Capítulo 23 | Parte Cinco



Parte V
EL AVE QUE GRAZNA


Elijah Lavoe...

A primera vista, todo en él proyectaba una pulcritud impecable, casi artificial. El uniforme le quedaba perfectamente bien, abrazaba su atlética figura con precisión excesiva, como si cada pliegue y botón hubieran sido colocados con una intención más allá de la simple disciplina. La insignia en su pecho, reluciente y colocada al milímetro junto al emblema de "cadete activo", captó la atención de Thomas de inmediato. Bastó otra rápida ojeada para que comprendiera que estaba frente a un infractor, alguien con un historial probablemente tan riguroso como su porte.

—¿No te han enseñado modales? —Elijah sonrió, la rigidez que lo había envuelto al principio desapareciendo como si nunca hubiera existido.

Su mano seguía extendida hacia Thomas, un gesto formal que contrastaba con la dureza del entorno. Thomas vaciló, estudiándolo con una mezcla de curiosidad y desconfianza, intentando descifrar si esa cortesía era genuina o una parte más de algún juego retorcido. Las reglas no escritas del campamento no favorecían la cordialidad entre los cadetes, pero algo en la actitud de Elijah lo impulsó a corresponder.

El apretón de manos fue firme, calculado, como si Elijah no solo midiera su fuerza, sino algo más profundo. Thomas sintió la piel áspera bajo sus dedos, una textura que lo hizo estremecerse al instante. Esas manos estaban cubiertas de cicatrices, viejas heridas que serpenteaban bajo la superficie como surcos en un mapa. Cada línea parecía contar una historia cuyo eco se podía percibir, oscuro y perturbante.

Thomas soltó la mano rápidamente, como si al hacerlo pudiera liberarse de la sensación de peligro que se le había instalado en el cuerpo. Alzó la mirada hacia Elijah, pero en sus ojos no encontró respuestas. Solo más preguntas, más enigmas escondidos tras esa sonrisa ligera y encantadora.

—Cuando mencionaste lo de "Escoria"... ¿te referías a...? —Thomas dejó la pregunta colgando en el aire, aunque una parte de él ya conocía la respuesta.

—¿Escoria? Claro, me refería a nuestro querido Stefan Weiss. ¿A quién más, si no? —Elijah respondió con una facilidad casi burlona, sin el menor rastro de duda. El nombre de Stefan flotaba en su boca como si no pesara en absoluto.

Thomas sintió un nudo apretarse en su estómago. No sabía exactamente qué esperaba escuchar, quizás otro nombre, una evasiva. Pero la rapidez y la ligereza con que Elijah lo soltó lo dejó más intranquilo. Asintió lentamente, intentando no revelar el malestar que le causaba la conversación.

—Sé que ustedes... han tenido problemas —dijo Thomas, eligiendo con cuidado cada palabra, temeroso de desatar algo en Elijah. No se atrevió a mencionar esa brutal golpiza que había presenciado, la cual había dejado a Elijah inconsciente, con la nariz rota y el rostro irreconocible.

Elijah inclinó la cabeza ligeramente, una sonrisa que parecía rozar la burla apareciendo en sus labios, como si la pregunta le divirtiera más de lo que debería. Pero Thomas, observando de cerca, podía notar una furia contenida que apenas podía ocultar bajo sus ojos. Todo en él era una fachada bien construida.

Elijah soltó un suspiro teatral, exagerado, como si explicarle algo tan obvio fuera una gran pérdida de tiempo

—Digamos que solíamos ser buenos amigos... pero ya no lo somos tanto —respondió, su tono casi despreocupado, pero con una amenaza latente en cada palabra. La tensión entre ambos crecía, como una sombra que se extendía, apretando lentamente alrededor de Thomas.

El silencio que siguió fue tan pesado como el frío aire del campamento. Elijah dio un paso adelante, su mirada fija en Thomas, y la sonrisa se desvaneció de su rostro, siendo reemplazada por una expresión más calculada, como si estuviera sopesando cuidadosamente cada palabra que iba a pronunciar.

—Sabes, Thomas... —su tono se volvió más suave, casi susurrante—. Este lugar no tiene que ser como Stefan lo dicta. No tienes que seguir agachando la cabeza y esperar que no te destrocen en cualquier momento.

