Capítulo 22
Bajo las tenues y parpadeantes luces del comedor, la figura de Stefan se recortaba entre sombras, su presencia imponente irradiaba autoridad y un peligro latente que parecía silenciar todo a su alrededor. Donde antes había bullicio, risas y conversaciones animadas, ahora solo quedaban susurros tímidos, como si la atmósfera hubiera cambiado con su sola llegada. Stefan avanzó entre las mesas con paso firme, sus ojos oscuros fijos en Thomas, quien no había notado su llegada hasta que ya lo tenía frente a él. Cada uno de sus movimientos, aunque controlados, irradiaba una fuerza contenida que mantenía a todos en vilo.
—Thomas —dijo Stefan, su voz baja y gélida, cargada de una intensidad que helaba la sangre—. ¿Podemos hablar?
El corazón de Thomas dio un vuelco tan fuerte que casi pudo escucharlo. Toda la seguridad que había ganado en las últimas semanas pareció desmoronarse en un instante, como si su fortaleza no fuera más que un castillo de naipes que Stefan había derribado con una simple frase. Las risas y la camaradería que había compartido con sus amigos ahora parecían lejanas, irrelevantes ante la tormenta emocional que estaba a punto de desatarse.
Thomas asintió, sin saber qué más hacer. El temblor en sus manos era apenas perceptible, pero lo sentía en todo su cuerpo. Sus amigos, sentados a su alrededor, intercambiaron miradas de desconcierto y miedo, incapaces de comprender la inusitada situación.
—A solas —espetó Stefan con frialdad, dirigiéndose a los presentes en la mesa. No había lugar para objeciones en su tono. Raymond, con una mirada indescifrable, se levantó junto a los demás, dejando sus bandejas a medio comer. Todos se alejaron sin hacer preguntas, conscientes de que algo mucho más profundo estaba ocurriendo.
Una vez que quedaron solos, la tensión en el aire se hizo aún más palpable. Stefan se sentó frente a Thomas, cruzando los brazos sobre la mesa con un gesto casi casual, pero que no ocultaba la intensidad de la situación. La frialdad en su rostro se suavizó ligeramente, pero sus ojos seguían cargados de una urgencia que Thomas no podía ignorar.
—¿Cómo estás? —preguntó Stefan después de un largo silencio, rompiendo el hielo con una pregunta que, bajo cualquier otra circunstancia, habría parecido inocua.
—Bien —respondió Thomas, tratando de mantener la compostura, aunque sus manos se retorcían bajo la mesa, agitadas por una ansiedad que no podía controlar. Su voz sonaba más firme de lo que esperaba, pero por dentro, el miedo lo carcomía.
—Eso parece... —murmuró Stefan, observándolo con detenimiento, como si tratara de leer más allá de sus palabras.
El silencio entre ellos se hizo pesado, casi insoportable. Thomas, incapaz de soportar la espera, decidió adelantarse.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó con un tono cortante, intentando mantener el control, aunque algo en su interior ya se tambaleaba.
Stefan exhaló con fuerza, como si hubiera estado conteniendo esa respiración desde hacía mucho. Su mirada, fija en la de Thomas, era intensa, cargada de una mezcla de emociones que apenas podía esconder. Finalmente, después de lo que parecieron segundos eternos, Stefan habló.
—Perdóname por lo que te hice.
Thomas, aunque lo esperaba, sintió un nudo en el estómago al escuchar las palabras. No fue la disculpa lo que lo sorprendió, sino la forma en que la voz de Stefan sonaba, rota, como si aquella confesión le costara más de lo que estaba dispuesto a admitir. Stefan, el mismo hombre que siempre proyectaba una imagen de fuerza y seguridad, ahora estaba tan atrapado en el remolino de emociones como él. Y eso, más que las palabras mismas, hizo que Thomas sintiera que algo en su mundo se volvía a romper.
—Tú no hiciste nada que yo no quisiera —respondió Thomas, obligando a su voz a sonar firme, aunque por dentro sintiera que se derrumbaba. Desvió la mirada, incapaz de soportar la intensidad de los ojos de Stefan, ojos que ahora parecían reflejar el mismo caos que sentía en su interior.
