Capitulo 24





¿Qué significa ser amigos?

Thomas no dejaba de darle vueltas a esa pregunta, una que a primera vista parecía tan sencilla, pero que ahora se le antojaba llena de matices, de ambigüedades que apenas lograba descifrar. A lo largo de su vida, "ser amigo" había sido un concepto claro, sin complicaciones. Pero ahora, en medio de sus pensamientos, aquella palabra, tan común y tan familiar, parecía tener bordes inciertos, zonas oscuras donde nada era seguro.

¿Era el deseo de estar cerca sin decir nada? ¿Era callar cuando las palabras podrían traicionarlo? ¿O acaso significaba contenerse, mantener una distancia que a ambos los protegiera? Ser amigo de Stefan no era como ser amigo de cualquier otra persona. Era un pacto silencioso, una barrera invisible que ambos debían respetar y, al mismo tiempo, una atracción que, por más que quisiera, no lograba apagar.

¿Ser amigos? ¿Podía realmente limitar lo que sentía?

Thomas removía su plato en el comedor, su mirada clavada en la comida fría, perdida entre pensamientos que no lograba acallar. Desde aquella tarde en el taller, no había vuelto a hablar con Stefan. Se cruzaban de lejos, sus miradas chocaban por segundos fugaces, pero las palabras nunca llegaban. La amistad que habían acordado parecía suspendida en un punto intermedio, un pacto silencioso que ninguno de los dos se atrevía a romper.

A veces, cuando la soledad lo envolvía, Thomas sentía una punzada de necesidad, una urgencia casi infantil de que Stefan lo buscara, que lo arrastrara fuera de aquel silencio opresivo que los rodeaba. Se sorprendía deseando su voz, buscándolo con la mirada en los rincones menos transitados del campamento, donde nadie pudiera verlos, donde el mundo dejara de pesar sobre ellos. Pero al final, todo volvía a ser lo mismo: miradas robadas, gestos contenidos, un lazo tan frágil como imposible.

El ruido metálico de las bandejas lo sacó de su ensimismamiento. Stefan se levantaba de su mesa al otro lado del comedor. Thomas alzó la vista y, por un instante, sus ojos se encontraron. Fue apenas un segundo, pero lo suficiente para que su corazón golpeara su pecho con fuerza. Esa mirada no decía nada y, al mismo tiempo, lo decía todo. Thomas apartó la vista de inmediato, pero aún podía sentirlo allí, atravesando el comedor, como si un hilo invisible los atara en medio de aquel ruido sordo y aquellas voces ajenas.

No iba a pasar nada más.

Thomas se repetía esas palabras una y otra vez, como un mantra. Aquel momento en el taller, aquella peligrosa cercanía, quedaría enterrada bajo el peso del silencio y el miedo. Fingiría que no había ocurrido, que Stefan no había dejado una grieta irreparable en su interior. Se conformaría con verlo desde lejos, con ese reconocimiento mudo que los mantenía en un limbo insoportable.

Ese sentimiento... lo conocía. Lo había sentido antes: esa mezcla de anhelo y temor, esa quietud en los músculos y ese ardor en el pecho que parecía no tener nombre.

Por un instante, su mente lo arrastró lejos de Valcartier. A otro pasillo, bajo una luz fría y sobre un suelo encerado.
Otro chico. Otro momento. Otro silencio igual de pesado.

Tenía diez años, y Thomas apenas siete.

Severin.

Ese era su nombre. Thomas lo recordaba con una claridad dolorosa, como si el tiempo no hubiera pasado. Durante meses, lo había observado desde lejos, escondido detrás de las columnas desgastadas o fingiendo estar absorto en algún libro que no leía realmente. Cuando Severin se giraba, Thomas contenía la respiración, temeroso de que sus ojos se encontraran, temeroso de ser visto... y de ser ignorado.

Severin tenía el uniforme desaliñado, las mangas siempre arremangadas y el cabello despeinado, rebelde, como si nunca terminara de encajar en las expectativas del mundo. Su sonrisa era amplia, despreocupada, y su voz siempre firme, incluso cuando los profesores lo reprendían por hablar demasiado en clase.

