Capítulo 37
Es la medianoche del jueves 18 de julio. La familia Miller ha vuelto a Broadchurch después de tres idílicas semanas en Florida. Han llegado a casa hace aproximadamente cuatro horas, y han encontrado un montón de correo, y marcas brillantes de babosas sobre la moqueta.
Tres miembros de la familia están dormidos. Lo cierto es que ha sido un vuelo duro, y el esfuerzo de mantener a los niños despiertos todo el trayecto desde el aeropuerto hasta casa, ahora parece pasar factura. Se han derrumbado en sus camas, sin ducharse, sin lavarse los dientes. Ellie se ha quedado como un tronco. El precinto del frasco de plantillas de melatonina que compró en el aeropuerto de Orlando está roto, indicando que ha echado mano de ellas para poder dormir tranquilamente. Como siempre, su desfase horario es horrible.
Joe Miller está completamente despierto, a pesar del cambio horario. Aquella sensación enfermiza que le retorcía las entrañas, ausente durante esas tres semanas felices, ha vuelto. Se dijo mientras estaba fuera, que estaba —aborrece la palabra— curado, pues sugiere que ha hecho algo malo, y no lo ha hecho. Bueno, no lo han hecho. Se necesitan dos, a fin de cuentas, para realizar un acto así. Pero esa es la única palabra que parece describir de verdad cómo se ha sentido en vacaciones. Por primera vez desde que empezó aquello, se sintió completamente consciente. Sus chicos le bastaban. Ellie le bastaba. Prácticamente hacían el amor casi todas las noches, ya que, desde que nació el pequeño Fred, no habían podido hacerlo. Joe no paraba de decirse una y otra vez que estaba curado, pero aquella sensación... Aquel deseo impuro, impregnado de una gran vergüenza, volvió de camino a Broadchurch. Se hizo presente, con más fuerza que nunca, en el avión. Provocó que Joe no pudiera comer. Sentía unas terribles náuseas. Sentía repulsión por Danny.
Joe Miller se queda un rato en el descansillo, viendo dormir a su mujer y sus hijos. Tras unos segundos, el sonido de un mensaje de texto lo sobresalta ligeramente. Con la intención de tener algo de privacidad, baja al piso de abajo. Lee el mensaje, y un cosquilleo lo recorre de arriba-abajo. Busca a tientas en el vestíbulo las llaves del coche familiar. El suyo es el único coche en la carretera de un solo carril. De vez en cuando, al doblar una curva cerca del borde del acantilado, la luna le guiña el ojo de forma burlona en el lejano mar. Joe conduce despacio, tratando de ordenar sus ideas. Después de la sensación de alivio inicial porque Danny quiere volver a verle, le asalta otra vez la duda. Danny quiere que aquella sea la última vez. Ha sido muy claro al respecto. Joe lo considera a fondo: no hay modo de que pueda volver a echarle mano al dinero —Lucy si lleva meses sin aparecer por la casa, así que no puede volver a utilizarla como chivo expiatorio—, de manera que, si va a intentar convencer a Danny de que sigan viéndose, deberá persuadirlo con palabras. Si no puede ser... Bueno, la idea de que aquella sea la última vez hace que Joe quiera echarse a llorar. Pero si éste ha de ser el final, entonces deben hacer que sea especial.
Aparca el coche cerca del lugar de encuentro habitual: la carretera a medio hacer, rodeada de setos altos, frondosos y exuberantes en verano. En aquel sitio hay una gran pureza, lejos de la circulación y las cámaras de vigilancia del pueblo. A Joe se le tensa el estómago al ver a Danny subido a su monopatín en mitad del sendero. La luna brilla como un foco encima de él. El pelo le ha crecido un poco en estas últimas semanas. El mechón de la coronilla es nuevo. Joe está demasiado sobrecogido para hablar. Danny hace un movimiento sobre su monopatín: un cambio de dirección que le enseño Joe. Los dos se ríen. La tensión se desvanece, y Joe sabe que la cosa va a ir bien.
—Buenas —dice Danny. La inofensiva palabra alcanza a Joe como una bala. La voz de Danny se ha hecho más grave mientras él estaba fuera. Es como un gancho en el corazón de Joe, pero no se sabe de qué modo lo vuelve loco.
Recorren a pie los últimos cincuenta metros hasta la cabaña de la cima. Danny levanta una piedra para sacar la llave, y entran en lo que Joe considera su refugio. Le lleva un momento apreciar el olor a limpio, las artísticas conchas marinas nada llamativas, y la combinación de colores. Tienen tan buen gusto, que uno ni siquiera se fija en ellos. ¿Cómo puede pasar allí algo tan sórdido e impuro?
Joe se sienta en un sillón, y deja que Danny se le siente en el regazo. Tiene el peso perfecto: el tamaño perfecto. Cuando lo tiene sus rodillas, Joe distingue su reflejo en la ventana y se para en seco. La diferencia entre lo que se ve desde fuera y lo que siente por dentro, es abismal. Demasiado grande incluso para explicársela a sí mismo. Cierra los ojos ante la imagen, intentando olvidarla, borrarla de su mente. Respira profundamente, y el inconfundible aroma de Danny, de su champú y colonia, llenan sus fosas nasales, provocando que su cuerpo se tranquilice. Ahora puede admitir que lo ha añorado demasiado. Pero algo no va bien, y Joe lo nota al momento: los datos de Danny no rodean su cuello. Están flácidos, pegados a sus costados. Está en brazos de Joe, pero deseando escabullirse.
—Sé que he dicho que hoy sería la última vez, pero no estamos haciendo nada malo —el intento de reafirmación es contraproducente. Danny se desembaraza de su abrazo, quedando de pie.
—No voy a volver a verte —Joe no reconoce aquel nuevo matiz de voz. Danny, por algún motivo, se ha vuelto más duro estas últimas semanas. Ahora Florida parece estar a un millón de años de distancia, y Joe comprende que desearía no haberse ido nunca. No debería haberle dejado solo tanto tiempo. Tres semanas es casi toda una eternidad cuando se tienen once años—. Me marcho —declara sus intenciones.
—Oh, venga, Dan... —Joe intenta impedírselo. Le domina la ira: ¿por qué le ha hecho recorrer todo este camino solo para rechazarle? Hay una faceta cruel en Danny que solo ahora se manifiesta.
—Intenta pararme —lo reta, desafiante.
—Dan...
—Se lo diré a papá.
El pánico sube de volumen. Mark lo matara si se entera de esto, y el marido de la policía lo sabe. Joe impide la salida de Danny, colocando sus fuertes manos en el picaporte. Sabe que el niño no tiene la fuerza necesaria para abrirla si él ejerce presión. Necesita conseguir un poco más de tiempo. Necesita convencerlo de que mantenga la boca cerrada. Por su bien.