Stefan negó lentamente con la cabeza, su ceño fruncido, como si estuviera luchando por encontrar las palabras correctas.
—Te vi esa noche... —comenzó, su tono más suave pero aún cargado de la misma tensión—. Y no puedo sacarme esa imagen de la cabeza. Necesito saber que estás bien... realmente bien.
El aire entre ellos se volvió más pesado, cargado de una tensión que parecía difícil de respirar. Las palabras de Stefan quedaron suspendidas en el espacio, como si cada una de ellas hubiese dejado una marca imborrable en el momento. Thomas sentía cómo su pulso se aceleraba, cómo cada fibra de su ser le pedía que se apartara, que huyera de esa conversación, pero había algo más fuerte que lo mantenía arraigado en su lugar, como si supiera que este era un momento del que no podía escapar.
—Me asusté... me sentí confundido —admitió Thomas, su voz apenas un murmullo, el peso de sus emociones cayendo sobre él con cada palabra. Su cuerpo estaba tenso, rígido, como si al hablar estuviera dejando al descubierto una vulnerabilidad que había intentado ocultar durante días—. No esperaba que todo sucediera tan rápido.
—Lo lamento de verdad —murmuró Stefan, desviando la mirada, pero las palabras de Thomas volvieron a atraer su atención de forma inmediata.
—No tiene sentido seguir con esto, Stefan. Eso, lo que pasó, no es que no me haya gustado... es solo que...
—¿Es solo qué? —insistió Stefan, su tono suave, pero con una urgencia palpable. Sus ojos, fijos en Thomas, exigían una respuesta, una verdad que había estado escondida bajo capas de dudas y silencios.
Thomas apretó los labios, su mirada cayendo brevemente antes de levantarse de nuevo para encontrarse con la de Stefan. En ese intercambio, la intensidad entre ambos creció. El temor y el deseo se entrelazaban en la mirada de Thomas, quien, a pesar de sus dudas, no podía apartar los ojos de Stefan.
—Es solo que... me tomó por sorpresa, yo nunca había hecho algo así antes, pero al mismo tiempo... —hizo una pausa, luchando con las palabras— fue como si lo hubiese estado esperando... toda la noche.
El silencio que siguió a esa confesión fue ensordecedor, cargado de una tensión densa, palpable, como si el aire mismo hubiera adquirido peso. Las palabras que aún no se atrevían a decir flotaban entre ellos, inmóviles, esperando ser desenterradas. Thomas sentía los ojos de Stefan sobre él, escudriñando cada gesto, como si buscara desenterrar más de esa revelación, buscando entre las grietas de sus palabras lo que Thomas aún no se atrevía a confesar por completo. En ese instante, la fachada que ambos habían mantenido comenzó a resquebrajarse, dejando al descubierto todas las emociones que habían reprimido durante tanto tiempo: las miradas furtivas, el deseo latente, el beso que los había marcado.
Y aunque esa revelación no hizo que el nudo en el pecho de Thomas desapareciera, lo hizo sentir menos solo en su propia tormenta. El saber que Stefan, tan frío y distante, estaba tan perdido como él, le provocó una extraña mezcla de alivio y angustia. Era una conexión tan real que dolía, una verdad innegable que, a pesar de todo, no podía ser ignorada. Pero, al mismo tiempo, esa verdad no era fácil ni simple. Nada sobre lo que compartían lo era.
El peso de ese momento seguía colgando entre ellos, una energía intensa que los envolvía, esperando que alguno de los dos la enfrentara. Stefan, sin embargo, no parecía perturbado por la confesión de Thomas. En lugar de reaccionar con sorpresa o incomodidad, simplemente pasó la lengua lentamente por sus labios, un gesto que parecía casual pero que, en ese contexto, estaba cargado de una intención que Thomas no podía ignorar. El simple acto, tan humano y vulnerable, envió un escalofrío involuntario por la columna de Thomas.
—¿Qué te parece si hablamos de esto en otro lugar? —propuso Stefan, con un tono bajo, casi susurrado—. No aquí... aquí todos nos están mirando.
