Capítulo 9

Hay múltiples periodistas delante de la casa de Beth, y un policía en su interior. No puede librarse de todas esas personas. La desquicia de sobremanera. No sabe cuánto tiempo podrán aguantar sin volverse locos por la presión. Y no puede tener a la única persona que quiere... Su pequeño. Ahora ni siquiera puede pasar un rato en la habitación de Danny. No puede acurrucarse en su cama y apoyar su cabeza en la almohada. La cinta policial que cruza la puerta la convierte en una extraña dentro de su propia casa, además de en prisionera. Ahoga un grito desesperado en su garganta. Lo más cerca que puede estar de él es ordenando la ropa lavada que está en un montón de en su dormitorio. Se dedica a hacer los inútiles movimientos de bajarle el cuello de las camisas, emparejar sus calcetines y doblar sus camisetas. Siente que las prendas inertes se burlan de ella. Se burlan de ella por aún mantener esa esperanza de que caminará al interior de la habitación y la abrazará. Se le arremolinan los pensamientos de culpabilidad. Culpabilidad por no haberle protegido. Culpabilidad al dar por sentada su presencia, al creer que le tendría para siempre. Nadie espera que le sucedan estas cosas. Y nadie está preparado para aceptarlas cuando suceden. Es exactamente lo que le pasa ahora mismo a ella. Ningún padre debería enterrar a sus hijos... Y Beth ni siquiera puede hacerlo hasta que no finalice la investigación criminal.

Ahora el llanto es casi constante. Se despierta, y su primer pensamiento es siempre Danny. En cualquier momento del día su mente viaja por sus recuerdos, y todo lo que puede ver es a su pequeño de cabello moreno. Sus ojos rojos son permanentes ahora debido a las lágrimas que, con su sal, han quemado la piel. Llora de un modo intermitente, y solo se da cuenta de que afloran las lágrimas cuando vuelve a empezar el picor.

El sabor metálico de la boca, el regusto a moneda de cobre que va y viene, no lo puede atribuir a las lágrimas. Cada vez que lo nota, sea por las hormonas o por una asociación pauvloviana, se muere de ganas por unas patatas de queso y cebolla. En realidad, es lo único que puede imaginar comer. Es lo primero que la ha motivado desde que pasó aquello. Baja las escaleras desde su habitación, haciendo un ruido sordo con los pies, y empieza a abrir los armarios de la cocina.

—¿Dónde están las patatas? —pregunta a Liz, que está planchando unos pantalones vaqueros de Mark—. ¿Y las patatas? —cuestiona nuevamente, su irada fija en el salón, donde se encuentra el resto de su familia, además de Pete.

Mark y Chloe la observan de reojo.

—¿Quieres pararas? —indaga Liz, aun planchando la prenda.

—Pues sí.

—Tú no necesitas patatas —dice Liz, pero ahora las ganas de patatas de queso y cebolla son equiparables a las ganas de libertad—. Pero antes deberías hablarlo con Pete —menciona, haciendo un gesto hacia el agente de policía. Continúa planchando la prenda entretanto.

—Solo quiero ir a la tienda —le die Beth, haciéndole un gesto para detenerlo, pues nota que Pete está levantándose del sofá, listo para acompañarla.

—Deja que vaya yo —propone Liz, quien también quiere salir del ambiente opresor de la vivienda. Tampoco quiere que su hija se vea expuesta tan pronto a los indolentes comentarios y pésames de la gente que, claramente, no tienen ni idea de por lo que están pasando. Deja la plancha.

—Quiero ir yo —insiste la joven madre.

—Hazme una lista.

Beth no puede aguantar más, y la interrumpe con un leve grito.

—Mamá, ¡DEJA DE AGOBIARME!

El silencio que sigue a esas palabras es atronador.

—Lo siento —dice a Liz entre una nube de vapor. Se siente fatal por hablarle así a su madre.

—Quiero ayudarte —los ojos le empiezan a brillar. Las lágrimas están a punto de desbordar. No soporta ver así a su hija. Con gusto tomaría ella su dolor. Con gusto le devolvería a Danny, incluso aunque tuviera que dar su vida a cambio.

—No puedes —sentencia Beth en un tono sombrío, deprimido, guardándose en el bolsillo las llaves de su coche. Sale de la casa y no vuelve la vista atrás. Necesita alejarse de allí cuanto antes. De lo contrario, siente que se volverá loca.


