Capítulo 17




Las botas del Coronel Otto Reinhardt resonaban con fuerza en el cuartel, un eco que parecía retumbar en las paredes y en los corazones de los hombres que lo escuchaban. Su caminar era metódico, casi mecánico, reflejo de años de experiencia militar forjada en el rigor y la disciplina. Cada paso marcaba una autoridad incuestionable, una presencia que hacía que todos a su alrededor se enderezaran inconscientemente, como si la mera proximidad de aquel hombre exigiera perfección. El Coronel Reinhardt no necesitaba alzar la voz para ser temido, su sola postura y la forma en que sus botas golpeaban el suelo imponían un respeto silencioso, casi reverencial.

Esa mañana, el aire en el campamento estaba cargado de expectativa. El General Weber, el hombre detrás de Valcartier y todo lo que representaba, había llegado para una reunión privada con el Coronel. Aunque era raro verlo en persona, su influencia se sentía en cada rincón del campamento. El general Weber, un hombre ocupado con responsabilidades que trascendían las fronteras de Valcartier, solía delegar el mando cotidiano en el coronel Reinhardt, confiando en su capacidad para mantener la disciplina sin fisuras entre los jóvenes reclutas. Sin embargo, aquella mañana, las cosas habían cambiado.

En la sala de reuniones, iluminada por una luz tenue que se filtraba a través de las ventanas altas, los dos hombres se sentaron frente a frente. Weber encendió un puro con calma medida, dejando que el humo se enroscara lentamente en el aire frío que los separaba. Reinhardt conocía bien ese gesto: no era una pausa para reflexionar, sino una advertencia.

—Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuve aquí, Otto? —preguntó Weber, sin prisa pero con un tono cortante.

—Casi tres años, mi General —respondió Reinhardt, sin titubear.

—Y ahora estoy de vuelta porque no puedes manejar un grupo de críos —añadió Weber, con un tono entre burla y desprecio.

El coronel Reinhardt apretó la mandíbula pero mantuvo la compostura.

—¿Qué demonios está pasando aquí, Reinhardt? —cortó el general sin rodeos, con una voz tan filosa como un cuchillo bien afilado.

Reinhardt no se tomó el tiempo para maquillar la situación. Sabía que Weber odiaba los rodeos.

—Los chicos se están organizando en bandos. Lo que antes era rivalidad ahora se ha convertido en guerra estructurada. Los más viejos se están rebelando.

Weber dejó escapar una bocanada de humo, entrecerrando los ojos como si pudiera vislumbrar la solución en las volutas grisáceas. Giró el puro entre los dedos, casi distraído.

—Bandos... —murmuró, más para sí mismo que para su subordinado—. No me importa quién golpea a quién. Lo único que importa es que sigan bajo nuestro control. Si esto se desmorona, perdemos todo: la autoridad, los contratos, las subvenciones. Sin eso, este lugar deja de ser rentable. No me hables de disciplina, Otto. Esto es política. Y dinero.

El coronel sabía que no había margen para discursos idealistas sobre la rehabilitación de los jóvenes. Sabía que, para el general, los muchachos no eran más que cifras en un informe, estadísticas que garantizaban la supervivencia de Valcartier. Si ellos fracasaban, alguien más los absorbería: no en campamentos militares, sino en celdas.

—¿Al menos ya sabes quiénes son los alborotadores que nos están haciendo perder el tiempo? —preguntó Weber, su tono cargado de exasperación.

Reinhardt dudó un momento antes de responder.

—Se habla de un soldado. Un joven al que llaman el Cuervo. No sabemos quién es, pero el rumor ha prendido entre los reclutas. Creemos que está detrás de todo esto.

Weber soltó una carcajada seca, más por incredulidad que por diversión.

—¿El Cuervo? —bufó—. Ahora inventan leyendas para justificar su incompetencia. Quiero que esto se resuelva de inmediato. No más cuentos.

—¿Qué propone, mi General? —preguntó finalmente Reinhardt, ya familiarizado con la dureza de las soluciones que vendrían.

El General se levantó de su silla con la calma de un depredador que se acerca a su presa, y caminó hacia la ventana. Observó el paisaje helado del exterior mientras tomaba una calada profunda de su puro, como si buscara inspiración en el frío implacable.