Thomas no entendía por qué lo miraba tanto. No era que quisiera hablarle. Ni siquiera sabía qué diría si lo tuviera frente a frente. Lo que quería era... estar cerca. Respirar el mismo aire que él. Tal vez, por un segundo, imaginar que podían ser amigos.

Lo veía cruzar el patio con sus amigos, reírse de cosas que Thomas nunca entendería. Pero incluso así, Thomas encontraba consuelo en esos pequeños momentos: cuando Severin tropezaba con una piedra y se reía de sí mismo, o cuando se inclinaba sobre su cuaderno con el ceño fruncido, dibujando algo con torpeza.

Un día, Thomas encontró un cuaderno olvidado bajo una banca del patio. Las hojas estaban llenas de garabatos apresurados: autos torcidos, estrellas desiguales, un nombre escrito y tachado varias veces. Severin.

Thomas lo sostuvo entre sus manos con cuidado, como si fuera algo sagrado. Lo guardó en su mochila y, esa noche, bajo las sábanas, lo hojeó una y otra vez. Cada línea y cada trazo eran un pedazo de Severin que ahora le pertenecía, aunque solo fuera por unas horas.

Al día siguiente, devolvió el cuaderno al mismo lugar donde lo había encontrado. Nadie lo notó. Nadie, excepto Thomas.

Era la misma sensación que ahora lo atenazaba: esa mezcla de anhelo y miedo paralizante. Y, al final, Severin simplemente desapareció, como desaparecen las cosas que nunca te atreves a tocar... igual que Stefan podría hacerlo.

—¡Eh, Thomas, despierta! —dijo Raymond, agitando la mano frente a su rostro y rompiendo el hilo frágil que lo mantenía atado al pasado.

Thomas parpadeó, volviendo al comedor, al frío de Valcartier, al murmullo incesante de las voces y el tintineo metálico de los cubiertos contra las bandejas.

—Oye, pareces estar en otro mundo —añadió Simón, con un tono que mezclaba curiosidad y algo que rozaba la desconfianza—. Y te ves bastante sofocado, ¿qué te pasa? ¿El pan estaba demasiado duro?

Thomas bajó la mirada hacia su plato. Había un nudo en su garganta que no podía tragar, una presión en el pecho que no cedía. No podía decirles lo que realmente lo atormentaba: ese miedo constante de que alguien lo descubriera, de que alguien pudiera leer en su rostro ese secreto peligroso que compartía con Stefan.

—Estaba pensando en... mi madre —mintió con desgana, su voz apenas un susurro. Últimamente, su madre también había regresado a su mente con más frecuencia de lo que le gustaría admitir. Pero ella era una excusa segura. Una máscara eficaz.

Simón soltó un resoplido sarcástico.

—¿Tu madre? ¿Qué pasa? ¿La extrañas porque aquí nadie te arregla el cuello de la camisa o te pregunta si comiste suficiente?

Thomas apretó los dientes, sus manos cerrándose sobre los cubiertos. Raymond le lanzó a Simón una mirada reprobatoria.

—Cállate, Simón. ¿Acaso tienes que abrir la boca cada vez que respiras? —espetó Raymond con un tono seco y una mirada cortante.

Simón levantó las manos en un gesto teatral de rendición y se dejó caer pesadamente en el asiento, aunque una sombra cruzó brevemente su rostro. Parecía debatirse entre responder con otra broma o simplemente callar.

Hubo un silencio incómodo entre los tres. El bullicio del comedor se volvió un ruido lejano, casi ajeno.

Al final, fue Thomas quien rompió la quietud. Su voz salió baja, apenas un murmullo que parecía temblar en el aire:

—Ella vino a verme.

Raymond levantó la cabeza con el ceño fruncido. Simón dejó su vaso a medio camino de su boca.

—¿Qué? —preguntó Simón, inclinándose ligeramente hacia adelante, su tono oscilando entre la sorpresa y el escepticismo.

—Hace poco... Ella vino a sacarme de aquí.

Las palabras cayeron como una losa sobre la mesa, absorbiendo todo el aire entre ellos. Raymond parpadeó, intentando procesar lo que acababa de escuchar. Simón se quedó quieto, el vaso aún entre sus dedos, como si cualquier movimiento pudiera romper el frágil equilibrio de aquel momento.