—No, no, no —niega rápidamente—. No seamos tontos, ¿vale? —empieza a decir, con el miedo agarrando su corazón—. Además —traga saliva—, ¿qué dirías? Vienes, y nos abrazamos, ¿y qué? —Joe lleva siglos ensayando aquel razonamiento—. Díselo a tu padre —lo reta—: él no lo entenderá —intenta asegurarle. Danny mira nervioso la mano de Joe en el picaporte de la puerta—. Eso significa que no habrá más comidas los domingos, ni más partidos entre las dos familias —Danny quiere aparentar que se mantiene impasible. Parece funcionar, pues Joe decide ahondar más, recurriendo a aquello que los unió la primera vez—. Eso significa que, la próxima vez que te pegue tu padre, yo no estaré ahí contigo —comenta, intentando coaccionarlo—. Dile a la gente lo que hemos estado haciendo, y nadie lo entenderá. Dirán que-que —tartamudea—, está mal, que es enfermizo, y no lo es —ya no sabe a quién está tratando de convencer—-. Acabarán con todo. Con todo nuestro mundo, todas nuestras vidas. Y será por tu culpa —Danny parece recapitular—. ¿Es lo que quieres?
La expresión de Danny cambia.
—No lo sé... —dice, pensativo, agachando el rostro—. No —gracias a Dios. El chico se coloca frente a él.
—Claro que no —Joe se sienta nuevamente en el sillón, con los brazos bien estirados. Espera que el niño de once años vaya hacia él, dejándose acariciar. Sin embargo, Danny no corre hacia él, sino que sale de la cabaña a toda prisa. La puerta se cierra a su espalda.
—¡Mierda! ¡Danny! —exclama Joe. El chaval corre de forma errática en la oscuridad, aterrorizado, sin aliento, y llorando. En la cerca, se engancha la mano en el alambre de espinos. Se hace un corte superficial, pero la sangre fluye deprisa, libremente—. ¡Danny! ¡Dan!
—¡Aléjate de mí! ¡Aléjate!
El monopatín está a los pies de Joe.
—¡Vuelve, Danny!
—¡Vete!
Joe sujeta el monopatín en sus manos. Sabe perfectamente que Danny no puede ir muy lejos sin él. Cuando alza la vista, ve que el niño moreno se ha parado al borde del acantilado. Joe empieza a entrar en pánico, sintiendo que el pecho se le oprime.
—Eh, eh, eh, ¿qué estás haciendo?
—Nunca tendríamos que haber hecho esto —hay acusación en sus grandes ojos azules, y también lágrimas. Se las seca con el dorso de una mano ensangrentada, dejando rastros de la sangre en su rostro. Joe no puede soportar verle llorar. Puede arreglarlo todo, si Danny le deja. El mejor amigo de Tom cierra los ojos con fuerza—. Si me tiro, se arreglará todo.
Ni siquiera en las fantasías más paranoicas de Joe las cosas eran tan siniestras, tan rápidas.
—No lo hagas, tío —respira despacio para mantener la voz firme. Es un antiguo truco de los paramédicos. Un modo de evitar que las víctimas de accidentes pierdan el control, cuando tú mismo estás aterrorizado—. No hagas eso Dan —le ruega con una voz lo más calmada posible—. Lo siento. Vale, no tendría que haber dicho algunas cosas.
Danny avanza un poco. Las puntas de sus pies sobresalen ligeramente por el borde. Sol osus talones lo mantienen anclado al suelo, a escasos centímetros de un paso fatal. La sangre le baja por el brazo, y gotea desde las puntas de sus dedos.
—Por favor, Dan. Por favor, no hagas el tonto —Joe estira su mano derecha hacia él—. Vamos, todo está bien. Podemos arreglarlo —nuevamente intenta tranquilizarlo para que no tome una decisión imprudente—. Volvamos juntos, ¿vale?
El niño se decide. Retrocede unos pasos, habiendo posado su pequeña mano en la del adulto. En este preciso momento, Joe tiene las manos embadurnadas con la sangre de la palma de la mano de Danny. Joe Milelr rodea a Danny con un fuerte abrazo. El alivio es una droga en su sistema.
—Venga, está bien —le susurra—. Todo va bien. Todo va bien.
De vuelta a la cabaña, Joe cierra con llave, sin hacer ruido, a espaldas de Danny. No necesita que lo sepa. Solo lo alteraría. Antes nunca ha echado la llave, pero esta vez es distinto, y solo será hasta que lleguen a un acuerdo. Casi lo ha conseguido, cuando en el último momento, se produce un clic cuando gira la llave en la cerradura. Danny se da la vuelta, posando sus ojos horrorizados en la puerta, y por consiguiente en la llave que la ha cerrado. Se agita de un lado a otro, dominado por el miedo, como un pez fuera del agua. Joe ve que ha desaparecido la confianza, y se da cuenta de que todo ha terminado. Tiene ganas de llorar, pero no puede hacerlo en este momento, porque ahora se trata de minimizar los daños. De conseguir que no haya daños colaterales, ni para ellos, ni para sus familias.
—¿Qué haces?
—Vale: prométeme que esto quedará entre nosotros y podrás irte.
—¿O qué? —dice Danny saca pecho, en un gesto de arrogancia que Joe ha visto hacer a Mark cuando se enfada en el pub, o en el campo de fútbol.
Joe avanza hacia él, intentando mantener el control.
—Tú... ¡Promételo, Dan!
—Sé lo que quieres de mí —acusa en un tono serio el muchacho.
Las palabras del chico hacen que un escalofrío recorra a Joe desde los tuétanos.
—¡No quiero nada! —intenta negarlo a toda costa. Nunca ha tenido esas intenciones.
—¡Sí, pero te da miedo pedirlo!
—¡No deberías decir esas cosas, Dan!
—¿¡Y por qué no se lo haces a Tom1?
La línea que a Joe tanto esfuerzo le ha costado mantener, ha sido cruzada. Ensuciar lo que hacen ellos es una cosa, ¿pero meter a Tom en esto? Joe no es de esos. Jamás le haría algo así a su propio hijo. Lo que siente es demasiado intenso para que lo pueda contener en su propio cuerpo. Tiene la sensación de estar observándose desde arriba, como en una visión extracorpórea, cuando estrella a Danny contra la pared.
—¡No soy ese tipo de hombre!
Por fin, Danny recuerda cómo debe comportarse.
—¡Por favor, suéltame! ¡Por favor, déjame! —suplica.