—Endureceremos las reglas. Quien no se alinee, irá directo a un tribunal militar, y si hay que encerrarlos, que lo hagan con hambre y frío. El miedo es un buen instructor, Coronel. Y si alguno de ellos se quiebra... mejor. Los soldados rotos son más fáciles de moldear.

Reinhardt tragó en seco. No había margen para discusiones ni objeciones: solo órdenes claras y la sombra de sus consecuencias.

—Hoy mismo —murmuró el coronel, más para sí que para Weber.

Weber asintió, satisfecho, como si aquello hubiera sido la única respuesta posible desde el principio. Observó desde su ventana, su mirada fija en el vasto panorama que se desplegaba más allá de las planicies, mientras el humo de su puro se enroscaba perezosamente en el aire. La escena ante él era un reflejo del frío que invadía cada rincón de Valcartier. Desde su posición privilegiada, la vista del campamento se extendía sombría y desolada, mientras el día gris se desvanecía en un crepúsculo interminable. El bosque circundante, con sus montañas y cumbres irregulares, parecía conspirar con el clima para envolver a los soldados en un abrazo helado y melancólico. De repente, y sin previo aviso, comenzó a nevar.

Los primeros copos, ligeros y delicados, descendieron en un baile lento y solemne. Los soldados dispersos por el campamento levantaron la vista hacia el cielo, sintiendo el frío contacto de la nieve sobre sus rostros. Cada copo parecía flotar en el aire, como si el tiempo se hubiera ralentizado, atrapando a todos en una quietud casi irreal.

En el borde del campamento, el séptimo barracón, recibió los copos sobre su techo con una solemnidad que contrastaba con el bullicio interior. Dentro, el ambiente era una mezcla de agotamiento y camaradería forzada. Thomas y sus compañeros acababan de regresar de un desgastante entrenamiento de cohesión, donde el teniente los hizo actuar como unidad, moviendo cargas pesadas y atravesando terrenos difíciles. El cansancio se reflejaba en cada gesto, sus cuerpos pesados mientras se despojaban de sus ropas húmedas y cubiertas de barro, preparándose para la única recompensa que prometía alivio, aunque fuera temporal: una ducha caliente.

Jair, siempre buscando una oportunidad para molestar a quien sea, decidió jugar una de sus habituales jugarretas. Mientras Alexander, medio adormilado, se desabrochaba las botas con los ojos entrecerrados, Jair se acercó sigilosamente, quitándose una de sus propias botas empapadas de barro y sudor. Con una precisión sorprendente, la colocó justo sobre la cara de Alexander.

—¡Maldita sea, Jair! —gritó Alexander, despertando de golpe y sacudiendo la cabeza con fuerza, mientras la bota caía al suelo con un sonoro "plop".

Algunos de los chicos estallaron en carcajadas, el sonido resonando en el barracón y rompiendo por un momento la pesadez que había en el ambiente. Otros, demasiado cansados, apenas esbozaron una sonrisa antes de seguir con sus tareas, su energía completamente drenada por el entrenamiento.

En medio de las risas y las quejas, Simon, que estaba cerca de la ventana, se detuvo en seco mientras miraba hacia afuera. La luz tenue del exterior reflejaba algo que no había notado antes.

—Muchachos —llamó Simon, con un tono que de inmediato captó la atención de los demás—, está nevando.

El barracón se sumió en un breve silencio mientras todos se giraban hacia la ventana lateral. Algunos mostraban sorpresa, otros indiferencia. Los copos de nieve caían ahora con mayor intensidad, cubriendo el campamento con una capa blanca que empezaba a borrar el mundo exterior.

Las risas se apagaron, dejando espacio para una sensación de inquietud que se extendió entre los reclutas. Cada uno entendió al instante lo que la nieve significaba: los entrenamientos, ya duros, se volverían aún más insoportables. Thomas, en cambio, se acercó a la ventana, observó la nieve caer, silenciosa y constante, y experimentó una extraña mezcla de serenidad y desasosiego. Mientras los demás retomaban sus preparativos, él no podía evitar la sensación de que aquella nevada traía consigo algo más que un simple cambio en el clima.

Uno a uno, los jóvenes soldados se dirigieron a las duchas, el agua caliente cayendo sobre sus cuerpos agotados, arrastrando consigo el sudor, el barro y algo del peso emocional que llevaban encima. Las risas y bromas se desvanecieron con el sonido constante del agua, dejando espacio para un silencio casi meditativo. En ese momento, cada uno estaba sumido en sus propios pensamientos, intentando reponerse para el almuerzo que les esperaba.