—¿Y qué pasó? —insistió Simón, esta vez con menos burla y más... algo cercano a la preocupación.

Antes de que Thomas pudiera responder, Alexander, que siempre parecía estar al tanto de todo, giró la cabeza desde la mesa de al lado y se metió en la conversación, apoyando un codo en la mesa con descaro.

—¿Y entonces por qué sigues aquí? —preguntó, sus ojos llenos de una curiosidad que apenas podía contener.

Thomas lo miró de reojo, la irritación mezclándose con la resignación. Finalmente, dejó escapar un suspiro y dijo:

—Decidí quedarme.

La respuesta dejó a todos en silencio, pero Alexander soltó una risa breve y seca, como si no pudiera creer lo que acababa de oír.

—¿Qué? ¿Te gusta tanto este lugar? ¿O eres masoquista? —dijo con una sonrisa torcida, pero Raymond lo fulminó con la mirada antes de que pudiera continuar.

Thomas se inclinó ligeramente hacia adelante, apretando los puños debajo de la mesa. —No voy a salir huyendo como un cobarde —murmuró, su tono bajo pero firme, con una tensión que atravesaba cada palabra.

Por un instante, nadie respondió. Incluso Alexander, conocido por su lengua suelta, frunció el ceño y decidió encogerse de hombros antes de volverse a su comida. El silencio quedó flotando entre ellos, roto únicamente por los murmullos del comedor y el eco metálico de las bandejas al chocar unas contra otras.

Thomas, sin embargo, tenía otras cosas en mente. Sus ojos se posaron de nuevo en Alexander, quien volvía a pinchar un trozo de pan duro con su tenedor, claramente satisfecho de haber provocado una pequeña escena.

—Alexander —dijo Thomas de repente, alzando la voz lo justo para llamar su atención—. ¿Qué sabes sobre alguien al que llaman "El Cuervo"?

El comentario surtió efecto inmediato. Alexander levantó la vista con una sonrisa ladeada, dejando caer el tenedor en su bandeja con un leve golpe metálico. Sus ojos brillaron con la chispa de alguien que sabe algo que los demás no.

Sin decir una palabra, se levantó de su asiento, con una teatralidad que parecía hecha a medida, y se dejó caer en la silla junto a Thomas. Simón y Raymond intercambiaron una mirada rápida, sus cejas arqueadas en una mezcla de sorpresa y sospecha.

—Ah, "El Cuervo" —dijo Alexander finalmente, recostándose en la silla con aire de importancia—. ¿Por qué preguntas eso? No te imaginaba metido en esas cosas.

—Solo quiero saber. ¿Quién es? —insistió Thomas, ignorando el tono burlón.

Alexander chasqueó la lengua, disfrutando de la atención repentina. —Bueno, bueno... El Cuervo. —Bajó la voz, inclinándose ligeramente hacia ellos como si estuviera compartiendo un secreto valioso—. Es un tipo raro, ¿sabes? Solía ser parte de la Hermandad, pero... bueno, digamos que Stefan y él tuvieron sus diferencias. Ahora lidera su propio grupo. Un montón de soldados, más jóvenes, más nuevos. —Hizo una pausa dramática, dejando que sus palabras se impregnaran en el aire antes de continuar—. Y todos ellos, absolutamente todos, están en contra de la Hermandad.

—¿En contra? —repitió Simón, arqueando las cejas—. ¿Qué tipo de diferencias pueden ser tan grandes como para eso?

Alexander sonrió con malicia, claramente disfrutando de su papel de narrador. —Las diferencias que terminan a golpes, Simón. —Se inclinó más cerca de Thomas, bajando aún más la voz, como si estuviera revelando un secreto de estado—. Dicen que el cuervo sabe cosas. Cosas que podrían destruir a Stefan si se le ocurriera abrir la boca.

El corazón de Thomas dio un vuelco, pero se obligó a mantener la calma, fingiendo que la información no lo afectaba más de lo debido.

—¿Y por qué lo llaman "El Cuervo"? —preguntó, manteniendo su tono neutral.

Alexander se encogió de hombros, como si fuera lo más obvio del mundo. —Por la forma en que se mueve. Siempre está ahí, observando desde las sombras, esperando el momento perfecto para atacar. Como un cuervo acechando un cadáver.