Sienta bien estar otra vez detrás del volante, pero el problema de ir en coche a un sitio es que antes o después llegas. Conduce por la carretera a una velocidad medianamente ligera. No tarda demasiado en llegar al aparcamiento del supermercado. Una vez allí, observa un fenómeno desagradable. La gente la mira y luego aparta la vista cuando ella lo nota. Sus miradas se cruzan una fracción de segundo, y luego rebotan, apartándose una de otra, como dos canicas que chocan. Justo cuando piensa que no soportará que aquello vuelva a pasar, una mujer protegida por su parabrisas queda boca abierta y olvida bajar la mirada, y eso es peor. Es mucho peor.

Trata de comportarse con normalidad. Ha estado yendo a aquel supermercado desde que tenía la edad de Danny. ¿Qué podría ser más normal, más cotidiano, que comprar allí? Agarra una cesta y pone un pie delante del otro con esfuerzo. Se fuerza a caminar bajo las miradas de los demás clientes. No hay esquina en la que no se sienta observada. Es horrible. Una pareja joven hace que el carrito del supermercado gire en seco, cambiando de dirección con brusquedad hacia un pasillo diferente. Los que compran bajan la vista, o de pronto se ponen a examinar las etiquetas con auténtico interés. Si hay algo que le hace daño de verdad, es ver cómo una madre tira del brazo de un niño, apartándolo de su camino, como si haberse quedado sin uno fuera contagioso. Beth es radioactiva.

No sabe exactamente cómo, pero Beth se las arregla para encontrar los crisps y paga con tarjeta en la caja. En todo momento siente la mirada compasiva de la cajera en su persona. Cuando intenta ayudarla a meter las compras en una bolsa, Beth tiene que negarse de forma categórica. No soporta que intenten ayudarla solo por lástima. No la necesita. Cuando está cargando el maletero de su coche, un viejo se acerca y le agarra la mano. Se queda paralizada. No sabe cómo reaccionar.

—Todos lo sentimos mucho —dice. Beth piensa si debería darle las gracias, pero ahora siente que el radiactivo es él, que su compasión es tóxica. Aparta la mano en un gesto brusco, y se encierra en el coche. Cegada por las lágrimas, acelera el motor cuando mete la marcha atrás.

¡Bang! El cinturón de seguridad le sujeta la tripa, como cortándosela, cuando choca con fuerza marcha atrás contra un poste de cemento armado. El maletero se abre debido al impacto, Ella se baja del coche y da patadas donde se ha abollado el metal, sin importarle si se rompe la mitad de los huesos del pie. Nota los ojos clavados en ella una y otra vez mientras grita y suelta tacos. "Venga, agárrame la mano ahora. Dime ahora que lo sientes, venga. ¡A ver si te atreves, joder!", es lo único que puede pensar entre patada y patada, pero no tiene la fuerza para continuar haciéndolo mucho rato, y se deja caer al suelo, apoyando la espalda contra el coche, respirando con dificultad, sin saber qué hacer.

Apenas se da cuenta de que alguien está diciendo su nombre desde arriba. Alza el rostro: es Paul Coates, el vicario de la iglesia a la que va su madre. Aunque Beth no es creyente, conoce más a Paul por la liga de futbol sala de Mark. Jura que, como le diga que Cristo se lleva a los que más quiere, le pegará una buena bofetada.

—¿Estás bien? —pregunta el vicario, su voz llena de amabilidad y preocupación.

Ella no pretende contárselo. Se le escapa.

—Estoy embarazada —Paul la ayuda a levantarse, como si estuviera a punto de parir, y no solo de unas pocas semanas. Se sientan uno al lado del otro en el maletero, con la puerta levantada dando un poco de sombra. Resulta íntimo de un modo extraño—. Lo sé desde hace solo dos semanas —dice, asustada—. Ni siquiera se lo he contado a Mark.

—¿No tienes a alguien a quien contárselo? —hay algo como ensayado y profesional en la cara comprensiva de Paul, pero eso no la hace menos reconfortante—. ¿Quizás, a tu madre?

—No. Ahora no, y tú tampoco se lo cuentes —él tenía que guardar los secretos, ¿no? ¿O eso es de los católicos? Tiene un poco oxidadas las cosas de la Iglesia, y se da cuenta de que tendrá que ponerse al tanto de ellas. La imagen de velas, coronas de flores, y un pequeño ataúd aparece antes de que pueda evitarlo.

—¿Qué piensas hacer? — pregunta Paul.

—¿Vas a dejar de hacerme preguntas de mierda?

—Lo siento —se disculpa el párroco—. Suelo hacerlo, al parecer.

