Capítulo 15
La virilidad, ¿qué significaba realmente? Para Thomas, no era solo un rasgo, sino un mandato. Una fuerza implacable, una solidez que no admitía grietas. Lo veía en los hombres del campamento: en la forma en que se movían, seguros y silenciosos, en sus gestos firmes y en sus ojos duros, inmunes al miedo y a la duda. Era como si el simple acto de ser inquebrantables los protegiera de todo aquello que él no podía evitar sentir.
Esa mañana, mientras ajustaba el cuello de su uniforme y observaba su reflejo en el vidrio empañado, Thomas sintió el peso de esa expectativa. Él también debía ser así, un pilar de control y disciplina, alguien que no dejara espacio a reacciones indeseadas o a pensamientos que pudieran desviarlo del camino correcto. Se apretó la mandíbula, decidido a endurecerse, a construir una coraza que lo protegiera de todo aquello que lo hacía sentir frágil, vulnerable. Si tan solo pudiera ser más como ellos... pensó, si pudiera despojarme de lo que me debilita.
Por un momento, se imaginó libre de dudas, invulnerable, alguien a quien nadie –y menos Stefan– podría desestabilizar. Sintió una especie de calma en esa idea, como si pudiera despojarse de lo que le sucedía, como si las emociones del día anterior no hubieran sido reales, sino un error de su mente que podía corregir siendo más fuerte, más disciplinado, más viril.
No eres débil, se prometió, dándole una última mirada a su reflejo.
Thomas salió del barracón, decidido a mantenerse firme y a no dejar que nada lo hiciera vacilar. Reprimió cualquier pensamiento que no encajara en esa idea de fortaleza que estaba intentando construir. Ese día, planeaba enfrentar los entrenamientos con una dureza que no diera espacio a ningún sentimiento, a ninguna duda. Sería sólido, sin fisuras, tal como debía ser.
Cuando se unió al resto de los chicos, Thomas adoptó una postura rígida, casi desafiante, apretando los puños con la determinación de pasar desapercibido, de ser solo uno más. Quería demostrar, a los demás y sobre todo a sí mismo, que podía resistir cualquier cosa sin flaquear. En los ejercicios físicos, empujó su cuerpo al límite, como si el agotamiento físico pudiera borrar todo lo demás.
Lo que pasó fue un error, se decía, intentando convencerse de que lo sucedido no significaba nada, que no era más que una ilusión pasajera, una reacción absurda de su cuerpo. Esto no es real. Se repetía una y otra vez, pero las palabras se sentían huecas, y aunque su cuerpo estuviera extenuado, su mente no dejaba de recordarle cada detalle de lo que había sentido, de esa reacción corporal... de ese condenado impulso traicionero.
Cuando finalmente cayó la noche y el barracón se llenó de un silencio pesado, Thomas sintió cómo su fachada cuidadosamente construida durante el día comenzaba a desmoronarse. Durante horas, se había refugiado en el dolor físico, en las órdenes de los superiores, en la rutina mecánica del campamento. Pero ahora, en la quietud de su cama, no había nada que lo protegiera de sí mismo.
Se giró hacia un lado, buscando alguna posición que le ofreciera consuelo, pero su cuerpo no encontraba descanso. Cada vez que cerraba los ojos, las imágenes volvían. Era insoportable, como una herida abierta que no podía ignorar. La repulsión y el deseo seguían chocando dentro de él, formando un torbellino que lo hacía sentirse atrapado, asfixiado.
Entonces, en medio de esa lucha interna, escuchó un leve crujido. Giró la cabeza hacia la penumbra del barracón y vio una figura deslizándose hacia la puerta. Jair. Su andar era despreocupado, casi perezoso, y sin embargo, había en su movimiento un sigilo que delataba intenciones que iban más allá de una simple salida nocturna. Jair era conocido por sus escapadas, por su capacidad para obtener cosas que nadie más podía, cosas que desafiaban las reglas. En cualquier otra ocasión, Thomas lo habría ignorado. Jair no era su problema. Pero esa noche, algo dentro de él se rebeló.
