Capítulo 12
La noche que cambió todo, antes de Valcartier. Detrás del telón, en las habitaciones ocultas del teatro, el mundo parecía transformarse. Las reglas del exterior se quedaban fuera, y en esos pasillos secretos, todo se volvía más intenso, más libre, como si cada rincón respirara complicidad y misterio...
Las luces suaves bañaban el lugar en tonos dorados y rojizos, un resplandor que acariciaba los rostros de los asistentes y hacía que todos parecieran personajes de una obra secreta. Las personas vestían de manera extravagante, con atuendos que desafiaban las convenciones: trajes de terciopelo brillante, blusas de encaje que dejaban entrever la piel, camisas desabotonadas, y faldas que giraban en cada paso. El maquillaje era audaz, sombras azules y verdes en los ojos, labios oscuros y contornos marcados, rostros que brillaban bajo la luz como si cada uno estuviera en un papel por interpretar.
Los ecos de risas y murmullos flotaban en el aire, mezclándose con el humo de cigarrillos y el perfume dulce y picante que emanaba de cada abrazo, de cada roce de manos. La música envolvía el ambiente con un ritmo suave pero vibrante, las notas de jazz resonando entre las risas y murmullos, mientras parejas y amigos se movían con una despreocupación que solo podía existir en un lugar así, en una noche como esa.
Thomas sentía una euforia contenida, una emoción palpitante en sus venas que se mezclaba con una fina capa de peligro, ese tipo de riesgo que siempre parecía envolver cada instante de libertad.
Era su primera vez en una fiesta clandestina. Y cada detalle —cada risa, cada mirada— lo hacía sentir como si estuviera desafiando al mundo solo por respirar en ese espacio. Lo llamativo no era el lugar ni la música, sino el hecho de que algunos de los presentes, con su risa despreocupada y sus miradas cómplices, compartían algo que el resto del mundo condenaba: eran hombres que buscaban consuelo en brazos masculinos, mujeres que miraban a otras mujeres con el tipo de ternura que se suponía debía estar prohibida.
Thomas dejó que sus ojos recorrieran la sala, tratando de asimilar lo que lo rodeaba. Entre la multitud, reconoció a Jakob, un amigo cercano y colega en el teatro. Jakob llevaba una camisa de lino blanco, las mangas remangadas y el cuello ligeramente desabrochado, mostrando una cadena plateada que relucía con cada movimiento. Sus labios estaban pintados de un tono borgoña, y una delgada línea de delineador enmarcaba sus ojos, dándole una intensidad magnética.
—Jakob, pensé que te habías esfumado —le dijo Thomas, acercándose a él mientras ambos intercambiaban una sonrisa cómplice.
—¿Yo? ¿Desaparecer en plena fiesta? Jamás. Sabes que siempre estoy donde están las historias interesantes —respondió Jakob, con una voz grave que se suavizaba al hablar con él.
Jakob se inclinó hacia Thomas, como si compartiera un secreto, y en ese momento su perfume, una mezcla de especias y algo dulce, envolvió a Thomas. La cercanía entre ambos se sentía natural, un gesto de confianza en medio de un mundo que les pertenecía solo por unas horas.
—Tengo algo que decirte, Thomas, pero no aquí —dijo Jakob, con un toque de seriedad en su tono que hizo que Thomas frunciera el ceño, intrigado.
Jakob miró alrededor, como asegurándose de que nadie los escuchaba, aunque en ese ambiente cargado de risas y miradas cómplices, cualquiera hubiera parecido fuera de lugar prestando atención a los secretos ajenos.
Jakob le apretó suavemente la mano y, sin decir una palabra más, lo guió por un estrecho pasillo hacia un rincón apartado, lejos de las luces cálidas y del bullicio de la fiesta. La música y las risas se fueron apagando con cada paso, hasta que solo quedaron los ecos distantes, como un recuerdo lejano de la libertad efímera que habían dejado atrás.
Finalmente, se detuvieron en un camerino en penumbra, donde las luces apagadas y el olor a polvo, madera y maquillaje creaban una atmósfera íntima y cargada de misterio. Jakob soltó la mano de Thomas, pero sus dedos aún conservaban el calor de aquel breve contacto, una sensación que se quedaba en su piel como un secreto que ambos compartían.
