Capítulo 2
❅
El viaje de Thomas comenzó con una sensación de vacío que lo consumía lentamente. No era solo inquietud lo que lo acompañaba, sino una especie de desconcierto, una incredulidad amarga que todavía no lograba procesar. Afuera, el paisaje invernal parecía indiferente a su confusión. La naturaleza se vestía con un frío velo, y el paisaje, desolado y gris, se extendía hasta desvanecerse en la nada.
Thomas inhaló profundamente, tratando de calmarse, pero el aire dentro del autobús, saturado y estancado, hacía que su respiración se sintiera forzada. El ambiente estaba cargado de un aura desagradable, alimentada por las miradas desafiantes y los rostros curtidos por adversidades prematuras. A pesar de que intentaba no juzgar, no podía evitar que una sombra de prejuicio se filtrara en sus pensamientos. Los chicos que ahora veía en el autobús, con sus posturas firmes y sus expresiones cargadas de desprecio, parecían pertenecer a otro mundo... Uno donde la violencia era la respuesta natural a cualquier conflicto, donde la fuerza bruta reinaba, y donde el más débil no tenía más opción que agachar la cabeza o enfrentarse a lo peor.
Incómodo se removió sobre el asiento el cual no era acolchonado como le hubiese gustado que fuese y al girar su mirada hacia su izquierda, constató que el chico que se había sentado a su lado, era regordete y abarcaba todo el espacio y parte del suyo también.
"Muévete" quiso decirle, pero no lo hizo. En lugar de verbalizar su molestia, optó por lanzarle una mirada iracunda. Sin embargo, su compañero de asiento parecía completamente ajeno a cualquier señal de descontento, lo que incrementó la irritación de Thomas.
En retrospectiva, el chico a su lado, parecía distante e inmerso en su propio mundo, con gafas de pasta gruesa que agrandaban sus ojos observadores. Con la mano derecha sostenía un lápiz, mientras que en la izquierda, una pequeña libreta abierta recibía cada trazo con meticulosa precisión. Las páginas estaban llenas de ecuaciones, números y letras, enredadas en lo que parecía ser la resolución de un problema matemático complejo.
Thomas, intrigado, no pudo evitar echar un vistazo furtivo, frunciendo el ceño ante lo insólito de la escena. Y es que, ¿Quién en su sano juicio se dedicaba a las matemáticas en un momento como ese?
El chico, notando la mirada inquisitiva de Thomas, cerró la libreta con un movimiento cauteloso y ajustó sus gafas, evitando el contacto visual.
—Hola... Soy Raymond Fischer —dijo, su voz cargada de una vacilación que insinuaba que cada palabra era seleccionada con esmero.
—Thomas Leblanc —respondió Thomas, forzando una sonrisa que se desvaneció casi de inmediato, convirtiéndose en una mueca de incomodidad.
—¿Leblanc? Es un apellido francés, ¿verdad? —preguntó Raymond, sus ojos desviándose a su libreta cerrada.
Thomas negó con la cabeza, aunque sabía bien que su apellido provenía de sus abuelos paternos, quienes eran franceses, aunque él y sus padres eran austriacos. Thomas había crecido con ambas influencias culturales. Sin embargo, en ese instante de rebeldía interna, se negó a reconocer cualquier vínculo con esos países. Era como si, al rechazar su linaje, pudiera liberarse, aunque fuera de manera ingenua, del peso de sus problemas.
Raymond lo observó por un instante, como si detectara la mentira. Luego, con un encogimiento de hombros desinteresado, volvió a abrir la pequeña libreta, dejando al descubierto más ecuaciones.
—Estoy trabajando en una fórmula para una reacción química con nitrógeno líquido —comentó Raymond, con una voz carente de emoción, mientras pasaba las páginas de su libreta llenas de anotaciones y complejos cálculos.
—¿Es para un proyecto escolar? —preguntó Thomas, algo confundido.