Thomas lo observó, sin saber cómo interpretar esas palabras. Elijah parecía diferente ahora, menos despreocupado y más... humano. Pero también más peligroso, como si supiera exactamente qué cuerdas tocar para manipular a los demás. Aunque las palabras de Elijah eran persuasivas, Thomas sentía una extraña sensación de incomodidad. Sabía que estaba frente a alguien que quería deshacer a Stefan, y eso lo colocaba en una posición delicada.

—No entiendo por qué me dices esto —respondió Thomas, tratando de mantener su tono neutral, sabiendo perfectamente que la respuesta que recibiría no sería fácil de digerir.

Elijah esbozó una sonrisa fría y se encogió de hombros, como si todo fuera un juego del que él tenía el control.

—Porque no luces como alguien que realmente quiera seguir a Stefan. Nadie lo hace. Los que lo siguen lo hacen por miedo, porque él controla a todos con su violencia y su necesidad de ser superior —dijo, como si esta fuera la verdad más obvia del mundo.

—No es lo que piensas —respondió Thomas, apretando la mandíbula para no dejar que su voz temblara. Intentaba sonar firme, pero había algo que Elijah no podía saber: su relación con Stefan era mucho más complicada que la simple jerarquía de poder en Valcartier. No pertenecía a ninguna hermandad, y lo que compartía con Stefan era algo que nunca podría explicarle a Elijah ni a nadie más. No era miedo. Era algo más profundo, algo que lo conectaba a él de una manera que nadie más conocía.

Elijah se inclinó hacia él, con una sonrisa cargada de veneno, y bajó la voz, transformándola en un susurro amenazante.

—Te lo advierto, ten mucho cuidado... Weiss no es quien crees que es. Él es peligroso. Es una escoria que arrastra a todos a su alrededor al infierno. Y si no te alejas de él, Thomas, te va a destruir también.

Las palabras de Elijah perforaron la mente de Thomas como dardos envenenados. Elijah lo miraba con una intensidad que lo desarmaba, como si pudiera ver algo en él que ni siquiera Thomas estaba dispuesto a admitir. Pero las palabras de Elijah, aunque inquietantes, no resonaban como verdad en el corazón de Thomas. Elijah no conocía a ese otro Stefan... al Stefan que había visto disculparse, al que se preocupaba, incluso si lo ocultaba tras su fachada de dureza.

—Tienes razón, es peligroso... —dijo Thomas, eligiendo con cuidado sus palabras, dejando una pequeña puerta abierta para no contradecir del todo a Elijah. No podía permitirse que Elijah lo viera como un enemigo, pero tampoco podía traicionar lo que sentía por Stefan—. Pero tal vez las cosas no son tan simples.

Elijah lo estudió un momento más antes de relajarse ligeramente, como si ya hubiera anticipado esa respuesta.

—Mira —continuó Elijah, con un gesto casual, pero su mirada seguía siendo aguda, persuasiva—. No tienes por qué estar de su lado. Estás rodeado de la gente equivocada. —El desprecio en su tono al referirse a Stefan era evidente—. Yo, en cambio, recojo a los que él deja en el suelo. Los débiles, los que Stefan pisa sin dudarlo. Les doy una oportunidad de ser más, de pelear y sobrevivir. De no tener que vivir bajo su sombra ni un día más.

Thomas parpadeó, sorprendido por la oferta directa. Elijah lo estaba invitando, intentando reclutarlo. Y por un momento, la tentación de escapar del caos que siempre rodeaba a Stefan cruzó por su mente. Pero eso fue solo un pensamiento fugaz. No podía alejarse de Stefan, no después de todo lo que había sentido, de todo lo que había visto en él. Sabía que Stefan tenía enemigos, pero también sabía que él no sería uno de ellos.

—Si sigues acercándote a él, vas a salir herido —advirtió Elijah, su voz volviéndose un eco oscuro en la fría mañana—. Piensa bien en lo que te digo y elige el lado correcto, antes de que sea demasiado tarde.

El silencio volvió a caer entre ellos, mientras Elijah lo observaba como si ya hubiera hecho su trabajo. Finalmente, se dio la vuelta, dejándolo solo con sus pensamientos y con el frío cortante del aire.

Thomas se quedó inmóvil, sintiendo cómo las palabras de Elijah se enredaban en su cabeza. Pero cada una de ellas chocaba contra la realidad que él conocía. Elijah no entendía a Stefan. No comprendía la complejidad de lo que había entre ellos. El Stefan que él había conocido, el que a veces dejaba caer su fachada de dureza y brutalidad, era alguien que valía la pena salvar, alguien que Thomas no podía traicionar.