Por primera vez, Beth ve de una manera diferente al hombre con el alzacuellos. Le dirige la primera sonrisa auténtica en días, y él se la devuelve. Sienta bien poder hablar con alguien comprensivo, que no te juzga. Lo necesitaba de veras.

—Te dejaré sola —sugiere el viario, pues nota al momento que Beth no está precisamente muy conversadora—. Puedes venir a verme si necesitas hablar —se ofrece, levantándose del maletero de ella, observándola a los ojos.

—No sé si creo en Dios —menciona.

Quiere largarse de allí cuanto antes y volver a casa.

—No es obligatorio —dice él, como si fuera lo que estaba esperando—. He rezado por ti desde que me enteré. También por Danny.

Aquello logra reconfortarla en cierta forma.

—Gracias —dice la castaña con sinceridad.

Tiene los ojos secos cuando conduce su abollado coche a casa. De vuelta en Spring Close, espera que el sabor metálico le vuelve a llenar la boca, pero no llega y se siente idiota. Ahora tiene un armario lleno de bolsas de patatas de queso y cebolla sin ningún motivo. La única otra persona a la que le gustaban era a Danny, y ahora que las ganas de tomarlo se le han pasado, verlos la pone enferma.

Nadie su casa establece la relación.


Chloe, aprovechando la ausencia de su madre, y teniendo en cuenta que nadie en la familia parece muy atento a su paradero, logra escabullirse de la vivienda. Camina unos cuantos metros, hasta llegar a una pequeña cala de la costa, donde la espera Dean. Ambos charlan durante un buen rato. Por lo visto, a Dean únicamente le preocupa que la policía vaya a relacionar la cocaína con él, a pesar de las declaraciones de Chloe. Fue él quien se la entregó, al fin y al cabo. No quiere tener problemas ni antecedentes. Sabe que su tío, con quien vive en la granja, lo desollaría vivo si lo supiera. La hermana de Danny no puede creer que su novio sea tan egoísta. Decide que necesitan pasar unos días separados, y se marcha enfadada.


Karen White está al acecho en un callejón que lleva al campo de juegos cercano. Lleva allí más de una hora, pero su constancia se ve recompensada cuando ve a Chloe Latimer dando caladas a un cigarro, mientras camina hacia casa. "Mírala. Solo es una niña pequeña. El cigarro hace que parezca más joven, no sofisticada, como ella cree", piensa para si misma. La compadece. Está segura de que no le estará siendo fácil sobrellevar la situación. Es demasiado joven todavía.

La mano del libre de Chloe se desliza por su teléfono. Está leyendo o escribiendo un texto. Con suerte está comprobando las noticias de la muerte de Danny en la red, y preguntándose por qué no hay bastantes. Eso es lo que hace mucho más fácil la tarea de Karen. La reportera busca dentro de su grandísimo bolso el paquete de cigarrillos de Silk Cut que siempre lleva para ocasiones como aquella. Compartir un cigarrillo y la llama de un encendedor compensa una hora en el umbral de la puerta.

—Perdona, ¿tienes fuego? —la aborda.

—Sí, claro —Chloe se vuelve hacia ella.

La corresponsal del Daily Herald aprecia con satisfacción que el halago ha hecho mella en ella. Está claro que la adolescente adora que la traten como a una igual. Como a una adulta. Ofrece su mechero amarillo, y Karen lo enciende.

—Eres Chloe, ¿verdad? —la chica se pone en guardia de inmediato. Una vez encendido el cigarrillo, se lo devuelve.

—¿Por qué? —su tono de voz es reservado, a la defensiva. No conoce a esta mujer, pero ella ha sabido identificarla. No le gusta eso.

—Siento mucho lo de tu hermano —ante ese comentario, Chloe empieza a marcharse, dándole la espalda—. Imagino que esto significaba mucho para él —la muchacha de cabello rubio se detiene y se gira. Karen saca otra cosa de su bolso. Es el mono de peluche de Danny recogido en la playa.

La adolescente de cabello rubio se lo arrebata furiosa, como Karen imaginaba que pasaría.

—¿¡Qué está haciendo usted con eso!? —le espeta en un grito.

Karen no sube alza su voz. Debe mantener el control de la situación.

—No lo puedes dejarlo allí. Acabarán robándolo, saldrá en la prensa, y no querrás verlo más.

Chloe entrecierra los ojos, pensativa.

—¿Y eso cómo lo sabe?

—Soy una parte interesada —Karen sonríe. Esa afirmación no es del todo mentira. Al fin y al cabo, está allí con un solo propósito en mente: conseguir la historia—. Trabajo en el Daily Herald.