La descripción hizo que Thomas apretara los puños bajo la mesa, pero antes de que pudiera reaccionar, Alexander continuó, más emocionado por su propia narración que por cualquier otra cosa.

—¿Por qué tanto interés en "El Cuervo", Leblanc? —preguntó Alexander, ladeando la cabeza con una sonrisa astuta—. ¿Acaso te metiste con la gente equivocada?

—Es solo curiosidad —respondió Thomas, tratando de sonar casual, pero notando cómo la mirada de Alexander se clavaba en él con una mezcla de diversión y sospecha.

Alexander se encogió de hombros nuevamente relajándose en su asiento, pero no antes de soltar una última frase.

—Bueno, si vas a jugar con los cuervos, asegúrate de que no terminen arrancándote los ojos.

El comentario quedó suspendido en el aire como una advertencia, y Thomas sintió cómo el peso de lo que acababa de escuchar se acumulaba en su pecho. La rivalidad entre Elijah y Stefan no era algo que pudiera ignorar, especialmente ahora que todo parecía girar peligrosamente cerca de él.

Mientras Thomas intentaba concentrarse en su plato, el murmullo del comedor pareció transformarse en un ruido distante. Estaba a punto de dar un bocado cuando un sonido llamó su atención: una risa nerviosa, tan fuera de lugar que su cabeza giró casi por instinto. No fue el único. Todos en la mesa también alzaron la vista hacia la barra de servicio, donde Jair estaba inclinado sobre Lidia, la joven que repartía las raciones.

Lidia, con su cabello rubio recogido y pecas que resaltaban en su piel pálida, parecía incluso más pequeña bajo la presencia de Jair. Él hablaba en voz baja, pero había algo en la inclinación de su postura y el brillo en sus ojos que lo hacía intimidante. Lidia se movía torpemente, tratando de mantener la compostura mientras llenaba las bandejas, pero sus manos temblaban lo suficiente como para delatar su incomodidad.

—¿Qué demonios está haciendo? —murmuró Alexander, sus cejas fruncidas mientras observaba la escena.

—Lo que hace siempre —respondió Raymond en voz baja, con un tono tan seco que casi sonaba indiferente—. Intimidar hasta salirse con la suya.

Jair dejó caer una bandeja sobre la barra con un ruido metálico que hizo a Lidia dar un pequeño respingo. —Vamos, cariño, no seas tan rígida —dijo con un tono que intentaba ser seductor, pero que tenía más de amenaza que de halago.

Lidia no levantó la vista. Apenas murmuró algo que ninguno de ellos pudo escuchar, pero su postura la delataba: quería desaparecer. Thomas sintió un calor en el pecho, un impulso que lo hizo levantarse antes de siquiera pensar en las consecuencias.

—¿Qué haces? —preguntó Simón, alarmado, mientras Alexander ñlo observaba con atención.

—Voy a detener esto —respondió Thomas, su voz baja pero decidida.

—Thomas, esto no es asunto tuyo —insistió Simón, poniéndose de pie detrás de él. Pero Thomas no lo escuchó.

Cruzó el comedor con pasos firmes, aunque sus piernas temblaban ligeramente. No sabía exactamente qué iba a decir, pero sí sabía que no podía quedarse sentado mientras Jair intimidaba a alguien como Lidia. Se detuvo justo al lado de ellos, haciendo un esfuerzo por mantener la calma.

—¿Pasa algo, Jair? —preguntó, su tono neutro, aunque sus ojos buscaban los de Lidia, que apenas alzó la mirada para encontrarse con los suyos. Simón, al ver que Thomas estaba dispuesto a ir hasta el final, se situó del otro lado de Jair como si de una barrera silenciosa se tratase.

Por un momento, Jair se quedó inmóvil, sin percatarse de la tensión en el ambiente, hasta que la sensación de ser rodeado lo hizo reaccionar. Lentamente giró la cabeza, su mirada afilada como una navaja se posó primero en Thomas, luego en Simón.

—¿Algún problema? —preguntó Jair, su tono cargado de amenaza.

Thomas mantuvo la calma, aunque podía sentir la tensión en sus músculos.