Thomas echó un vistazo a su alrededor, notando cómo las miradas se clavaban en ellos. Había una incomodidad palpable en el ambiente, muchos de los presentes murmuraban entre ellos, sorprendidos de ver a Stefan, un habitual infractor que raramente se mezclaba con quienes no pertenecían a su círculo, hablando con alguien como él. Las expectativas parecían crecer en cada mirada, esperando que algo sucediera. Incluso sus amigos, que habían permanecido a una distancia prudente, observaban con ojos cargados de preguntas.
—¿Te parece si nos vemos mañana en el taller de mantenimiento, después de los entrenamientos? —propuso Stefan, su voz ronca y cargada de una intensidad que Thomas no pudo descifrar del todo.
Thomas vaciló, su mente corriendo a través de las posibles consecuencias de aceptar esa invitación. Sabía que entrar en ese terreno sería peligroso, pero algo en el tono de Stefan, en su mirada insistente, lo hacía incapaz de decir que no. Tragó saliva, y finalmente, asintió con cautela.
—Te esperaré ahí, Thomas. Tenemos mucho de qué hablar. —Las palabras de Stefan cayeron entre ellos con el peso de una sentencia, hundiéndose en el aire denso del comedor.
Antes de que Thomas pudiera formular una respuesta coherente, sintió un brazo rodeando sus hombros. Sobresaltado, giró rápidamente, solo para encontrarse con la familiar cabellera castaña de Gustaf Koch, cuya sonrisa abierta contrastaba con la seriedad del momento.
—¡Thomas! ¿Dónde te habías metido? —exclamó Gustaf, con su efusividad característica, acompañado de una risa despreocupada que desentonaba con la tensión latente en el aire. Para Thomas, sin embargo, esa energía solo añadía una capa de incomodidad a la situación.
—Gustaf —respondió Thomas, esbozando una sonrisa forzada. Todavía sentía la mirada fija de Stefan sobre él.
Stefan, al otro lado de la mesa, observaba la escena con una expresión indescifrable, quizás algo resignado, como si ya estuviera acostumbrado a la naturaleza abierta y bulliciosa de Gustaf. En ese momento, un tercer soldado, de ojos muy oscuros, se dejó caer en un asiento junto a ellos. Era Henry Bauer, el segundo mejor amigo de Stefan, conocido por su lengua afilada.
—¿Desde cuándo comemos con los obedientes? —comentó Henry, lanzando una mirada crítica a Thomas mientras lo evaluaba de arriba a abajo.
—¿Obedientes? —repitió Thomas, algo confundido.
—Así es como los infractores llaman a los reclutas del lado norte, obedientes, ya que siempre siguen las reglas al pie de la letra —explicó Stefan, con una voz tranquila y distante.
—No tenía idea —admitió Thomas, tratando de entender los términos de ese mundo al que aún no pertenecía del todo.
Gustaf, siempre dispuesto a romper el hielo, intervino con su tono jovial.
—Henry, te presento a mi buen amigo Thomas. Se ha ganado un lugar aquí.
—¿Un lugar aquí? ¿O en la cola para servirnos el almuerzo? —bromeó Henry, lanzando una sonrisa ácida mientras seguía mirando a Thomas con cierta burla.
Thomas sintió una oleada de incomodidad, pero antes de que pudiera responder, Gustaf soltó una carcajada ruidosa, dándole una palmada en la espalda que lo hizo tambalearse un poco.
—¡Este tipo es una pasada! —exclamó Gustaf, sin dejar de reír.
—Bueno, todo muy divertido, pero yo vine a comer —gruñó Henry, señalando las bandejas de comida—. ¿Vas a terminarte eso?
Thomas negó con la cabeza, pero Henry ya se había apropiado de la comida, devorando los platos con un apetito voraz. Stefan, que había permanecido en silencio hasta entonces, tomó un bocado con la misma tranquilidad habitual.
—Un momento —dijo Gustaf, observándolos con curiosidad renovada—. ¿Y ustedes dos cómo se conocen? —preguntó, mirando alternativamente a Thomas y a Stefan, su tono ahora más inquisitivo.
