascinación, capturados por la gravedad de sus palabras. El aire se espesó con la anticipación de lo que podría decir a continuación.
—¿Por qué harías algo así? —la voz de Thomas cortó el denso aire, cargada de temor e incredulidad.
Jair lo enfrentó directamente, sus ojos oscuros relampagueando con desafío y una tristeza oculta. Aplastó el cigarrillo bajo su bota con un gesto deliberado antes de responder.
—Hay quienes simplemente no merecen compartir nuestro aire. —Su tono era bajo, íntimo, como si compartiera un secreto oscuro.
Thomas se removió incómodo, luchando internamente con la respuesta de Jair. El sabor amargo de esas palabras y el conflicto moral que despertaban en él eran difíciles de reconciliar. La frialdad en la justificación de Jair lo dejaba desconcertado y perturbado.
Philipp, cuya perspicacia solía desentrañar verdades ocultas, rompió la tensión con una interrogante dirigida a Jair.
—Espera, si lo que dices es cierto, ¿por qué entonces no estás catalogado como infractor? —su voz, aunque serena, llevaba un matiz de escepticismo que no pasó desapercibido.
Jair, con una calma perturbadora, se giró hacia Philipp, y su sonrisa era tan enigmática como reveladora.
—Porque hay cosas que incluso Valcartier prefiere ignorar, siempre y cuando el precio pagado mantenga ciertos secretos en las sombras —respondió, su tono impregnado de una frialdad calculada que dejó a algunos estremeciéndose ante la implicación de sus palabras.
Thomas frunció el ceño profundamente, intercambiando una mirada con Jair que fue tanto una pregunta como una acusación silenciosa.
La relación inesperadamente cordial entre Thomas y Jair intrigaba a Simon desde la distancia. Recordaba la violencia que Jair había dirigido hacia Thomas en el pasado y le costaba comprender la aparente reconciliación. A pesar de sus propios resentimientos, Simon reconocía la complejidad de la convivencia forzada en el campamento, que hacía que incluso los enemigos más acérrimos encontraran maneras de coexistir.
El silencio que siguió fue interrumpido por Ledwing desde su litera superior, su tono irónico y desafiante:
—¿Y tú, Thomas? ¿Cuál fue tu delito?
Thomas tragó saliva, sabiendo que lo suyo no sonaba ni remotamente tan impresionante como lo que acababan de escuchar. Aún así, habló con la verdad y cuando confesó que estaba ahí solo porque su padre insistía en que debía "hacerse hombre", provocó una oleada de risas estruendosas y algunos asentimientos comprensivos entre los soldados.
—Vaya, eso suena a la vieja escuela, amigo —comentó Alexander regalándole una expresión comprensiva.
La atención se desvió hacia Simon, cuya historia todos aguardaban con expectativa. Rumores infundados sobre su supuesta peligrosidad, alimentados injustamente por su tez oscura, le precedían. Consciente de las miradas cargadas de prejuicios, Simon jugueteó con el colgante sobre su cuello y comenzó con firmeza, aunque con cierta distancia emocional:
—La policía me capturó en varias peleas callejeras. Tras la última, me enfrenté a dos opciones: Valcartier o la cárcel, sacándome del orfanato donde vivía.
Un murmullo de sorpresa recorrió el grupo al mencionar el orfanato, una faceta de su vida que era desconocida para todos.
—¿Orfanato? —interrumpió Thomas, su sorpresa evidente.
—No es algo que suela mencionar —respondió Simon, tratando de mantener la calma a pesar de la clara incomodidad. Las miradas de curiosidad lo rodeaban y él lo sabía.
Raymond, siempre perceptivo y detallista, arrugó el ceño, percibiendo una discrepancia en el relato. Recordó que Simon había mencionado anteriormente que su padre lo había enviado al campamento, contradiciendo ahora su afirmación de ser huérfano.
—Bueno... —Raymond intervino con una calma que contrastaba con la actividad frenética de su mente—. Antes dijiste que fue tu padre quien te mandó aquí. Si fue así, ¿por qué mencionas ahora un orfanato?