Eso está mejor. Joe, claramente, pretende dejarle marchar, pero no hasta que haya dicho lo que debe. Danny forcejea, y fracasa. No puede liberarse de su agarre. Y nunca lo hará, hasta que haya oído lo que Joe tiene que decirle. Tiene que calmarse. Obedecer sus órdenes, como un buen chico.
—¡Nunca te he tocado! ¡Nunca he tocado a Tom y nunca lo haré! ¿¡Lo entiendes!? —Danny empieza a agitarse—. ¡No deberías decir esas cosas sobre mí! ¡Te he ayudado! — Joe le golpea la cabeza dos veces contra la pared para que guarde silencio—. ¡Hay algo entre nosotros, y no puedes echarlo a perder! ¡No lo vas a estropear! ¡No lo vas a estropear!
Por fin, parece que el mensaje empieza a surtir efecto. Danny deja de resistirse, y empieza a escuchar. Está completamente quieto.
Demasiado quieto.
Joe queda horrorizado al ver que, las manos que creía que estaban en los hombros de Danny, en realidad están alrededor de su cuello. Se queda petrificado al comprobar que lo ha estrangulado. En sus hermosos ojos azules ahora hay un laberinto de hilos rojos. Hemorragia petequial. A John le habían enseñado a salvar vidas, pero el único conocimiento al que puede recurrir ahora es al diagnóstico. Reconoce la muerte en cuanto la ve. Aflojar las manos sería reconocer que lo ha hecho, que lo ha asesinado. Pero sus manos se sueltan solas.
—Dan... —musita, incrédulo.
Danny se derrumba por su propio peso pared abajo, y Joe tiene que sujetarlo en sus brazos. Lo acuna, como si fuera el ser más preciado de su mundo.
Lo sujeta con fuerza, cerca de su pecho, y da unos pasos por el suelo de su santuario.
—Lo siento, lo siento tanto —le dice al oído una y otra vez—. Lo siento tanto, Dan —el abrazo que se le negó en vida se hace cada vez más estrecho en la muerte.
Joe se queda en un absoluto silencio, pero la expresión «lo siento» recorre múltiples bucles dentro de su cabeza. Es un coro que se convierte en una descarga ensordecedora en sus hombros. Tiene la mente en blanco, y va a toda velocidad al mismo tiempo. ¿Qué ha hecho? ¡Joder! ¿Cómo ha pasado aquello?
Durante unos minutos, cargar con Danny no requiere esfuerzo alguno. Luego, cuándo desaparece el entumecimiento del sobresalto, a Joe le empiezan a doler los brazos, y la realidad se impone. Es una brutal realidad. A ésta le sigue el insisto primario de la propia conservación. Deja con mucho mimo y cuidado el cuerpo de Danny en el suelo. Cierra con una caricia amorosa sus hermosos ojos azules, recorridos por hilos de sangre.
No es que Joe haya tomado la decisión consciente de ocultar lo que ha hecho. Es más bien, que se descubre haciendo los movimientos para ocultarlo, limpiando el picaporte de la puerta con la manga, y mirando dentro del armario que está debajo del fregadero: hay una caja grande con productos de limpieza y unos guantes de goma. Se los pone sin pensar, y solo cuando posa su mirada aún horrorizada y en shock en sus guanteadas manos, la verdad se impone ante todo lo demás. Por primera vez desde que ha empezado a moverse de forma casi autómata, es consciente de que pretende borrar sus huellas.
La vida de Danny ha terminado, y por eso lo que cuenta en todos los sentidos es la de Joe. ¿Pero se merecen Ellie y los chicos pasar por aquel infierno? Planteándoselo de ese modo, no se trata en absoluto de elegir. Es una obligación. Debe evitar cualquier tipo de involucración de su familia en este asunto. Debe deshacerse de todas las pruebas posibles que lo vinculen al escenario del crimen.
Lo que le queda ahora, es un centenar de pequeñas decisiones, y cada una debe ser la correcta. Gira sobre sus talones en la noche despejada, habiendo salido de la cabaña. Respira agitado, preguntándose a dónde ir. Busca inspiración en la mar, y esta se la proporciona. Abajo, en la playa, hay una hilera de pequeñas barcas, y una que él conoce en concreto.
Se pone unas bolsas de plástico en las botas, y se las ata. Guarda en el bolsillo un trapo y un producto de limpieza de la casa. En el breve trayecto hasta su coche, piensa en las cosas que tiene en el maletero. Ahora le alegra no haber ordenado el coche antes de ir a Florida, como Ellie tanto que hiciera. Tiene que rebuscar entre el revoltijo de objetos familiares para dar con lo que está buscando. Debajo de la cuna de viaje de Fred, está su antigua bolsa para el gimnasio, cogiendo polvo. La necesitará, pero no hasta más tarde. Busca a tientas, hasta que, al fin, encajadas en un rincón, sus dedos se cierran sobre el acero frío de unas tenazas para cortar metal. Se han quedado allí desde la vez que Tom olvidó la combinación de la cerradura de su bici, y Joe tuvo que cortar la cadena con ellas.
Unas finas nubes se desplazan por delante de la luna llena, cuando Joe medio corre y medio cae al bajar el sendero del acantilado que lleva a la playa. Lleva el monopatín de Danny bajo el brazo. Usa las tenazas para cortar la cadena que sujeta la barca del padre de Olly, y la arrastra por la playa, hasta acercarla todo lo posible a la orilla.
El siguiente viaje hasta la playa, con Danny aún caliente y desmadejado en los brazos, supone mucho esfuerzo. Antes de realizarlo, sin embargo, se desnuda completamente, temblando a la luz de la luna, antes de meter todo lo que llevaba puesto en una bolsa de basura. En su bolsa de deportes hay un chándal negro que resulta suave al contacto con su piel. Es una agradable sensación que no merece. Tiene un gorro de lana metido en un bolsillo lateral, el cual debe llevar allí desde el invierno pasado. Se lo hunde hasta las orejas. El peso del cadáver del niño desequilibra a Joe, y no puede exactamente dónde está pisando. Cuando llega a la barca, está empapado de sudor, y sus músculos agarrotados. Los brazos le piden que tire a Danny, pero lo deja dentro de la barca con el mayor cuidado posible, como si estuviera dormido. La mano ensangrentada del niño de once años se roza contra la borda de la barca. Joe la limpia. El monopatín va después. Entonces empuja la barca. La mete en el agua, y se alejan. El motor fueraborda agita la negra mar, formando espuma.