Stefan mantuvo su calma habitual, mientras Thomas luchaba por encontrar una respuesta adecuada. Henry, por su parte, los miraba con el ceño fruncido, como si estuviera esperando una confesión.
—Nos castigaron juntos —respondió finalmente Stefan, con una indiferencia calculada.
Thomas asintió, corroborando la historia, pero no pudo evitar notar la tensión que aún colgaba en el aire entre ellos.
—Me estuvo ayudando en el taller —continuó Stefan, con su voz tranquila pero cargada de significado. La mirada que intercambió con Thomas parecía decir más de lo que cualquiera de ellos se atrevería a poner en palabras. El aire entre ambos estaba cargado de algo denso, algo que ni siquiera los demás podían percibir, pero que para Thomas era casi asfixiante.
Sintiendo que ya no podía soportar más la tensión, Thomas se aclaró la garganta.
—Debo irme, mis amigos me esperan —anunció, aunque sabía que esa no era la verdadera razón. El corazón le latía con fuerza, y sentía el peso de la mirada de Stefan siguiéndolo, escrutando cada movimiento que hacía. Al escuchar su comentario, Gustaf soltó un abucheo juguetón, lleno de energía y con esa efusividad tan típica en él.
—¡Vamos, no seas aguafiestas! —exclamó, riendo.
—Como sea... —murmuró Henry con tono mordaz, mientras seguía devorando la comida sin prestarle demasiada atención.
Antes de que Thomas pudiera alejarse por completo, Stefan lo detuvo con una simple frase que lo hizo detenerse en seco.
—Mañana en el taller, ¿de acuerdo? —le recordó, con un tono tan neutral que podría haber pasado desapercibido para los demás, pero que para Thomas llevaba una promesa velada.
Thomas asintió, nervioso, sintiendo el temblor en sus manos. No podía evitar que esa extraña mezcla de miedo y emoción lo invadiera. Era un caos interno que lo desconcertaba, y la idea de volver a encontrarse con Stefan le generaba una sensación entre terror y euforia, como si estuviera al borde de algo desconocido.
—Hasta luego —dijo antes de alejarse apresuradamente. Las palabras salieron de su boca con torpeza, mientras trataba de mantener la calma. Caminando hacia la salida, el peso de la conversación seguía aplastándolo, y mientras avanzaba, sus pensamientos giraban en espiral. ¿Era esto lo que significaba sentirse cautivado por alguien? ¿Como es que un día cualquiera, una persona puede entra a tu vida y, de repente, transformar todo tu mundo por completo? Si esos eran los efectos de la atracción, Thomas no pudo pensar en que existiese algo más extraordinario y profundamente inquietante, que los sentimientos humanos.
No había llegado muy lejos cuando se encontró con Simon, quien lo miró con una expresión a medio camino entre la curiosidad y la preocupación.
—¿Desde cuándo eres tan amigo de la hermandad del diablo? —inquirió Simon, arqueando una ceja, su tono incrédulo pero ligero.
Thomas se encogió de hombros, sintiendo las miradas inquisitivas de sus amigos clavadas en él como si lo estuvieran diseccionando. Simon y Raymond lo observaban como si acabara de aterrizar de otro planeta, claramente esperando respuestas que él no estaba dispuesto a dar... al menos, no del todo.
—¿Por qué Stefan Weiss te estaba buscando? —preguntó Raymond, frunciendo el ceño mientras sus ojos brillaban con una mezcla de curiosidad y sospecha.
Thomas soltó una risa suave, casi burlona, mientras salía del comedor. Sabía que no iba a poder escapar de esa conversación tan fácilmente, pero por el momento, quería prolongar el misterio un poco más.
—Venga ya, tienes que contarnos —insistió Simon, casi trotando para alcanzarlo mientras salían al frío del campamento.
—Lo haré, después de ducharme —prometió Thomas con una sonrisa traviesa, como si estuviera disfrutando de la intriga que había creado. Sus amigos intercambiaron miradas frustradas, pero siguieron caminando a su lado, ansiosos por sacarle toda la información tan pronto como pudieran.