Un denso silencio cayó sobre el barracón, cargado de expectativa por una explicación. Simon, evitando miradas, se tomó un segundo demasiado largo antes de forzar una pequeña sonrisa que no alcanzó a sus ojos.
—El reverendo de la iglesia donde crecí maneja el orfanato. Él es como un padre para mí, por eso a veces lo llamo así —dijo, su voz sonando más tensa de lo habitual.
Los susurros resurgieron, más tenues esta vez, con miradas de simpatía y confusión entre los presentes. Pero para Raymond, cuya mente siempre buscaba desentrañar verdades ocultas, cada incongruencia en la historia de Simon confirmaba que había mucho más detrás de lo que decía.
Antes de que Raymond pudiera seguir cuestionándolo, Simón cambió de tema rápidamente, preguntando a los demás sobre sus expectativas del campamento. La conversación se desvió hacia otros temas, pero Raymond, con su mente estructurada, no podía quitarse de la cabeza las inconsistencias.
Mientras los demás hablaban de sus experiencias y planes, Raymond recordó otro detalle. Cuando a todos les dieron la oportunidad de llamar a sus familiares, Simón también había dicho que contactó a su "padre". Si Simón era huérfano, ¿a quién había llamado realmente? ¿Al reverendo? ¿O simplemente había mentido otra vez?
La conversación gradualmente se disolvió, cada recluta retomando sus tareas o sumergiéndose en sus pensamientos privados. El barracón volvía lentamente a su estado habitual de murmullos y movimientos cotidianos, hasta que Raymond, con su habitual atención a los detalles, notó un vacío inusual.
—¿Dónde está Thomas? —preguntó, su voz cortando el zumbido de fondo, notando la ausencia del otro.
Simón, familiarizado ya con las idas y venidas esporádicas de Thomas, se encogió de hombros, desinteresado.
—Debe estar por ahí, como siempre —murmuró, volviendo a su actividad sin mostrar preocupación.
Desde su litera, Alexander soltó una risa socarrona, sin siquiera mirar hacia abajo, su voz mezclando burla con una pizca de admiración.
—Seguro que Thomas está buscándose problemas en alguna parte —dijo, su tono ligero desencadenando algunas risas sordas entre los reclutas, ya conocedores del espíritu impulsivo y a menudo imprudente de su compañero.
Mientras tanto, Thomas avanzaba a paso firme hacia el taller de mantenimiento. Sus pensamientos revoloteaban alrededor de la cita no anunciada pero implícita con Stefan, y cada paso parecía llenarlo de una mezcla de ansiedad y expectación. ¿Qué significaba realmente esa invitación tan discreta y a la vez tan reveladora?
El campamento estaba sumido en una calma tensa, la mayoría de los reclutas absortos en sus tareas rutinarias o recluidos en los cuarteles. Pero Thomas tenía otros planes. El taller de mantenimiento, usualmente un espacio silencioso y sombrío donde se cumplían los castigos, ahora se convertía en un escenario de muchas incertidumbres.
Al llegar, se detuvo un instante, notando que la puerta del taller estaba entreabierta. Una corriente de aire se colaba por la rendija, llevando consigo el inconfundible olor a metal y aceite. Thomas se quedó inmóvil, la silueta de la puerta dibujándose contra el crepúsculo que comenzaba a caer. Sabía que Stefan probablemente ya estaba allí, esperándolo. La posibilidad lo llenó de un nerviosismo palpable. Durante un largo minuto, permaneció allí de pie, debatiéndose entre el impulso de entrar y la tentación de retroceder.
Finalmente, con un suspiro que parecía cargar todo el peso de su indecisión, empujó la puerta completamente y entró. El taller, iluminado únicamente por la escasa luz que se filtraba a través de una pequeña y alta ventana polvorienta, lo recibió con una penumbra opresiva. La sombra de su figura se alargó y onduló detrás de él, como si dudara en seguirlo mientras avanzaba hacia el corazón del lugar, donde lo desconocido —y Stefan— lo esperaban.
Ahí estaba, como la primera vez que lo vio de cerca.
En su habitual posición junto a la mesa de trabajo, Stefan permanecía con su mono de trabajo enrollado hasta las caderas, dejando al descubierto una camiseta manchada de grasa que se adhería a su piel por el esfuerzo del trabajo. Sus manos, firmes y precisas, danzaban entre las herramientas con una destreza casi hipnótica, completamente absorto en su tarea.