Espera hasta que están a una milla de la costa para bajar la vista. "Danny se ha ido. Haz lo que debes. Este ya no es Danny. Ya no lo es", se dice. El estómago se le encoge como un puño cuando inicia la operación de limpieza. Rocía la piel de Danny con el producto de limpieza, y luego pasa el trapo por encima. Cuando ha frotado cada centímetro de la piel del niño moreno, tira el cuerpo por la borda. Lo suelta, preparándose para oír el chapoteo, pero este no llega, y se da cuenta de que todavía tiene sujeto el cadáver. Es como si sus manos estuvieran pegadas al chico.
No lo hace. No puede hacerlo. No puede hacerle eso a Danny. No a su Danny. Merece algo mejor que ser arrojado al mar, como un despojo, como basura. Mark y Beth merecen algo mejor que eso. Joe vuelve a dejar el cuerpo en el suelo de la barca. Vuelve la vista, y se percata de que la corriente ha llevado la barca a una milla o así a lo largo de la costa. Las luces del pueblo y los acantilados... Ambos reclaman su vuelta a casa.
Joe vuelve a poner en marcha el motor, y se dirige a la playa del acantilado del puerto. Allí, coloca a Danny boca-abajo, con cuidado, respetuosamente, en el centro de la playa. Deja el monopatín a su lado, esperando que Mark y Beth algún día lleguen a entender que, aquel último gesto, lo hizo con todo el amor que le profesaba.
Sin siquiera ser consciente de ello, cuando vuelve a la barca sin tiempo para llorar, alguien lo ha visto dejar el cuerpo. Susan Wright, lo observa todo desde la colina, con su perro a su lado. Joe, una vez se ha alejado, y desembarcado en una cala oculta por la niebla de la noche, es invadido por la angustia. La angustia de pensar en lo vulnerable que parece Danny. Reconoce que la idea es irracional, grotesca, pero no puede evitar tener la esperanza de que la marea sea benevolente.
Son más de la 01:00 cuando Joe vuelve a entrar en la cabaña, y pasa a la hora siguiente en una febril actividad. Se pone unos guantes y unas bolsas nuevos en los pies, guardando aquellas de las que se va a deshacer en la bolsa de basura, junto con su ropa. Limpia la cabaña de arriba abajo. Pasa un trapo por las superficies, el aspirador por el sillón donde han estado sentados, por el sofá donde ha estado tumbado Danny, lava las paredes y friega el suelo. El conjuro de «lo siento, lo siento, lo siento», queda reemplazado por un «joder, joder, joder». En un momento dado, tiene que detener su obsesiva limpieza, pues un coche se detiene al pie de la cabaña, cerca del aparcamiento. Hay otro coche a su lado. Joe ve cómo Mark y Becca Fisher salen del coche de la segunda, y apoyados en el capó, intercambian un acaramelado beso, antes de alejarse de allí en sus propios vehículos. "Por qué poco", piensa Joe aliviado, retomando su limpieza. El hombre trabaja como un poseso. Su objetivo: la limpieza séptica de un quirófano.
Cuando está satisfecho, suspira pesadamente. Sabe que todavía queda algo por hacer.
En el trayecto de vuelta a Broadchurch, la bolsa de basura que lo incrimina cruje en el asiento del acompañante. Joe está al tanto que la recogida de basura empieza a una hora antes del amanecer, por el extremo de la ciudad donde vive su cuñada. Yendo allí, tira en la bolsa en un contenedor de uso común, que hay detrás de unos garajes, sin percatarse de que Lucy, la hermana de Ellie, lo observa por la ventana, advirtiendo su espalda, así como su atuendo.
Son las 4:00 de la mañana cuando Joe vuelve a la Avenida Lime. De pronto, se le viene encima el agotamiento con toda su intensidad. La gravedad lo hace doblemente intenso, y Joe solo quiere tumbarse. Pero primero debe lavarse para eliminar cualquier rastro de Danny. Además de eso, es por el simple y llano hecho de que se siente tóxico, ponzoñoso, como si fuera envenenar toda la casa. En silencio, cierra la puerta del baño. Se desnuda, y abre la ducha con el agua tan caliente como puede soportar. Después de diez minutos bajo el agua, todavía se siente sucio, así que se detiene delante del espejo del cuarto de baño, y se restriega la cara y las manos con agua y jabón. Se deshace del chándal y la gorra negros.
Cuando se mete en la cama, Ellie le deja sitio, pero no despierta de su sopor. A su lado, justo en tras su espalda, puesto que ella duerme de costado, Joe adopta una postura fetal. Su lamento es una ausencia de sonido, un grito sin palabras que no se interrumpe. Una pequeña parte desligada de él observa y diagnostica el ataque de nervios total cuando se produce. Nunca ha sido una persona devota, ni remotamente, pero en ese peculiar momento, decide abandonarse a la fe. Siente de forma clara los abrasadores tirones de un ejército de demonios. Vienen a arrastrarle indefectiblemente al infierno.
Hardy y Harper examinan al detenido desde el otro lado de la mesa, en la sala de interrogatorios número uno. A Joe Miller le han quitado la ropa, y lleva puesto un mono de papel blanco de la policía, que se arruga cuando se mueve. En la mano izquierda luce una línea más pálida del anillo de casado. No parece el asesino de un niño. De hecho, nunca lo parecen. El relato tan escalofriantemente vivido que ha hecho sobre sus acciones ese día hace que a ambos agentes de policía los recorra un escalofrío por la columna vertebral.
—¿Cuál era exactamente la naturaleza de su relación con Danny? —cuestiona la novata.
—Estaba enamorado de él —dice Joe. Hay culpa en su tono, pero también algo más que crispa a Hardy: indefensión. Como si se tratara de algo que le ha pasado a él, más que un crimen que ha cometido con sus propias manos. Aquello no hace sino irritarlo.
—¿Cuándo empezó? —pregunta el inspector.
—Hará unos nueve meses —dice Joe en un tono más calmado. Parece que, confesar finalmente su crimen lo ha aliviado—. Mark le había partido el labio a Danny. Tuvieron una pelea tremenda —les cuenta, recordando perfectamente aquella tarde—. Vino a casa a ver a Tom. No sabía a donde ir. Le curé el labio y hablamos.
—¿Y luego qué pasó? —intercede la pelirroja, tratando con todas sus fuerzas de que la bilis no llegue a su boca, pues las ganas de vomitar son demasiado intensas. Aún no puede creer que lo tenga delante. Al asesino de Danny. Que sea el marido de su mejor amiga, no hace sino aumentar la ironía de la situación.
—Cuando venía a jugar con Tom, charlábamos un rato —contesta el reo—. Decía que, con su padre no podía hablar así. Después trajo el monopatín, y me pidió que le enseñase como le había enseñado a Tom —rememora, el fantasma de una sonrisa añorante aflorando en sus labios—. Fue entonces cuando empezamos a quedar los dos solos. Quedábamos una vez a la semana o así. En la pista de patinaje cuando estaba tranquila, en caminos asfaltados del campo que eran buenos para patinar... Solo eran clases de skate.