Thomas se apoyó contra la pared, observando a Jakob con una mezcla de curiosidad y nerviosismo. Sabía que su amigo estaba a punto de decir algo importante, algo que quizá no había confesado a nadie más. Jakob mantenía la vista baja por un momento, como si buscara las palabras adecuadas, y luego levantó los ojos para encontrarse con los de Thomas.
Thomas, hay algo que... necesito decirte, pero... —la voz de Jakob era apenas un susurro, cada palabra temblando entre el miedo y la decisión—. No es tan sencillo.
Thomas frunció el ceño, desconcertado, pero permaneció en silencio, intuyendo que cualquier interrupción podría romper el frágil equilibrio del momento.
Jakob tomó una respiración profunda, soltando una risa nerviosa que no lograba esconder su tensión. Desvió la mirada un segundo antes de volver a fijarla en Thomas.
—¿Te acuerdas de la obra que ensayábamos el mes pasado? —preguntó finalmente, su voz baja y temblorosa—. La del hombre que siempre quería decir algo... pero nunca llegaba a hacerlo. Hasta que era demasiado tarde.
Thomas asintió, aún sin comprender del todo. Aquella obra había sido motivo de largas charlas entre ellos, una historia sobre un amor imposible que, entre risas, solían diseccionar en cada ensayo.
—Claro. ¿Cómo olvidarla? Nos volvía locos. Era como si el protagonista siempre fuera a decir algo importante... pero al final no podía —respondió Thomas, esbozando una sonrisa que pronto desapareció al notar la intensidad en la mirada de Jakob.
Jakob asintió lentamente, sus ojos fijos en los de Thomas. En ese momento, sus palabras empezaron a adquirir un peso distinto.
—Es que... a veces siento que soy como él —murmuró Jakob, sus palabras casi inaudibles, como si las probara antes de soltarlas—. Que quiero decir algo, pero cuando llega el momento... simplemente... no puedo.
Thomas notó un leve temblor en la voz de Jakob, una vulnerabilidad que nunca antes había visto en él. Pero antes de que pudiera responder, Jakob continuó, bajando aún más la voz.
—Creo que siempre he sentido algo por... —empezó a decir, su voz rota, su mirada fija en el suelo.
En ese instante, un estruendo rompió el silencio. Desde el pasillo, el sonido de una botella quebrándose resonó como un disparo, seguido de un grito que se alzó en el aire, desgarrador y violento, helándoles la sangre.
Jakob se detuvo, sus palabras ahogadas por el eco del estruendo. Sus miradas se encontraron, y en ese momento, la urgencia y el miedo reemplazaron todo lo demás.
Jakob le lanzó una mirada seria a Thomas, con una urgencia que no admitía discusión.
—Quédate aquí. No te muevas —susurró, antes de salir del camerino.
Thomas se quedó inmóvil, el corazón palpitándole en el pecho mientras escuchaba los pasos de Jakob perderse en el pasillo. El sonido de la fiesta, que hasta hace poco llenaba el teatro, había sido reemplazado por murmullos tensos y algunos gritos apagados que parecían acercarse. De repente, un golpe seco resonó desde el otro lado del teatro, seguido de una serie de gritos más fuertes. Thomas contuvo la respiración, el miedo apoderándose de él mientras intentaba comprender qué estaba sucediendo.
Desde la rendija de luz que se colaba por la puerta entreabierta, vio una sombra moverse rápidamente y se sobresaltó. La silueta de Jakob apareció en el marco de la puerta, y su expresión estaba cargada de pánico.
—Tenemos que irnos, ahora mismo —dijo Jakob en voz baja, su tono urgente y apenas contenido.
Thomas dio un paso adelante, intentando preguntar, pero apenas consiguió murmurar:
—¿Qué está pasando?
Antes de que Jakob pudiera responder, ambos escucharon una voz áspera y elevada desde el otro extremo del teatro. Los dos se quedaron en silencio, atentos, mientras el eco de gritos y proclamas se hacía más fuerte, hasta que las palabras llegaron con una claridad que les heló la sangre.