Al notar la presencia de Thomas, Stefan se giró lentamente, sus ojos grises fijándose en él con una mezcla de sorpresa y algo indefinible que no logró descifrar del todo. La mirada de Stefan era penetrante, casi como si pudiera leer los pensamientos tumultuosos que agitaban su mente. Apoyó una mano en la mesa, la otra aún sosteniendo una llave inglesa, y su postura era la de alguien que no estaba seguro de cómo proceder.
—No pensé que vendrías —dijo Stefan, su voz baja, cautelosa, rompiendo el silencio pesado que se había instalado desde que Thomas cruzó el umbral del taller.
Thomas avanzó un paso, sintiendo cómo el eco de sus botas en el suelo desnudo resonaba en el espacio, amplificando la tensión. Su corazón latía con fuerza, casi dolorosamente, mientras buscaba algo en el rostro de Stefan que aliviara el peso del momento.
—Ni yo —admitió Thomas finalmente, cerrando la puerta tras de sí con cuidado, como si el simple acto pudiera protegerlos de lo que existía más allá de esas paredes.
—¿Te vio alguien entrar? —preguntó Stefan de inmediato, con un matiz de urgencia que delataba su constante vigilancia. Sus ojos oscuros se clavaron en Thomas, escrutándolo.
—No, nadie. —La respuesta fue rápida, casi ansiosa. Thomas sostuvo su mirada por un instante antes de desviarla, sintiéndose vulnerable bajo la intensidad de Stefan.
Stefan asintió con lentitud, la sombra de una preocupación aún anclada en sus gestos.
—Entonces... te castigaron —La voz de Thomas rompió el silencio, esta vez con una mezcla de curiosidad y torpeza, como si quisiera cambiar el rumbo de la conversación.
Stefan alzó la vista, dejando a un lado la herramienta que tenía entre las manos. Una mueca amarga, cruzó sus labios.
—Sí. Parece que este sitio y yo somos inseparables. —Su tono era agrio, pero con un dejo de resignación que resultaba casi familiar. Mientras hablaba, se limpió las manos en un trapo manchado de grasa y polvo.
Thomas bajó la mirada, negando suavemente con la cabeza, intentando ocultar el revoltijo de emociones que lo atravesaban.
—¿Qué? —preguntó Stefan, su voz más suave esta vez. Dio un paso hacia él, inclinándose apenas, buscando sus ojos con una mirada que, por un instante, pareció despojada de dureza.
Thomas levantó la cabeza lentamente, sus ojos encontraron los de Stefan por un momento antes de desviarse hacia las herramientas esparcidas en la mesa.
—Las herramientas... y lo que haces aquí. —La voz de Thomas fue casi un susurro al principio, pero ganó firmeza a medida que continuaba—. Sé que te gusta este lugar. No tienes que fingir conmigo.
Stefan entrecerró los ojos, como si analizara esas palabras, como si intentara descifrar algo oculto en ellas. Finalmente, su expresión se suavizó.
—Vale... —murmuró, cruzándose de brazos mientras lo miraba con una mezcla de cansancio y honestidad—. Me gusta, sí. Me gusta este lugar porque está lejos de todo... porque puedo estar solo.
Hizo una pausa, dejando que las palabras flotaran entre ambos, y luego agregó con un tono más bajo, más íntimo:
—Pero también aprecio la buena compañía.
La última frase quedó suspendida en el aire como una confesión apenas velada. Sus ojos se encontraron de nuevo, y en ese instante, Thomas sintió algo agitarse en su interior, algo que lo hacía consciente de cada centímetro de espacio que los separaba... y de lo cerca que realmente estaban. Desvió la mirada con rapidez, como si el suelo bajo sus pies le ofreciera una vía de escape. Carraspeó, sintiendo que el aire se le atascaba en la garganta, y habló con apresuramiento, las palabras tropezando ligeramente al salir.
—Yo... bueno, no sé qué tan buena compañía soy. Nunca fui alguien de herramientas y tornillos. Soy más de libros... y obras escénicas.