Chloe recuerda entonces lo que Ellie, Hardy y Harper les dijeron.

—No voy a hablar con la prensa.

—Lo sé —afirma Karen, quien ya imaginaba que Hardy los habría advertido—. Y haces bien.

Al principio todos dicen eso. Es una reacción visceral, y Karen sabe muy bien que no tiene que tomárselo como algo personal. Sin ir más lejos, en Sandbrook, las dos familias la evitaron al principio, pero conforme se iba prolongando el caso, los padres de Pippa usaron la atención de la prensa como un modelo de soportar el dolor, además de mantener la presión sobre Hardy. Si lo que desean los Latimer es eso, no mantener contacto alguno con la prensa, Karen los respetará, pero tiene que darles la oportunidad de hacerlo. Es demasiado pronto para saber qué camino van a seguir los Latimer... Ni ellos mismos lo saben todavía.

Chloe la está mirando fijamente. Aquello la hacer ser consciente de pronto de que el cigarrillo se está convirtiendo en una colilla. Karen hace como que le da una calada.

—Solo quería traerte esto —señala el juguete—. Para que no te lo roben —añade en un tono comprensivo, buscando su simpatía—. Si fuera de mi hermano, no querría que lo tuviesen otros.

—Gracias —la adolescente lo aprieta contra el pecho. Al hacer ese gesto, se le quitan más años de encima. Ahora sí que parece la adolescente que es, y no esa falsa adulta que quiere aparentar.

—¿Me dejas tu teléfono? —la hermana de Danny duda un segundo antes de entregárselo—. Gracias —Karen nota que la chica la encuentra intrigante, y eso solo va a hacer más fácil su trabajo. Infiltrarse en el ambiente de la familia va a estar más chupado de lo que se imaginaba.

—¿Qué hace? —cuestiona Chloe, curiosa.

—Mira, no voy a llamarte —dice, tecleando su propio número—. No voy a ir a vuestra puerta, no voy a pararte cuando salgas a comprar, cómo van a hacer otros, pero si tu familia y tú necesitáis hablar, o solo necesitáis una amiga cuando esto se os haga muy cuesta-arriba, llámame —le devuelve el teléfono—. Y gracias por el fuego —se despide de ella, caminando lejos de allí.


El atardecer pronto da paso al anochecer en Broadchurch. En la comisaría de policía solo están Hardy, Miller y Harper. El primero está en su despacho, revisando algunos archivos. La pelirroja está al teléfono en su mesa, apuntando en su libreta con celeridad. Ellie, que ha bajado al restaurante cercano a por comida, aparece por allí, entrando al despacho del malhumorado inspector. Ha traído fish & chips para los tres. La oficial de policía no alza el rostro, pero la identifica por su característico perfume. Tras unos segundos, cuelga el teléfono. Se estira en su silla, masajeándose los hombros. Todo el día frente a la pantalla ha hecho que se le agarroten. La policía de cabello rizado deja una de las tres bolsas de comida que ha traído encima del escritorio de su jefe. Hardy apenas tiene tiempo para emitir un gruñido de molestia.

—¿Qué es eso? —cuestiona, claramente asqueado.

—El tailandés estaba cerrado —responde ella, sin decirle lo que contiene la bolsa. Disfruta de su expresión confusa—. Solo he encontrado esto.

—No puedo comer eso —niega categóricamente Hardy. El estómago le baila. No duda que estará delicioso, pero no puede ni debe comer ese tipo de alimento. No le conviene.

—¿No puede comer fish & chips? —se mofa Miller—. ¿Qué clase de escocés es usted? —cuestiona, ganándose una mirada molesta por parte del inspector.

Éste se despoja de sus gafas, las cuales utiliza para no cansar su vista. Se sienta en su silla, asumiendo la inevitable eventualidad que se ha presentado: va a tener que comerse eso, aunque quiera tirarlo a la basura. Está claro que no va a conseguir más comida que aquella, y algo le dice que Miller no va a permitirle irse al hotel a cenar. En ese momento, la pelirroja toca la puerta y asoma la cabeza por el despacho. El policía de acento escocés da las gracias por su oportuna interrupción.

—Disculpe, señor —apela a él, y Hardy la mira—. He conseguido contactar con el dueño de la cabaña del acantilado. Su nombre es Anthony Ryan.

"Buen trabajo, Harper, ¡así se hace!", piensa el inspector, claramente contento por su progreso. Hardy ha notado que la muchacha se ha mantenido las últimas horas al teléfono, buscando con ahínco al dueño de la cabaña, y reconoce el gran trabajo y esfuerzo que le ha supuesto aquello. Gracias a ella, probablemente puedan examinar la cabaña.