Jair representaba esa indiferencia que él tanto anhelaba, una dureza que parecía protegerlo de todo y de todos, como si nada le importara realmente. Quizás eso era lo que él mismo necesitaba, dejar de sentir, adormecer esa parte de sí que lo atormentaba y le recordaba lo que había intentado olvidar. Sin pensarlo demasiado, se levantó y siguió los pasos de Jair.
Lo alcanzó justo cuando Jair se deslizaba hacia la oscuridad del campamento.
—¿Te importa si me uno? —murmuró Thomas en un tono bajo, casi indeciso, como si la simple idea de pedirle compañía fuera en sí misma una pequeña rebelión.
Jair se detuvo en seco y giró sobre sus talones, ladeando la cabeza con incredulidad. Su ojo bueno lo atravesó como un cuchillo, mientras el otro, marcado por esa cicatriz que nunca dejaba de intimidar, parecía opaco, inhumano. Una sonrisa burlona comenzó a formarse en su rostro.
—¿Tú? —soltó Jair con una risa corta y áspera, como si acabara de oír el chiste más absurdo de su vida. Se cruzó de brazos, mirándolo de arriba abajo con una mezcla de diversión y sospecha—. ¿Qué pasa, Thomas? ¿Ya te cansaste de jugar al bueno?
Thomas sostuvo su mirada, aunque sus manos sudorosas delataban su nerviosismo. —No sé... ¿te importa o no? —respondió, su tono más desafiante de lo que había planeado.
Jair soltó una carcajada, palmeándole el hombro con una fuerza que casi lo hizo tambalear. —Esto va a ser interesante —dijo finalmente, girándose para continuar su camino—. Sígueme.
Sin pensar demasiado, Thomas lo siguió, sus pasos resonando en el suelo húmedo del campamento. Jair lo guió hacia una vieja caseta de herramientas que el campamento había olvidado hace tiempo. La madera estaba desgastada, y el aire en el interior estaba cargado con un olor agrio, una mezcla de grasa vieja y queroseno derramado. A medida que avanzaban, Thomas sintió cómo su pecho se comprimía, como si estuviera cruzando un umbral invisible, un punto de no retorno.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Thomas, su voz sonando más firme de lo que se sentía.
Jair se agachó frente a una pila de madera apilada en la esquina, apartándola con movimientos precisos, hasta que reveló un compartimiento oculto bajo una roca. De allí sacó una botella de vidrio oscuro que brillaba tenuemente bajo la luz que se colaba por las grietas de la caseta.
—Lo robé de la oficina del coronel —susurró Jair, con una sonrisa que era mitad desafío, mitad burla.
Thomas sintió un escalofrío. La idea de beber algo sacado directamente de la oficina de la autoridad máxima del campamento, representaba más que un simple trago: era una transgresión, un acto de rebeldía contra el orden inquebrantable del campamento. Jair extendió la botella hacia él, y por un momento, Thomas se quedó inmóvil, mirando el vidrio oscuro, sintiendo el peso de esa invitación.
Mientras sus dedos vacilaban, un recuerdo lo golpeó como una ráfaga fría. El golpe que Jair le había dado en el pasado, directo al ojo, sin dudarlo, sin remordimientos. La sensación de impotencia se mezclaba con la extraña ironía del momento: ahora, ese mismo Jair lo invitaba a compartir algo prohibido, como si nada hubiera pasado. Thomas apretó los labios, queriendo ignorar la punzada de rabia que surgió en su interior.
—Venga, veamos de qué estas hecho —provocó Jair, inclinando la cabeza con esa sonrisa que parecía ver a través de él.
Thomas apretó los labios y tomó la botella. Sus dedos se cerraron alrededor del vidrio con más fuerza de la necesaria, y antes de pensarlo demasiado, la llevó a sus labios y dio un trago largo. El licor bajó como fuego líquido por su garganta, quemándole el estómago y arrancándole una tos involuntaria. Jair rió en voz baja, encendiendo un cigarrillo, el humo se mezcló con el aire viciado del lugar, envolviendo a ambos en una nube densa.