Stefan, se encorvó ligeramente y arqueó una ceja, su expresión mezcla de curiosidad y diversión.
—¿Obras escénicas? —repitió, alargando las palabras, como si no estuviera seguro de haber escuchado bien.
Thomas asintió, aunque evitó encontrarse con sus ojos. Era un tema que siempre había guardado con recelo, sobre todo en un lugar como aquel, donde cualquier rasgo de sensibilidad podía ser usado en su contra.
—Sí... teatro, sobre todo. Me gusta desde hace años. Es algo... diferente, supongo.
La atención de Stefan no flaqueó. Observaba a Thomas como si intentara descifrar un enigma, como si este lado de él fuera una pieza que no terminaba de encajar con lo que había visto hasta ahora. Thomas, incómodo bajo aquella mirada tan directa, se dejó caer en una de las sillas metálicas del taller. Crujió bajo su peso, oxidada e inestable, pero en ese momento era lo último que le importaba. Cruzó los brazos sobre el respaldo y fijó la vista en el suelo.
—Es como si, en el escenario, pudiera dejar de ser yo por un rato —continuó, su voz adquiriendo un matiz de melancolía—. Como si, por unas horas, las reglas del mundo dejaran de importar. No sé... me hacía sentir libre.
Stefan, inmóvil, lo observaba con una intensidad que hizo que Thomas se arrepintiera al instante de haber hablado tanto. Pero no lo interrumpió. Ni siquiera hizo un comentario sarcástico. Solo estaba ahí, escuchándolo, lo que de algún modo lo empujó a seguir.
—Es tonto, lo sé —dijo Thomas con un suspiro, frotándose las manos, nervioso—. Pero a veces creo que ser uno mismo es más complicado de lo que debería. Supongo que en el escenario era más fácil pretender ser alguien que no soy.
La pausa que siguió fue incómoda, llena de un peso que Thomas no sabía cómo manejar. Finalmente, Stefan rompió el silencio, su tono bajo pero cargado con una sinceridad que Thomas no esperaba.
—No es tonto. —Stefan se acercó con calma y apoyó una mano en la mesa de trabajo, lo suficientemente cerca de Thomas como para que su voz sonara más baja, más íntima—. Creo que todos pretendemos algo en algún momento. Incluso aquí. Sobre todo aquí.
Thomas levantó la vista, sorprendido por la confesión, y sus miradas se cruzaron en un instante cargado de significados no dichos. Pero entonces Stefan ladeó la cabeza con esa media sonrisa que parecía su defensa predilecta, como si siempre supiera exactamente cuándo retroceder.
—Aunque no te imaginaba recitando monólogos —añadió con una chispa divertida en los ojos—. Mucho menos hablando con calaveras.
Thomas soltó una breve risa, sacudiendo la cabeza mientras sentía que la tensión se deslizaba fuera de sus hombros, disipándose poco a poco.
—No es tan ridículo como suena —respondió, intentando que su voz sonara firme, aunque una tímida sonrisa se colaba en sus palabras.
—Si tú lo dices... —replicó Stefan, dejando escapar un leve bufido mientras su sonrisa se ensanchaba apenas.
Thomas negó con la cabeza, como si intentara convencerse a sí mismo de que no estaba disfrutando tanto de aquella conversación. Pero entonces Stefan se inclinó ligeramente hacia atrás, apoyándose contra el borde de la mesa con los brazos cruzados sobre su pecho, su mirada todavía fija en él.
—Puedo imaginármelo —dijo Stefan, su tono más suave ahora, aunque no perdió su aire casual—. A ti, antes de terminar aquí... siendo un aficionado al teatro.
Thomas soltó una risa corta, pero el comentario despertó algo en su interior: una nostalgia amarga que se instaló en su pecho con un peso inesperado.
—Supongo que sí. Era lo mío, o algo así. —Hizo una pausa, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. Pasaba mis tardes en la biblioteca o en cualquier obra a la que pudiera colarme. A veces me escapaba de casa para ir al teatro. Mis amigos me cubrían, porque mi padre... bueno, no me permitió volver a esos lugares. —Su voz bajó ligeramente, como si temiera que incluso las paredes pudieran escuchar lo que acababa de confesar.