Con el cuerpo limpio y el ánimo algo renovado, los soldados comenzaron a vestirse para dirigirse al comedor. Sin embargo, antes de que pudieran terminar de ajustarse bien los cordones de las botas, un estruendo resonó en el barracón, la puerta se abrió de golpe, y el teniente Marschall irrumpió en la habitación, su presencia imponente llenando el espacio.

—¡Todos afuera, ahora mismo! —rugió el teniente, su voz cortando el aire con autoridad incuestionable.

Los chicos intercambiaron miradas confusas, ninguno sabía qué estaba ocurriendo. Sin embargo, la orden del teniente no dejaba lugar a preguntas. Sin tiempo para pensar, se apresuraron a ponerse los abrigos y salieron en fila del barracón, el frío de la tarde y la nieve bajo sus botas añadiendo una sensación de desconcierto.

Los doce jóvenes fueron conducidos hacia el área de recepción de Valcartier, un lugar que rara vez visitaban. Dentro, el ambiente estaba cargado de una expectación tensa. Habían sido congregados junto a otro grupo de soldados, todos alineados en filas, se mantenían en silencio, simplemente esperando órdenes, sin saber qué les esperaba. El murmullo constante de pensamientos ansiosos llenaba el espacio, aunque nadie se atrevía a romper el silencio.

Thomas se encontraba en medio de la fila, observando a sus compañeros con creciente inquietud. Raymond, a su lado, no dejaba de mover los pies, claramente nervioso, mientras que Simon, en contraste, parecía abatido, sus hombros caídos y su rostro reflejando el agotamiento de un día que parecía no tener fin.

El tiempo parecía estirarse indefinidamente, cada segundo pesando sobre ellos como una losa. Thomas sintió cómo la tensión en la sala crecía, una sensación de incomodidad que casi se podía palpar en el aire. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, la puerta al fondo de la sala se abrió y el coronel Otto Reinhardt entró con paso firme. Su presencia, como siempre, era imponente, y en cuanto su figura apareció, todos los murmullos se extinguieron, reemplazados por un silencio absoluto. El coronel, con su mirada fría y calculadora, recorrió la sala, como si estuviera evaluando a cada uno de ellos, midiendo su resistencia, su miedo, su incertidumbre.

—¡¡Rompan filas y formen una sola fila, alineados en el frente! ¡Rápido y sin demoras!! —instruyó, interrumpiendo el momento mientras caminaba entre los jóvenes. Su voz cortante devolvió a los reclutas a la realidad. Se detuvo frente a ellos, con las manos detrás de la espalda, adoptando una postura firme—. Ahora escuchen bien, estas intrusiones no se repetirán dos veces. Cada uno de ustedes tendrá la oportunidad de hacer una llamada a casa. El teléfono está en el cubículo de la esquina —dijo, señalando una pequeña cabina al fondo de la sala.

La tensión en el ambiente aumentó mientras los reclutas miraban el teléfono, como si fuera un objeto casi desconocido.

—Cada llamada estará estrictamente limitada a cinco minutos —continuó el Coronel—. Habrá un oficial supervisando las llamadas para asegurarse de que nadie exceda el tiempo asignado. Cuando el tiempo se acabe, deberán colgar de inmediato. No toleraré ningún retraso.

La noticia del acceso al teléfono desató una ola de emociones contradictorias entre los jóvenes soldados. Mientras algunos murmuraban con entusiasmo, ansiosos por conectar con sus seres queridos, otros se sentían invadidos por la ansiedad. En un lugar tan aislado y austero como Valcartier, un simple teléfono se alzaba como un oasis en medio del desierto, un vínculo frágil con un mundo que parecía cada vez más distante.

Para Thomas, sin embargo, la perspectiva de esa llamada era aterradora. Desde sus momentos con Stefan, sus emociones estaban al borde del abismo. Cada vez que pensaba en hablar con su padre, el miedo lo envolvía como una sombra que se cernía sobre él. Mientras la fila avanzaba lentamente, el estómago de Thomas se retorcía bajo un torbellino de emociones. Raymond, Simon y él estaban casi al final de la fila, y a medida que su turno se acercaba, una sensación de pavor crecía dentro de él. La simple idea de volver a escuchar la decepción en la voz de su padre, o peor aún su ira, era algo que le helaba el corazón. Sus amigos conversaban animadamente sobre lo que dirían a sus familias, pero Thomas se sentía cada vez más aislado en su tormenta interna.

