Capítulo 6
En su propia habitación del hotel Traders, Coraline se ha despojado de su uniforme de trabajo. Sale de la bañera. Acaba de darse una ducha fría. Es justo lo que necesitaba para recuperarse de las emociones de la mañana. Posa su vista en el espejo que hay en la pared. Recorre con sus ojos su cuerpo, reprimiendo un involuntario escalofrío. Se viste con un albornoz. Sale del aseo y se sienta en el pequeño escritorio que le han proporcionado. Hay un portátil en él. Lo abre, y tras encenderlo hace clic en Skype. Inicia una videollamada. Apenas tarda unos veinte segundos en ser contestada. Una cara sonriente la recibe. Automáticamente sonríe.
—Hola, mamá —la saluda, haciendo un gesto con la mano—. Primero de todo: ¿cómo estás hoy?
—Oh, ya sabes —Tara se encoge de hombros—: la ciática me vuelve loca, pero no es nada nuevo —le cuenta, y ambas se echan a reír—. ¿Qué tal tú, cielo? Estos días te he visto muy agobiada.
—Bueno... El trabajo me genera mucha presión —admite, y el rostro de su madre pasa de sereno a preocupado.
—Lo harás bien, cariño —la anima—. Tu padre y yo te hemos educado lo mejor que hemos sabido, y puedo decirte sin duda alguna, que estoy muy orgullosa de la mujer en que te has convertido —la pelirroja contiene las lágrimas—. Y él también lo estaría.
—Gracias, mamá —se seca las lágrimas con la mano—. Significa mucho para mí —suspira profundamente—. Es solo que no quiero decepcionar a mi nuevo jefe...
—Ya me habías hablado de él —menciona Tara—: Alec Hardy —recuerda que la pelirroja mencionó el nombre del nuevo inspector—. ¿Cómo es trabajar con él?
La oficial de policía se cruza de brazos. Apoya la espalda en el respaldo de la silla, pensativa. ¿Qué cómo es trabajar con Hardy? Buena pregunta. Sabe cómo es trabajar con Ellie, pero con Alec... Es algo completamente distinto. Tras unos segundos, se decide.
—Es... Interesante —a falta de una palabra mejor—. Es algo brusco en sus palabras, pero sus actos dicen mucho de él —se explica, y la mirada de su madre se suaviza. Le preocupaba que ese nuevo jefe la mangonease por ser una novata. Le alivia que no sea así—. A pesar de que solo llevo trabajando tres meses con Ellie, me ha permitido indagar, analizar datos... Y contrastar mis hipótesis con él. Me está dando bastante libertad.
—Me alegra oírlo, hijita —dice Tara, tomando un sorbo de café—. Parece un buen hombre.
—Lo es —afirma casi al momento la pelirroja. Esto sorprende a su madre. Sabe que Cora es experta en realizar juicios rápidos de carácter. Que ella alabe a su nuevo jefe dice mucho de él—. Aunque... —su voz se torna preocupada— Ahora que tenemos un homicidio entre manos, me parece que estoy metiendo la pata en cada paso que doy. Ha depositado su confianza en mis capacidades... ¿Qué voy a hacer si no estoy a la altura?
—No digas tonterías. Claro que estarás a la altura —asegura su madre—. Te conozco desde que saliste de mis entrañas. Si algo te caracteriza, Lina, es tu determinación y tu sentido del deber y la justicia —utiliza aquella abreviatura de su nombre de forma cariñosa y algo amonestante—. Si te da libertad en el caso de Danny, significa que le has impresionado.
—Tienes razón —afirma la novata en un tono más animado—. No puedo permitir que la presión pueda conmigo... Tengo que ser fuerte y sobrellevarlo, como él ha dicho. No estoy sola.
—«¿Él ha dicho?» —su instinto de madre se impone—. ¿Qué es lo que ha pasado?
—No...
—No te atrevas a decirme que no ha sido nada, Coraline Harper —la corta su madre, antes siquiera de que pueda inventarse una excusa. Cora se muerde la lengua. La conoce demasiado bien. Y acaba de usar su nombre completo. Eso indica que está en problemas—. Veo las marcas de tus uñas en el dorso de tus manos —le comunica, provocando que la pelirroja haga un amago para esconderlas de la cámara del portátil—. ¿Qué... ha... pasado? —puntualiza cada palabra.
Harper suspira. Carraspea antes de abrir la boca.
—He tenido otro ataque de ansiedad.
El rostro de Tara Williams se entristece y horroriza.
—Lina, ¡ya es el duodécimo este mes! —exclama—. ¿Están presionándote mucho en la comisaría? —ni siquiera parece tomar aliento entre pregunta y pregunta. Su rostro está enrojecido por la indignación—. ¿La comisaria esa está aprovechándose de ti? —cuestiona, pues sabe que Jenkinson ha pagado sus frustraciones con su hija antes—. Voy a ir allí y le voy a decir cuatro cosas a esa arpía. Y otras tantas a tu superior. ¿¡Cómo se atreven a ponerte en esta tesitura!?