—¿Se lo dijo a Tom? —el tono de la joven es severo, pues aquello destrozará al niño.
Joe niega con la cabeza.
—¿Se lo contó a Ellie? —indaga la de cabello taheño, manteniendo las distancias. Tanto ella como su jefe contienen la respiración, a la espera de una respuesta.
Lo que queda de aquella investigación, depende de lo que supiera la sargento Miller. Tienen que saber si estaba al corriente de estos encuentros. Hasta qué punto es realmente ignorante, y, por tanto, inocente.
Joe suelta una risita triste, y mueve la cabeza a los lados.
—¿Por qué no? —ahora no solo habla la oficial de policía, sino una joven que quiere proteger a ese niño en concreto. Que quiere intentar consolarlo cuando todo esto se le venga encima.
—Quería tener algo que fuese mío —se queja con las manos cerradas en puños—. Dejé mi trabajo para cuidar a Fred. Ellie tiene su trabajo, y Tom tiene sus cosas —hace una pausa, y en su rostro se dibuja una expresión dolida—. Pero Danny... Era como si me necesitase.
—¿Dónde pensaba Ellie que estaba? —la voz de Cora se ha vuelto tensa, ronca. ¿Cómo ha podido este hombre, este monstruo, que tiene delante, engañar de esa manera a la mujer que más le quiere en el mundo? Necesita respuestas. Y ya.
—En el gimnasio, corriendo, montando en bicicleta, en el pub... —las mentiras de Joe suponen un descuido por parte de Miller, pero en última instancia, eso es algo en su favor.
—Mentía sobre dónde estaba. Actuaba a sus espaldas.
Joe asiente, recorriéndole un escalofrío al escuchar el tono gélido de la neófita de ojos azules.
—¿Alguna vez le tocó? —tercia Alec. Incluso el, con todos sus años de experiencia, tiene que admitir que esta conversación, este hombre que tiene frente a él, lo ponen enfermo. ¡Estuvo cenando tranquilamente en su casa! ¡Y tuvo la desfachatez de preguntarle por el caso! No puede creer que Joe tuviera tanta sangre fría. Ese comportamiento denota claramente una personalidad calculadora y fría, lo que dista mucho del hombre que conoció en esa reunión social.
—No, no... —parece desesperado, a punto de llorar—. Yo no le manoseaba —Joe casi vomita la palabra—. Eso no es lo que hacíamos —niega con vehemencia, pues ya se lo ha relatado en su confesión—. Lo único que le pedí, fue que... Fue que... —nuevamente, se interrumpe, las lágrimas llenando sus ojos—. Que me abrazase —quiere concluir, suspirando con pesadez. Parece haberse liberado de la gran carga que pesaba sobre sus hombros—. No había abusos, ni entonces, ni nunca.
"No. Le mató antes de que pasara... Que no hubiera abusos, no significa que no los hubiera habido en un futuro", piensa Hardy con acritud, respirando hondo. Se guarda para sí mismo ese pensamiento, y prosigue con su difícil lista de preguntas.
—¿Estaban de pie, sentados?
—En un sillón.
—¿Vestidos? —Alec necesita tomar un aliento antes de continuar—. ¿Desnudos?
—Vestidos —Joe parece horrorizado por la insinuación—. Claro que vestidos.
—¿Cuánto duraban los abrazos? —esta vez es Coraline la que intercede. No aparta los ojos de Joe, y su mirada azul se ha vuelto tan gélida como un iceberg.
—¿Y eso qué importa? —espeta Joe, sintiéndose acorralado por todos los frentes.
—Todo importa —sentencia Alec, intentando mantener el control de su voz. No quiere alzar la voz. No quiere darle la satisfacción de verlo alterado. Sus excusas lo hacen enfadar—. Necesito los hechos, Joe. Necesito —rectifica a los pocos segundos—, necesitamos, entender.
—Si yo no puedo entenderlo, ¿por qué ustedes sí? —suelta Joe. La súplica parece auténtica, pero el escocés nunca toma nada al pie de la letra.
"El hombre que hay frente a nosotros, al igual que muchos de los pederastas o depredadores sexuales de menores, ha tenido mucho tiempo para recrear ese asesinato, para romantizarlo, y por ello, para justificar sus intenciones, incluso a sí mismo", analiza la pelirroja de ojos cerúleos, pues conoce perfectamente la conducta que presentan este tipo de personas. "Como me temía, tenía razón: el asesino no muestra una autentica consciencia de sus actos. Los romantiza de una manera enfermiza. Y por lo que nos ha contado de cómo llevó a cabo el crimen, estaba utilizando las clásicas técnicas que los depravados usan para coaccionar a sus víctimas, empezando por culpabilizarlas si algo va mal".
—¿Le hizo regalos alguna vez?
La cara de Joe se crispa ante la pregunta por parte de la oficial, cuyo tono cortante parece haberle propinado una bofetada en la cara, pues desvía la mirada, volviendo el rostro. No puede mirarla a los ojos. Ni a ella, ni a su jefe de cabello castaño.
—Un móvil, a principios de año —rememora, y entonces se hace clara la razón por la cual Danny poseía ese smartphone—. Le dije que no se lo enseñase ni a Mark y ni a Beth.
—¿Alguna vez le dio dinero?
—Quinientas libras —responde a Coraline, asintiendo con la cabeza—. Era parte del dinero en efectivo que nos llevamos a Florida. Ellie pensó que lo había cogido Lucy... —la vergüenza le enciende las mejillas— ...Y yo no la contradije. Se quedó lívida.
—¿Por qué le dio todo ese dinero a Danny, Joe? —Alec arruga el entrecejo. Esta conversación se va tornando insólita por momentos. Es como si estuviera hablando con un demente. Alguien que está, en cierta forma, desconectado de la realidad en la que vive.
La analista del comportamiento no puede creer lo que está oyendo en este preciso momento. Está justificando de una forma malsana el apego, el retorcido amor, que parecía profesarle al niño. Pero para la de cabello cobrizo, queda claro: eso era una obsesión enfermiza. No amor. No lo esperaba de Joe, pero comparando el perfil psicológico del asesino que hizo en su momento, junto con el auténtico perpetrador del crimen, las piezas empiezan a encajar finalmente. Puede que no sea consciente de lo que es capaz su retorcida mente, pero desde luego, es alguien cuya depravación podría no llegar a tener límites.
—Quería que me quisiese —dice Joe en un tono patético—. Sabía que él quería dejarlo, y pensé que serviría de algo.