—Voy al baño —anunció abruptamente, interrumpiendo la conversación de sus amigos. Sin esperar una respuesta, se alejó por un pasillo poco transitado, sintiendo que el aire a su alrededor se volvía más denso con cada paso.

Una vez solo, Thomas se apoyó contra una pared fría y áspera, dejando que el silencio del lugar amplificara su angustia. Cerró los ojos, intentando controlar el torrente de pensamientos que lo asaltaba. En su interior, una contradicción dolorosa lo consumía, extrañaba a sus padres, pero el miedo al rechazo que intuía, el temor de enfrentarse a su padre, a decir lo incorrecto, a quedar atrapado en sus propias mentiras, era mayor que cualquier otra cosa.

Thomas permaneció allí, quieto, intentando calmar el latido frenético de su corazón, cuando de repente, un sonido perturbador rompió su trance. Desde una esquina cercana, una conmoción se estaba gestando. Un soldado, con la mirada encendida y la voz cargada de desesperación, discutía acaloradamente con un superior. La intensidad de la escena le hizo olvidarse por un momento de sus propios temores, mientras observaba desde la penumbra, sintiéndose, por primera vez en mucho tiempo, como un espectador en lugar de un participante en el drama de su propia vida.

—¡Solo quiero hablar con mi hermana! —exigía el soldado, su voz quebrándose bajo el peso de la frustración.

—Las reglas son claras, Koch. Ya usaste tu llamada este mes y ahora tienes que esperar. Así son las reglas, las llamadas están contadas y estrictamente controladas. —respondió el superior con una frialdad que dejó al soldado completamente desamparado. Sin más, se alejó, dejando al joven ahogándose en su propia desesperación. Thomas, observando desde la distancia, sintió cómo la angustia del soldado resonaba profundamente dentro de él. Koch, molesto y abatido, pateó unas cajas vacías antes de alejarse cabizbajo, la derrota escrita en cada uno de sus movimientos.

Mientras lo veía irse, algo en Thomas comenzó a cambiar. Una decisión empezó a formarse en su mente, pequeña al principio, pero cada vez más clara. Con pasos decididos, se acercó al soldado que, en ese momento, seguía luchando contra su frustración.

—Hey —dijo, captando su atención—. Escuché lo que pasó.

Koch, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada, lo miró con una mezcla de enojo y cansancio.

—¿Y qué? —espetó, su voz cargada de irritación—. No es tu problema, chico. Métete en tus propios asuntos.

Thomas vaciló un segundo ante la hostilidad, pero en lugar de retroceder, decidió seguir adelante. Respiró hondo y, con un tono más tranquilo, dejó que las palabras salieran.

—Toma mi turno de llamada —ofreció, su voz serena, tomando a Koch completamente por sorpresa.

Koch levantó la mirada, la furia en sus ojos se atenuó por la sorpresa. Parecía no estar seguro de si Thomas hablaba en serio.

—¿Qué? —preguntó, su tono mucho más suave ahora, aunque la incredulidad seguía ahí—. ¿Estás seguro? No tienes que hacer eso.

—Sí, estoy seguro —respondió Thomas, más firme esta vez—. Vamos, ven conmigo.

Koch lo observó por un segundo, aún desconcertado por el gesto, pero algo en la calma de Thomas lo convenció. Sin decir más, lo siguió de regreso a la fila. Thomas se colocó en su lugar habitual y, sin dudarlo, le cedió el puesto a Koch, dándole una palmada en la espalda como gesto de apoyo.

—Llámala. Dile a tu hermana que la saludas de mi parte.

Koch asintió, sus ojos aún reflejaban sorpresa, pero ahora también gratitud. Miró a Thomas con una expresión más suave.

—Gracias... no lo olvidaré —murmuró, su voz cargada de sinceridad mientras aceptaba el gesto que no esperaba.

Mientras Koch se preparaba para tomar la llamada, Thomas observó las reacciones de los demás. Si alguien notó el cambio, prefirieron no decir nada. Thomas esbozó una leve sonrisa. No había hablado con su familia, pero en ese pequeño acto de compasión y rebelión, encontró un sentido de propósito que el campamento no había conseguido arrebatarle. Por primera vez en semanas, se sintió más conectado con la persona que solía ser antes de llegar a Valcartier, como si en ese gesto hubiera recuperado una parte de sí mismo.