—Esto va a ser divertido —dijo Jair, con una sonrisa que irradiaba desafío, como si estuviera disfrutando del espectáculo.
Thomas no respondió. Dio otro trago, ignorando la quemazón, y otro más, buscando algo en ese ardor que pudiera ahogar el peso en su pecho. El calor del alcohol comenzó a extenderse por su cuerpo, haciendo que su mente se sintiera más ligera, más distante. Por un momento, casi pudo olvidar las imágenes que lo atormentaban, la confusión que lo había arrastrado hasta ese lugar.
Jair lo observaba con curiosidad y diversión, riéndose por lo bajo cada vez que Thomas volvía a darle un trago, como si estuviera decidido a probar su resistencia.
—Nunca pensé que tuvieras agallas, Thomas —comentó Jair, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué te pasa? ¿Quieres olvidar algo?
Thomas sintió cómo sus hombros se tensaban. Su mano apretó el cuello de la botella, la presión lo ayudaba a anclarse mientras el licor ya empezaba a entumecerle la mente, amortiguando los pensamientos que lo acosaban. En lugar de responder, encogió los hombros, fingiendo una indiferencia que estaba lejos de sentir.
Jair soltó una risa seca y breve, un sonido que parecía perderse en la penumbra de la caseta. De pronto, le dio un empujón ligero en el hombro, un gesto que pretendía ser casual, p ero que a Thomas le resultó incómodo, casi invasivo viniendo de alguien como él. Era extraño, pensar que ahora compartían ese momento, cuando la última interacción que recordaba entre ambos había sido esa pelea que le dejó un ojo morado durante días. La cicatriz de Jair, sin embargo, seguía allí, cruzándole el rostro, como si ambos cargaran las marcas de una historia que ninguno quería mencionar.
—¿Por qué esa cara? —dijo Jair de repente, rompiendo el silencio con un tono ácido, su voz afilada como un cuchillo—. ¿Tienes miedo?
Thomas levantó la mirada lentamente, encontrándose con los ojos de Jair, quien lo observaba con una sonrisa torcida, pero sin el menor rastro de amabilidad.
—No tengo miedo —respondió Thomas, aunque su voz no sonaba tan firme como quería. Levantó la botella y le dio un trago, más para evitar la mirada de Jair que por otra cosa.
Jair se rió por lo bajo, un sonido áspero que no era realmente de diversión, sino una burla cargada de cinismo.
—Claro que no. Eres todo un valiente, ¿no? —murmuró, antes de tomar la botella y llevársela a los labios dandole un trago largo, casi desafiante.
Thomas tragó saliva, sintiendo cómo el licor y las palabras de Jair se mezclaban, empujándolo hacia un lugar incómodo. No supo si eran los efectos del alcohol o por querer cambiar la conversación pero la pregunta salió de sus labios antes de que pudiera detenerse.
—¿Cómo te hiciste eso? —El dedo de Thomas apuntando hacia la cicatriz de Jair, con una mezcla de curiosidad.
Jair dejó la botella a un lado y dio una calada al cigarrillo, dejando caer la ceniza con un movimiento rápido y distraído. Su expresión se endureció brevemente antes de inclinarse hacia adelante, como si estuviera a punto de contar algo que ni siquiera los árboles debían escuchar.
—¿Esto? —dijo con voz baja, tocándose la cicatriz con los dedos de forma mecánica—. Fue en Viena, hace años. Me metí con la gente equivocada... o ellos se metieron conmigo, no sé cuál de las dos. Solo sé que una noche, después de un trato que salió mal, me encontré en un callejón con un cuchillo apuntándome. —Su voz era ligera, casi despreocupada, pero había una tensión debajo de cada palabra que no podía disimular—. ¿Quieres saber qué aprendí esa noche?