—No es un problema —respondió Simón antes de que Thomas pudiera decir algo estúpido—. Solo que estamos todos en la fila y la comida no espera, ¿verdad, Lidia? —comentó, buscando desviar la situación mientras lanzaba una mirada cómplice a la joven.

Lidia, con un leve suspiro de alivio, aprovechó la oportunidad para dar un paso atrás y distanciarse de la escena. La atmósfera se relajó un poco, aunque la incomodidad seguía presente.

Jair bufó con frustración, claramente molesto por la interrupción. Sabía que no podía hacer mucho más frente a los demás cadetes que comenzaban a notar la escena.

—Deberían aprender a no meterse donde no los llaman —masculló, antes de girarse y avanzar de mala gana en la fila de comida.

Thomas exhaló, sintiendo cómo la tensión se liberaba lentamente. Notó que sus manos seguían apretadas por la adrenalina.

Lidia, que había permanecido en silencio durante todo el incidente, miró a Thomas y Simón con gratitud.

—Gracias —susurró, su voz apenas audible mientras regresaba a su puesto de trabajo.

Simón le sonrió, buscando captar su atención de manera más directa.

—Un placer, Lidia. Sabes, si necesitas un descanso de todos estos... personajes, siempre puedo echarte una mano —comentó con un guiño, intentando ser encantador.

Pero Lidia apenas le dedicó una mirada rápida antes de centrar su atención nuevamente en Thomas, sonriendo con más calidez de lo habitual.

—Siempre es un gusto verlo por aquí, soldado Thomas —dijo, ajustándose con cuidado los pliegues del delantal

—Gracias, Lidia —respondió Thomas con cortesía, aunque su voz carecía de entusiasmo.

Simón, quien notó la falta de interés por parte de ella, ladeó la cabeza con una expresión de desconcierto. Era claro que Lidia no estaba prestando atención a sus esfuerzos. La observó mientras ella mantenía los ojos fijos en Thomas, con una clara intención en su mirada.

Sin embargo, Thomas estaba a punto de desconectarse por completo de la conversación. Las voces a su alrededor se volvieron ruido blanco, lejano y sin forma. Y entonces, lo vio.

Stefan.

Caminaba hacia la salida del comedor con su andar sereno, esa calma que parecía envolverlo siempre, como si el mundo entero no pudiera tocarlo. Thomas lo siguió con la mirada, y de pronto, todo lo demás se desvaneció: el murmullo de las conversaciones, los cubiertos golpeando contra las bandejas, incluso las palabras entrecortadas de Simón.

La figura de Stefan era lo único que existía en ese instante.

Y cuando sus miradas se cruzaron, aunque solo fue por un segundo, una sensación punzante se clavó en el pecho de Thomas. Era el mismo vacío que sintió años atrás, cuando Severin se desvaneció de su vida sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.

No. Esta vez no.

No quería que esto terminara igual, no quería que Stefan se convirtiera en otro fantasma, en otro recuerdo que lo perseguiría toda su vida. Y cuando Stefan cruzó la puerta y desapareció, un impulso irrefrenable se apoderó de Thomas: tenía que seguirlo.

—Hasta luego —dijo Thomas de repente, cortante y rápido. Ni siquiera esperó una respuesta antes de comenzar a caminar hacia la salida, con la mirada fija en la puerta por donde había desaparecido Stefan.

Lidia parpadeó, algo sorprendida por la brusquedad de Thomas, pero no dijo nada. Por un momento, una ligera decepción cruzó su rostro, apenas perceptible antes de que volviera a enfocarse en su tarea. Simón, en cambio, suspiró y negó con la cabeza, resignado. Sus intentos por captar la atención de Lidia habían sido inútiles.

—Parece que siempre el que menos lo intenta es el que más lo consigue —murmuró Simón con un dejo de frustración, mientras observaba a su amigo alejarse sin siquiera mirar atrás.

Mientras salían del comedor, Raymond rompió el silencio, su tono cargado de una curiosidad que no intentó disimular.

—¿Qué pasó con Jair y Lidia?

Simón, caminando a un ritmo constante, respondió sin entusiasmo, como si quisiera dar por terminada la conversación antes de que realmente comenzara.

—Nada que valga la pena contar. Lo de siempre.

Raymond levantó una ceja, desconfiado. —¿Lo de siempre? ¿Y eso qué significa exactamente?