La pelirroja continúa hablando.

—Me ha comentado que le ha encargado la limpieza de esta a una mujer llamada Susan Wright —añade, entrando al despacho, en sus manos un post-it. Se lo entrega a su jefe—. He apuntado su dirección. Vive en un parque de caravanas, no muy lejos de la cabaña.

—Buen trabajo, Harper —la alaba Hardy, rozando las puntas de sus dedos al coger el pequeño papel—. Iremos allí mañana por la mañana —le indica, provocando que ella asienta al momento—. ¿Quiere... Sentarse? —cuestiona, inseguro sobre cómo proceder. Hace un gesto hacia el pequeño sofá en su despacho, al sitio vacío junto a Miller.

—Gracias, señor —asiente—. Oh, veo que Ellie ha traído la cena —se alegra la joven, sentándose junto a su buena amiga, quien le entrega su bolsa al momento. La coloca en su regazo—. Menos mal —suspira, abriéndola. El olor a pescado rebozado inunda sus orificios nasales—. Empezaba a morirme de hambre —admite—: tres barritas energéticas y cinco cafés no son suficientes para mantener mi mente activa —bromea, logrando hacer reír a Ellie.

Por su parte, Hardy se lleva el vaso de plástico lleno de tila a sus labios. Hace unos minutos le ha pedido a la oficial que se la prepare, y tiene que admitir que le gusta el sabor. Sonríe, aprovechando que la taza oculta su rostro. Tras hacerlo, abre la bolsa, observando su contenido con una mirada crítica. Definitivamente, no quiere comerlo. Aquello le da incluso náuseas.

—No hay otra cosa —sentencia Ellie, observando su expresión—. Cómaselo, o pase hambre —lo amonesta, como una madre que tiene que lidiar con un niño que se niega a comer su plato de verduras.

Coraline lo observa por el rabillo del ojo. Su mirada vuelve a brillar ligeramente con sabiduría. No comenta nada al respecto, y empieza a comer. Sus tripas rugen debido al hambre. Ella se sonroja al momento, sintiendo la mirada de sus dos superiores sobre ella.

—Cora... —el tono de Ellie es serio—. ¿Cuánto hace que no te llevas nada a la boca?

—¿Unas... Nueve horas? —la pelirroja quiere desaparecer en su asiento.

Sabe que Ellie está a punto de amonestarla. Sin embargo, no es ella quien lo hace.

—No puede estar sin comer nada durante tanto tiempo —Hardy no ha alzado la voz, pero su tono se asemeja al de un padre que está regañando a una hija, o al de un hermano a una hermana—. No se exija tanto y cuide su salud —la alecciona, sorprendiendo a ambas mujeres, pues no se esperaban, especialmente Miller, que fuera a decir algo tan amable y considerado.

"Vaya, vaya, vaya... Parece que el hombre imperturbable ha encontrado al fin un resquicio de amabilidad en su interior. Quién lo diría: Cora efectivamente lo está ablandando", piensa Ellie, dando un mordisco a su pescado empanado.

—Si no está en óptimas condiciones no puede ser de ayuda al equipo —se apresura en rectificar el inspector. Esto provoca que la castaña ruede los ojos al momento.

"Demasiado bueno para ser verdad. Estaba siendo amable y tenía que meter la pata... ¿Tanto le cuesta dejar entrever que se preocupa por ella?", Ellie apenas puede creerlo. Ese hombre cambia de humor como quien cambia de ropa.

La estancia se mantiene en silencio. Hardy no soporta este tipo de silencios incómodos. Debe —necesita— hablar de algo. Lo que sea. Aunque se trate de trabajo.

—¿Alguna novedad sobre la coartada del cartero? —cuestiona Ellie de pronto. También ha notado la incomodidad que parece producir en su jefe aquel silencio.

Por una vez, el hombre de complexión delgada agradece que intervenga. Harper traga el bocado que tenía en su boca, limpiándose los labios, antes de contestar.

—La han confirmado cuatro personas —deja de lado la comida—. Yo misma he recogido sus testimonios y se los he entregado al inspector —explica, desviando su mirada hacia el aludido. Éste da una leve mirada a la muchacha antes de hablar.

—Así es. Estuvo con sus amigos la noche que mataron a Danny —afirma Hardy, asintiendo. No toca la comida, sino que se reclina en su asiento.