—Mama, mamá, mamá —intenta interceder la joven. Cuando su madre empieza a hacer preguntas como una ametralladora, no hay quien la pare—. Es mi primer homicidio, y el hecho de que me hayan asignado a un nuevo superior me ha puesto ansiosa... Solo es eso, te lo prometo —dice rápidamente—. Por primera vez en tres meses estoy realmente tranquila, sin ninguna voz en mi cabeza que me diga que todo irá mal. Alec se ha asegurado de ayudarme personalmente con el ataque de ansiedad. Estoy perfectamente.
Su madre al fin parece calmarse al escucharla. Su opinión sobre el testarudo y taciturno nuevo inspector mejora. Si es capaz de ayudar y cuidar de su pequeña, se merece una estatua. Si alguna vez lo ve por la calle, se asegurará de darle las gracias.
—¿Estás segura? —cuestiona Tara. Ha bajado el tono de voz.
—Sí —afirma Cora. Asiente con la cabeza para darle mayor énfasis a su afirmación—. Estoy bien ahora —le dedica una sonrisa suave—. Voy a descansar un poco —comenta, observando la hora en su portátil—. Tengo que volver después a la comisaría.
—Está bien, Lina —Tara se lleva la mano a los labios, antes de apartarla. Le manda un beso a través de la cámara. Cora hace un gesto, como si lo recogiera—. No trabajes demasiado —le pide, recibiendo un gesto afirmativo por su parte—. Cuídate mucho.
—Tú también, mamá —le pide ella—. Iré a verte pronto.
—Te esperaré ansiosa.
—Te quiero —le dice Cora en un tono amoroso—. Hasta el infinito y más allá, ida y vuelta infinitas veces —le manda un beso de vuelta, tal como ella ha hecho. Su madre lo recibe con una sonrisa enternecedora.
Sin ella, probablemente no estaría aquí. Ni siquiera sabe cómo agradecérselo. Ojalá su padre estuviera con ella. Seguro que se le ocurría alguna idea original. Acaricia la chapa que lleva colgada al cuello. Nunca está visible, porque siempre la lleva bajo la camisa blanca del trabajo.
—Ídem, tesoro —aprecia Tara—. Te quiero mucho, estrellita.
Cora cuelga la videollamada. Se levanta de la mesa tras cerrar el portátil. Se deja caer en la cama, y su pelo se desparrama por la almohada en suaves ondas. Hablar con su madre siempre consigue levantarle el ánimo. Mira el despertador de su mesilla: aún tiene tiempo para echarse una cabezadita antes de volver a vestirse, e ir al trabajo. Lo programa para despertarla en media hora, y se acomoda en el suave colchón, aún en albornoz. Cierra sus ojos, y al fin puede descansar.
Ellie y Beth están paradas de espaldas en los acantilados, mirando el agua. Un sol color rosa cuelga bajo un cielo dorado. El atardecer está próximo. El sitio está casi desierto, por miedo o por respeto. Hasta el mar se muestra discreto, con la marea en retirada. Ellie, aterrada por decir algo inadecuado, siente alivio cuando Beth es quien habla primero.
—Gracias por traerme —dice la señora Latimer—. Venía aquí cuando Danny era un bebé —dice—. Al mediodía, solo él y yo. Lo metía en las olas para mojarle esas piernas regordetas. Dios santo, lo que le gustaba. Se reía como un loco —sonríe, y es la cosa más triste que Ellie haya visto nunca.
—Yo hacía lo mismo con Tom —afirma Ellie.
—¿Lo sabe? —cuestiona Beth. Miller niega con la cabeza. Lleva todo el día postergando ese momento—. Prométemelo, Ellie, porque no conozco tu jefe —a Ellie se le revuelve el estómago cuando se da cuenta de que Beth todavía no ha relacionado a Hardy con Sandbrook—. Pero tú y yo nos conocemos hace mucho. Y los niños también. Cuento contigo y con Coraline para que los atrapéis.
A la sargento de policía le extraña la mención de su compañera, pero se dice a si misma que, claramente ha caído bien a Beth. Incluso solo habiéndole hablado de ella anteriormente, y habiéndola conocido hace escasas horas, ha sido capaz de entrar en el corazón de Beth gracias a su amabilidad y comprensión.
—Lo juro —dice Ellie. ¿Debería decírselo a Beth ahora? Mejor que se entere por ella, una amiga, a que establezca una relación por sí misma o se entere por la prensa. Respira a fondo, pero los ojos de Beth se clavan en Ellie, suplicantes.
—Lo sabía, ¿verdad? Que le quería...
El momento ha pasado tan rápido como ha llegado. ¿Cómo puede responder Ellie a una pregunta como esa, con la verdad sobre lo que pasó en Sandbrook? Ella no puede machacar a su amiga mientras está tan hundida. Ya le dará a Beth más adelante información que puede hundirla. No va a pasar nada hasta la rueda de prensa.
—Claro que sí. Era un gran chico, Beth —le dice Ellie. No sabe qué más puede decirle. Nada servirá para consolarla—. No te mereces esto.
Beth vuelve la cabeza hacia otro lado.
—Me siento... Como si estuviera muy lejos de mí misma.
El sol alcanza el horizonte, y parece quedarse allí para siempre.