Antes de que Simón pudiera responder, Alexander apareció detrás de ellos, ajustándose el abrigo con dramatismo exagerado.

—¡Ah, pero qué misterio! Seguro fue algo jugoso. Jair siempre sabe cómo hacer una escena. ¿Y Lidia? ¿Se sonrojó? ¿Le arrojó una bandeja? Vamos, Simón, danos algo.

Simón suspiró, molesto por la insistencia. —No hay nada que contar, Alexander. Fin del tema.

Alexander chasqueó la lengua con frustración, pero no se rindió, ajustando su paso al grupo. Mientras tanto, Thomas caminaba en silencio, sus pensamientos lejos de la conversación. Apenas registraba las voces de sus amigos, como si el aire frío que lo rodeaba amortiguara todo sonido. Su mirada se había desviado hacia la línea de árboles que bordeaba el campamento. Fue entonces cuando lo vio.

A lo lejos, Stefan caminaba hacia el bosque, su figura destacando contra la nieve. Cada movimiento suyo parecía tranquilo, deliberado, como si el mundo no pudiera tocarlo. Thomas sintió un tirón en su interior, una mezcla de ansiedad y algo más profundo que no lograba nombrar. Recordó aquel claro en el bosque, el lugar donde había visto a Stefan entrenar. El recuerdo le trajo una sensación que era tan incómoda como adictiva.

Sin una palabra, cambió de dirección, dejando el camino de grava y se introdujo entre los árboles. Sus botas se hundían en la nieve mientras seguía el sendero que Stefan había tomado.

—¿A dónde demonios va ahora? —gruñó Simón, deteniéndose en seco, el aliento escapando de su boca en nubes blancas.

—¿Qué crees? Seguro a hacer algo estúpido —respondió Alexander con una sonrisa torcida.

Thomas se movía como si estuviera en un trance, guiado por una fuerza que no comprendía pero que no podía ignorar. En su pecho, el peso de lo que sentía crecía, incómodo y ardiente, empujándolo hacia adelante.

Finalmente, los árboles comenzaron a abrirse, revelando el claro. El lugar estaba tan quieto que parecía ajeno al resto del mundo, bañado por la luz tenue del atardecer, el cielo gris reflejándose en la nieve que cubría el suelo. Thomas se detuvo en el borde, su respiración pesada mientras sus ojos recorrían el espacio con desesperación.

El claro estaba vacío.

Simón llegó primero, los brazos cruzados y los dientes apretados. Su aliento formaba pequeñas nubes frente a su rostro mientras caminaba junto al saco de boxeo colgado y las pesas oxidadas, como si buscaran alguna señal que justificara haber salido al frío. Se frotó las manos, tiritando visiblemente.

Alexander llegó detrás de ellos, sacudiéndose la nieve de los hombros. —Bueno, ¿y ahora qué? ¿Nos quedamos aquí a congelarnos?

Thomas permaneció inmóvil. Sus manos estaban tensas a los costados, como si contener el aire frío en sus pulmones pudiera calmar la tormenta que sentía en su interior.

Raymond fue el último en llegar, deteniéndose a unos pasos del grupo. Su mirada iba de Thomas al claro vacío, leyendo el desánimo en la postura. —Hagamos una fogata —propuso de repente, su tono más práctico que entusiasta.

Simón levantó una ceja. —¿Una fogata? ¿Aquí? ¿Y si alguien nos encuentra?

Raymond se encogió de hombros. —Si seguimos vagando por el bosque, probablemente nos congelemos antes de que eso pase.

Simón bufó, pero no discutió. Alexander, visiblemente incómodo, sacó un paquete de fósforos y añadió: —Al menos será mejor que seguir aquí como unos imbéciles —murmuró, mientras miraba alrededor en busca de ramas secas.

—¿Y tú, vas a ayudar o vas a quedarte ahí soñando? —dijo Simón, dándole un leve codazo a Thomas, quien llevaba rato sin pronunciar palabra.

Thomas lo miró, desconcertado, y luego asintió en silencio. Se inclinó para recoger algunas ramas cercanas, aunque su mente estaba en otra parte, perdida en los pensamientos que lo habían llevado hasta ese claro vacío.