Stefan levantó una ceja, la chispa de diversión en sus ojos contrastaba con la seriedad de Thomas.
—¿Te escapabas? —repitió, como si la idea le resultara curiosa—. Resultaste ser más problemático de lo que aparentas.
Thomas rió, negando con la cabeza, sin sentirse ofendido por la broma.
—Bueno, no creo que llegara a competir contigo, pero sí... tenía que hacerlo a escondidas. —Una leve sonrisa nostálgica cruzó su rostro, aunque su mirada seguía anclada en algún rincón del pasado.
Stefan observó aquella expresión, como si tratara de entender algo que Thomas no estaba diciendo. Finalmente, el silencio entre ellos se rompió cuando Thomas, aún mirándolo con curiosidad, se animó a preguntar.
—¿Y tú? ¿Qué hacías antes de estar aquí, en Valcartier? —Su tono era casual, pero había un interés genuino detrás de la pregunta.
Stefan se quedó en silencio por un momento, su media sonrisa permaneció en su rostro, pero esta vez parecía más un escudo que una verdadera muestra de humor.
—Digamos que no pasaba mis días en bibliotecas —respondió finalmente, con un tono burlón que dejaba claro que no profundizaría en el tema. Se cruzó de brazos y añadió—. Como sea, aquí en Valcartier, la vida es más... interesante. El ejército no es para todos.
Thomas asintió lentamente, captando la indirecta. Stefan había esquivado la pregunta con una habilidad que le desconcertó, dejando claro que su pasado era un territorio al que solo él decidiría quién podía entrar. Decidió no insistir y simplemente siguió el ritmo despreocupado que Stefan imponía.
—Eso seguro —respondió Thomas, intentando igualar la ligereza en su tono—. Aún no estoy seguro de cómo terminé aquí...
Stefan soltó una risa corta, un sonido grave y bajo que parecía arrancado de algún lugar profundo. Thomas sonrió, sorprendiéndose de lo natural que se sentía la conversación. Hablar con Stefan no era tan complicado como había imaginado, y aquella ligereza inesperada hizo que la tensión que los había envuelto al inicio se disipara por completo.
Más tarde, después de que Stefan terminara su castigo, y sin que ninguno de los dos pudiera precisar cómo, ambos acabaron sentados en el suelo, apoyados contra la pared del taller, y hablando de cosas que a simple vista parecían triviales: las historias que habían oído de otros soldados, las bromas que corrían en el campamento, y los absurdos rumores sobre el supuesto fantasma que Alexander aseguraba rondaba por el bosque.
—¿Te imaginas que fuera cierto? —bromeó Thomas, riéndose mientras pensaba en Alexander y su historia del soldado perdido—. No sé, a veces creo que hasta el fantasma terminaría huyendo de este lugar.
Stefan soltó una carcajada, una risa genuina que hizo eco en el taller y que tomó por sorpresa a Thomas. No había oído a Stefan reír así antes, y descubrirlo le hizo sentir una calidez inesperada, como si estuviera viendo una faceta de él que casi nadie conocía. Ambos se miraron, y, en ese momento, comprendieron que esa conexión, esa facilidad entre ellos, era algo raro, algo que ninguno de los dos encontraba con frecuencia.
La risa se fue apagando poco a poco, dejando tras de sí un silencio que no resultaba incómodo. Seguían sentados en el suelo, hombro con hombro, sin necesidad de moverse ni de decir nada más. El tiempo parecía haberse detenido dentro del taller, como si aquel pequeño rincón fuera ajeno a las reglas estrictas del campamento.
Thomas sintió el roce leve de los hombros de Stefan contra los suyos y, en lugar de apartarse, se quedó quieto, permitiéndose saborear aquella cercanía inesperada. Era extraño, pero no incómodo, era un tipo de calma que nunca había sentido antes.
Miró al suelo, luego al taller que los rodeaba, y finalmente a Stefan. Durante un segundo, pensó en no decir nada, en dejar que el silencio hablara por ellos. Pero el impulso fue más fuerte, y antes de poder detenerse, habló en voz baja, casi como un susurro que apenas rompió la quietud del momento.