Mientras la nieve comenzaba a caer lentamente, acumulándose en su abrigo y en su piel, Thomas se dio cuenta de que este no era solo un conflicto entre dos hombres. Era un conflicto en el que él estaba en medio, con la lealtad dividida entre lo que los demás veían y lo que él conocía en lo más profundo de su corazón.

La conversación con Elijah había dejado a Thomas reflexionando sobre las hermandades, las alianzas y los agrupamientos en Valcartier. Pero el entrenamiento de ese día fue tan brutal que no tuvo tiempo para pensar en Stefan, ni en las palabras de Elijah. Todo se redujo a sobrevivir el castigo implacable que les impuso el teniente Marschall. Los gritos resonaban en el aire gélido como disparos, empujando a los jóvenes soldados a sus límites. Repeticiones, carreras, más repeticiones. El barro y la nieve bajo sus botas convertían cada paso en una lucha. No había margen para el error. Aquí, en Valcartier, la debilidad no se toleraba, se castigaba sin piedad.

Con el sol ocultándose y el aire volviéndose aún más frío, el silbato de Marschall rompió finalmente el silencio, liberándolos. Los soldados se alinearon con la disciplina automatizada que el campamento les había inculcado. Respiraban con dificultad, sus rostros cubiertos de barro y sudor congelado. El teniente los inspeccionó con la mirada, pasando por cada uno sin decir una palabra. Cuando se retiró, todos relajaron ligeramente la postura, aunque la tensión seguía en el aire.

Thomas apenas podía sentir las piernas, pero la fatiga física no podía compararse con la agitación interna que lo consumía. El día había sido duro, pero lo que le esperaba esa noche lo ponía aún más nervioso. No dejaba de pensar en su reunión con Stefan. Después de todo lo que había pasado entre ellos—los roces, las disputas, la atracción que ya no podían negar—sabía que debían "solucionar" las cosas, o al menos entender lo que realmente sucedía entre ambos. Su estómago se retorcía con cada pensamiento sobre Stefan, una mezcla de nervios y algo más profundo que no lograba descifrar.

Al llegar al barracón, todo siguió con la misma disciplina de siempre: botas fuera, uniformes embarrados al suelo, una fila rápida para las duchas. Nadie hablaba demasiado. El agua caliente ofrecía un alivio temporal, pero la rutina no daba espacio para más que el cansancio. Thomas apenas prestaba atención a las conversaciones apagadas a su alrededor. Su mente estaba ya lejos de ese lugar, con Stefan, con lo que esa noche podría depararles.

Mientras se secaba y volvía a ponerse ropa limpia, una pequeña pelea estalló entre Jensen y Franz. Era típica, nada grave, solo un par de empujones por alguna broma mal recibida. Nadie les prestaba demasiada atención, era la distracción perfecta. Sabía que, después de los entrenamientos, Raymond siempre estaba pendiente de él, y normalmente ambos se dirigían juntos a comer. Pero esa tarde, había algo más urgente que lo llamaba...

Los soldados se congregaron para mirar el intercambio con un interés superficial, y Thomas, con un último vistazo a Franz y sus compañeros, comenzó a moverse con sigilo hacia el borde del grupo. Mantuvo la cabeza baja, asegurándose de que sus amigos no lo notara. Las quejas de Jensen distraían a todos, lo que le daba el tiempo justo para escabullirse.

Sus piernas estaban pesadas y cada paso le costaba más esfuerzo. El cansancio lo invadía con cada movimiento, como si su cuerpo estuviera resistiéndose a continuar, pero Thomas no podía detenerse. El aire frío le golpeó el rostro, pero el peso de la confusión en su mente lo afectaba más que el clima. Las palabras de Elijah resonaban como un eco: "Si sigues acercándote a él, vas a salir herido". Pero el deseo de ver a Stefan seguía siendo más fuerte que cualquier advertencia, necesitaba verlo. Necesitaba estar con él, aunque solo fuera por un momento.

El viejo taller de mantenimiento escondido entre los árboles, estaba lo suficientemente apartado para que un encuentro allí pasara desapercibido. Al llegar, Thomas empujó la puerta chirriante del taller que cedió con un gemido prolongado bajo su mano temblorosa, el vapor de su aliento se desvanecía casi al momento en el aire congelado. Una vez dentro, escudriñó el espacio con la mirada, buscando alguna señal de Stefan, pero lo que encontró fue el eco de su propia soledad. Un suspiro de alivio y temor se escapó de sus labios al no encontrarlo dentro. Temía y a la vez deseaba la conversación que tendrían.