Thomas asintió, incapaz de apartar la mirada, a pesar del malestar que le provocaban las palabras de Jair.
—Aprendí que si te van a hacer daño, más vale que tú también se lo hagas a ellos. Aunque sea lo último que hagas. —Se pasó un dedo por la cicatriz, trazando la línea como si estuviera recordando cada detalle—. Le quité el cuchillo y se lo devolví... con interés.
Thomas sintió un escalofrío. El tono de Jair era casi casual, como si estuviera contando una anécdota sin importancia, pero la intensidad en sus ojos decía otra cosa.
—¿Y es por eso que terminaste aquí? —preguntó Thomas, tragando saliva.
Jair esbozó una sonrisa ladeada, alargando la cicatriz que atravesaba su ojo vacío. Era una expresión que no terminaba de ser burla, pero tampoco comprensión.
—¿Por eso? No, Leblanc, eso fue solo el principio. Esto... —se señaló la cicatriz con un dedo lento, como si fuera un recuerdo insignificante—. Esto no fue nada. Lo que me trajo aquí fue mucho peor.
Dejó la frase suspendida en el aire, como si no fuera necesario explicarlo. Sus ojos desiguales se clavaron en Thomas, evaluándolo, y Thomas, sin querer, sostuvo su mirada un momento demasiado largo antes de desviar los ojos hacia la botella.
—¿Pero tú? —Jair inclinó la cabeza ligeramente, como un depredador estudiando a su presa—. ¿Por qué demonios estás aquí?
La pregunta golpeó a Thomas con fuerza. Sintió su pecho apretarse, como si las palabras de Jair fueran una cuerda invisible que se cerraba alrededor de su garganta. Su primera reacción fue devolverle una mirada desafiante, pero el alcohol, mezclado con el eco de esa pregunta, lo desarmó.
No respondió. Llevó la botella a sus labios, dejando que el ardor del licor hiciera lo que las palabras no podían: llenarlo de algo más, de algo que no fuera esa incómoda sensación de ser visto. Dio un trago largo, cerrando los ojos mientras el fuego del alcohol bajaba por su garganta.
Jair no insistió. Se encogió de hombros y dejó que el silencio se asentara entre ellos, apoyándose contra la pared de madera con el cigarrillo entre los dedos. La ceniza cayó lentamente al suelo, rompiendo la quietud del momento como un recordatorio de que no estaban realmente solos.
Pero Thomas no estaba ahí, no del todo. La pregunta de Jair seguía resonando en su cabeza, despertando pensamientos que había intentado enterrar. ¿Por qué estaba en Valcartier? Siempre había repetido la misma respuesta automática: porque su padre lo había enviado. Pero el licor parecía arrancarle esa mentira como si fuera una capa delgada, dejando al descubierto una verdad más cruda y dolorosa.
Su mente lo traicionó entonces, arrastrándolo de vuelta al teatro, a Jakob, al recuerdo de una noche en particular.
El escenario estaba vacío y frío bajo su espalda, pero Thomas no sentía incomodidad. El eco de las risas aún flotaba en el aire, y Jakob, con su calma inquietante, parecía dominar el espacio sin esfuerzo. Cuando giró la cabeza hacia él, con esa mirada que siempre lo desarmaba, Thomas no pudo evitar sentir un cosquilleo en el pecho.
—Ven aquí, Thomas, hazme compañía —le había dicho Jakob en tono ligero, pero su voz tenía algo más, una profundidad que Thomas no había querido descifrar.
Se dejó caer a su lado, sintiendo la cercanía de Jakob como un peso extraño y reconfortante al mismo tiempo. La tranquilidad del teatro vacío lo hacía sentir vulnerable, pero de una manera que no le molestaba del todo. Era como si, en ese espacio, con Jakob a su lado, pudiera ser algo más, algo menos rígido, menos temeroso.