—Tengo que contarte algo —dijo, su voz casi un susurro, cargada de una seriedad que le salió sin querer.
Stefan giró el rostro hacia él, su expresión ahora tranquila, expectante, como si estuviera dispuesto a escuchar lo que fuera, sin juzgar.
Thomas respiró hondo. Miró a Stefan, buscando las palabras adecuadas.
—Hace unos días... tuve una conversación con alguien del campamento. Fue algo casual —empezó, titubeando.
Stefan frunció el ceño ligeramente, su expresión perdiendo la relajación de antes.
—¿Con quién? —preguntó, su tono más atento, casi serio.
Thomas bajó la mirada antes de continuar.
—Con un tal Elijah... —Se detuvo un segundo, como si quisiera medir la reacción de Stefan—. Tu ya lo conoces me lo habías mencionado una vez aquí en medio de nuestro castigo, es al tipo que llaman "el Cuervo". No sé bien quién es, pero él dijo... él dijo que iba tras de ti.
Stefan se tensó a su lado, y Thomas sintió cómo el ambiente en el taller cambiaba. Lo que había sido una conversación ligera y despreocupada se transformó en algo mucho más oscuro y cargado de tensión. Stefan permaneció en silencio por un momento, sus ojos grises fijos en un punto distante, como si estuviera procesando cada palabra.
—¿Y qué más te dijo? —preguntó finalmente, con un tono bajo y controlado.
Thomas sacudió la cabeza, recordando los detalles.
—No mucho más. Fue un comentario, casi como si quisiera que yo te lo mencionara. Me pareció extraño, pero... no podía quedarme sin decírtelo.
Stefan asintió lentamente, su mirada aún perdida en sus propios pensamientos. Thomas podía notar la dureza en sus ojos, la forma en que sus labios se apretaban en una línea tensa, como si estuviera evaluando la amenaza en silencio. Por un momento, Thomas temió haberlo dicho, como si hubiera puesto algo en marcha que ya no podría detener.
Stefan apartó la mirada de ese punto distante y dejó escapar un suspiro, relajando un poco la expresión tensa que había adoptado al escuchar el nombre de Elijah. Poco a poco, sus hombros se aflojaron y volvió a mirar a Thomas, esta vez con una media sonrisa, una actitud que parecía casi despreocupada.
—No te preocupes demasiado —dijo, en un tono que buscaba tranquilizarlo—. Si vuelve a aparecer, solo dime. Y no te metas en nada que tenga que ver con él.
Thomas asintió lentamente, pero algo en la voz de Stefan le decía que aquella no era una simple advertencia. Era una promesa tácita, una declaración de que todo estaba bajo control... o al menos, de que Stefan lo haría parecer así. Thomas decidió no insistir más; entendía que algunas cosas era mejor dejarlas donde estaban.
El silencio se extendió entre ellos por un momento antes de que Thomas, con una mezcla de curiosidad y cautela, rompiera de nuevo la quietud:
—¿Por qué el teniente no ha venido a supervisar tu castigo?
Stefan inclinó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra la pared, y exhaló un suspiro casi imperceptible.
—Confía en que haré mi trabajo —respondió, con una calma que parecía más ensayada que natural—. No necesita venir aquí a recordármelo cada cinco minutos... no después de aquella vez que me escapé al campo de tiro.
Thomas levantó ambas cejas, la sorpresa iluminando su rostro.
—¿Al campo de tiro?
Stefan asintió y con un tono casual, empezó a relatarle cómo, tiempo atrás, había decidido saltarse un castigo para colarse en el campo de tiro. Lo había hecho con la confianza de que nadie lo descubriría, pero, para su desgracia, el coronel lo había encontrado, apareciendo detrás de él con ese aire gélido que parecía atravesar cualquier defensa.
El castigo había sido tan desmedido como ridículo: limpiar todo el cuartel con un cepillo de dientes. Stefan detalló con una mezcla de sarcasmo y resignación, describiendo las horas interminables arrodillado en el suelo, tallando cada rincón como si su vida dependiera de ello.
Thomas escuchaba con los ojos abiertos, conteniendo una sonrisa que finalmente no pudo evitar. Al final, una carcajada escapó de sus labios, y tuvo que cubrirse la boca con una mano para no reír demasiado fuerte.