Ellie aparca delante de su casa en la avenida Lime. En lugar de bajarse del coche, mira a su casa a través del parabrisas. Cinco minutos allí por lo general le bastan para hacer la transición entre trabajo y hogar, pero hoy esos límites están quebrantados, y no puede desconectar. La luz de la habitación de Tom está encendida. Las cortinas de Fred están descorridas, lo que significa que aún está despierto. La gratitud porque sus dos hijos estén todavía allí da paso a una repugnante culpabilidad. Mientras que Beth vuelve a su casa, sin un hijo que la espere, ella sí lo hace. Se odia por ello. Por poder disfrutar de su hijo, que aún vive.
Joe la está esperando en el comedor, sentado a la mesa con el pequeño Fred. Éste se divierte en su trona, jugando con unos camiones. Entretanto, se come un yogur. Ellie entra a la estancia, y Joe se dirige a su hijo pequeño.
—¡Aquí está mami! —exclama, haciendo que el pequeño sonría y comience a llamarla.
—Mami, mami, mami...
—¡Aún levantado! —se sorprende la policía—. Y comiendo yogur...
Ellie sonríe, acercándose a su pequeño. Se inclina hacia él, besando su peluda cabecita.
—Te encanta el yogur, ¿verdad, Fred? —cuestiona en un tono algo ligero—. Sobre todo, echártelo por encima —menciona, contemplando que el infante imita el sonido de un coche patrulla—. Solo he venido a ducharme. Luego tengo que volver.
—¿Tan mal va? —cuestiona Joe, interesado. Contempla cómo su mujer cuelga su bolso del respaldo de la silla cercana—. ¿Quieres un abrazo? —cuestiona, recibiendo un gesto afirmativo por su parte. El hombre de cabello rapado se levanta de la silla. Camina hasta ella, envolviéndola en sus brazos con cariño.
—¿Qué tal tu día? —pregunta Ellie, una vez logra calmar un poco sus nervios gracias a esa muestra de afecto—. ¿O mejor no pregunto? —menciona, pues quizás el día de Joe no ha ido tan bien... Se sienta en la silla, observando a Fred.
—Pues fui a hacerme un té y hubo un apocalipsis, ¿verdad, Fred? —responde, su tono pasando a ser algo juguetón e infantil al final de la frase, ya que se sienta en su silla, apelando a su retoño—. Oh, gracias —dice, tomando en sus manos el camión de bomberos que Fred le entrega.
Elli borra la sonrisa que ha aparecido en su cara al ver esa interacción entre padre e hijo.
—¿Dónde está Tom?
—En la cama —responde Joe, agachando el rostro. La seriedad se ha impuesto en sus gestos y su voz.
—¿Lo sabe?
—No —niega Joe, echando por tierra todas las esperanzas que tenía Ellie de no tener que abordar el tema ella misma—. Recibí el mensaje. Lo he mantenido al margen —cuando hace esas cosas, no sabe si es posible, pero se enamora aún más de Joe. Se tapa la boca con la mano, con miedo a hacer la siguiente pregunta—. ¿Se sabe qué pasó? —su mirada es esquiva—. ¿Deberíamos preocuparnos por los otros niños?
—Aún no lo sé —responde ella con sinceridad—. Subiré a decírselo —plantea, aun cuando el terror invade su corazón. ¿Cómo va a poder abordarlo? Nunca se ha visto en una tesitura semejante—. A partir de ahora vamos a vigilar a Tom con cien ojos, pero si hay alguien por ahí, o... —no consigue terminar la frase: que pueda haber más casos es demasiado espantoso para tenerlo en cuenta.
Joe le acaricia la mejilla.
—¿Qué tal el jefe nuevo? —pregunta. La policía niega con la cabeza. Siente que le ha fallado: a Hardy, a los Latimer... A Danny. El contraste entre la dicha de aquella manera y la desesperación de la tarde es el donante que Ellie necesita para venirse abajo y llorar—. Ven aquí —Joe la atrae hacia él, sentándola en su regazo, abrazándola nuevamente—. No pasa nada —intenta tranquilizarla.
—Sí que pasa.
—Tranquila...
—Estaba allí tirado —dice—. Creo que no puedo con esto.
Joe murmura palabras tranquilizadoras, y la mece con cuidado.
—Oye... En realidad, no. No importa.
—¿Qué? —se seca las lágrimas, rompiendo el abrazo.
Joe mueve la cabeza a los lados.
—Puede esperar. Tú tienes que seguir con tu trabajo —Joe siempre hace eso y sabe lo mucho que la enfurece.
—No me voy a poder concentrar en el trabajo si me estoy preguntando qué es lo que no me quieres decir —lo amonesta.
Lucy se ha pasado antes —Joe se encoge, fingiendo que tiene miedo, algo que solo hace en parte. A él siempre le ha dado un poco de miedo Lucy, y la situación no ha mejorado, porque la última vez que la vio, los las dos hermanas estaban enfrentadas, gritando por el dinero que no aparecía. La verdad es que Ellie también le asusta un poco después de aquello. Ella no es capaz de recordar la última vez que se enfadó tanto—. Ha dado un portazo fuerte de verdad —dice el ex-paramédico—. Ha despertado a Fred de la siesta.
Aquella no parece la actitud de alguien que viene a disculparse, que es lo único que quiere Ellie que Lucy haga ahora.