Cuando Jakob le apartó un mechón de cabello con esa suavidad inesperada, Thomas sintió que el tiempo se detenía. Fue un gesto tan simple, pero cargado de algo que no podía nombrar. El calor de su mano parecía permanecer en su piel mucho después de que Jakob la retiró, y el cosquilleo que comenzó en su pecho se extendió por todo su cuerpo, haciéndolo sentir ligero y, al mismo tiempo, completamente expuesto.
Volvió al presente con un sobresalto, abriendo los ojos de golpe. El calor del recuerdo aún ardía en su piel, pero el frío de la caseta lo envolvió de nuevo con una crudeza que lo hizo estremecer. Jair seguía allí, observándolo de reojo mientras terminaba su cigarrillo.
El silencio se volvió insoportable. Jair apagó el cigarrillo contra la pared y se enderezó con un movimiento brusco.
No te ahogues en esa botella, Leblanc —dijo con tono seco, sin malicia, pero tampoco con preocupación. Jair nunca había sido alguien que se preocupara por nadie más que por sí mismo—. Créeme, no vale la pena.
Thomas no respondió. No podía. El peso de los recuerdos lo tenía clavado en el lugar, mientras la pregunta de Jair, y todo lo que había desenterrado, seguían latiendo en su interior como un tambor implacable. Pero el problema ya no era solo el recuerdo de Jakob. Había algo más que lo oprimía, que lo asfixiaba incluso más profundamente.
Stefan.
La imagen del claro, de Stefan, de sus movimientos, regresó con una fuerza abrumadora. Era tan vívida que Thomas podía sentir de nuevo el calor que había trepado por su cuerpo, la tensión en sus músculos, el pulso que no podía controlar. Cerró los ojos, intentando apagarlo, pero el alcohol solo parecía intensificarlo. Ese deseo incomprensible seguía allí, latiendo con más intensidad que nunca, como si el licor hubiera desenterrado algo que él había intentado esconder.
"No", se dijo a sí mismo, casi en un susurro desesperado. "No, no, no." Pero cada trago que había tomado lo hundía más profundamente en ese remolino de emociones confusas, en esa mezcla de rabia, miedo y un deseo que lo hacía sentir débil, indefenso. La figura de Stefan se alzaba con una nitidez que lo aterrorizaba, como un fantasma que no podía exorcizar.
—Vamos, Thomas. —La voz de Jair lo arrancó de sus pensamientos como una sacudida—. Vamos a la cocina. Conozco un buen escondite. Podemos sacar algo de comida decente. —Jair sonrió, esa sonrisa astuta que siempre llevaba consigo, con la chispa de desafío que la hacía aún más inquietante—. Nada como un festín para animar la noche.
Thomas intentó enfocar su atención en Jair, usando la sugerencia como una distracción de las emociones que lo embargaban. Pero el alcohol hacía que sus sentidos parecieran desfasados, y un mareo sutil empezaba a adueñarse de él.
—Nah... —murmuró Thomas, intentando sonar despreocupado, aunque la verdad era que no confiaba en que pudiera mantenerse en pie mucho más tiempo—. No estoy en condiciones de correr si nos pillan. Ve tú. Yo... me quedo aquí.
Jair se encogió de hombros, riendo para sí mismo. La risa de Jair era corta, seca, una especie de mueca sonora que parecía burlarse de todo. Con un gesto casual, recogió la botella del suelo y salió de la caseta, dejando a Thomas solo con sus pensamientos y el eco de sus pasos desvaneciéndose en la distancia.
Thomas se dejó caer lentamente contra la pared, con la cabeza inclinada hacia atrás, mientras el frío de la madera gastada se filtraba por su ropa. Cerró los ojos, intentando calmar el temblor que aún sentía en sus manos, pero era inútil. Cada vez que cerraba los ojos, Stefan estaba allí. Los recuerdos no se iban, al contrario, lo consumían. Al igual que la culpa, la vergüenza, el anhelo... todo se le venía encima, desgarrándolo.