Thomas no podía dejar de pensar en las palabras de Elijah, en esa afirmación de que alguna vez él y Stefan habían sido buenos amigos. ¿Era cierto? Si lo era, ¿cómo había terminado esa amistad en una pelea tan salvaje? El recuerdo de Elijah en el suelo, destrozado, lo seguía perturbando. Había algo más profundo en esa relación que ambos compartían, algo que aún no lograba entender. Stefan nunca hablaba del pasado, y Thomas nunca había tenido el valor de preguntarle directamente. Pero la duda lo estaba carcomiendo: ¿debería advertirle a Stefan sobre Elijah? sobre cómo parecía estar reclutando a algunos de los soldados más descontentos del campamento. ¿Debería siquiera meterse más en ese tema, que parecía rodeado de más problemas y peligros?

Pero entonces pensó en Stefan. Por supuesto que él ya sabría de los planes de Elijah. No era la primera vez que El Cuervo había intentado sabotearlo. Thomas recordaba claramente cuando Stefan, en ese mismo taller , le confesó cómo Elijah había arruinado una de sus peleas clandestinas. Ese tipo de traición no era algo que Stefan pudiera perdonar fácilmente, y probablemente habría sido parte de la chispa que encendió un conflicto entre ambos bandos.

Los minutos dentro del taller se dilataban como horas. Cada crujido de las ramas secas y cada susurro del viento parecían anunciar su inminente llegada. Thomas se aferró a la fría silla junto a la mesa de trabajo, buscando algo de estabilidad en un mundo que, de repente, parecía lleno de incertidumbres y preguntas amenazantes.

De pronto, un ruido inesperado en el exterior lo hizo sobresaltarse. Su respiración se aceleró mientras sus ojos se dirigían a la puerta. Por un momento, su mente jugó con la idea de que alguien más podría haberse acercado, quizá el teniente... pero entonces, el rasguido de la puerta cortó sus pensamientos de golpe.

La figura en el umbral, apenas delineada por la luz tenue que se filtraba a través de la nevada, era inconfundible. Stefan. Thomas soltó el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta. Su presencia siempre llenaba el espacio, pero esa noche, envuelto en el frío y la tensión, parecía aún más imponente.

Thomas se puso de pie con calma, intentando que el movimiento no delatara el inesperado nerviosismo que se instalaba en su pecho. Había un instante —apenas perceptible— de alivio al verlo, pero se desvaneció rápidamente, desplazado por una tensión que le tensaba los hombros.

Stefan cerró la puerta tras de sí con un movimiento firme y pausado, sacudiendo apenas la nieve que se había acumulado en su uniforme. Incluso en el descuido del clima, su ropa mantenía esa perfección casi intimidante: cada pliegue impecable, cada botón en su lugar, como si el frío o el agotamiento no tuvieran cabida en él. En contraste, Thomas se sentía desordenado y torpe, una presencia mucho menos pulida.

Los ojos de Stefan fueron lo primero que encontró. Siempre eran lo primero: fríos, implacables, de un gris tan claro que parecían un zirconio reflejando una luz opaca. Era como si pudieran perforar cualquier fachada, cualquier mentira, y llegar directo al fondo de quien tuviera enfrente. Thomas desvió la mirada de forma casi instintiva, aferrándose a algún punto indefinido del suelo.

—Stefan... —murmuró, y la palabra apenas fue un aliento en el aire, ahogada antes de tomar forma.

Stefan no respondió al instante. Permaneció quieto, tan quieto que Thomas sintió cómo el silencio se volvía algo tangible, denso. La nieve seguía cayendo afuera, su sonido apagado un contraste absoluto con la firmeza de los pasos de Stefan al avanzar hacia él. No era necesario nada más para que la distancia entre ambos se sintiera abrumadora.

Cuando finalmente se detuvo frente a él, Stefan inclinó ligeramente la cabeza, estudiándolo. Su mirada, firme como siempre, parecía escudriñar cada gesto, como si estuviera descifrando algo invisible, algo que ni Thomas mismo entendía.

—¿Todo en orden? —preguntó al fin, su voz grave pero suave, con ese tono controlado que nunca revelaba demasiado.