—No, es parte de mi investigación personal —respondió, su tono seguía siendo monocorde, pero sus ojos se iluminaron ligeramente al hablar de su trabajo.
Thomas asintió lentamente, cada vez más intrigado por la singularidad de ese Raymond Fischer. El joven le resultaba tan peculiar como su propio nombre, y se preguntaba, ¿por qué alguien tan culto y metódico se dirigía a un campamento militar diseñado para jóvenes considerados "problemáticos"? Desconcertado, Thomas esbozó una sonrisa forzada y luego optó por el silencio... Ya no intentó continuar la conversación, simplemente, no tenía el ánimo para seguir interactuando.
Con el transcurso de las primeras cuatro horas de viaje, Thomas ya sentía que el tiempo avanzaba con una lentitud exasperante. La incomodidad de la falta de circulación en sus piernas era casi insoportable y, sumado a ello, comenzó a sentirse absurdamente claustrofóbico. En otras paradas, recogieron a otros chicos que subían al autobús, algunos callados y abatidos, otros inquietos y ansiosos, lo que solo añadía a la sensación de encierro que Thomas no podía sacudirse. Agobiado, decidió cerrar los ojos y dejarse llevar por el cansancio acumulado. Los últimos días, marcados por la falta de sueño y el agotamiento físico, lo arrastraron rápidamente hacia un profundo sueño.
Después de lo que pareció una eternidad en los brazos de Morfeo, Thomas despertó sobresaltado. Su cuerpo se balanceaba erráticamente, zarandeado por la indiferencia del conductor ante los grandes baches del camino. Alarmado, miró a través de la ventana: El sol empezaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de oro y púrpura mientras el autobús tomaba un estrecho camino de tierra entre los árboles. Desde su asiento, Thomas observó las montañas empinadas con picos nevados y las finas hojas de los pinos y abetos que formaban parte del vasto y oscuro bosque que los rodeaba, dando la impresión de un mundo sombríamente petrificado.
—!Estamos muy cerca, soldaditos! ¿Están listos para conocer su nuevo hogar? —Vociferó el conductor. A pesar de su apariencia seria, su lenguaje corporal revelaba una sutil sorna que indicaba que estaba disfrutando de la situación.
Thomas giró la cabeza hacia Raymond y sus nuevos compañeros, que, al igual que él, observaban su entorno con rostros tensos, probablemente tan intimidados como él mismo se sentía... Y no era para menos: el campamento tenía fama de ser un lugar hostil, lleno de jóvenes agresivos y peligrosos. Para muchos, era considerado una reprimenda efectiva, el destino final para aquellos a quienes no se podía controlar por otros medios.
Un letrero de madera, desgastado por el tiempo, apareció junto a la carretera, confirmando que el largo viaje estaba a punto de terminar.
—Valcartier... —murmuró, saboreando el sonido extraño del nombre. Había algo en él que le resultaba inquietantemente familiar, como un eco lejano. Justo debajo, una breve inscripción captó su atención: "Centro de Rehabilitación Militar de las Fuerzas Austriacas."
La palabra, rehabilitación, se quedó estancada en su mente por un buen rato mientras el autobús se adentraba cada vez más en el bosque, dejando atrás los últimos vestigios de civilización. Fue entonces cuando Thomas se dio cuenta, con una punzada de fatalidad, de dos cosas: primero, que estaba a punto de llegar al lugar que sería su hogar durante los siguientes seis largos meses y segundo, que la base militar estaba en medio de la nada. Internamente, rogaba que al menos tuvieran acceso a algún servicio telefónico o que, de algún modo, una señal de radio lograra atravesar la densa lejanía.
Inquieto, miró su reloj: eran exactamente las cinco en punto de la tarde cuando el autobús cruzó una imponente muralla de piedra gris. A cada lado de la entrada, dos torres de vigilancia se alzaban como guardianes silenciosos, con sus estrechas ventanas apenas visibles entre la niebla espesa que envolvía el lugar, proyectando una sensación constante de vigilancia.