—¡Impuros! —vociferaba alguien, con una voz teñida de desprecio—. ¡Pecadores que han perdido el camino! ¡No merecen vivir entre nosotros!
Thomas sintió cómo el miedo se le clavaba en la piel, helado y asfixiante. La voz resonaba como una sentencia, y cada palabra parecía cargar el aire de una violencia que no necesitaba más explicaciones. Jakob lo miró, sus ojos oscuros y aterrados, pero en su rostro había una decisión que iba más allá del miedo.
—No mires, Thomas —dijo, su voz temblorosa, y lo tomó del brazo, guiándolo rápidamente por el pasillo oscuro.
Jakob se detuvo frente a una pequeña puerta que daba a un cuarto de almacenaje sin ventanas, un lugar angosto y apenas iluminado. Sin soltar el brazo de Thomas, lo empujó suavemente hacia el interior, y Thomas sintió el aire denso y oscuro envolviéndolo mientras Jakob lo escondía en la penumbra.
—permanece aquí y no hagas ruido. Pase lo que pase, no salgas —le susurró Jakob, sus palabras llenas de una gravedad que no permitía réplica.
Thomas sintió cómo el pánico se apoderaba de él. No quería que Jakob se fuera, no quería quedarse solo en aquella oscuridad sofocante mientras el eco de gritos y golpes resonaba cada vez más cerca.
—No me dejes —murmuró, tratando de agarrar la mano de Jakob antes de que él se apartara.
Jakob apretó su mano por un instante, con una expresión que mezclaba firmeza y tristeza.
—Voy a estar bien. No puedo dejar a los otros —susurró Jakob con una voz apresurada, suave pero cargada de determinación. Con un último apretón en la mano de Thomas, se soltó con firmeza y, en un movimiento rápido, cerró la puerta tras de sí, dejándolo solo en la oscuridad.
El mundo pareció desmoronarse en ese instante.
Thomas abrió los ojos de golpe, incorporándose en la litera como si acabara de caer desde una gran altura. Su respiración era rápida, errática, y el pecho le subía y bajaba frenéticamente, tratando de recuperar el control. Por un momento, la penumbra que lo rodeaba parecía otro cuarto sofocante, lleno del eco de gritos y pánico que aún resonaban en su mente. Pero poco a poco, los contornos familiares del barracón comenzaron a emerger en la penumbra.
Estaba en Valcartier. A su alrededor, las literas de sus compañeros permanecían en silencio, solo rotas por el ritmo pausado de las respiraciones ajenas. La noche se filtraba helada por las rendijas de las ventanas, y Thomas sintió la humedad en su piel, estaba empapado en sudor, el frío calándole hasta los huesos.
Con una mano temblorosa, se llevó los dedos al rostro, intentando calmarse, pero el latido acelerado en su pecho continuaba, como si el recuerdo se aferrara a él, negándose a desaparecer. No era una pesadilla. Lo sabía. Lo que acababa de revivir había sido un recuerdo, tan real y vívido como la noche en la que todo había ocurrido.
Thomas se dejó caer de nuevo sobre las sábanas, el colchón áspero cediendo bajo su peso mientras sus ojos se fijaban en el techo oscuro. Quería alejar de su mente el recuerdo de aquella fiesta, el brillo cálido de las luces, las risas y los ecos de canciones apagadas. Pero, como siempre, los pensamientos volvían, arrastrándolo de regreso a esa noche.
Recordaba el caos que se desató cuando irrumpieron aquellos hombres. Los gritos se mezclaban con el estruendo de botellas estrellándose contra el suelo, con los golpes sordos que rebotaban en las paredes, y con las súplicas ahogadas de los que intentaban escapar. Thomas había sentido el miedo como un peso aplastante en el pecho, y hasta podía recordar la forma en que su respiración se había vuelto errática, el sonido de su corazón retumbando en sus oídos.
Pero lo peor era recordar a Jakob. Jakob, quien había salido del camerino con la intención de proteger a los otros, quien le había pedido que se quedara escondido. La imagen de su amigo enfrentándose solo a aquella amenaza lo atormentaba.