La pregunta hizo que Thomas sintiera un nudo en la garganta. Estar a solas con Stefan era una contradicción constante: el deseo de acercarse y el temor de exponerse demasiado. Quiso decirle lo que lo había estado inquietando, mencionar aquella conversación con El Cuervo, pero las palabras se le atoraron. Forzó una sonrisa y asintió, aunque su voz titubeó un poco.

—Sí, todo bien —susurró, cruzándose de brazos, como si el frío del taller o el peso de sus pensamientos fueran algo que pudiera contener así.

Stefan no respondió de inmediato. Dejó su abrigo sobre una de las mesas con un movimiento pausado, metódico, como si cada acción suya llevara consigo una intención invisible. Luego, sin apartar la mirada, lo observó. No fue un vistazo casual, no. Eran segundos largos y densos, en los que sus ojos lo escudriñaban con una atención tan penetrante que Thomas tuvo que contener el aliento.

—Pareces preocupado —dijo finalmente Stefan, su voz grave pero con un matiz que Thomas no supo identificar del todo, una mezcla sutil de neutralidad e inquietud—. Ven, acércate.

Era una orden disfrazada de invitación, una que Thomas no podía ignorar. Dudó por un instante, tragando saliva mientras su mirada caía sobre las manos de Stefan, tan firmes y seguras, y luego volvió a su rostro, a esos ojos que no permitían escapatoria. Thomas vaciló, pero finalmente lo siguió hasta una mesa cercana al convector, donde un calor tenue intentaba disipar la humedad que se acumulaba en el taller.

Stefan se apoyó contra la mesa con la misma calma implacable de siempre, cruzando los brazos sobre el pecho, su postura relajada pero firme, mientras sus ojos seguían fijos en Thomas. El uniforme de Stefan, perfectamente ordenado, contrastaba con la rudeza del taller y le daba un aire de autoridad que no necesitaba palabras.

Thomas permaneció de pie, incapaz de relajarse. Sus manos temblorosas se aferraron al dobladillo de su suéter, un gesto casi infantil que lo hacía sentir aún más expuesto. Trataba de mantenerse erguido, de aparentar una calma que no sentía, pero su respiración delataba el torbellino de emociones que no lograba controlar. Las palabras de Stefan, cargadas de un tono que rara vez usaba, lo desarmaron lentamente:

—No podía esperar para hablar contigo —confesó, sus palabras bajas, casi como si temiera que alguien más pudiera escucharlos. Su mirada se mantuvo fija en Thomas, sin perder ni un detalle de sus gestos, como si tratara de descifrarlo en silencio.

Thomas tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta. El calor del convector se sentía casi irreal comparado con el frío que lo recorría por dentro. Finalmente, las palabras se le escaparon, frágiles pero inevitables:

—La verdad es que... estoy muy confundido —admitió en un murmullo, como si admitirlo fuera liberar un peso insoportable de su pecho. El sonido de su propia voz lo asustó. Lo que acababa de decir, lo que significaba, lo llenaba de un vértigo difícil de ignorar.

Stefan apenas reaccionó. Asintió de manera casi imperceptible, pero sus ojos, más suaves y profundos de lo habitual, contaban otra historia. Dio un paso adelante, tan leve que parecía un movimiento casual, pero la distancia entre ellos se redujo de manera irrefutable. Thomas sintió cómo el aire se volvía más pesado, más difícil de respirar. No pudo evitar bajar la mirada a sus propias manos, que seguían aferradas a su suéter, temblando apenas.

—Yo también he estado confundido —respondió Stefan con voz baja, su tono más grave, más cercano, como si cada palabra le costara un esfuerzo inmenso—. No he dejado de pensar en ti... y en aquella noche.

La confesión golpeó a Thomas como una ráfaga de aire helado y ardiente a la vez, dejándolo sin aliento. Tragó saliva, sintiendo un nudo tenso y doloroso en el estómago. El recuerdo lo arrastró de vuelta: sus propias lágrimas, el miedo paralizante y esa cercanía sofocante que no supo manejar, hasta que Stefan lo dejó allí, solo, en medio de la confusión.

—No... no quise hacerte sentir que estaba asustado por ti —murmuró Thomas, cerrando los ojos un segundo, como si necesitara reunir fuerzas para admitirlo—. Fue... fue todo tan rápido. No supe cómo manejarlo.