"O más bien, quería comprar su cariño. Quería obligarlo a quedarse con él", piensa la joven.
—Si él quería dejarlo. ¿por qué estaba aquella noche en la cabaña?
Joe apenas consigue pronunciar las palabras para responder al inspector.
—Dije que sería la última vez.
Hardy pone en orden sus pensamientos. Cada respuesta suscita una docena de preguntas nuevas, y le resulta difícil darles más importancia a unas que a otras. Por ahora, debe tener una perspectiva global de la situación, aunque el relato del reo ya le ha dado bastantes respuestas. Aunque claro está, siempre habrá detalles que encontrar. Estos llegarán con el tiempo.
—La barca —empieza, su tono de voz agotado—. ¿Por qué fue quemada mucho después?
—Aquella noche no tuve tiempo —dice—. Pero sabía que la encontrarían si la dejaba más tiempo. Tuve que escabullirme mientras Ellie estaba trabajando, y los niños dormidos —comenta, y sus ojos se abren con horror mientras lo cuenta—. Tuve que dejarlos solos. Me aterraba que les pasara algo —Joe pierde fuelle cuando se da de bruces con la ironía de la situación.
Coraline chasquea la lengua, cruzándose de brazos. Decide continuar ella con las preguntas, notando que su jefe está realmente agotado. El caso ya le está pasando factura, así como la tensión y las emociones desmedidas antes de dar con el auténtico culpable.
—Entonces hoy ha encendido el teléfono a propósito —aventura, recibiendo un gesto afirmativo por parte del detenido—. ¿Por qué llamó desde la cabaña hace dos noches?
—Porque ya no aguantaba más —su mirada súplica comprensión—. También causé la muerte de Jack. Sabía que ustedes comprobarían el número —añade, observando a ambos agentes. Éstos lo miran sin decir una sola palabra—. Quería que viniesen solos, para confesar —suspira con pesadez.
"Todo es tal y como había supuesto en su momento. Joe aún tiene un mínimo de conciencia. Una conciencia que, efectivamente, había empezado a carcomer sus entrañas, exigiéndole que confesase, para, al menos, aliviar el peso sobre sus hombros. Pero también es egoísta: no lo hace por la familia. Solo piensa en él mismo", analiza la muchacha de cabello rojizo.
—Entonces vi a Ellie y corrí —ante la segunda mención del nombre de su mujer, Joe al fin se derrumba—. ¿Lo sabe Ellie?
—No —sentencian ambos agentes, preocupados por cómo pueda reaccionar su amiga.
—Yo no puedo contárselo —lloriquea Joe, antes de dirigirse a Hardy—. Tiene que contárselo usted —le pide con un hilo de voz—. O tú, Cora...
Ante sus palabras, la oficial de policía frunce el ceño. Ese hombre la asquea sin medida. Le provoca escalofríos, y unos sudores fríos, aterradores, la invaden. La hace querer abofetearlo una y otra vez. Con la mano bien abierta. Hacerle pagar por todo el daño que ha ido causando a su alrededor por sus acciones. Por su parte, Hardy no es capaz de disimular su desagrado. Siente un hormigueo debajo de la piel, y está a punto de perder la calma, levantarse de su asiento, levantar la voz para acusarlo de su depravación, cuando llaman a la puerta.
—¿Alec? ¿Coraline?
Es la comisaria. Hardy aplaza el interrogatorio, y emerge de la sala de interrogatorios, seguido por Harper. Por un momento, siente que el corazón le va a estallar, por lo que se apoya en la pared. La mujer de piel clara y ojos azules se queda a su lado, acariciando su espalda, intentando tranquilizarlo. Esto es demasiado incluso para ellos. Ninguno dice ni una palabra mientras suben las escaleras, siguiendo a Jenkinson. No pueden creer que al fin lo hayan atrapado. ¿Pero que sea Joe Miller? ¿Qué clase de psicópata o sociópata le haría algo así a un niño? ¿A su familia? Dejar que pasen por todo este tormento, durante tanto tiempo, es inhumano. Si realmente amase a Danny, como bien ha jurado que hacía, habría acabado con el ingente sufrimiento de los Latimer hace tiempo. Se habría entregado a la mañana siguiente de cometer ese crimen. Como bien dijo Cora en su análisis del asesino, es alguien cuyo compás moral está trastocado, aun si bien aparenta una autentica cordura y normalidad. Es alguien que solo piensa en sí mismo, y tiene una concepción retorcida de la realidad... Ahora queda saber cómo van a decírselo a Ellie. La novata nunca ha sentido más miedo de tener una conversación. Hardy la anima a caminar, habiendo posado su mano en su espalda. Ese gesto de consuelo es lo que necesita en este momento para intentar centrarse en su trabajo. Ellie los va a necesitar. Debe mantenerse fuerte.
En el despacho de la comisaria, los tres miembros del cuerpo de policía de Broadchurch se miran, intercambiando miradas desoladoras, habiendo olvidado ya su último enfrentamiento. Los ojos y la nariz enrojecidos de Jenkinson la despojan de su jerarquía, volviendo a dejar al descubierto la humanidad que esconde tras la placa.
—Los niños están con Pete Lawson —dice la jefa—. Ellie todavía está en la sala de interrogatorios número dos con Nigel Carter —su tono es grave, pues conoce a Ellie desde que entró al cuerpo—. No podemos tenerla allí atascada eternamente —expresa, claramente preocupada por su subordinada—. ¿Quieres que le dé yo la noticia? —pregunta a su inspector.
—No —niega Hardy categóricamente—. Él es mi detenido, tanto como el de Harper. Se merece oírlo de nuestra boca.
Ambos compañeros esperan hasta que los zapatos de tacón de Jenkinson se alejan por el pasillo. La muchacha toma la mano de su amigo en un gesto de ánimo, pues lo siguiente que tienen que hacer, no va a ser nada fácil. No pueden prever cómo reaccionará su amiga y compañera. Los agentes bajan a la sala de interrogatorios número dos, irrumpiendo en ella sin llamar. Aquello interrumpe el interrogatorio de Miller, quien hace un brusco gesto de incredulidad.
—Señor, ¿qué hace?—su voz es ronca, pues lleva mucho tiempo hablando sin parar—. Estoy en mitad de un... —se interrumpe al ver que Alec pasa olímpicamente de sus palabras, al igual que su compañera, quien se queda cerca de él—. Para que conste en la grabación, el inspector Hardy y la oficial Harper han...
—Interrogatorio finalizado a las 13:33 —dice Hardy mirando su reloj, apagando el aparato de grabación—. Lléveselo —ordena al agente de guardia, quien no tarda en obedecer—. Vamos —los abogados se levantan de sus sillas, saliendo al momento de la estancia. Nigel, por su parte, parece desconfiar en lugar de sentir alivio, como creyendo que aquella es una trampa con el objetivo de confundirle aún más.