Cerró los ojos con fuerza, intentando empujar ese pensamiento fuera de su mente. No quería pensar en Jakob, no quería volver a recrear ese momento en su cabeza. Esa noche seguía siendo una herida mal cerrada, una cicatriz que dolía cada vez que intentaba recordar los detalles. Quería borrarla, quería enterrarla, pero los recuerdos se aferraban a él con la misma intensidad que el miedo.
Thomas intentó dormir, pero el sueño no volvió. Permaneció inmóvil en la penumbra, los ojos fijos en el techo, mientras la noche avanzaba y el frío de Valcartier se colaba por cada rincón del barracón. La oscuridad se sentía implacable, como si lo vigilara, como si supiera los secretos que guardaba.
Finalmente, cuando el primer toque de diana resonó en el campamento, Thomas seguía despierto. Sabía que había pasado toda la noche en vela, sin encontrar consuelo ni descanso. Con un suspiro resignado, se levantó de la cama, preparándose para otro día de entrenamiento. La tensión y el cansancio le pesaban en el cuerpo, pero sabía que eso era algo que no podía mostrar. No ahí, no en Valcartier.
El frío de la madrugada era lo primero que sentía cada mañana, un golpe helado que le recordaba dónde estaba antes incluso de abrir los ojos. No importaba cuánto intentara apurarse, siempre parecía que los minutos antes del entrenamiento se esfumaban. Apenas había tiempo para lavarse la cara, ponerse el uniforme y salir. Y luego del primer entrenamiento venía el desayuno, la única comida que no tomaban en el comedor. En su lugar, cada soldado recibía algo rápido y envuelto: pan duro, queso frío, o, si había suerte, un pedazo de carne que sabía a nada.
Valcartier no perdonaba ni un error. Todo seguía un ritmo cronometrado: ejercicios, tareas, inspecciones, almuerzos que eran pausas breves en medio de la jornada. Solo allí, en el comedor, se permitía sentarse. ¿Un respiro? Apenas. La tarde traía más: tiempo libre para unos, castigos para otros. Lo llamaban disciplina, para Thomas, era otra palabra para castigo, un día tras otro que buscaba aplastar cualquier traza de individualidad.
Tal vez era eso lo que querían, ¿no? Que olvidara quién era. Que el cansancio lo borrara todo. Pero Thomas lo recordaba. Recordaba cosas que no quería, y otras que deseaba aferrarse, aunque le dolieran.
Esa mañana, mientras permanecía al borde de la línea de entrenamiento, con el eco de voces y órdenes flotando a su alrededor, Thomas se sintió ajeno a todo. Su mente parecía haber decidido rebelarse, volviendo a esos recuerdos que preferiría dejar en el olvido. Frente a él, los demás reclutas lanzaban y atrapaban sacos de arena, sus movimientos repetitivos y sincronizados dibujaban un ritmo que él, en ese momento, no podía seguir.
El cansancio seguía en sus manos, aunque estas ya habían sanado tras cinco días lejos del taller de mantenimiento. El castigo había dejado marcas, pero sus yemas, al fin, habían vuelto a su estado habitual, lo que le permitía sostener el peso del saco con la firmeza de siempre. Sin embargo, su mente seguía vagando lejos, y el peso del saco en sus manos se sentía extraño, casi insoportable, como si cargara algo más que solo arena.
Cuando llegó su turno, tomó el saco y lo lanzó, pero el movimiento fue torpe, sin la fuerza que el ejercicio exigía. El saco cayó corto, y Ludwig, quien estaba frente a él, tuvo que inclinarse rápidamente para atraparlo antes de que tocara el suelo. Thomas notó las miradas a su alrededor, clavándose en él como agujas silenciosas. Apretó los dientes, intentando sacudirse el malestar y enfocarse.
Concéntrate, se ordenó a sí mismo, pero su mente era traicionera. Volvía, inevitablemente, a aquella noche en el teatro. A Jakob. A las luces doradas y las risas que parecían pertenecer a un mundo al que ya no tenía acceso. A esa sensación de libertad, algo tan lejano ahora que parecía un espejismo.