Stefan lo observó en silencio. Su expresión, siempre tan controlada, parecía vacilar apenas, como si por una vez las emociones superaran su esfuerzo por contenerlas. Sus ojos —claros, implacables, pero ahora vulnerables de una forma inesperada— estudiaron el rostro de Thomas. Stefan suspiró, profundo, un sonido bajo que parecía arrancado de lo más hondo de su pecho.

—No tienes que explicarte —dijo finalmente, su voz firme, pero con una suavidad inusual. Dio un paso adelante, acortando la distancia entre ellos. Sus manos quedaron suspendidas en el aire, apenas a unos centímetros de Thomas, como si luchara consigo mismo para no alcanzarlo—. No quise que te sintieras solo. Me fui porque pensé que era lo que querías.

Las palabras cayeron como piedras en el pecho de Thomas, desarmando una parte de él que había intentado mantener oculta. Levantó la vista, buscando respuestas en el rostro de Stefan, y lo encontró más cercano que nunca, tan humano como nunca lo había visto. Por un instante, no había ni fuerza ni arrogancia en su mirada; solo quedaba una verdad tan simple como desconcertante.

—Entonces... ¿qué te parece si lo olvidamos? —susurró Thomas, su voz temblando apenas. Era una salida, un intento por cerrar algo que no comprendía y que lo asustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Stefan negó con la cabeza al instante, con una firmeza que no dejó lugar a dudas. Su mandíbula se tensó, y la claridad de sus palabras resonó en el aire inmóvil del taller:

—No, Thomas. No quiero olvidarlo.

Thomas sintió su pecho encogerse al oírlo. No era lo que esperaba, no era lo que quería escuchar... y, sin embargo, una parte de él sintió algo parecido al alivio, como si una puerta se abriera a un lugar desconocido pero inevitable.

—Quiero que todo esté bien entre nosotros —continuó Stefan, su voz más baja pero no menos decidida—. Si tú también quieres eso.

El silencio que siguió fue casi insoportable. Thomas lo miró, su mirada temblorosa encontrándose con la intensidad implacable de Stefan. Sus pensamientos eran un caos, una maraña imposible de desenredar, pero en el fondo, entre el miedo y la confusión, algo comenzaba a despejarse. Sintió el latido de su corazón, pesado y desbocado, como si intentara guiarlo a algún lugar desconocido.

—Yo... —empezó, pero su voz se quebró, apenas un susurro. Cerró los ojos por un segundo, como si pudiera encontrar ahí el valor que necesitaba. Al abrirlos, Stefan seguía allí, esperándolo, firme y real. Thomas tragó saliva y, finalmente, habló—: Sí... yo también quiero.

Stefan lo miró, en silencio, como si cada palabra de Thomas hubiera detenido el mundo. Por un instante, todo quedó suspendido: el frío del taller, el eco de sus respiraciones, incluso los pensamientos que normalmente lo invadían. Entonces, con una lentitud que parecía desafiar el tiempo, Stefan levantó la mano. Sus dedos rozaron los de Thomas, apenas un contacto, tan ligero que casi podía pasar por un accidente. Pero no lo era.

El roce fue suficiente para que Thomas se tensara, como si una corriente eléctrica lo hubiera atravesado. El contacto, tan sutil, lo dejó inmóvil, con el corazón latiendo desbocado. Stefan no retiró la mano. En cambio, sus dedos se deslizaron con suavidad, buscando la palma de Thomas, que permanecía rígida y fría. Fue un gesto mínimo, casi insignificante, pero cargado de una intimidad tan inesperada que lo dejó sin aliento.

Thomas no pudo moverse. Su mente le decía que debía hacerlo, que debía apartarse, pero su cuerpo no respondía. El taller entero se desvaneció a su alrededor; no había herramientas dispersas ni el eco lejano del campamento. Solo estaban ellos. Y entonces, Stefan hizo algo más.

Sus dedos, todavía entrelazados con los de Thomas, se movieron con deliberación, deslizándose hacia el dorso de su mano. Lentamente, bajó la mirada, sus pestañas largas descansando sobre sus mejillas como sombras, mientras trazaba círculos invisibles en la piel de Thomas, como si intentara memorizar cada centímetro de ese contacto. Fue tan natural, tan íntimo, que Thomas sintió que el aire le faltaba.

El toque se trasladó hacia su rostro. Con la misma calma, Stefan levantó la otra mano, llevando la yema de sus dedos a la línea de la mandíbula de Thomas. Era un toque apenas perceptible, cuidadoso, como si temiera romper algo frágil. Thomas sintió un nudo formarse en su estómago, la calidez de Stefan contrastando con el frío que siempre lo había rodeado. No podía moverse. No quería moverse.