Soy un hombre... se dijo y tropezando con sus propios pasos, salió del escondite cruzando el campo en dirección al barracón, con la mente en un torbellino y el cuerpo pesado por el cansancio y el alcohol. Todo se sentía borroso, como si la realidad estuviera envuelta en una especie de niebla espesa. Al acercarse al barracón, divisó una figura en la penumbra, Simón estaba afuera, fumando a solas. Apenas lo vio, Simón frunció el ceño, percibiendo algo extraño en la forma en que Thomas caminaba, tambaleante y con la mirada perdida.
—¿Thomas? —Simón lo observó con el ceño fruncido mientras el fuerte olor a alcohol lo golpeaba al acercarse—. ¿Qué tienes? —preguntó, su tono cargado de incredulidad.
Thomas apenas levantó la mirada, los ojos vidriosos tratando de enfocarse en el rostro de Simón. Murmuró algo ininteligible, y Simón, conteniendo una mezcla de asombro e irritación, le dio un ligero empujón en el hombro, como si eso pudiera devolverle la lucidez.
—¿Estás borracho? —inquirió en un tono cargado de incredulidad, echando un vistazo rápido a su alrededor—. Si algún superior te ve así, te van a castigar hasta que se aburran. ¿De dónde demonios sacaste el alcohol?
Thomas parpadeó, y con una sonrisa que intentaba ser indiferente, murmuró, casi riéndose:
—Jair... Jair tiene una botella.
Simón soltó un suspiro, llevándose una mano al cabello antes de mirar alrededor, asegurándose de que no hubiera testigos. Luego, sin perder más tiempo, lo tomó por el brazo con firmeza, tratando de guiarlo hacia la puerta del barracón.
—Escucha, necesitas dormir esto antes de la cena. Si alguien te encuentra en este estado, te vas a arrepentir. —Su tono era bajo pero decidido, su preocupación evidente mientras intentaba arrastrar a Thomas adentro.
Thomas, tambaleante, negó con la cabeza, deteniéndose en seco justo antes de cruzar la puerta.
—No... no quiero dormir, Simón —susurró, las palabras saliendo con dificultad, cargadas de un dolor que parecía hundirlo—. No quiero volver... a soñar.
Simón lo miró, confundido, sin entender la gravedad que Thomas parecía poner en esas palabras.
—¿Qué estás diciendo? —Simón se cruzó de brazos, desconcertado—. ¿Qué tiene de malo un sueño? ¿Qué demonios soñaste?
En lugar de responder, Thomas soltó un suspiro tembloroso y, como si su cuerpo no pudiera sostenerlo más, se dejó caer al suelo, sentándose con torpeza. Sus piernas dobladas y los hombros encorvados lo hacían parecer más pequeño, como si intentara protegerse de algo invisible. Se llevó las manos a la cabeza, cerrando los ojos con fuerza, y dejó escapar un murmullo apenas audible:
—¿Soy un impuro?
Simón frunció el ceño, sus labios moviéndose como si buscara una respuesta lógica a lo que parecía una pregunta sin sentido.
—No lo eres —dijo con firmeza, mientras lo jalaba del brazo, intentando ponerlo de pie.
—Sí lo soy —insistió Thomas, soltándose de un tirón. Su voz temblaba, pero sus pies parecían anclados al suelo, negándose a moverse.
Simón lo miró, exasperado, pero suavizó el tono, dejando escapar un suspiro.
—No sabes ni lo que dices —replicó, tratando de ocultar su creciente frustración. Nunca había sido bueno lidiando con borrachos—. Quédate aquí, ¿me oyes? Voy a buscar a Raymond. Él sabrá qué hacer.
Soltó a Thomas con cuidado, como si temiera que se desplomara, y le lanzó una última advertencia.
—No te muevas, Thomas. En serio. Quédate aquí.
El sonido de los pasos de Simón se desvaneció, perdiéndose entre el crujir de la grava y las voces apagadas que llegaban desde el barracón. Por un momento, Thomas permaneció inmóvil, tambaleándose, su mirada clavada en el suelo. Pero, como empujado por una fuerza que ni él entendía, se giró y comenzó a caminar, alejándose en dirección opuesta.