—¡Es mi sospechoso! —protesta Miller cuando se llevan al detenido, levantándose de su silla.
—Siéntese, Miller.
—¿Qué sucede? —cuestiona, confusa a más no poder—. ¿Cora?
—Tú... Tú siéntate, Ellie —le pide en un tono bajo, una vez la puerta de la sala de interrogatorios se ha cerrado—. Por favor.
Ante el tono de súplica que de pronto invade la voz de la neófita, la castaña no tiene más remedio que obedecer. Hardy se sienta en la silla que ha dejado libre Nigel, quedando frente a Ellie, mientras que Cora se sienta en la silla del abogado del reo, quedando junto a su amigo de origen escocés. Ambos asientos están desagradablemente calientes.
—No es él —sentencia Coraline con un hilo de voz.
Ellie enarca las cejas en un claro gesto de duda.
—¿Cómo lo sabéis?
Hardy repasa sus veinte años de experiencia como policía, cada interrogatorio, cada enfrentamiento, todo lo que ha aprendido. No le sirve para nada. En toda su vida, nada lo ha preparado para este momento. Ni siquiera sabe cómo abordarlo. Decide empezar dándole los indicios suficientes a su compañera y amiga para que intente desvelar la terrible verdad.
—Tengo que preguntarle un par de cosas —dice—. ¿Dónde estuvo la noche que murió Danny?
—¿Qué? —está incrédula. Casi le parece divertida la situación. Que alguien le diga ya dónde está la cámara oculta. Promete poner cara de sorpresa. Una sonrisa nerviosa asoma a sus labios, pero pronto se percata de que ni su amiga ni compañero están sonriendo. ¿Realmente están acusándola de lo que cree? ¿Pero qué ha pasado en el tiempo que han estado separados? ¿Acaso han descubierto algo? Y si es así, ¿qué es?
—Por favor, por favor —Alec intenta no desesperar—. Se lo explicare...
—...Pero tenemos que hacer que esto sea sencillo —menciona la novata de ojos azules, terminando la frase de su superior.
Hardy empuja al aire hacia abajo, con las palmas de las manos, en un gesto de calma, tratando de tranquilizarse a sí mismo, tanto como a ella.
—Harper y yo le hacemos preguntas, y usted las responde.
Ellie suelta una carcajada ronca, que resuena en toda la sala. No puede creerlo.
—¿Qué? ¿Creéis que fui yo? —posa su mirada en su amiga, cada vez más incrédula.
Cora y Alec intercambian una mirada en extremo preocupada. Ellie ahora mismo piensa que se trata de una broma, lo cual no los beneficia en absoluto. La pelirroja y su protector no pueden suavizar el ingente golpe que están a punto de propinarle, pero lo menos que pueden hacer, al ser sus amigos, es prepararla para él. Así, el mazazo será menos contundente.
—Por favor, Ellie...
La risa sarcástica de la veterana policía queda reemplazada bruscamente por la alarma. Sus pupilas se ponen negras y se dilatan. El brusco inspector nunca la ha llamado por su nombre. Que lo haga en esa ocasión no la calma. De hecho, la hace ponerse tensa. Posa su mirada en su subordinada, buscando una respuesta, algo, lo que sea. Necesita saber qué está pasando. Por qué de pronto la tratan como a una testigo o una sospechosa. El rostro impasible de Coraline Harper no transmite nada, pero no así sus ojos, en cuyo mar azul Ellie puede ver una insondable melancolía.
—No me llame Ellie —advierte a su jefe.
—Ellie, dinos dónde estabas la noche en que Danny Latimer murió —empieza la taheña, intentando mantener la calma. Quiere darle la mínima seguridad de que está con alguien de confianza.
La analista del comportamiento es capaz de ver, en los movimientos rápidos de los ojos de Ellie, cómo su mente discurre vertiginosamente. Se pregunta si su amiga está en buen camino, o si, por el contrario, sus pensamientos se están centrando exclusivamente en Tom. No la culparía si así fuera. De los dos hombres de su vida, su hijo es quien ha demostrado tener una actitud fuera de lo común, a diferencia de Joe, que ha mantenido su habitual cordialidad y ánimo. Espera que, con las siguientes preguntas, la mujer de cabello castaño y rizado se percate por sí sola de la terrible verdad que no son capaces de poner en palabras.
—Estaba en casa —asegura con vehemencia, y Harper detecta que efectivamente, está diciendo la verdad—. Habíamos vuelto de Florida esa misma madrugada —la impaciencia se impone al miedo de Miller. Ya les había contado eso anteriormente. ¿A qué viene ahora el volver a preguntárselo?
—¿Y esa noche qué hizo? —esta vez es Hardy quien habla, intentando aliviar la carga que se ha puesto sobre los hombros su subordinada, quien, desde que han averiguado la identidad del asesino, nota que no deja de culparse por no haberlo visto antes. Incluso parece a punto de llorar por la impotencia y la empatía que siente por su colega y amiga—. ¿Deshacer las maletas? ¿Prepararse para el trabajo?
—Me fui a la cama —recuerda la castaña—. Tenía un desfase horario horrible. Me tomé unas pastillas que me dejaron fuera de combate —no es consciente de nada de lo que sucedió después de tomárselas.
—¿A qué hora se acostó?
—A las 19:30 u 20:00 —responde la veterana agente—. ¿Por qué me lo pregunta?
Hardy decide cortar por lo sano. Un poco más, y empezará a ser condescendiente con ella, y eso es lo último que quiere.
—¿Sabe cuándo se fue a la cama Joe?
Ellie afloja el labio inferior. Le tiembla como el de un niño. La neófita de ojos cerúleos ve cómo los engranajes de su cabeza empiezan a girar ante esa pregunta. La posibilidad acaba de aparecerse en su mente. Está intentando procesarla. Pero Cora sabe, que incluso para la mente más fuerte y brillante, el enfrentarse a un planteamiento así podría volverla loca.
—No —sentencia Ellie en un hilo de voz—. No más preguntas —exige—. Dígame qué pasa.
Alec observa a su compañera de trabajo con una infinita lástima. Sabe que, nada de lo que diga a partir del momento en el que articule las palabras, podrá consolarla. Se levanta de su asiento, rodeando la mesa con la silla, de modo que queda sentado a su lado. Por su parte, Coraline se levanta de su propia silla, quedándose de pie, cerca de Ellie. Cerca de la mesa. También sus ojos expresan lástima.