En casa de los Latimer, Mark está en la cocina, apoyado en la encimera. Mira su teléfono, que está sobre ésta. Se mantiene en silencio por unos segundos. Se podría dejar caer un alfiler, y sería el sonido más estrambótico del mundo.
—Siempre que me suena el teléfono pienso que es Danny —lo tiene configurado para que con cada número suene una alarma distinta: el sonido de un claxon para Nigel, unas campanillas para Beth, y para el número de Danny, gritos de ánimo de un grupo. No van a volver a oírlos nunca—. Sigo pensando en que va a volver —dice Mark.
Han mantenido esta conversación, o una versión muy parecida de ella, durante todo el día, pasándose la negativa una y otra vez entre todos. Nadie puede quitárselo de la cabeza. Todos esperan ver al pequeño Danny entrar por la puerta principal, exclamando que todo ha sido una broma. Nada puede ya devolverles la normalidad. Solo les queda un consuelo: que la policía encuentre al responsable. Beth apenas se atreve a hablar. Su voz está quebrada.
—¿Le tocaste en él...? —no puede terminar. Mark niega con la cabeza.
—No me dejaron.
A ella no habrían podido impedírselo. Ahora que he hecho una pregunta tan espantosa, la siguiente se escapa sin esperárselo. En el mismo momento en el que la formula, se arrepiente.
—¿Por qué no fuiste a verle anoche?
—Beth —dice Mark, pero ella ya ha empezado.
—Siempre vas a verle antes de meterte en la cama —cuando suelta esas palabras se da cuenta de que en realidad no oyó acostarse a Mark. Eso no es lo habitual; se apresura en convertir la idea en acusación sobre la marcha—. ¿Por qué no viste que no estaba?
—¿Porque no lo viste tú? —dice Mark. Eso es una puñalada trapera para ella.
Si así es como quiere responderle, se va a enterar.
—¿Dónde estuviste anoche? —cuestiona, suspicaz, pues la duda plaga su mente.
No lo escuchó acostarse. Ni siquiera sabe a qué hora llegó a casa. Mark se toma unos segundos para responder. Su mirada es esquiva.
—Te he dicho que trabajando.
Ninguno de los dos habla ahora. Desprecios mutuos. ¿Es lo que se van a hacer uno al otro? Beth se promete en silencio que no dejará que esto destroce su matrimonio. Le deben a Danny mantenerse fuertes y seguir juntos. Necesita a Mark a su lado y de su parte si van a sobrevivir a esto.
Ellie sube la escalera despacio, alejando la cobarde esperanza de que Tom ya esté dormido, y pueda retrasar aquello hasta por la mañana. Pero está levantado, y absorto en un juego de móvil, mordiéndose la lengua. Aprovecha el momento para contemplar aquella versión de su hijo. Para disfrutar de los últimos segundos de su infancia. Entra con cuidado y se sienta en el borde de la cama.
—Sabes que Danny no ha ido al cole hoy —comienza.
Tom deja a un lado su teléfono móvil, pues percibe de inmediato el estado de ánimo de su madre. Nota inequívocamente el miedo asomarse en su voz. No sabe qué es lo que ocurre, pero la inquietud de su madre, quien ante todo se caracteriza por mantener la calma, lo asustan.
—Sí —responde finalmente.
Ellie envuelve la mano de su hijo con las suyas. No está más preparada que él, pero tiene que decírselo. Toma aire para darse fuerzas. Entonces lo suelta. Su voz tiembla ligeramente, esperando ansiosa su reacción.
—Tom, cariño, Danny ha muerto —él no reacciona al momento—. Lo siento mucho.
El chico pestañea. Ellie sabe que las lágrimas están en camino, y el esfuerzo que hace para contenerlas. La policía se dice que ojalá pudiera evitarle el dolor. Perder a alguien tan cercano, a un amigo, es un duro golpe. Y más aún tratándose de un niño.
—¿Cómo? —consigue preguntar al fin.
La única pregunta que importa para él.
—Aún no lo sé —niega Ellie. Acaricia su mano con suavidad—. Lo han encontrado en la playa esta mañana.
—¿Lo saben sus padres? —la inocencia de la pregunta, la idea de que ella quisiera, o pudiera, contárselo a Tom antes que a Mark y Beth, a Ellie le parte el corazón
—Sí... Verás... —no sabe por dónde empezar. Necesita consolarlo de algún amanera. Ser madre no viene con manual de instrucciones—. Cuando hay una muerte imprevista, deja un hueco muy grande. Es normal estar triste o llorar, ¿vale? —incluso a ella misma le parece que está repitiendo, palabra por palabra, un guion sobre cómo comportarse en un duelo.
—Vale. Y vas a... —Tom tiene que suspirar para intentar no llorar—. Bueno, ¿la policía va a hacerme preguntas?
—Sí —afirma—. ¿Hay algo que quieras contarme? —ella se mueve en la delgada cuerda floja entre lo amable y lo impreciso—. ¿Danny estaba bien?
—Sí. Claro —Tom agarra el edredón. Parece querer cubrirse con él y olvidarse del mundo por unos minutos.
—Creo que un abrazo sería buena idea —sugiere Ellie en un tono comprensivo. Tom apenas pierde un segundo en echarse a los brazos de su madre. Ambos necesitaban ese contacto físico tanto como respirar—. Sabes que te quiero, ¿verdad? —pregunta la castaña tras romper el abrazo. Ha recordado las desgarradoras palabras de Beth en la playa, y se le parte el alma al pensar, que quizás no se lo ha dicho lo suficiente a Tom.