Stefan acercó su rostro, y Thomas, atrapado en esos ojos claros que parecían buscar respuestas en él, apenas logró respirar. El aroma de tabaco y madera quemada que emanaba de Stefan llenaba el espacio entre ellos, mientras sus dedos trazaban una línea invisible desde la mandíbula hasta la mejilla. Thomas cerró los ojos, incapaz de sostener la mirada, incapaz de enfrentar lo que estaba ocurriendo. Pero lo sentía: esa conexión que lo envolvía, que lo quemaba desde dentro.

Por un instante, todo desapareció. No había barracones, ni campamento, ni reglas. Solo el calor de esa cercanía, el toque de Stefan, la intensidad de su presencia. Era demasiado. Y, sin embargo, no era suficiente.

El hechizo se rompió.

Como si algo dentro de él se rebelara, Thomas dio un paso atrás, abriendo los ojos con brusquedad. Su respiración era irregular, su pecho subía y bajaba con fuerza, y sus pensamientos eran un caos imposible de ordenar. Stefan bajó la mano lentamente, sin apurarse, sin reproches, pero con una mirada que cargaba un peso que Thomas no sabía cómo manejar.

El silencio entre ellos se volvió pesado, denso, pero ninguno se movió. Thomas bajó la mirada, el calor en sus mejillas delatando lo que no podía decir. Dio otro paso hacia atrás, buscando una distancia que pudiera devolverle el control.

—Lo siento... —murmuró al fin, con una voz rota, casi inaudible. No sabía qué más decir, no sabía cómo explicarlo. No era una disculpa completa, pero era todo lo que podía ofrecer en ese momento.

Stefan permaneció inmóvil. Sus ojos, serenos pero cargados de significado, no abandonaron el rostro de Thomas. No había reproche en su mirada, solo una quietud que lo desconcertaba. Finalmente, Stefan asintió ligeramente, un gesto pequeño, pero suficiente para transmitirle que estaba bien, que no necesitaba disculparse.

El silencio continuó alargándose, pero esta vez no era incómodo. Era un vacío cargado de posibilidades, un espacio que ambos sabían que no podían llenar con palabras. Algo había cambiado en ese momento, algo irreparable, y aunque no se hubieran acercado más, aunque no hubiera ocurrido lo que ambos sabían que podría haber pasado, era evidente que nada volvería a ser igual.

Stefan tomó aire, su pecho subiendo con una calma que parecía contener un mundo entero. Su mirada seguía fija en Thomas, y en esos ojos había una mezcla de vulnerabilidad y resolución, como si intentara encontrar una forma de seguir adelante sin destruir lo que había comenzado a formarse entre ellos.

—Seamos amigos, ¿sí? —dijo finalmente, con una voz baja pero firme, como si la palabra fuera una cuerda lanzada en medio del abismo que los separaba. Era una salida segura, una tregua tácita, aunque ambos sabían que aquello nunca podría ser tan simple.

Thomas lo miró, sintiendo un alivio extraño que se mezclaba con algo más profundo, algo que no se atrevía a nombrar. Asintió lentamente, sin confiar en su voz, y cuando Stefan extendió una mano hacia él, dudó por un momento. No era un simple apretón; era algo más. Al aceptarlo, estaría aceptando todo lo que implicaba, lo que ninguno de los dos podía decir en voz alta.

Finalmente, Thomas alzó su mano y entrelazó los dedos con los de Stefan. El contacto fue breve, sencillo, pero cargado de una calidez que lo atravesó como un rayo. Cuando Stefan soltó su mano y dio un paso atrás, Thomas sintió que el calor permanecía en su piel, como una marca invisible. Stefan lo miró una última vez, con una expresión que era al mismo tiempo una promesa y una despedida, y salió del taller con pasos tranquilos, dejando tras de sí un vacío que lo llenaba todo.

Thomas se quedó allí, solo, con el eco del momento aún resonando en el aire. Afuera, el sol se inclinaba hacia el horizonte, proyectando largas sombras que se deslizaban por el taller como si quisieran envolverlo. Pero dentro de él, algo había cambiado. Sabía, con una certeza que lo aterraba, que lo que había comenzado en ese instante no se apagaría tan fácilmente. Algo había despertado, y no había forma de volver atrás.








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