—¿Ya vieron eso? —exclamó un chico pelirrojo, levantándose de su asiento y mirando con asombro por la ventana hacia el interior del campamento. Todos en el autobús voltearon curiosos hacia él—. ¡Así se ven las puertas del infierno! —agregó, burlándose de la situación y logrando arrancar risas a algunos chicos. Sin embargo, Thomas no pudo compartir la risa, en lugar de eso, una inquietud se asentó en su pecho, una sensación que le decía que tal vez esas palabras no eran solo una broma.
La muralla, que ahora los rodeaba por completo, reforzaba la idea de que estaban entrando en una verdadera fortaleza, evocando la imagen de una prisión juvenil, no de un campamento militar. Cada tanto, Thomas podía distinguir más torres de vigilancia, sus formas borrosas ocultas tras la bruma, pero siempre presentes, como ojos invisibles.
Las luces del autobús parpadearon antes de apagarse completamente, dejando a los jóvenes en una penumbra inquietante. Thomas apretaba la mandíbula, tratando de disimular el miedo y la frustración que bullían en su interior. Las puertas se abrieron y todos bajaron con anhelo estirando sus cuerpos con alivio, algunos portaban la misma expresión de desolación que él y otros aparentaban una valentía que solo los hacía parecer más vulnerables.
El clima era gélido, y la niebla espesa cubría todo, como si el lugar quisiera ocultar sus secretos. A medida que avanzaban, los jóvenes se encontraron cara a cara con lo que parecía ser el verdadero corazón del campamento: una imponente estructura de piedra que los recibía como una sentencia silenciosa. La edificación, que parecía una fusión entre una catedral y una fortaleza, se erguía como un testimonio de la dureza del lugar. Sus altos ventanales apenas dejaban escapar la luz del interior, y las paredes, grises y frías, parecían haber soportado siglos de tormentas, tanto climáticas como humanas.
A su alrededor, patrulleros recorrían los pasillos exteriores de la estructura, sus siluetas apenas visibles entre la bruma. A cada paso, la sensación de estar siendo observado aumentaba. Thomas no pudo evitar preguntarse por qué había tanta vigilancia en un lugar como ese. No solo eran las torres y los guardias... Todo el lugar parecía diseñado para contener, controlar y, de alguna manera, mantenerlos cautivos.
Contrariado, Thomas caminó junto al resto. Frente a la entrada de la imponente edificación de piedra, ya los esperaba un hombre de mediana edad, con el cabello entrecano y vestido con un uniforme oscuro. Sus brillantes botas negras, perfectamente lustradas, reflejaban la débil luz del atardecer.
—Bienvenidos a Valcartier —exclamó el hombre con un porte militar impecable. Sus manos se mantenían rígidas a cada lado del cuerpo, los pies juntos pero ligeramente separados, y su voz era fuerte, autoritaria, carente de cualquier atisbo de calidez—. Los quiero a todos formados por orden de tamaño y en filas de cuatro.
El mandato provocó un movimiento inmediato, algunos chicos dieron pasos en falso, otros chocaron torpemente, y al parecer ninguno sabía realmente cómo formarse correctamente.
—¡Muévanse! —demandó el hombre con rudeza, provocando que Raymond, a su lado, se sobresaltara asustado.
—Soy el Coronel Otto Reinhardt —anunció, observándolos a todos con una mirada que destilaba superioridad—. Serví como Coronel en el ejército austriaco antes de retirarme, y ahora seré su capitán de brigada en este lugar. Les informo que pasaremos mucho tiempo juntos, así que les daré una breve introducción de cómo se maneja la convivencia en el campamento.
El coronel se tomó un momento para observarlos a todos, uno por uno, con una mirada tan penetrante que hizo que Thomas enderezara la espalda de inmediato, en un intento desesperado por no parecer fuera de lugar.