—¿Entonces Jack Marshall se equivoca? —pregunta Ellie, observando a su compañera.

Hardy suspira pesadamente.

—¿Tenemos alguna razón para no creer al cartero? —pregunta—. Marshall ve bien. ¿Tiene razones para mentir? —empieza a preguntar con rapidez. Ni Ellie ni Coraline tienen ni un segundo para responderle. Está lanzado—. ¿Creemos que el dinero y las drogas encontradas en la casa tiene relación? —parece perdido en sus pensamientos—. ¿Es dinero para adquirir cocaína? —nuevamente, como hiciera esa mañana, parece mantener un monólogo interno consigo mismo.

Ellie, tras meterse un trozo de pescado y patatas en la boca, decide apostillar.

—¿Sabe por qué hace tantas preguntas sin parar? —cuestiona—. Bang, bang, bang, bang —mueve sus manos, como si cortase el aire. La oficial de policía tiene que contener una risotada—. Para que nadie, salvo Cora en algunas ocasiones, pueda responder. Parece que le divierte.

—Ah, ¿sí?

—Sí —afirma ella de forma cortante—. ¿Me deja cenar? —cuestiona, molesta.

Hardy permanece callado unos segundos, y parece recapitular. Alza la mirada, y nuevamente Harper parece estar observándolo con detalle. Se pregunta si algo de él le llamará la atención: ¿acaso tiene mal anudada la corbata? Decide que, si está prestándole tanta atención, quizás quiera continuar hablando.

—Es su primer asesinato, Harper —la muchacha por poco se atraganta. Esperaba que hablara con ella, claro, pero sacar ese tema de la nada la ha descolocado—. ¿Qué le parece? —por un momento, Hardy da la impresión convincente de que es un ser humano normal.

—Demoledor, señor —responde ella, contemplando cómo al fin su jefe parece comer algo, habiendo agarrado una patata frita.

—¿Y qué piensa de la lista de Mark y Beth?

—Demasiada casualidad —ella responde al momento—. Quiero decir... —se percata de que tanto Ellie como el inspector la están observando—. Nadie que está pasando por una experiencia así, en pleno duelo por la muerte de un ser querido, tiene la mente tan clara —argumenta—. No me puedo explicar que hayan elaborado una lista de sospechosos de la noche a la mañana.

—A mí me hizo llorar —reconoce Ellie—. Algunos de sus mejores amigos, profesores de Danny, las canguros, los vecinos... Están traumatizados. No piensan claro.

—O piensan con demasiada claridad —intercede Coraline—. Incluso tú debes admitir que es algo que escama, Ellie —se cruza de brazos. La aludida la observa, incrédula ante su opinión—. No estoy insinuando nada. Solo me parece demasiado... Curioso.

—Coincido con Harper —sentencia Hardy, saliendo en su defensa, pues está notando que Miller se prepara para discutir con ella—. Piensan demasiado claro. No les pedimos ninguna lista. Quizás intentan que miremos para otro lado... —el escoces alza el rostro, contemplando que un agente del último turno se marcha—. Hasta luego —lo despide, recibiendo una despedida por su parte, volviendo a la conversación a los pocos segundos—. Desviar la atención de su casa.

Ellie está horrorizada. No puede creer que su buena amiga y su jefe sean de la misma opinión.

—Ellos no mataron a Danny.

—No estamos diciendo eso, Ellie —niega la pelirroja—. Pero en estos momentos debemos tener la mente despejada. Solo alguien del pueblo tendría el móvil y la oportunidad para ello —se explica lógicamente.

—Exacto —afirma nuevamente el inspector. Cada vez está más convencido de que Harper tiene una mente brillante, y el que coincida con sus suposiciones y opiniones, no hace sino aumentar esa creencia—. Tiene que aprender a no confiar, Miller.

—¿Que tengo qué? —la cólera le sale disparada desde los tuétanos hasta las extremidades. Hace que se le retuerzan las manos. Comprende que Cora haya desarrollado esa opinión tan analítica. La conoce, y sabe que solo se deja guiar por las pistas. Pero en cuanto a Hardy... Desde el primer momento en el que lo conoció le pareció un insolente. Un botarate. No tiene ni idea de cómo es el pueblo, de cómo es la gente. De cómo es ella. Hay una grapadora grande encima de su mesa, y se encuentra considerando si podría ser una buena arma—. Ah, claro —su tono se vuelve sarcástico—. Le enviaron aquí para enseñarme las ventajas de su experiencia, ¿no es así? ¡Fantástico!

Parece que cuantas más emociones manifiesta Miller, menos manifiesta Hardy las suyas.