Ya en el barracón, mientras los demás se relajaban, Thomas decidió contarles parte de la verdad, aunque con una dosis de mentira que pudiera tranquilizar a sus amigos. Les explicó que durante el castigo que compartió con Stefan, este había empezado a confiar en él y que ahora lo había estado buscando para pedirle ayuda con un examen sobre obras literarias de teatro. La idea era tan ridícula, tan alejada de la verdad, que tuvo que contener la risa mientras hablaba. Simon, por supuesto, lo miró con escepticismo.
—¿Stefan Weiss, el soldado que no sigue ninguna regla, preocupado por un examen? —Simon arqueó una ceja, evidentemente poco convencido.
Thomas se encogió de hombros con una sonrisa despreocupada. —Supongo que hasta los más duros tienen que estudiar.
Aunque sabía que sus amigos no se lo creían del todo, no presionaron más. Y esa noche antes de dormir, la calidez de esos pensamientos lo envolvieron, como un manto que lo protegía del frío que reinaba en el barracón. A pesar del agotamiento del día, su corazón latía más rápido de lo habitual, y aunque intentaba relajarse, cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Stefan volvía a su mente, despertando emociones que apenas empezaba a comprender.
Finalmente, el peso del cansancio fue más fuerte que la agitación de su mente, y poco a poco, Thomas se dejó llevar por el sueño. Su respiración se hizo más lenta, su cuerpo más pesado, y, sin darse cuenta, se quedó dormido, con una sonrisa tenue aún dibujada en su rostro, mientras su subconsciente seguía aferrado al recuerdo de ese beso prohibido.
Muy temprano por la mañana, las obligaciones sacaron a todos de sus camas. El cansancio colectivo era palpable, especialmente después del lamentable desempeño de muchos en las peleas cuerpo a cuerpo de la última vez. Los instructores, visiblemente insatisfechos, les anunciaron que el día se enfocaría en mejorar su condición física y profundizar en las habilidades de supervivencia en la intemperie. Sería un día largo, sin descanso, con la promesa de que los enfrentamientos se repetirían pronto y todos debían estar mejor preparados.
Peter, el único que parecía animado con la idea de volver al combate, se acercó a Thomas con una sonrisa despreocupada en el rostro. Sin previo aviso, lo rodeó con un brazo, su fuerza evidente incluso en el gesto aparentemente amistoso.
—No te tomes personal lo de la última vez, ¿vale? —dijo, con tono relajado, casi burlón—. Solo fue un poco de diversión.
Thomas apretó los dientes y, con un movimiento brusco, apartó el brazo de Peter de su hombro. Aún sentía el dolor en el pecho y la humillación de la última vez, cuando Peter lo había derribado de una patada certera. Sabía que para Peter era solo un juego, pero para él, cada combate era una batalla interna que odiaba con toda su alma.
No quería repetir el combate. No le gustaban las peleas, y mucho menos el ambiente de agresividad que parecía volverse cada vez más común entre sus compañeros. Mientras todos marchaban hacia el área de entrenamiento detrás del teniente, Thomas caminaba en silencio, con la cabeza llena de pensamientos oscuros. No sabía qué lo ponía más nervioso: la posibilidad de tener que enfrentarse nuevamente a Peter o el hecho de que esa misma tarde volvería a encontrarse con Stefan.
Mientras avanzaban hacia el área de entrenamiento, los murmullos de los otros chicos y los gritos de los instructores se difuminaban en el fondo, como un ruido distante. Thomas estaba tan absorto en su propio nerviosismo que ni siquiera notó cuando comenzaron las actividades. Se sentía ajeno a todo, como si estuviera flotando en una burbuja, incapaz de conectarse con lo que lo rodeaba.
Y justo cuando pensaba que nada podía empeorar, una figura imponente apareció al borde de la zona, se trataba del coronel Otto. La mirada de los reclutas se centró en él de inmediato, con respeto y cierta inquietud.
—Thomas Leblanc, ven aquí —llamó el coronel con voz autoritaria.