—¿Más que al chocolate? —cuestiona el chico en un tono apenado, sintiendo cómo su madre acaricia su mejilla con afecto.
—Más que al chocolate —responde ella. Tiene los ojos vidriosos. Está aguantándose las ganas de llorar. Cualquier madre lo haría, al ver el daño que han provocado sus propias palabras en su hijo. Se fuerza a contenerlas. Se fuerza a sonreír.
—¿Puedo...? —parece reacio a preguntar—. ¿Puedo quedarme un rato solo?
Ellie se extraña momentáneamente. ¿Desde cuándo le da vergüenza llorar delante de ella? Desecha esos pensamientos. No tiene motivos para sospechar de la actitud de Tom. Es casi un adolescente, por Dios bendito. Es normal que quiera privacidad.
—Naturalmente —afirma, antes de besar su frente—. Estaré abajo un rato antes de volver al trabajo —se marcha de la habitación entonces.
Cuando acaba de ducharse y cambiarse, el atardecer se ha hecho más pronunciado. El sol está más bajo en el horizonte, y el cielo se ha teñido de rojo, como si llorase sangre.
Karen White está en la playa. Deja que el viento salado vaya a Londres, atravesando su pelo, que ondea con la brisa. El sol es un semicírculo en el horizonte. Han hecho una especie de santuario, como ella imaginaba que pasaría: papel de celofán cruje en torno a flores de supermercado, y hay velitas dentro de tarros de mermelada. En el centro de todo esto está un mono de peluche. Saca su teléfono móvil y marca.
—¿Diga? —la voz de un joven responde a la llamada a los pocos segundos. Ella le reconoce.
—Hola, Olly —apela a él, identificándolo—. Soy Karen White, del Daily Herald —se presenta, y advierte que, al otro lado de la línea telefónica, el reportero contiene la respiración. Sabe quién es. Nada la complace más que un perrito faldero al que poder utilizar.
—Oh, hola —Olly claramente no puede evitar el temblor por la excitación en su voz. Es la primera vez que habla, o tiene la oportunidad, de conocer a alguien de un periódico tan exitoso y famoso. Aquella podría ser la oportunidad que espera desde hace tiempo.
—He visto que has descubierto la historia de Danny Latimer —continúa, intentando que sus intenciones no sean obvias—. Estoy aquí —menciona, dejando claro que se encuentra en Broadchurch. Olly siente la alegría y la emoción recorrer su cuerpo—. ¿Me recomiendas algún hotel?
—Claro, vale —se pone manos a la obra—. ¿Dónde estás ahora?
—En la playa —responde ella en un tono que se inclina a la melancolía. Ya ha vito las consecuencias de Sandbrook. Consecuencias que siguen atormentando a las familias incluso hoy día. No puede permitir que ocurra lo mismo aquí—. Parece que la gente ha empezado a dejar flores —menciona, observando el memorial.
—La hermana de Danny ha dejado un peluche antes —menciona Olly, recordando aquel instante—. Así ha empezado todo —Karen fija su vista en el mono de peluche apoyado en el cartel—. Tu mejor opción sería el hotel Traders—le indica en un tono servicial—. Está enfrente a nuestra oficina, en la calle Mayor. Lo lleva Becca —Karen recuerda estos datos—. Dile que nos conoces, y te hará un buen precio.
—Bien, gracias —agradece. Menos mal: no tiene que quedarse en un piso de alquiler en ese pueblucho pequeño—. Puede que nos veamos —sugiere en un tono más coqueto que el que pretende.
—Eso espero, sí —Olly no oculta su entusiasmo—. Bueno, que estaría...
Karen cuelga la llamada. No tiene tiempo, ni ganas, de escuchar el monólogo de un perrito faldero que le dice que sí a todo lo que le pide. Un par de niños sujetan con celo una tarjeta al salvavidas y se marchan cogidos del brazo, cada uno llorando en el hombro del otro. Entonces Karen se queda sola. Se acerca el memorial y se pone de rodillas, como si rezara. Mira disimuladamente para asegurarse de que nadie la ve, y agarra el mono y lo guarda en su bolso. Usa el mapa de su teléfono para encontrar el camino a la rueda de prensa en el vestíbulo del colegio.
Ellie entra a la comisaría cuando ya casi está anocheciendo. El cielo ha comenzado a tornarse oscuro. Se sorprende al encontrar a Cora en su mesa, con un aspecto más relajado que el que tenía esta mañana. Parece estar concentrada en algo. La oficial está revisando con ojo sagaz la lista que un subinspector le ha confiado —por orden de Hardy, cómo no— de los objetos que se encontraron en el cuerpo y el dormitorio de Danny. Ellie aprovecha para hacer un té negro y un café con leche bien cargado. Una vez hecho esto, se acerca a la mesa de la pelirroja. Esta casi salta de su asiento. No ha notado que hubiera nadie más allí.
—¡Ellie! —exclama, colocando una mano sobre su pecho—. Por Dios, qué callada caminas —menciona, sonriéndole—. Casi me da algo —se echa a reír, liberando la adrenalina que la ha recorrido entera debido al susto.