—Leblanc, ¿Eres débil o simplemente idiota? —la voz del coronel rompió el silencio como un látigo, fría y cortante, arrancándolo de sus pensamientos. Dio un paso hacia él, con los ojos clavados en Thomas, su mirada dura como una sentencia—. Porque aquí solo hay dos tipos de personas: los que sirven para algo... y los que no sirven ni para cargar un saco.
Thomas apretó los labios, conteniendo la rabia y la humillación que le subían en oleadas. Nadie se atrevió a mirarlo directamente, todos comprendían demasiado bien lo que significaba recibir la reprimenda del coronel: un ejercicio de poder y sometimiento del que nadie quería ser testigo ni víctima.
El coronel dejó que el silencio se alargara un segundo más, dejando que las palabras calaran como un veneno antes de continuar su recorrido, examinando a los demás con una mirada cargada de desprecio.
Cuando el grupo pasó al circuito de cuerdas, la actitud del coronel se volvió aún más despiadada. Los ejercicios de resistencia exigían fuerza, precisión y, sobre todo, concentración, algo que las palabras del coronel parecían diseñadas para desestabilizar. Thomas y sus compañeros arrastraban los pesos asignados, escalaban las sogas tensas y anudaban cuerdas gruesas que cortaban sus manos, todo bajo la mirada fría y atenta del coronel, que no perdía oportunidad de señalar cada fallo, cada resquicio de debilidad.
Mientras tiraba de la cuerda, Thomas sintió una tensión familiar en los hombros, como si los recuerdos de Jakob le pesaran en el cuerpo, una carga invisible que lo arrastraba hacia el pasado. Era una mezcla amarga de culpa y tristeza lo que lo embargaba, una sensación de traición hacia una versión más libre de sí mismo, hacia esa amistad que ahora parecía casi irreal.
Jakob, con su risa despreocupada y aquella costumbre de llevar la camisa desabotonada hasta el pecho, como si la vida fuera algo simple, cálido y lleno de posibilidades. ¿Qué diría Jakob si lo viera ahora? Un soldado más, alineado en medio de este círculo de órdenes, alguien que parecía haber perdido su espíritu. ¿Se reiría de él, o intentaría comprender?
Sin darse cuenta, sus dedos se aflojaron y la cuerda que sostenía resbaló de su agarre, cayendo al suelo con un ruido sordo. Su mirada permanecía clavada en un punto invisible, completamente ausente, perdido en el eco de lo que una vez fue. En ese instante, el recluta a su lado tropezó con la cuerda suelta y cayó de rodillas, provocando un revuelo en el grupo. Las miradas se volvieron hacia Thomas, y su expresión de sorpresa y desconcierto lo delató al instante.
—¡Leblanc!
La voz del coronel atravesó el aire como un látigo, autoritaria y cargada de desprecio. Thomas sintió el impacto de su tono recorrerle la columna, como si lo hubiese golpeado físicamente.
—¿Se puede saber qué demonios sucede contigo? —demandó el coronel, cada palabra cargada de frialdad, como si estuviera escarbando en su interior, buscando cualquier señal de debilidad.
Thomas tragó saliva, su rostro pálido mientras intentaba formular una respuesta, pero sabía que cualquier intento sería en vano. Había bajado la guardia, se había distraído en el peor momento, y ahora toda la atención del coronel estaba fija en él, un foco de desaprobación que lo hacía sentir expuesto.
El coronel lo observó en silencio, con los brazos cruzados, como si estuviera evaluando cada centímetro de su falta de disciplina, permitiendo que el silencio se alargara, ahogante. Luego, después de una pausa cargada de tensión, dejó caer las palabras con un desprecio afilado.
—Si no puedes mantener la concentración y completar un ejercicio simple, entonces vas a necesitar algo que te recuerde por qué estás aquí.
Thomas intentó mantenerse firme, pero la vergüenza se mezclaba con una frustración que no podía reprimir. Sabía que lo que vendría ahora sería una marca, una advertencia de que cualquier distracción futura tendría consecuencias mucho peores.
—Desde ahora —continuó el coronel, su tono implacable—, serás responsable de todos los implementos de entrenamiento al final de cada sesión. Sacos, cuerdas, barras... cada uno en su lugar antes de que puedas retirarte. Tal vez así aprendas a enfocarte en lo que realmente importa. ¿Entendido?