Un murmullo recorrió el grupo, mientras Thomas, sintiendo una mezcla de sorpresa y temor, se dirigió hacia él. El escalofrío que recorrió su espalda no se debía al frío, sino a los nervios que comenzaban a instalarse en su pecho. "¿Ahora qué?", pensó, mientras el corazón le martilleaba en el pecho.
El coronel no esperó. Se giró y comenzó a caminar, dejando claro que Thomas debía seguirlo. Con cada paso, sentía que su mente giraba en un torbellino de posibilidades: ¿había cometido algún error? ¿Estaba en problemas? Sus compañeros lo observaron mientras se alejaba, intercambiando miradas preocupadas.
Al constatar que el coronel lo conducía al edificio principal, su corazón latió con fuerza, casi audible en la quietud de la mañana fría. Entraron en la recepción, un espacio que parecía haberse detenido en el tiempo, adornado solo con insignias y fotografías en blanco y negro de figuras militares. Allí estaba, frente a la oficina cerrada del coronel Otto Reinhardt, esperando ser llamado. Sus manos estaban tensas, los dedos entrelazados como en una plegaria silenciosa.
De pronto, la puerta se abrió. Thomas levantó la vista, preparándose para enfrentar cualquier reprimenda o instrucción, pero en lugar del coronel, una figura completamente inesperada apareció en el umbral: su madre. Con el cabello recogido en su habitual moño y una sonrisa que le iluminaba el rostro, ella parecía un faro de calma en el mar de ansiedad de Thomas.
Por un momento, él no pudo moverse ni hablar, completamente atónito. Parecía que no se habían visto en años. La sorpresa se reflejó en sus ojos, y un brillo de incredulidad los atravesó. ¿Cómo había llegado ella allí? ¿Por qué ahora?
Su madre avanzó con los brazos abiertos, y en ese instante, todas las preocupaciones de Thomas se disolvieron. Corrió hacia ella, olvidando todo y la formalidad del entorno militar. El abrazo que compartieron fue largo y lleno de emociones, un respiro en medio de la rigidez castrense.
—¿Pero cómo...? —comenzó Thomas, una vez que se separaron, todavía sin poder creer que su madre estuviera frente a él, en carne y hueso.
Ella sonrió y le acarició el rostro. —He venido a verte, Thomas. Tomé el coche y vine sin decirle nada a tu padre.
—Pero madre, sabes cómo se pondrá... sabes que cuando papá se enoja, él...
—No me importa —lo interrumpió con firmeza, envolviéndolo nuevamente en sus brazos. Cuando ambos recuperaron la compostura, su madre tomó sus manos entre las suyas, mirándolo con una seriedad que contrastaba con la suavidad de su sonrisa inicial—.
—He venido a sacarte de aquí —dijo con resolución—. No me importa lo que diga tu padre. Estoy aquí por ti. Y... necesito que me perdones por haberte dejado venir, por no haberte apoyado cuando más lo necesitabas.
Thomas la miró, desconcertado. Las palabras de su madre removieron algo profundo en su interior, un torbellino de emociones que se negaba a ordenar. Sentía las lágrimas presionando detrás de sus ojos, una tormenta de tristeza y alivio que amenazaba con romper su fachada de fortaleza. Pero no lloró. Respiró hondo, manteniendo la compostura con un esfuerzo visible.
—Vuelve a casa conmigo, olvídate de este lugar —susurró su madre.
La mente de Thomas se agitó con una velocidad vertiginosa. Las preguntas lo asaltaron de inmediato: ¿qué diría el Coronel Reinhardt? Pensó en Raymond, en Simon, y por último, la imagen de Stefan Weiss apareció con claridad. Stefan... quien lo estaría esperando esa misma tarde en el taller de mantenimiento.
—Madre, no quiero irme —confesó finalmente, con la voz firme aunque su corazón latía con fuerza. Cada palabra se sintió como una decisión irrevocable—. Sé que esto puede ser difícil de comprender, pero he encontrado algo aquí. He hecho amigos... y he aprendido cosas sobre mí mismo que nunca pensé que descubriría.