Las llamas comenzaron a crecer poco después, bañando sus rostros con una luz cálida que hacía retroceder la opresiva sensación de frío. Simón sacó un cigarro del bolsillo interior de su chaqueta, encendiéndolo con manos temblorosas mientras exhalaba una risa corta.

—Maldita sea, este frío te mata más rápido que un castigo del coronel —dijo, llevándose el cigarro a los labios y dando una calada profunda antes de extender el paquete hacia Thomas—. Es mi último cigarro, Leblanc. Más vale que lo disfrutes.

Thomas lo tomó sin protestar, encogiéndose de hombros mientras Simón le ofrecía el encendedor. Aspiró el humo con cuidado, sintiendo el calor llenar su pecho y ofrecerle un breve respiro del frío que los envolvía.

—¿Qué? ¿Te preocupa que te arruine el pulmón? —bromeó Simón, lanzando un anillo de humo al aire.

Alexander, quien había estado observando la interacción con una sonrisa de medio lado, aprovechó el momento para adueñarse de la conversación.

—¿Saben qué dicen los reclutas mayores? —preguntó, bajando la voz como si estuviera compartiendo un secreto—. Que aquí, en estos mismos bosques, un soldado se perdió hace años. Nunca lo encontraron. Algunos dicen que se volvió loco, otros, que simplemente murió congelado. Pero su sombra... su sombra sigue aquí, vagando entre los árboles, buscando alguien que le haga compañía.

Raymond, que hasta ese momento parecía tranquilo, frunció el ceño y echó un vistazo rápido hacia el espeso bosque que los rodeaba. —Qué estupidez —murmuró, aunque su tono no sonaba del todo convincente.

Alexander comenzó a contar una historia de miedo. Según él, un soldado se había perdido en esos mismos bosques años atrás, y su sombra, condenada a vagar eternamente, aún rondaba entre los árboles, buscando compañía para su soledad. Thomas dio una calada a su cigarrillo, ocultando una sonrisa al ver la expresión de Raymond, que miraba con inquietud hacia el bosque, como si realmente creyera cada palabra de aquella absurda historia.

Al cabo de un rato, Thomas se levantó, sacudiéndose el polvo de los pantalones mientras sentía su vejiga pidiendo ser vaciada.

—Necesito... bueno, ya saben —murmuró, intentando no llamar demasiado la atención.

Sus compañeros apenas asintieron, sin apartar la vista de Alexander, que seguía con su historia de sombras y susurros. Thomas se introdujo entre los árboles, agradeciendo la excusa para alejarse un poco, dejando atrás el sonido de la fogata y las risas esporádicas que le parecían cada vez más distantes.

Thomas se adentró un poco más en el bosque, agradeciendo el silencio y la distancia de sus compañeros. El aire se sentía más frío entre los árboles, y el susurro de las ramas al moverse le daba una paz momentánea, como si el bosque fuera un refugio donde pudiera perderse de sus pensamientos por un instante.

Y por un momento fue así, el mundo se convirtió en solo eso: un rincón olvidado entre árboles donde nadie podía verlo, donde nadie podía alcanzarlo.

Y entonces, un ruido.

Un crujido seco detrás de él. Una pisada.

Thomas se giró con un nudo en el estómago, pero antes de que pudiera siquiera reaccionar, una mano firme cubrió su boca.

El mundo se detuvo.

El aire quedó atrapado en sus pulmones. Su cuerpo se tensó por completo, los hombros rígidos, los dedos crispados sobre el borde de su abrigo. Intentó moverse, pero el miedo lo ancló al suelo. Su mirada, desesperada, buscó una salida, hasta que se encontró con un par de ojos extremadamente claros y familiares entre las sombras.

Stefan.

Estaba ahí, tan cerca que Thomas podía ver cómo sus pestañas proyectaban sombras bajo sus ojos afilados, cómo su aliento salía entrecortado en el aire frío. Su expresión era dura, pero había algo detrás de esa máscara de control férreo: Había algo urgente, algo desesperado en esa mirada.

—Shhh... —susurró Stefan, apenas un hilo de voz que rozó el rostro de Thomas como una corriente eléctrica.