Thomas asintió. —Sí, señor —logró decir con voz clara, pero su garganta se cerraba, y sentía un nudo que amenazaba con romper su compostura.
El coronel dio un paso hacia él, inclinándose lo justo para que su voz sonara más baja, pero infinitamente más cruel.
—Y no quiero volver a ver esa mirada perdida, Leblanc. Aquí no hay espacio para soñadores. Ni para inútiles.
Al final del entrenamiento, mientras los demás reclutas abandonaban el área, Thomas se quedó atrás, observando cómo sus compañeros se alejaban uno a uno, hasta que solo quedó el eco de sus pasos desvaneciéndose en la distancia. A su lado, apareció Simón sin previo aviso, con una mirada cómplice, como si hubiese orquestado todo con un breve cruce de miradas. Mientras Raymond, que mantenía las manos en los bolsillos lo observaba con una expresión tranquila pero decidida.
—Vamos, Thomas —dijo Simón con tono despreocupado, contrastando con la dureza del castigo—. No puedes cargar todo esto tú solo. Te echaremos una mano.
Thomas sintió una punzada de gratitud, aunque, al mismo tiempo, una parte de él se resistía. No quería que sus amigos se vieran involucrados en el castigo que él mismo había provocado. En Valcartier, cada acto de ayuda podía tener un precio, y no estaba dispuesto a arrastrarlos en su carga.
—Gracias —respondió en voz baja, su tono firme—. Pero esto es cosa mía. No quiero que ustedes se metan en problemas por mi culpa.
Simón frunció el ceño y cruzó los brazos con una expresión terca, la misma que usaba cuando intentaba convencer a otros de algo.
—El coronel lo vería, y también los castigaría —añadió Thomas, adelantándose a la insistencia de su amigo—. Mejor váyanse antes de que alguien los vea aquí.
Simón lo miró, renuente, hasta que finalmente suspiró y, resignado, le dio una palmada en el hombro antes de girarse para marcharse. Raymond, sin embargo, se quedó un segundo más, su expresión cargada de preocupación antes de seguir a Simón, lanzando una última mirada de apoyo silencioso.
Por encima de él, el sol brillaba inusualmente, sus rayos atravesando el cielo despejado con una claridad que se sentía casi ajena al invierno perpetuamente nublado de Valcartier. Pero ni el buen clima podía apaciguar su desánimo... Y tras dejar el último saco en su lugar, guardar todo en el almacén y cumplir con su castigo, Thomas apenas sentía las piernas mientras cruzaba el patio de regreso al barracón. El cansancio se le había instalado en los huesos, apoderándose de cada músculo. Ni siquiera consideró ir al comedor, la idea de enfrentarse a las miradas de los demás y al ruido le resultaba insoportable. Todo lo que quería era un momento de descanso, aunque sabía que debía darse una ducha antes del almuerzo.
Se dejó caer sobre la cama, con la intención de descansar tan solo un momento. Cerró los ojos, convencido de que era solo para recuperar un poco de aliento. Su cuerpo, pesado y entumecido, se hundió en el colchón, y el silencio del barracón lo envolvió como un manto tibio. La penumbra, serena y estática, parecía ofrecerle un respiro de todo el caos del día.
El peso del sueño lo atrapó con una rapidez que no esperaba. Sus pensamientos se desdibujaron, su respiración se volvió más profunda, y la noción del tiempo se evaporó.
Un ruido sordo, apenas un crujido en el suelo, lo arrancó de golpe de ese limbo. Abrió los ojos desorientado, como si el mundo hubiera cambiado mientras dormía. La oscuridad del barracón ahora era total, y el silencio parecía más denso, cargado. Parpadeó varias veces, intentando procesar lo que lo había despertado. ¿Cuánto tiempo había pasado? Había caído en un sueño más profundo de lo que pensaba, y el leve ruido que aún resonaba en su cabeza lo obligó a levantarse con cuidado, sus sentidos alerta, aunque todavía turbados por la somnolencia.
La única luz era la de la ventana. La luna, alta y fría, proyectaba un resplandor pálido que dibujaba formas inciertas en el suelo y alargaba las sombras en los rincones... De pronto, en la penumbra, una figura surgió, recortándose en la entrada del barracón. Thomas sintió un escalofrío que recorrió su espalda y, sin saber cómo, lo supo: era Stefan.