El asombro se reflejó en el rostro de su madre, como si le costara procesar que su hijo, al que ella consideraba aún tan joven e indefenso, pudiera haber hallado algo valioso en un lugar que le parecía tan frío y ajeno.
—Pero, Thomas... ¿de veras lo dices en serio? —replicó, su voz temblando entre la incredulidad y la preocupación—. Puedo arreglarlo todo, podemos irnos ahora mismo. No tienes que quedarte aquí, no si no lo deseas...
Thomas negó con la cabeza, su postura ya no mostraba la inseguridad de antes, sino la firmeza de una decisión madura.
—Estoy seguro, madre —respondió con suavidad pero sin titubeos—. Te agradezco que hayas venido, de verdad... y sé que quieres lo mejor para mí. Pero aquí... aquí estoy aprendiendo. Estoy enfrentando retos que nunca imaginé poder soportar. Este lugar es duro, lo sé, pero también me ha enseñado cosas valiosas.
Su madre lo miró intensamente, buscando en sus ojos cualquier signo de duda, cualquier sombra de vacilación. Pero solo encontró determinación. Suspiró profundamente, una mezcla de resignación y admiración que le atravesaba el rostro. Al final, asintió con una sonrisa tenue, aunque sus ojos seguían cargados de inquietud.
—Si estás seguro, Thomas... entonces estaré contigo. No puedo decir que lo entienda del todo, pero si esta es tu decisión, te apoyaré —dijo mientras tomaba nuevamente sus manos—. Solo prométeme una cosa: no te enfrentes a esto solo, habla conmigo, escríbeme si no puedes llamarme, pero no guardes todo para ti.
Thomas, aliviado por la comprensión de su madre, asintió con determinación.
—Lo prometo, madre. Te escribiré cada vez que pueda —respondió con un suspiro de gratitud—. Gracias por venir, por todo lo que haces por mí.
En ese instante, algo invisible y fuerte unió sus corazones. Ella había llegado con la firme intención de llevárselo, de protegerlo de los peligros que veía en su entorno, pero se marcharía habiendo aceptado la resolución de su hijo de enfrentarlos. Aunque parte de su alma aún temía por el bienestar de Thomas, confiaba en la fuerza que había visto brillar en sus ojos.
El Peugeot francés de su madre se perdió lentamente en el camino de tierra, sus ruedas levantando la ligera capa de nieve mientras avanzaba hacia la salida del campamento. Los árboles desnudos lo envolvieron, hasta que desapareció por completo de la vista de Thomas. Él siguió mirando en esa dirección, invadido por un repentino sentimiento de vacío y arrepentimiento que no parecía disiparse, como si una parte de él hubiese querido correr tras el coche.
El aire frío cortaba su piel, pero apenas lo notaba. Estaba absorto en sus pensamientos cuando sintió una presencia a su lado. El coronel Reinhardt, con su andar decidido y su uniforme impecable, se acercó en silencio. Sin decir nada, colocó una mano firme sobre el hombro de Thomas, apretándolo con la dureza propia de la disciplina castrense, no con afecto. Era un gesto más de autoridad que de consuelo, como si marcara el fin de una deliberación y el comienzo de una nueva etapa.
—Ha sido una decisión sensata, muchacho —dijo el coronel, su voz grave y medida, casi carente de emoción—. Ya no eres un niño.
El coronel mantuvo su mano firme sobre el hombro de Thomas un segundo más, asegurándose de que sus palabras calaran profundamente. Luego, con un tono más brusco, añadió:
—Ahora, vuelve a tus obligaciones. El entrenamiento no espera.
Sin darle oportunidad de responder, el coronel retiró su mano con la misma firmeza con la que la había colocado, y, con un leve asentimiento de cabeza, se dio media vuelta y se alejó, dejándolo a solas frente a la vastedad del paisaje invernal.
Thomas permaneció en silencio, observando cómo la figura del coronel se desvanecía entre las colinas donde los árboles formaban una muralla natural. El viento frío seguía soplando, aunque Thomas apenas lo notaba. Los árboles desprovistos de hojas parecían aún más sombríos tras la partida de su madre. Aún sentía el peso del apretón del coronel sobre su hombro, como una marca que sellaba su destino en Valcartier.