—Perdona, Cora —se disculpa la castaña con una sonrisa—. Te he visto tan concentrada que no quería molestarte —menciona, antes de extender en su mano derecha el café—. He pensado que te vendría bien esto.
—Oh, ¡café con leche! —exclama, evidentemente aliviada—. Eres mi heroína —la alaba, tomando la taza en sus manos, haciendo que Miller sonría con ternura—. Gracias.
—¿Qué tal tu madre? —cuestiona Ellie.
Como la oficial le ha comentado esta mañana que ha sufrido un ataque de ansiedad, sabe que habrá hablado con ella. La tranquiliza. De ahí la pregunta. La sargento conoce de antemano la situación de la pelirroja: vive en el hotel Traders, mientras que su madre lo hace en una modesta y bonita casa del pueblo. No le ha preguntado por qué. Eso es personal. Confía en que Cora se lo contará cuando le venga bien. No va a presionarla.
—Está bien —afirma la chica de ojos azules—. Aunque la ciática la tiene en un sinvivir —comenta en un tono cariñoso—. Como es natural, estaba preocupada por mi tras ver el comunicado en las noticias —añade—. He conseguido tranquilizarla.
Ellie no se resiste a preguntar.
—¿Y qué piensa de Hardy? —su voz es un susurro, como si temiera que el aludido fuera a aparecer como un fantasma por la comisaría.
Coraline entrelaza sus dedos sobre el escritorio y se inclina hacia delante.
—Creo que su opinión es más favorable que antes —responde con sinceridad. Se encoge de hombros—. Al fin y al cabo, me ha ayudado esta mañana.
La estancia se torna silenciosa por unos minutos. Coraline advierte que Miller quiere decirle algo, pero no sabe cómo. Se muerde la lengua. No quiere que la oficial rompa esa confianza que ha desarrollado con el inspector, pero tiene que saberlo. Lo que sucedió con el anterior caso de Hardy.
—Ya sabes lo de...
—Sandbrook —no la deja terminar—. Sí —afirma—. Lo vi en las noticias cuando estaba en la academia.
Frunce el ceño. Sabía que, tarde o temprano, Ellie mencionaría el anterior caso de su jefe. No cree que el comportamiento de Hardy con ella haya sido un caso aislado. Es un buen hombre. Está segura de ello. Se preocupa por los demás. No hay más que ver su dedicación con el caso de Danny.
—No creo que aquello fuera culpa suya —niega la oficial, cruzándose de brazos. Parece adoptar una actitud defensiva, y Ellie lo nota. Está dispuesta a defender a su jefe. No le extraña, teniendo en cuenta lo amable que ha sido con ella esta mañana—. Solo él sabe la verdad. Nosotros no tenemos derecho a juzgarlo ni a culparlo —menciona Harper, volviendo su vista hacia la pantalla de su ordenador. Ha dado por zanjado el tema.
La castaña solo espera que no se equivoque con él. Deja su abrigo y bolso colgados del respaldo de su silla, en su mesa.
—Ellie.
El tono serio en la voz de la pelirroja la sobresalta. La está observando con una mirada asertiva. Determinada. Profesional.
—Me dijiste que Tom tiene el mismo modelo de móvil que tenía Danny, ¿verdad? —pregunta de pronto. Ellie asiente—. Entonces hay algo que no cuadra —asegura, chasqueando la lengua—. ¡Sabía que había algo raro en esta lista! —exclama, antes de hacerle un gesto a su amiga para que se acerque. Miller lo hace, colocando su silla junto a la de Harper, a su derecha—. Mira esto —le pide, repasando con su dedo la lista—: todos sus objetos personales están aquí. Todos...
—...Menos el teléfono móvil —termina Ellie por ella. Aquello hace que se acelere su corazón—. Danny nunca salía de casa sin él. Beth me lo dijo por activa y por pasiva.
—Entonces está claro —el tono de Coraline se torna sombrío—: quien tiene ese teléfono, es probablemente, el asesino de Danny.
A la sargento de policía le parece que le falta el aire al escucharla decir eso. Sabe que la pelirroja está en lo cierto. Nadie, salvo el asesino, tendría un motivo para llevarse el teléfono de Danny. Tienen que encontrarlo.
—Bien hecho, Cora —la alaba Miller, dándole suaves palmadas en la espalda—. ¿Han llegado ya las grabaciones de las cámaras de vigilancia del centro?
—Todavía no —niega con la cabeza—. Aún las estoy esperando.
—Entonces voy a por más café —menciona la castaña, sonriéndole amablemente—. Va a ser una tarde larga de narices.
Tal y como Ellie ha vaticinado, ambas mujeres se mantienen esperando durante horas en la comisaría. Una vez dan las 17:03, el sonido de un mensaje entrante llega al buzón del correo electrónico de la pelirroja. Las grabaciones de vigilancia. Rápidamente avisa a Ellie, quien estaba preparando el octavo café de esa tarde. Ambas empiezan entonces, a revisar las grabaciones de las cámaras de vigilancia del centro del pueblo de la noche anterior. Se fijan en las pocas personas que aparecen grabadas. Entonces, en la marca de tiempo que indica las 22:47 de la noche, una imagen las deja sin respiración. El fotograma es poco claro, pero no hay duda de que el niño que pasa zumbando por la calle Mayor de Broadchurch, en un monopatín, es Daniel Latimer. "¿Qué está haciendo fuera solo?", se pregunta Coraline, quien poco a poco va contemplando la posibilidad de que Danny fuera a reunirse con alguien, como ella había supuesto anteriormente. Ambas pasan la cinta dos veces para asegurarse. No quieren cometer ningún error.