Por un instante, solo existieron ellos dos. El bosque desapareció. El viento dejó de soplar. Solo estaban ellos, atrapados en ese instante suspendido donde nadie podía verlos, donde todo lo que era real era la mano de Stefan cubriendo la boca de Thomas y sus miradas entrelazadas.

La respiración de Thomas se hizo más lenta. Dejó de forcejear, sus ojos dejaron de buscar una salida. Todo su cuerpo aceptó ese instante como si el tiempo se hubiera rendido ante ellos.

Stefan lo notó. Sus dedos se aflojaron lentamente, como si temiera romper algo al dejarlo ir. Retiró la mano de los labios de Thomas con un movimiento pausado, pero no retrocedió. Sus rostros quedaron a apenas unos centímetros de distancia, sus alientos mezclándose en el aire helado.

—Me castigaron. Estaré en el taller toda esta semana.

Su voz era baja, casi un gruñido contenido, como si cada palabra estuviera encadenada a algo que dolía.

Thomas parpadeó, sus labios entreabiertos, sintiendo todavía el peso fantasma de la mano de Stefan sobre ellos.

Stefan tragó saliva, su mirada se desvió apenas un segundo antes de volver a clavarse en Thomas.

—Si quieres... pasa mañana por la tarde. No habrá nadie.

Cada palabra cayó como una piedra en el pecho de Thomas. Su garganta estaba seca, su mente aturdida, y aunque quiso responder, no pudo.

En cambio, asintió. Un gesto pequeño, apenas un movimiento de su cabeza, pero Stefan lo notó.

Stefan no se movió de inmediato. Su mirada permaneció fija en Thomas, oscura, indescifrable, como si hubiera algo más que quería decir, algo que temía dejar escapar. Pero finalmente, respiró hondo, apretó la mandíbula y retrocedió un paso.

El aire frío entró entre ellos como un cuchillo.

Sin decir nada más, Stefan se giró y comenzó a caminar hacia la espesura del bosque. Sus pasos eran silenciosos, sus hombros rígidos, y su figura se desvaneció poco a poco entre las sombras hasta desaparecer por completo.

Thomas se quedó allí, inmóvil. El frío del viento le golpeaba las mejillas, pero todo su cuerpo ardía, todavía atrapado en el recuerdo de esa mano, de esa voz, de esa mirada. Un torbellino de emociones lo atravesaba: curiosidad, nerviosismo, e incluso una chispa de anticipación que no podía ignorar. Inhaló profundamente, intentando controlar el torrente de emociones que lo embargaba, y luego, con el rostro impasible, comenzó a caminar de regreso hacia la fogata.

Thomas intentaba ordenar sus pensamientos, pero una pregunta le retumbaba en la cabeza como un grito que no podía ignorar. ¿Qué diablos había sido eso? Aún sentía el peso de la mano de Stefan sobre su hombro, y cada vez que volvía a pensar en su mirada, en el tono bajo de su voz, un nerviosismo punzante lo sacudía.

¿Ahora se suponía que dos amigos se veían a solas en un taller de mantenimiento? ¿Era algo normal? En el fondo, sabía la respuesta: no, no era normal. Los amigos no cruzaban miradas de esa forma, ni murmuraban citas en voz baja como si cada palabra pudiera delatarlos. Y, sin embargo, ahí estaba él, recordando una y otra vez esa breve conversación en el bosque, buscando una justificación que no lograba encontrar.

—Thomas —La voz de Raymond lo sacó bruscamente de sus pensamientos. Lo miraba con el ceño fruncido, observándolo de cerca—. Estás pálido.

Antes de que Thomas pudiera responder, Jeremy se inclinó hacia él con una sonrisa burlona.

—¿Qué pasa, te encontraste al soldado perdido del que hablaba? —dijo, dejándose llevar por su tono de broma.

Thomas negó con un leve movimiento de cabeza, esforzándose por mantener el semblante, aunque sentía el corazón retumbándole en el pecho. Esbozó una sonrisa breve y forzada, como si el comentario de Jeremy no tuviera mayor importancia, como si no hubiera dado justo en el centro de su inquietud.

No, no al soldado perdido, se dijo en silencio, tratando de sofocar el temblor que sentía en la nuca. Me encontré con algo mucho más aterrador: Stefan Weiss.







.
.
.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top