—¿Qué hace? ¿Por qué viene aquí? —Ellie mira confusa a su jefe, aunque el tono de sus palabras denota un ligero pavor—. ¿Qué pasa, Cora? —su alarma ahora se dirige hacia su amiga, quien se mantiene silenciosa, observándola—. ¿Por qué me miras así? —la pelirroja no responde, e intercambia una única mirada con su inspector. En cuanto lo hace, las palabras sobran entre ellos. La mirada de Alec le indica que ha llegado el momento.
Hardy se asegura de que su cruza su mirada con la de la sargento.
—Fue Joe —Miller agita violentamente la cabeza de un lado a otro, como para hacer desaparecer las palabras—. Joe mató a Danny Latimer.
—No... ¿¡Qué coño!? —se echa hacia atrás. Su silla se arrastra por el suelo—. No lo hizo... No lo hizo.
Harper observa con horror que la cara se le descompone. Arrugas que ella nunca había visto, resquebrajan la superficie de sus mejillas y su frente. Necesita contrarrestar esta información con hechos. Es el equivalente de una bofetada en la cara de un histérico.
—Ellie lo tenemos bajo custodia.
Ella se pone de pie, solo para doblarse sobre sí misma. Apenas tiene energía en el cuerpo, y va tambaleándose hasta la esquina de la habitación. Vomita con fuerza. Hardy identifica el contenido de su estómago —sándwich de atún y judías cocidas—, cuando sale arrojado por la garganta. Un líquido amarillo le salpica los zapatos y los pantalones, pero se inclina para consolarla, apoyando inútilmente su mano derecha en el brazo de ella.
—Venga, tranquila —Alec no sabe qué más decir. Mantiene su mano en su hombro.
Miller está cayendo por un agujero sin fondo, y ni él, ni Harper, ni nadie podría sujetarla aunque se lo propusiera. Quiere ayudarla, pero nunca se le ha dado bien decir la palabra adecuada. Durante un momento piensa en contarle lo de Tess. Decirle que él sabe lo que es que te traicione tu cónyuge. En cuanto se le ocurre la idea, comprende que no la puede insultar con la comparación.
La pelirroja se ha inclinado detrás de Ellie, y la abraza por la espalda. La castaña, que siente la calidez del abrazo de la chica, agradece su presencia allí. Se apoya en ella, sujetando los brazos de la muchacha de ojos azules con desesperación. Para ese momento, las arcadas y los vómitos se han transformado en incontrolables sollozos. Cora le acaricia el cabello mientras la abraza. Ojalá pudiera hacer más. Ojalá pudiera compartir su dolor. No se lo desea. A ella menos que nadie. La ira la invade por un momento: "Maldito seas, Joe... Ellie no se merece esto. ¿Por qué? ¿Por qué lo arriesgaste todo? ¿Por un maldito capricho? ¿Por un calentón? Eres un maldito psicópata. Un monstruo. No solo has intentado causar el mayor daño posible, porque sí, eres plenamente consciente de que lo estás haciendo, sino que intentas excusarte, diciendo que nunca has pretendido llegar tan lejos", la mente de la pelirroja discurre como un tren desbocado. "Ellie, por Dios, ojalá pudiera tomar parte de tu dolor. Ayudarte de alguna forma... Ojalá hubiera sido más rápida en dar con los indicios...".
—Lo siento... Lo siento mucho —dice Harper con un hilo de voz, esforzándose porque no se le quiebre, aun abrazando a su amiga. La frase tiene interminables aplicaciones: siento que haya durado tanto, lo siento por ti, lo siento por Tom...
—No... Susan Wright —a la castaña le agita la esperanza—, y mi hermana... vieron a Nige.
—Vieron a Joe —dice Hardy con aplomo, intentando que no se aferre a un clavo ardiendo—. Misma constitución, cara parecida, con gorro... —lo describe, y el horror se asiente nuevamente en el cuerpo de la agente de policía—. Creyeron ver a Nige, pero vieron a Joe.
—¿Con quién están los niños? —pregunta ella, preocupada. Obviamente, el primer pensamiento de una madre es proteger a sus hijos. Saber que se encuentran a salvo.
—Con Pete —responde Hardy.
—No... —solloza nuevamente—. No, no es Joe —se niega a aceptar la realidad. Está en un estado de negación. Tiembla en brazos de la pelirroja—. Por favor —solloza, y la pelirroja empieza a acunarla en sus brazos, intercambiando una mirada desolada con su jefe.
—Tranquila, Ellie... Te tengo —le susurra, acariciando su cabello, como ella hubiera hecho tantas veces antes.
La estancia se mantiene en silencio por unos instantes, donde solo pueden oírse los sollozos de Miller.
—Os equivocáis —la castaña aprieta la mejilla contra el pecho de la novata de cabello cobrizo. La camisa de ella, así como su chaqueta, absorben sus lágrimas como una esponja. La voz que emana del interior del pecho de Harper hace que sus esperanzas se desmoronen casi por completo.
—No, Ellie.
—La barca —dice ella, con sus últimos coletazos de esperanza luchando contra la desesperación más profunda que ha sentido en su vida—. Yo estaba trabajando cuando prendieron fuego a la barca —rememora—. Tendría que haber dejado solos a los niños.
—Lo ha confesado también.
Las lágrimas de la sargento Miller se interrumpen de pronto, como si alguien hubiera cerrado el grifo. Se limpia los mocos que le cuelgan con un pañuelo que le tiende la novata. Con un gesto decidido, alza la mirada. Sus ojos castaños se encuentran con los de Alec Hardy.
—Quiero verle —ruega, desesperada—. Quiero verle —se limpia las lágrimas.
Cora lo entiende. Necesita enfrentar la verdad con aquella persona cuya culpa en innegable. Si no lo hace, teme que su amiga no encuentre consuelo, o peor aún, que deje que los remordimientos y la ira la carcoman desde el interior. El inspector observa que Miller se levanta del suelo con la ayuda de Coraline, y hace un amago para ayudarla, pero la castaña rechaza la ayuda.
—¿Estás segura? —cuestiona la oficial de piel clara.
—No es cierto que sea Joe —aunque Ellie lo vuelve a negar, algo en sus palabras deja traslucir que, en realidad, sabe que sus amigos tienen razón—. Quiero verle.
Alec, que ahora mismo está en una situación inusual para él, no sabe cómo reaccionar. No quiere ver llorar a su amiga, y menos por algo así. Mucho menos por alguien como Joe Miller. Sabe que no debería dejarla ver a su principal y único sospechoso, y autor del crimen. Su mente interna le grita que, en este estado emocional tan desequilibrado, su compañera podría ser capaz de cualquier cosa. Pero decide ignorarlo. Es su amiga, al fin y al cabo. Quiere ayudarla.
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