—La mayoría de ustedes está aquí porque sus padres ya no saben qué hacer con ustedes o porque se metieron en líos tan serios que no tuvieron otra opción más que enviarlos a este lugar. Pero presten atención —hizo una pausa, dejando que el silencio se espesara—. Aquí se aplica una disciplina rigurosa. Vamos a llevarlos hasta el límite, y aprenderán a obedecer sin cuestionamientos. Si no lo hacen, habrá consecuencias.
—Menuda mierda de bienvenida —murmuró alguien a su lado, con un tono de sarcasmo apenas contenido. Thomas reconoció al hablante: era el tipo intimidante con una cicatriz profunda que cruzaba su ojo, un detalle que había notado con desconcierto cuando lo vio por primera vez en el autobús. La cicatriz de ese chico era tan marcada que hacía que uno de sus ojos tuviera un color desvaído, casi fantasmal. El contraste entre su aspecto rudo y la expresión desafiante lo había dejado perplejo, y ahora, de pie junto a él, no podía evitar sentir una inquietud aún mayor.
—La camaradería entre los soldados es fundamental —continuó el coronel, su tono frío y severo—. La obediencia y el trabajo en equipo son la base de todo.
De repente, su discurso se vio interrumpido por el estruendo de pisadas uniformes. Un grupo de cadetes, vestidos con impecables uniformes, trotaban en formación, siguiendo el ritmo marcado por las órdenes de un superior. La fuerza y precisión de sus movimientos impregnaron el ambiente, un recordatorio silencioso de lo que les esperaba a quienes no se adaptaran.
Thomas giró la cabeza y observó al grupo con detenimiento, sus ojos recorriendo a cada soldado, marcados por el cansancio y la pesadez en cada movimiento. Todos vestían los uniformes reglamentarios, típicos de la milicia Austriaca: chaquetas gruesa en un tono verde oliva, pantalones de corte militar con refuerzos en las rodillas y botas altas de cuero negro, resistentes al clima extremo. Pero no fue el agotamiento colectivo ni el uniforme lo que hizo que tragara saliva, su atención quedó atrapada en una sola figura entre el resto...
Era un soldado sorprendentemente alto, cuya mirada fría emanaba de unos ojos grises, casi translúcidos, que parecían atravesar todo lo que miraban. A diferencia de sus compañeros, que llevaban las chaquetas abotonadas hasta el cuello, bufandas de lana y guantes de cuero forrados, este joven se destacaba por marchar sin la parte superior de su uniforme. Tan solo con el pantalón reglamentario y las botas de combate, no tenía nada que protegiera su torso desnudo, ni siquiera una simple camiseta para resguardarlo del implacable frío. Su cabello oscuro, intenso, caía en mechones desordenados sobre su frente, mientras su piel, extremadamente pálida, contrastaba con el helado paisaje invernal.
Thomas observó cada uno de sus movimientos, notando cicatrices que marcaban su torso bien definido, huellas de experiencias pasadas. El soldado había captado la atención de todos, pero para Thomas, en particular, era imposible apartar la vista. Quedó completamente anonadado por la gallardía y la indiferencia con la que soportaba el frío. Parecía que el clima no tenía ningún efecto sobre él, lo demostraban sus pasos firmes y su mirada cargada de una suprema determinación.
—¡Atención a todos! —exclamó el coronel Reinhardt al notar que ya nadie le prestaba atención.
Todos volvieron sus ojos al coronel, excepto Thomas, que parpadeó, aún perplejo, incapaz de salir del trance en el que lo había sumido aquella figura. Algo en su interior se agitó, y por alguna razón que no logró comprender, desde el primer momento en que vio a ese cadete hasta que lo perdió de vista, ya no pudo apartar su mirada...
Hola, amigos. 🤍 Comenten si les está gustado la historia, y que opinan de este primer vistazo de Stefan. ✍️ Los estaré leyendo a todos. Nos leemos en el siguiente capítulo 🤍
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top