—Tiene que mirar a su comunidad desde fuera.

—Yo no puedo estar fuera. ¡Y no quiero hacerlo! —no entiende cómo es ella.

Cada vez tiene más claro que el inspector se equivoca mucho. ¿Por qué no admite que la comprensión es una buena actitud? Bien sabe Dios que todos la necesitan, más ahora que Hardy está allí. Mostrarse comprensiva cada vez que él no lo es constituye un trabajo a tiempo completo.

—Si no es subjetiva, no es adecuada —el tono de Hardy se ha endurecido.

—No —niega ella. Ya la ha cabreado—. Sí soy adecuada —rebate, manteniendo su mirada fija en la suya—. Es usted quien no lo es —lo acusa—. Viniendo aquí, cogiendo el puesto de otra gente, siendo incapaz de aceptar una taza de té o unas patatas sin poner cara de asco —despotrica. Toda la tensión que ha estado acumulando estos días explota como un maremoto, y la persona que tiene enfrente es la víctima de ello.

—Ellie, eso es culpa de Jenkinson —sentencia, posando una mano en su brazo—. Es ella la que traicionó tu confianza en primer lugar.

Hardy no dice ni una sola palabra. Solo la observa con una mirada entre severa y decepcionada. Agradece el intento de Harper por calmar las aguas, pero sabe que la sargento Miller seguirá culpándolo por ello. Por su parte, Ellie se avergüenza de su estallido. Normalmente se mantiene tranquila ante cualquier situación, pero el inspector es capaz de sacarla de sus casillas con extrema facilidad.

—Lo siento, señor—se disculpa. Aquel es el segundo estallido que sucede ese día.

—Entiéndalo, Miller —habla el hombre en un tono serio—. Todo el mundo puede asesinar si se dan las circunstancias necesarias.

Ella niega con la cabeza.

—La mayoría de la gente tiene principios.

—Los principios se quiebran, Ellie —intercede nuevamente la oficial, de acuerdo con las palabras de Hardy—. Por necesidad, por desesperación o por egoísmo, al final todos acaban quebrantándolos. Da igual que sea un amigo, un hermano o un desconocido. Todos, sin excepción, acaban cayendo al abismo —argumenta en un tono sombrío, como si supiera algo más allá del ámbito común. Como si hablara por propia experiencia—. Desde que tenemos libre albedrío, todos tenemos el potencial innato de acabar con la vida de otro ser humano —su voz hace que un escalofrío recorra la columna vertebral de ambos veteranos del cuerpo de policía—. Pero el decidir si sucumbimos a la oscuridad o no, es lo que nos diferencia de los psicópatas y los asesinos.

Alec Hardy se mantiene en silencio por unos breves instantes, sopesando sus palabras.

—El asesinato te corroe el alma —indica, con una mirada posada en algo lejano, como si rememorase su pasado—. Quien lo haya hecho, se delatará antes o después —añade, tomando otra patata de la bolsa sobre su escritorio—. Ningún asesino se comporta con normalidad siempre —señala a Miller—. Sabe cómo se comporta la gente aquí. Ambas lo saben —incluye a la pelirroja de ojos azules, quien alza el rostro, habiendo dado un mordisco a su pescado, limpiándose las comisuras—. Busquen algo fuera de la normalidad —les sugiere en un tono sereno. Confía en continuar trabajando con ellas en la máxima normalidad posible. No es que confía en ellas, o eso se dice a sí mismo, sino que tiene fe en sus capacidades como profesionales—. Confíe en su instinto, Miller.

Ella se estira cuanto puede, irguiendo su espalda en el asiento.

—Mi instinto me dice que los Latimer no mataron a su hijo.

Hardy enarca lentamente las cejas. Es un gesto que consigue ser sarcástico, arrogante y desdeñoso a la vez. Ellie está a punto de estallar nuevamente. Él está muy seguro de que lo sabe todo acerca de la naturaleza humana, pero Ellie y Coraline saben cómo son aquellos humanos, aquella familia. Puede que Hardy tenga todo un historial de delitos importantes en su currículum, pero hay más de un tipo de experiencia, y allí, ahora, Ellie Miller cree que la suya tiene más peso.


Los tres se despiden a la salida de la comisaría, aunque claro está, Miller y Hardy apenas cruzan dos palabras en un esfuerzo por no retomar la discusión.