Por un instante, Thomas contuvo la respiración. Sus ojos recorrieron las literas cercanas, buscando a sus compañeros, esperando ver alguna reacción ante la inesperada presencia de Stefan. Pero no había nadie. Las camas estaban vacías, como si el barracón entero hubiera sido abandonado, y esa extraña soledad hizo que un nudo de incertidumbre se formara en su estómago.
Stefan avanzó despacio, sus pasos apenas audibles contra el suelo de madera. Thomas notó que no llevaba la misma actitud desafiante de siempre. Había en él algo distinto, una suavidad en sus movimientos, una calma que parecía inusual. Se acercó hasta quedar de pie frente a su cama, mirándolo en silencio, como si estuviera evaluando cada reacción de Thomas.
Thomas parpadeó, tratando de encontrar una lógica en lo que veía, pero las palabras se le ahogaron en la garganta. ¿Qué hacía Stefan allí, en su barracón, sin razón aparente? Era absurdo, improbable, pero la mirada de Stefan era tan nítida, tan intensa, que le resultaba imposible cuestionarlo.
—¿Qué haces aquí? —logró murmurar Thomas, su voz apenas un susurro.
Stefan no respondió al instante. Se limitó a mirarlo con esa expresión impenetrable que siempre lograba desconcertarlo, pero ahora había algo más en sus ojos, algo que lo hacía parecer vulnerable, casi humano, como si el peso de Valcartier también hubiera caído sobre él.
—No podía dormir —dijo finalmente Stefan, su voz baja y ronca—. Y... pensé en ti.
Thomas sintió un nudo formarse en su pecho. Aquellas palabras eran casi imposibles de creer, y sin embargo, la intensidad en el tono de Stefan le daba una extraña verosimilitud. Estaba demasiado cansado para cuestionarlo, demasiado confundido para analizarlo. Solo podía sentir el pulso acelerado de su propio corazón, cada latido resonando en sus oídos.
Con una lentitud calculada, Stefan se inclinó apenas, extendiendo una mano hacia él. Sus dedos rozaron la piel de las manos de Thomas con un contacto tan leve que parecía desvanecerse antes de hacerse real. Un estremecimiento lo recorrió de pies a cabeza, una sacudida sutil pero intensa, cargada de una ansiedad inexplicable y un deseo desconocido que lo dejó sin aliento, ajeno a cualquier experiencia previa.. Su mente intentaba encontrar una explicación, pero el contacto lo desbordaba, volviendo cada pensamiento borroso, como si estuviera atrapado en una realidad ajena.
—Thomas, necesito saber si esto... te gusta —murmuró Stefan, su voz sonando como un susurro quebrado, una mezcla de vulnerabilidad y anhelo.
La fuerza de ese sonido lo envolvió, lo atrapó. Sin pensar, como si una corriente invisible lo empujara, Thomas se inclinó hacia él, sus labios tan cerca de los de Stefan que podía sentir su aliento, el calor compartido en ese instante imposible. Sus ojos se encontraron, y en ese cruce silencioso hubo una entrega mutua, un entendimiento tácito.
Thomas cerró los ojos, dejándose llevar por el momento, sintiendo cómo su cuerpo cedía ante un deseo que apenas comprendía, pero que aceptaba sin reservas.
Y entonces, como un hilo que se rompe, todo se desvaneció.
Thomas abrió los ojos bruscamente, encontrándose de vuelta en el barracón. Estaba solo. Afuera, el sol brillaba con una intensidad que contrastaba cruelmente con la penumbra en la que había estado inmerso. Se sentó, parpadeando, su respiración agitada mientras intentaba asimilar lo que acababa de suceder. La confusión fue reemplazada poco a poco por la realización de que todo había sido un sueño, tan real y tan nítido que aún podía sentir el calor de la mano de Stefan sobre sus dedos.