—¡No puede ser! —dijo entre risas, negando con la cabeza—. Eso es... inhumano.
Stefan sonrió con aire cansado, aunque en sus ojos brillaba algo parecido al orgullo, como si aquella historia, por absurda que fuera, formara parte de una especie de medalla invisible que llevaba consigo.
Sin darse cuenta, ambos se vieron sorprendidos por el reloj en la pared. El tiempo se había deslizado tan rápido que el toque de queda estaba peligrosamente cerca. Stefan miró el reloj y luego a Thomas, con una leve sonrisa.
—Parece que debemos regresar antes de que se den cuenta de que faltamos —comentó Stefan. Se puso de pie con un movimiento ágil y extendió una mano hacia Thomas para ayudarlo a levantarse. Thomas aceptó el gesto, sus dedos rozando los de Stefan por un segundo más de lo necesario.
Ambos se quedaron de pie frente a frente, el aire entre ellos cargado con algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. Pero no había tiempo para detenerse en aquello. Sin decir más, se dirigieron hacia la puerta, y justo antes de que Stefan saliera, Thomas respiró hondo, sintiendo la urgencia de decir algo antes de que el momento se desvaneciera.
—¿Te gustaría... vernos aquí mañana? —preguntó en voz baja, como si las palabras le pesaran en la garganta.
Stefan se detuvo en seco, girándose hacia él. Lo miró con esos ojos tan claros que parecían verlo todo, sopesando la pregunta en silencio. El aire en el taller se volvió pesado, cargado de algo indescriptible. Finalmente, Stefan asintió, un gesto casi imperceptible, pero suficiente para hacer que el corazón de Thomas latiera con más fuerza.
Avanzó un par de pasos hacia Thomas, sin decir nada, con una calma que parecía desafiar la tensión que flotaba entre ambos. Cuando estuvo frente a él, Stefan inclinó la cabeza, observándolo de cerca, y sin previo aviso, levantó una mano para ajustar el cuello del uniforme de Thomas. Thomas, inmóvil, apenas se atrevió a respirar, sintiendo el calor de la proximidad de Stefan. El olor a solvente y grasa que emanaba de él era inconfundible. El movimiento fue lento, deliberado, sus dedos rozaron la piel de Thomas al alisar el pliegue con una precisión casi innecesaria.
—No deberías dejar que te vean tan desaliñado —dijo Stefan en voz baja, su tono casual, aunque había algo en su mirada que lo contradecía.
El gesto fue breve, pero en ese momento parecía extenderse en el tiempo. Stefan retiró la mano con la misma naturalidad con la que la había levantado, aunque Thomas podía jurar que sus dedos se habían demorado más de lo necesario. Luego, Stefan le lanzó una última mirada, una mezcla de nerviosismo y algo que Thomas no podía identificar.
—Hasta mañana —murmuró Stefan antes de girarse y salir del taller, sus pasos resonando en el pasillo vacío.
Thomas se quedó quieto, aún sintiendo el calor en el cuello donde los dedos de Stefan habían estado segundos antes. Pasó una mano por la tela, como si intentara entender lo que aquel simple gesto significaba. Pero ahí, mientras el eco de los pasos de Stefan se desvanecía en la distancia, sentía una expectativa palpitante, una promesa silenciosa que lo anclaba a ese instante, haciéndole desear que la noche transcurriera en un suspiro, y que el día siguiente llegara lo más rápido posible.
Por primera vez, el peligro y la incertidumbre se entrelazaban con algo que jamás había sentido, algo que lo hacía querer quedarse y... arriesgarlo todo.
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¡Hola, amigos! 🤍
Cuando Stefan menciona "hablar con calaveras", se refiere a una de las escenas más icónicas de la literatura dramática: el monólogo de Hamlet, donde el príncipe sostiene la calavera de Yorick.
Sí, ya sé, esto suena muy Shakespeare intenso, pero quería aclararlo por si alguien se quedó con la duda (o por si alguien pensó que Stefan tiene un fetiche raro con los huesos).
En fin, no olviden darle a la estrellita, los amo. ¡Sigan disfrutando la historia! ✨📖
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