El aire frío y húmedo lo envolvía, el alcohol nublándole la mente, pero no lo suficiente como para apagar esa fuerza extraña que lo arrastraba. Sus pasos erráticos lo llevaron instintivamente hacia la capilla, esa pequeña construcción de piedra al borde del campamento que siempre permanecía abierta. Un refugio para aquellos que buscaban consuelo... o, como él, redención.
Al cruzar la puerta, el silencio lo envolvió por completo. La penumbra era densa, apenas rota por la luz parpadeante de una vela en el altar y los reflejos metálicos de las figuras religiosas que parecían observarlo desde la distancia. Las paredes de piedra, frías y desnudas, absorbían cada sonido, cada pensamiento, como si el lugar existiera fuera del tiempo.
Thomas avanzó con pasos vacilantes, su cuerpo sintiéndose pesado, arrastrado entre el alcohol y una culpa que no sabía cómo nombrar. Al llegar a una de las bancas, se dejó caer sin gracia, cubriéndose el rostro con las manos. Todo lo que había intentado reprimir volvía a inundarlo: la imagen de Stefan, la confusión en su propio cuerpo, el llanto sofocado en la oscuridad de la noche anterior. Era como si cada recuerdo quisiera arrancarle el aire, clavándose en su pecho con la precisión de una daga.
Se aferró a la idea de que algo, lo que fuera, pudiera escucharlo. Intentó formar palabras, alguna frase que pudiera sonar como un ruego o una súplica, pero nada tenía sentido. Todo era ruido. Hasta que, con la voz quebrada y los ojos ardiendo de cansancio, murmuró:
—Ayúdame por favor... No quiero... ser así. No quiero sentir esto.
Las palabras salieron entrecortadas, como una confesión arrancada a la fuerza, escapando al fin de donde había intentado esconderlas. Apretó los puños, sus uñas clavándose en las palmas, mientras trataba de contener unas lágrimas que fluían sin permiso. Finalmente, se inclinó hacia adelante, dejando que su frente tocara el banco frente a él, como si el acto de humillarse ante el altar pudiera redimirlo, pudiera arrancar de él aquello que sentía como un veneno, como algo que no debería estar ahí.
El eco del silencio dentro de la capilla le devolvía la sensación de abandono, como si incluso Dios, si es que estaba ahí, decidiera guardar distancia. Thomas sintió cómo el peso del cansancio, del alcohol y de su propia desesperación lo arrastraba hacia un estado que no podía controlar. Su visión se volvió borrosa, los contornos de las cosas perdiendo definición. Cerró los ojos y dejó que la oscuridad lo envolviera, hasta que los ecos de pasos en la capilla lo sacaron de ese limbo.
—¿Por qué diablos no te quedaste donde te dije? —La voz de Simón resonó como un golpe seco en su conciencia, lejana, pero insistente.
Sintió un tirón en su brazo, la mano de Simón intentando levantarlo. La resistencia de su cuerpo era mínima, pero su mente luchaba por comprender. Entreabrió los ojos y apenas distinguió la silueta de Raymond, que lo observaba con desconcierto mientras intentaba ayudar.
—Ayúdame a levantarlo —escuchó decir a Simón, la urgencia en su tono perforando la niebla que lo envolvía.
Un brazo fuerte rodeó su cintura, mientras otro lo alzaba desde el hombro. La presión del tacto lo ancló brevemente a la realidad, lo suficiente para sentir la incomodidad de ser arrastrado, su cuerpo pesado y torpe entre los dos. Cuando lo dejaron caer sobre la cama, el mundo parecía girar a su alrededor, los rostros de Simón y Raymond oscilaban entre sombras y claridad. Quiso decir algo, explicar, disculparse, pero las palabras no salían. Apenas logró balbucear un agradecimiento que se perdió en el aire.