Con ese sentimiento cálido en el pecho, se dispuso a buscar a sus amigos. Sin embargo, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que ya no estaban en la fila, parecía que ya se habían marchado de la recepción. Frunciendo el ceño, Thomas se dirigió hacia la salida, decidido a encontrarlos. Justo cuando estaba a punto de irse, el soldado Koch lo llamó inesperadamente.

—¡Oye, tú! —la voz de Koch resonó desde la entrada de la cabina, mientras sostenía el auricular en la mano—. Espera un momento, no te vayas.

Thomas lo observó, confuso, pero terminó asintiendo y se sentó en uno de los bancos de espera junto a los cubículos telefónicos. El soldado Koch desapareció dentro de la cabina, cerrando la puerta tras de sí con un suave clic. Thomas esperó pacientemente, mientras la luz del día comenzaba a desvanecerse, y largas sombras se extendían sobre el terreno del campamento, tiñendo el bosque cercano con tonos oscuros y melancólicos.

No pasó mucho tiempo antes de que el soldado Koch saliera de la cabina, su expresión un poco más aliviada, aunque sus ojos todavía mostraban rastros de la tormenta emocional que había estado atravesando. Se acercó directamente a Thomas, con un paso firme y decidido.

—Muchas gracias no sabes cuánto me has ayudado —comenzó, su voz cargada de sinceridad—. No todos los días se encuentra a alguien dispuesto a sacrificar algo tan personal.

Thomas asintió, incómodo con la atención pero agradecido por la gratitud del otro. —No es nada, realmente. Me alegra que hayas podido hablar con tu hermana.

Koch sonrió, pero había una chispa traviesa en su mirada que llamó la atención de Thomas.

—¿Cómo te llamas?

—Thomas —Respondió algo vacilante ante su pícara actitud.

—Bueno, creo que puedo ofrecerte algo en agradecimiento, Thomas —dijo Koch, bajando un poco la voz—. Hay un pequeño evento que se hará mañana por la moche del lado sur del campamento. Es un lugar bastante único, que es imposible que los teniente lo encuentren... realmente hemos sabido cómo evadir la supervisión.

Thomas frunció el ceño, la idea de una reunión clandestina llena de infractores no le sonaba ni sencilla ni segura. No era algo que pudiera aceptar sin más.

—No estoy seguro... —comenzó, el tono de su voz revelando su incertidumbre—. Sinceramente, no creo que sea mi tipo de evento.

Koch se encogió de hombros, esbozando una sonrisa leve, sin intentar forzar la situación.

—Te entiendo. No es para todos —respondió, su tono tranquilo, pero sin perder la camaradería—. A veces, un poco de distracción ayuda a que este lugar no se sienta tan asfixiante, ¿no crees?

Thomas mantuvo la mirada fija en el suelo, considerando la propuesta. La presión en el campamento había sido abrumadora, y los últimos días lo habían dejado exhausto mentalmente. Por mucho que quisiera negarse, la idea de escapar de esa tensión, aunque fuera por un rato, empezaba a parecerle atractiva.

—Tal vez... lo pensaré —contestó al final, todavía dudoso, pero con un ligero interés que no pudo disimular.

Koch asintió, sin insistir más.

—Como quieras, Thomas. Si te animas, eres bienvenido.

Thomas asintió con la cabeza, agradecido por no sentirse presionado.

—Gracias. Veré cómo me siento más tarde.

—Perfecto. Nos vemos por ahí —respondió Koch con una sonrisa antes de alejarse, dejando a Thomas con sus pensamientos.

Mientras Koch se alejaba, Thomas se quedó un momento inmóvil, todavía debatiendo consigo mismo. La curiosidad y la cautela luchaban en su interior, pero no podía negar que la idea seguía rondando en su mente.

Con el paso de las horas, la noche comenzó a envolver a Valcartier en su manto oscuro. El campamento, que durante el día estaba lleno de actividad, se sumergió en una calma inquietante. Thomas, todavía absorto en sus pensamientos, apenas notó cómo la nieve, que había caído suavemente durante el día, había cesado, dejando un manto blanco y crujiente bajo los pies de los soldados que se dirigían al comedor. El cielo, despejado y frío, mostraba una luna clara que bañaba todo con una luz pálida, proyectando sombras alargadas sobre el terreno nevado.