Miró a su alrededor, aún llevaba puesto su uniforme sucio, arrugado y pegado incómodamente a su piel. Intentó aferrarse a la realidad, pero el vacío que aquel sueño imposible había dejado seguía extendiéndose por su pecho. Solo un sueño... y, sin embargo, su cuerpo, su mente, aún lo sentían como si hubiera sido verdad.
¿Pero por qué él? ¿Por qué Stefan? Se cubrió el rostro con ambas manos, como si pudiera arrancarse la imagen de la mente, borrar el recuerdo del calor, de la cercanía. Había algo profundamente perturbador en todo aquello, en lo íntimo que había sentido el contacto, en cómo su cuerpo respondía ahora, como si aún estuviera atrapado en ese momento irreal.
Fue solo un sueño, se repitió, pero la intensidad seguía ahí, como un peso que no podía sacudirse. Cada detalle, cada mirada, cada instante del rose de sus alientos seguía grabado en su memoria como una marca indeleble. ¿Cómo algo que no había ocurrido podía sentirse tan vívido? La pregunta lo dejó desarmado, sin saber si odiarse por haber soñado algo así o por haberlo sentido tan profundamente.
Suspiró, dejando caer las manos sobre el colchón. ¿Era cansancio? ¿Estrés? ¿O era algo más oscuro, más peligroso, que no se atrevía a nombrar? Todo en Valcartier le gritaba que debía mantenerse alejado de Stefan, que debía evitarlo como si su vida dependiera de ello. Y, sin embargo, aquí estaba, con su imagen clavada en la mente, con el peso de ese beso fantasma latiendo aún en sus labios.
Se levantó, incapaz de quedarse más tiempo quieto. El frío del suelo bajo sus pies le arrancó un estremecimiento, pero no logró enfriar la inquietud que lo recorría. algunas voces bajas y el movimiento de sus compañeros llenaban el espacio con una sensación de lejanía, como si todos estuvieran envueltos en sus propias realidades.
Apoyó la frente contra el compartimiento donde guardaba sus cosas. El metal gélido le ofreció un alivio momentáneo, pero no lo suficiente como para despejar el torbellino en su mente. Sabía que no debía buscar respuestas, que algunas preguntas eran mejores sin plantearse. Pero era imposible evitarlo. Todo lo que había sentido, todo lo que seguía sintiendo, le erizaba la piel y lo empujaba hacia un abismo del que no estaba seguro de poder salir. Era absurdo. Irracional. Pero también innegable.
Thomas cerró los ojos con fuerza, como si pudiera contener el zumbido persistente que lo acechaba en los rincones de su conciencia. No era solo el desconcierto, había algo que se arrastraba en su interior con una insistencia peligrosa, como una sombra que no podía ignorar. Era Stefan. Era su voz, preguntándole, casi con desprecio, si "eso" le había gustado. Esa simple palabra seguía rondando en su cabeza, retorciéndose como una daga.
Se apartó del compartimiento con un movimiento brusco, inhalando profundamente. Necesitaba aire, aunque el del barracón le supiera rancio y pesado. Afuera, el viento soplaba con fuerza, golpeando las ventanas como un llamado insistente. Thomas, a pesar de sí mismo, sintió la tentación de responder, de salir y dejarse llevar por la tormenta que parecía reflejar el caos dentro de él. Pero no lo hizo. En lugar de eso, apretó los puños y los ojos, intentando borrar el recuerdo de ese sueño, de esa cercanía sofocante y de ese calor inesperado que lo había invadido.
"No significa nada", se dijo en un susurro, casi una súplica. Era solo un sueño, no importaba lo real que hubiera parecido, no importaba la forma en que su corazón había latido, violento y descontrolado. No podía significar nada. No debía significar nada.
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Queridos lectores ✨:
Antes de que sigan leyendo y se sumerjan aún más en esta montaña rusa emocional, quiero aclarar algo... No, Thomas no tiene paz mental, y sí, Stefan probablemente necesita terapia. Pero hey, ¿qué sería de esta historia si todos resolvieran sus problemas de manera madura? ¡Aburridísimo! Así que prepárense para más drama, más tensión y posiblemente un poco más de sudoración nerviosa de Thomas (porque, aceptémoslo, el pobre no sabe manejar nada de esto).
Con cariño 🫶🏼,
Su humilde narradora ❤️
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