—Eso estuvo... intenso —interrumpió una voz clara el silencio que había quedado tras la partida del Coronel.
Thomas giró, sorprendido de no haber notado antes la presencia de alguien sentado en uno de los peldaños de la gran entrada de piedra.
Un joven, con el uniforme impecablemente planchado y una postura extrañamente rígida, lo observaba con una calma inquietante. Su expresión era impenetrable, y aunque no sonreía, había algo en sus ojos que hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Thomas.
—Vaya... —murmuró Thomas, llevándose una mano al pecho—. Casi me das un susto.
El rostro del joven le resultaba vagamente familiar, pero no conseguía recordar de dónde lo conocía. Había algo en la manera en que lo observaba, con una calma tan meticulosa que le resultaba inquietante, como si ya hubiera sacado conclusiones sobre él antes de haber intercambiado palabra alguna.
—¿Siempre son así las despedidas en tu familia? —preguntó el muchacho, desviando la mirada hacia el camino por donde el coche de la madre de Thomas había desaparecido—. Al menos a ti vienen a verte. Mi viejo ni se molestó... debería haber venido a sacarme de aquí hoy, pero seguro decidió que no valía la pena.
Thomas parpadeó, desconcertado por el tono ligero y sarcástico con el que hablaba de algo que debería ser doloroso. Aquello lo descolocó, y una sensación de incomodidad le recorrió la columna. Sin embargo, no pudo evitar sentir algo de lástima por el soldado.
—Lo siento —respondió Thomas, con sinceridad.
El muchacho sonrió con suficiencia, encogiéndose de hombros como si no le importara en lo más mínimo. Aún sentado, se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, las manos entrelazadas, en una postura relajada. Pero sus ojos, calculadores, no se apartaban de Thomas.
—Eres Thomas, ¿verdad? Te he visto por ahí —Su tono era educado, casi demasiado cortés para lo que parecía ser un encuentro casual...
Thomas lo miró perplejo, sorprendido de que supiera su nombre. ¿Lo conocía de algún lado? ¿Se habían cruzado antes y él no lo recordaba? La sensación de familiaridad era incómoda, pero no quería que su desconcierto se notara demasiado.
—Sí, soy yo —contestó con un esfuerzo por sonar tranquilo—. ¿Nos hemos visto antes?
El joven negó lentamente con la cabeza, pero la forma en que lo miraba, con una chispa de malicia mal disimulada, hizo que Thomas sintiera un nudo en el estómago.
—No, pero he tenido el... placer de verte últimamente —replicó, su tono impregnado de sarcasmo—. Te he visto estando cerca de esa escoria.
—¿Escoria? —Thomas frunció el ceño, confundido por la acusación—. ¿De quién hablas?
El joven se levantó con calma, pero la manera en que lo hizo, lenta y deliberada, parecía casi un desafío. Ahora que estaba de pie, su altura y postura lo hacían parecer aún más intimidante. A pesar de que una sonrisa superficial seguía en su rostro, no llegaba a sus ojos, que resplandecían con una mezcla de superioridad y desdén.
El corazón de Thomas dio un vuelco, y por instinto retrocedió un paso. En ese instante, sus ojos se encontraron con aquellos destellos brillantes, y de repente, la imagen nítida llegó a su mente como un rayo: el comedor del campamento, su primera noche en Valcartier. Era él, el mismo soldado al que Stefan había golpeado brutalmente frente a todos.
La revelación lo sacudió. Thomas sintió el pulso acelerarse en su pecho, pero antes de que pudiera decir algo, el soldado dio un paso adelante, extendiendo la mano en un saludo formal que le resultó completamente fuera de lugar, casi ridículo en esa situación. Lo miraba con una calma perturbadora, una tranquilidad que solo hacía crecer la tensión entre ellos.
—Me llamo Elijah Lavoe —se presentó, su boca curvándose en una media sonrisa que no llegaba a sus ojos, más una mueca que un gesto de amabilidad—. Me llaman, El Cuervo.
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