Ellie llega a su casa, totalmente exhausta tras un día lleno de trabajo agotador. Sube las escaleras con sumo cuidado, sin hacer ruido. En la casa reina un silencio sepulcral. Primero abre ligeramente la puerta de la habitación de Fred, encontrándoselo plácidamente dormido en su cuna. Aquello la hace sonreír. Después, camina hasta la habitación que comparte con Joe, y contempla una tierna escena: su marido y su hijo mayor están dormidos en su cama. Joe tiene el brazo derecho alrededor de Tom. Ellie apaga las luces y cierra la puerta con lentitud. No quiere despertarlos. Se dirige a la habitación de Tom. Una vez allí, se despoja de la ropa de trabajo y se coloca el camisón. Se mete entre las sábanas y apaga la luz, cerrando los ojos finalmente, dando por concluido ese día.

Por otro lado, si bien es cierto que Hardy y Harper se alojan en el mismo hotel, ambos llegan con unos minutos de retraso entre ellos.

Hardy llega al hotel Traders casi arrastrando los pies. El día ha sido agotador, y el hecho de casi sufrir un ataque no lo ha mejorado. Agradece no haberse caído redondo al suelo delante de Miller o Harper. La primera seguramente se lo recordaría por el resto de su vida. Mientras sube las escaleras hacia su habitación, sus pensamientos se enfocan un poco en la oficial a su cargo. Parece que en ocasiones fija su vista en él, con una mirada indescriptible, como si supiera de antemano lo que le sucede. Espera que no sea así, ya que, como le ha instado, debería seguir el reglamento. Y eso podría ser fatal para él. Llega a su habitación y entra. Hardy ha notado que Harper también parece compartir su opinión acerca del caso, algo que lo intriga y alivia. No tener que discutir en todo momento con Miller es quitarse un gran peso de encima. Enciende la luz de la mesilla y deja su abrigo sobre la cama, al igual que la cartera. Ésta vuelve a abrirse, dejando la foto de aquella niña nuevamente a la vista. No cree que pueda dormir esa noche tampoco, así que se sienta en la butaca cercana. Ha cogido una botella del mueble-bar y dos pastillas. Se las traga con un poco del agua de la botella. Reflexiona. Su novata parece esconder, o por lo menos, tiene la sensación de que ha vivido una etapa muy oscura, a juzgar por sus palabras. Se recuesta entonces en el sillón. Su mirada se fija en el cuadro de los acantilados. Esos malditos acantilados...

Coraline decide pasar por casa de su madre, dejándole una bolsa llena de comida colgada de la manivela de la puerta principal. La muchacha de ojos azules toca la puerta, y se queda esperando detrás de un árbol a que Tara aparezca. Cuando lo hace y entra la bolsa a la vivienda, sonríe y se marcha. Le alivia saber que su madre se encuentra bien. A salvo. A los pocos segundos, recibe un mensaje en su teléfono móvil. Tara le agradece que le haya hecho las compras a pesar de ser una hora tan tardía. También le desea que descanse esa noche. Cora responde con un breve mensaje de texto, indicándole que la quiere, mandándole el emoticono de un beso, y despidiéndose de ella. No tarda demasiado en llegar al hotel. Sube a su habitación y una vez dentro, deja caer su bolso en la pequeña butaca cercana a la puerta. Se despoja de su ropa y se da una ducha caliente para relajar los músculos agarrotados de su cuerpo. Una vez hecho esto, se coloca el camisón. Abre las sábanas y se deja caer en la cama. Su mirada azul se desvía a su izquierda, hacia la mesilla de noche. Tiene una fotografía enmarcada de un hombre joven de cabello rubio-castaño y ojos verdes. Viste un atuendo de camuflaje, y sonríe a la cámara. La oficial suspira, apaga la luz de la mesilla y gira su rostro. Su vista queda fija en el techo de la habitación. Repasa mentalmente lo sucedido. Sabe que no va a dormir demasiado esta noche. Han ocurrido demasiadas cosas durante el día. Repasa sus encuentros con las distintas personas del pueblo. Por ahora, ninguno parece lo suficientemente sospechoso, pero está claro que, en Broadchurch, nada es lo que parece a simple vista. Tiene que estar ojo avizor. Piensa en las posturas tan distintas que han demostrado Ellie y Hardy respecto al caso, y aunque comprende ambas versiones, ella se inclina por la de su jefe. Todo el mundo miente. Todo el mundo puede ser un asesino sin un ápice de conciencia... Siempre que se tenga el móvil, la oportunidad y la intencionalidad. Lo tiene claro: alguien así debe enfrentar las consecuencias de sus actos, y no descansará hasta haber logrado encerrar al asesino de Danny.

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