Cuando Thomas entró en el comedor, la familiaridad del lugar le ofreció un breve respiro. Se dejó caer en el banco junto a Simon y Raymond, quienes ya estaban inmersos en una conversación. Las bandejas llenas con la ración diaria, aunque monótonas, eran bienvenidas tras un día agotador.

Raymond, siempre enfocado en los detalles, estaba explicando con su tono habitual, calmado y preciso, cómo había usado su conocimiento en química para resolver un problema durante el entrenamiento.

—Y mientras ajustábamos las raciones de combustible, me di cuenta de que, si mezclamos ciertos compuestos de manera específica, podríamos mejorar la eficiencia de las estufas —comentó Raymond, sin levantar demasiado la voz, pero con esa precisión que siempre lo caracterizaba.

Simon, esbozando una sonrisa burlona, respondió con sarcasmo:

—Sí, Raymond, absolutamente fascinante. Seguro que podríamos usarlo para cocinar nuestra cena, ¿no crees?

Raymond, sin captar el sarcasmo, asintió con seriedad.

—Bueno, en teoría, sí. Si aplicas la reacción correcta, podrías generar suficiente calor para cocinar algo pequeño. Aunque sería un uso ineficiente de los recursos...

Thomas intercambió una mirada divertida con Simon, quien simplemente sacudió la cabeza, divertido por la respuesta literal de Raymond. Justo en ese momento, Nikolaus, su compañero de barracas, se acercó a la mesa. Hasta ahora, había sido alguien reservado, casi invisible en el grupo, pero hoy parecía diferente. Con una expresión seria, se sentó en silencio, su mirada recorriendo a cada uno de los presentes antes de romper finalmente el silencio.

—Escuché algo por ahí —dijo en un tono bajo, lo suficientemente audible para los que estaban cerca, pero sin querer llamar demasiado la atención—. Un par de chicos dijeron que oyeron a un teniente hablando con otro... —Hizo una pausa, como si evaluara la credibilidad de lo que estaba a punto de decir—. Estaban comentando que vienen pruebas más difíciles para los reclutas, algo que podría ser mucho más duro que lo que hemos hecho hasta ahora.

Los demás intercambiaron miradas, algunos con incredulidad, otros con una mezcla de nerviosismo y curiosidad. Alexander fue el primero en romper el silencio, con una carcajada breve y seca.

—Ah, siempre es lo mismo, ¿no? —respondió mientras movía la cabeza—. Cada vez que alguien se aburre, inventa historias para mantenernos en vilo. ¿De dónde dices que salió eso?

—No sé exactamente —admitió Nikolaus, encogiéndose de hombros—. El rumor viene de un par de chicos que estaban cerca de la oficina de los tenientes. Dijeron que escucharon algo sobre "pruebas extremas" y "llevar a los reclutas al límite". Pero ya saben cómo son los rumores... se distorsionan de boca en boca.

Franz, que hasta ese momento había estado centrado en su plato, levantó la mirada, su rostro mostrando signos de fatiga más que de preocupación.

—Esos rumores siempre están circulando. Que si nos van a hacer marchar toda la noche, que si nos dejarán en el bosque sin comida... Siempre lo mismo. Al final, es puro cuento.

—Tal vez —murmuró Thomas, su tono más reflexivo, mientras seguía absorto en su comida. Aunque la conversación cambió rápidamente de tema, la inquietud persistía en su interior. A pesar de las risas y la aparente despreocupación de sus compañeros, algo en el ambiente le sugería que esta vez podría ser diferente. El campamento tenía un aire distinto, y aunque todos intentaban ignorarlo, esa sensación era ineludible.

Mientras jugueteaba con su tenedor, tarareando una melodía apenas perceptible, sus pensamientos se vieron interrumpidos por una presencia cercana. Alzó la vista justo a tiempo para ver a Koch caminando entre las mesas, su figura destacándose entre los soldados. Al pasar por la mesa de Thomas, hizo un leve asentimiento con la cabeza en forma de saludo, un gesto simple pero lleno de significado

—¿Lo conoces? —preguntó Simon, dejando su cuchara a un lado y mirando a Thomas con el ceño ahora fruncido.