Cuando Hardy llega a la comisaría a las 20:55, encuentra a Harper y Miller juntas, sentadas en la mesa de la primera. En cuanto lo ven entrar, sus ojos se fijan en él.
—¿Traje nuevo? —cuestiona Miller, provocando que ruede los ojos.
—Tengo una rueda de prensa en diez minutos —responde él, entrando a su despacho, en busca de un fichero. En cuanto sale de allí, Harper apela a él, provocando que se detenga.
—Señor, échele un vistazo a esto —dice en un tono suave, cansado por las interminables horas que han pasado observando la pantalla del ordenador—. Cámara del centro, anoche —Hardy se ha materializado junto a su hombro izquierdo. Harper señala la grabación. Los ojos del inspector se abren con pasmo.
—¿Es Danny? —cuestiona, observando a la pelirroja por el rabillo del ojo.
—Sí, señor —su voz tiembla ligeramente. El rostro de Hardy está peligrosamente cerca de su cuello, y su respiración y voz la hacen estremecer. No está acostumbrada, ni demasiado cómoda, con esa leve invasión de su espacio personal. El hombre a su lado parece no percatarse de ello. Sus ojos castaños están fijos en la pantalla—. Coinciden la ropa y la altura.
—Y ese parece su monopatín —menciona Ellie, quien conocía mejor que la oficial al chico.
La castaña puede notar la lista de preguntas que se avecinan por parte de su jefe.
—No lo secuestraron —menciona Harper, quien gira su rostro hacia su izquierda, intercambiando una rápida mirada con Hardy. Después vuelve su vista a la pantalla.
—Parece que estabas en lo cierto, Cora —menciona Ellie. Su tono de voz lleva el inconfundible tinte de una madre orgullosa.
El hombre con acento escocés observa momentáneamente de reojo a la oficial.
—Se escapó —afirma él, pues es exactamente la hipótesis que había barajado la pelirroja desde esa misma mañana. Se siente orgulloso de su trabajo—. ¿Por qué? ¿Con quién iba? ¿Con quién iba a encontrarse? —suelta las preguntas una tras otra. Se interrumpe para hacerse el nudo de la corbata.
La pelirroja siente que una ola de orgullo y alivio la recorre de arriba-abajo. El caso va por buen camino: gracias a estas imágenes pueden tener una hora aproximada sobre el momento en el que Danny desapareció. Y no solo eso. Ahora saben que no fue secuestrado. La alegría de estar en lo cierto, de haber contribuido valiosamente a la investigación, de pronto se empaña al percatarse de algo. Desvía su mirada hacia la lista de objetos de Danny. Su tono de voz vuelve a adquirir un tono sombrío.
—Y... ¿Dónde está el monopatín?
—Sí... —Alec parece también preguntarse por qué ha desaparecido—. ¿Algo más? —cuestiona, posando nuevamente sus ojos en ella. Toda su atención se fija en sus siguientes palabras.
—Mientras revisaba la lista de pertenencias que se encontraron con su cuerpo y las de su casa, Ellie y yo nos hemos percatado de que falta algo —le cuenta, enseñándole la lista—: el móvil —por un momento, Coraline está por jurar que Hardy va a saltar de alegría. El teléfono desaparecido es, al fin y al cabo, una gran pista para dar con su asesino. Los ojos le brillan. Parece un niño que sabe lo que le van a regalar el día de Navidad.
Ellie intercede en ese momento, provocando que los ojos de Hardy se posen en ella.
—Y le aseguro que tenía uno, porque él y Tom, mi hijo, tenían el mismo modelo —su voz es firme en su afirmación—. Eran idénticos.
—Y no está —niega Hardy, su voz contenida. Al fin parece que progresan un poco.
—No —niega la oficial.
—Pregunte a la familia, Harper —le indica a la novata, volviendo a retomar una postura erguida. Comienza a caminar, alejándose de ellas—. Buen trabajo.
Miller intercambia una mirada sorprendida y aliviada con Harper. Ambas se ríen. Parece que no andaban desencaminadas: Hardy sabe reconocer y alabar el trabajo bien hecho. Incluso su halago ha sonado amable. Cora descuelga el teléfono de su mesa, marcando el número de los Latimer. Tienen que asegurarse de que el teléfono móvil no se encuentra en la casa... Y ninguno de ellos lo tiene. Eso convertiría a su poseedor en sospechoso automáticamente. Mientras espera a que conteste alguien, la pelirroja reza porque no aparezca, ni nadie sepa de su paradero.
El lugar parece muy pequeño, como ocurre siempre en los colegios de enseñanza primaria. Hardy está sentado detrás de un micrófono. La comisaria Jenkinson está a su lado, de uniforme. Detrás de ellos hay una pizarra con el escudo de la policía de Wessex, y en la parte trasera, un revoltijo de aparatos de gimnasia.