Thomas cerró los ojos, la conciencia deslizándose nuevamente entre los recuerdos borrosos, el peso en su pecho y un susurro en su mente que no lograba silenciar.
Eran altas horas de la madrugada cuando volvió a despertar. Todo le daba vueltas mientras intentaba fijar la mirada en el techo bañado en sombras, donde la luz tenue apenas alcanzaba a trazar contornos imprecisos. Tenía la boca seca, el estómago revuelto y un dolor sordo en la cabeza que le recordaban, con una crueldad inquebrantable, las consecuencias de lo que había hecho. El barracón estaba en calma, interrumpido solo por el ritmo pausado de las respiraciones de sus compañeros y el ocasional crujir de las estructuras metálicas. Cerró los ojos con fuerza, pero el martilleo en su cabeza no se detenía, y sus pensamientos, crueles y despiadados, lo invadieron sin tregua.
Tocó su hombro, como si pudiera sentir aún el roce accidental con el cuerpo de Stefan en el claro del bosque, la cercanía de sus alientos en el aire frío, la intensidad abrumadora de esa mirada que había dejado una marca profunda en su memoria. Luego, llegó el recuerdo del olor a desinfectante y el contacto cuidadoso de los dedos de Stefan mientras aplicaba la pomada en sus manos heridas. No fue el dolor físico lo que lo abrumó en ese momento, sino la forma en que cada gesto de Stefan lo hacía consciente de sí mismo, de su cuerpo, del calor que lo invadía como un fuego que se extendía desde sus manos hasta el resto de su ser.
Pero lo que más lo atormentaba era ese instante en el bosque. La imagen de Stefan entrenando bajo la luz melancólica, el sudor brillando en su piel, los movimientos precisos y controlados. En ese breve instante, algo se había encendido dentro de él, un fuego que no había pedido pero que ahora consumía sus pensamientos. El ardor, la agitación, el impulso casi irresistible de tocarlo y sentir cada fibra de su cuerpo... No era solo la reacción física, tan visceral y salvaje, sino algo más profundo, sino por la conexión emocional que parecía tirar de él hacia Stefan con una fuerza magnética.
Sus ojos ya no podían cerrarse cuando la epifanía lo envolvió en un torbellino de aquella atracción que sentía dentro de su ser, en su niñez, había sentido la presión sutil de expectativas sociales y autoexploración, pero ahora, la verdad se asentaba y al momento, identificó en su corazón algo crecer y retroalimentarse.
En la oscuridad y el silencio de la noche, Thomas permitió que sus pensamientos se expandieran, libres de las barreras que había levantado durante tanto tiempo. Se imaginó tocando a Stefan, sentirlo, se lo imaginó completamente desnudo, le parecía extremadamente irresistible y tan solo unos pocos minutos bastaron para que ese calor carnal llegara a su cuerpo y con eso, los recuerdos, las conexiones vividas y las experiencias pasadas se alinearon, formando una imagen clara de su identidad. En un suspiro liberador, aceptó la verdad: era gay.
Un sollozo escapó de su pecho, suave y contenido, como si temiera que el más mínimo sonido pudiera romper algo en él. Tuvo que hundir la cabeza en su almohada para no hacer ruido y no despertar a nadie. Las lágrimas corrieron por su rostro, húmedas y calientes, mientras su mente luchaba por reconciliar esa verdad con el miedo que lo paralizaba.
Con la mano izquierda apartó las lágrimas que empapaban su rostro y con la derecha, arrastró su palma abierta hacia el interior de su pantalón, la introdujo en sus calzoncillos y lleno de miedo, confusión y extrema vergüenza hacia si mismo, acomodó la incómoda erección que había crecido hasta su pelvis de tan solo haber abierto su mente y haber dejado entrar en sus pensamientos la clara imagen del cuerpo expuesto y las extremidades bien definidas de Stefan Weiss...
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¡Por fin, Thomas! ¡Por fin lo aceptas! Hasta yo misma me estaba desesperando. 🤣
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