Raymond también levantó la vista, observando a Thomas con expectación.

Thomas, un poco desconcertado por la reacción de sus amigos, se encogió de hombros y trató de restarle importancia.

—No mucho. Solo lo he visto un par de veces —dijo, mientras volvía a concentrarse en su comida.

—¿Solo lo has visto? —Simon insistió, arqueando una ceja—. Parecía que te conocía bien.

—¿Por qué tanto interés? —Preguntó dando un bocado a su comida insípida.

—¿No lo reconoces? Ese es Gustaf Koch. Uno de los tipos que forma parte de "la hermandad del diablo".

Thomas tosió, sus ojos se abrieron de par en par ante la revelación. ¡Era él! De inmediato, el nombre de Gustaf Koch resonó en su mente, un nombre que había escuchado en susurros cargados de advertencias y temor. La realidad de con quién había estado interactuando lo golpeó con fuerza, y un miedo frío se instaló en su estómago.

¿Cómo había podido ser tan ciego? Ahora, al recordar esos encuentros casuales en la cafetería, la familiaridad se volvió abrumadora. Gustaf Koch, uno de los mejores amigos de Stefan, siempre dispuesto a defenderlo con una ferocidad peligrosa. Koch, quien antes llevaba el cabello rapado, ahora ostentaba una cabellera más larga que alteraba considerablemente su aspecto, había pasado desapercibido para Thomas. Pero, pese al cambio, era indudablemente la misma persona, conocida por su actitud agresiva y su reputación implacable.

Thomas trató de integrarse en las conversaciones, pero su mente ya vagaba lejos, atrapada en un torbellino de emociones. Los recuerdos del reciente encuentro en el almacén con Stefan llegaron a su mente en ese instante, tejiendo conexiones que solo incrementaban su confusión. No era solo Koch lo que lo inquietaba, sino lo que este representaba: un vínculo directo con Stefan, y aunque la lógica le gritaba que debía mantenerse alejado, algo más profundo, una mezcla de curiosidad y una necesidad incontrolable, lo empujaba en la dirección contraria.

Stefan había llegado a su vida como una tormenta inesperada, transformando el desprecio inicial en una atracción incontrolable, y ahora, tras ese encuentro en el almacén, Thomas sabía con certeza que la conexión entre ambos era real. Lo que sucedió no pudo haberlo imaginado... la intensidad en los ojos de Stefan, la electricidad en el aire, todo era demasiado tangible para ser un producto de su mente.
Mientras sus amigos seguían conversando, Thomas se encontró perdido en la imagen de Stefan, en cómo ese soldado había transformado su mundo de una manera que él apenas podía comprender, creando una tormenta que crecía con cada segundo, hasta que la necesidad de respuestas se volvió insoportable. Era como si la única manera de calmar esa tormenta interior fuera tomando una decisión, cualquier decisión, que lo acercara de alguna manera a entender lo que estaba sintiendo.

Sin pensarlo más, se levantó de la mesa, ignorando las miradas confundidas de Simon y Raymond. Con determinación, se dirigió hacia donde Koch estaba. No sabía exactamente qué lo había impulsado a actuar, solo que la confusión que Stefan había sembrado en su corazón lo estaba arrastrando hacia un camino que ni él mismo entendía.

Koch lo observó con una expresión curiosa cuando lo vio acercarse. Antes de que pudiera decir algo, Thomas, con una firmeza que ni él mismo esperaba, declaró:

—Voy a ir a tu evento.

Por un momento, Koch lo miró, sorprendido por su repentina decisión. Luego, una sonrisa se formó en sus labios, un gesto que no era del todo amistoso pero que mostraba aprobación.

—Sabía que lo harías —respondió Koch, asintiendo con la cabeza—. No te arrepentirás, Thomas. Nos vemos mañana por la noche enviaré a alguien de confianza a recogerte.

Thomas asintió, sin decir nada más, y dio media vuelta para regresar a su mesa. Pero en su interior, la tormenta que lo había empujado a tomar esa decisión seguía rugiendo. Stefan se había arraigado en sus pensamientos como una presencia constante. Cada rincón de Valcartier, cada paso que daba, parecía llevarlo de vuelta a él y aunque el miedo y la duda seguían presentes, una parte de Thomas sentía que no había vuelta atrás, que esa noche estaba llena de respuestas que necesitaba encontrar.









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