Hardy mira más allá de los miembros de la prensa reunidos en el extremo más alejado de la sala, donde peces de papel nadan en la pared. No está lleno. Hay solo una cámara y su equipo, y un puñado de periodistas de la prensa escrita. Parece que el resto de Fleet Street coincide con Len Danvers: la noticia no merece tanta atención mediática. Karen White entra al gimnasio y se mantiene al fondo de la sala, con cuidado de que no la vean.
—Les voy a dejar con el inspector encargado de la investigación: Alec Hardy —lo presenta Jenkinson, haciendo elevarse su voz unos pocos segundos, para así, llamar la atención de las personas allí presentes. Hardy traga saliva. Odia las ruedas de prensa. Odia ser el centro de atención.
—Maggie Radcliffe, directora del Eco de Broadchurch —se presenta. El nombre le suena de algo, aunque Karen no consigue recordar de qué ni por qué—. ¿Qué consejo daría a la gente de este pueblo, especialmente a los padres?
Hardy dirige su respuesta a la cámara.
—El índice de criminalidad de esta zona es uno de los más bajos del país. Se trata de una horrible anomalía. Estamos en los primeros momentos de lo que puede ser una investigación muy compleja —interrumpe el contacto ocular con el objetivo durante unos segundos, y pasea la vista por la sala. La vacilación que demuestra al ver a Karen no la capta la cámara, pero ella sonríe, apreciándola con satisfacción. Hardy parpadea y continúa—. Danny se relacionaba con mucha gente, y vamos a investigar todas esas conexiones. Si usted, o alguien a quien usted conoce, tiene cualquier información, o ha notado alguna cosa inusual, por favor, comuníquenosla. Se lo ruego a todos: no escondan nada —el cámara se acerca, de modo que la cara de Hardy llena el monitor—. Porque lo sabremos. Si un miembro de su familia, o un amigo, o un vecino, se han comportado de forma extraña los últimos días o semanas, acudan a la policía inmediatamente. El asesino de Danny no tendrá dónde esconderse. Cogeremos a quien lo haya hecho.
La muerte de Danny es lo que abre el informativo de las 22:00.
Los Latimer están viendo el informativo desde el sofá. Las caras de los cuatro tienen la misma expresión aturdida, de desconcierto. No pueden evitar hacerse una terrible pregunta: ¿y si alguien a quien conocen es el asesino?
Olly Stevens, quien está siguiendo el informativo desde su oficina, termina la maqueta de la primera página en la redacción del Eco, y mira el trabajo en silencio.
Becca Fisher sigue las noticias en el ordenador de la recepción del hotel. Da un largo trago a un whisky, y comprueba por tercera vez en cinco minutos el teléfono, a la espera de mensajes de texto.
Jack Marshall está solo en el quiosco vacío. Oye la radio con las manos en los bolsillos de la chaqueta de punto y la boca apretada.
Paul Coates mira su iPad en la sacristía, de cuyas paredes de piedra están colgadas las fotografías de sus predecesores con sotana.
Coraline Harper sigue el informativo desde el ordenador de su mesa, en la comisaría. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho. Toca tentativamente la chapa que tiene colgada al cuello, a través del tejido de la camisa de trabajo.
Ellie Miller, que está sentada al lado de la pelirroja, tiene las manos entrelazadas, tapando su boca. Posa una mano en el hombro de la pelirroja en un gesto reconfortante. Ambas saben que tienen que darse prisa. Tienen que encontrar al asesino. Cueste lo que cueste.
John Miller, que limpia el cuarto de estar, queda paralizado delante de la pantalla con un juguete en cada mano.
Nigel Carter, que trabaja de noche para cubrir la ausencia de Mark, ve las noticias en casa de una mujer que ni siquiera conoce a Danny. Ella está llorando, pero Nigel tiene los ojos secos.
Arriba, en la granja, las vacas pastan con ignorancia bovina mientras Dean, apoyado en su moto, contempla su teléfono.
Susan Wright mira el televisor portátil de su caravana fija con la cabeza del perro en el regazo y un cigarrillo en la mano. Mueve la cabeza a los lados, y luego suelta una larga bocanada de humo.
Arriba, en su dormitorio, Tom Miller mira su teléfono durante un largo rato. Se muerde el labio mientras piensa, y luego su expresión se endurece. Mira hacia atrás, para asegurarse de que Joe no está al acecho en el descansillo. Todo despejado. Ahora que ha tomado la decisión, hace las cosas rápido: primero, borra todos los mensajes de texto de Danny. Unos datos en los que consta su amistad de hace muchos años. Después, se centra en el portátil, golpeando las teclas según una serie de acciones reservadas solo para emergencias. El mensaje que llena toda la pantalla dice: «¿Está seguro de que quiere volver a formatear el disco duro? Perderá todos sus datos». Tom clica que sí. Vuelve a mirar hacia atrás. No es dolor lo que hay en su cara, sino miedo.
La noche cae finalmentesobre la bahía del acantilado del puerto. Los colores del día se han apagado,pero las tiendas de la policía científica están encendidas por dentro tiñendode un rosa pálido la lona blanca. Brillan como medusas mientras los encargadosde recoger pruebas trabajan de noche.
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