Capítulo 36
Ellie entra tambaleándose en la comisaría, como un zombi. La ha mantenido despierta toda la noche la horrible sensación de que Tom les está ocultando algo. Confía en que sea culpable de algo inocente, y no de aquello de lo que parece que se lo acusa. Lo más probable es que haya perdido o cambiado el ordenador, o que haya sorteado los controles paternos para visitar alguna página web que no debería. Ellie se ríe con amargura para sí misma. Algo terrible ha sucedido realmente cuando a una le tranquiliza la idea de que su hijo vea pornografía en internet.
La mera sugerencia, de que Tom tenga algo que ver con la muerte de Danny, es evidentemente absurda. Definitivamente tanto Hardy como su subordinada y amiga han perdido la cabeza. Como al primero le queda tan poco tiempo, está inventando excusas con el expreso propósito de aferrarse a ellas. Nigel Carter ha escapado, lo mismo que Susan Wright, la única persona que podría situarle en la escena del crimen. No quiere ni pensar en lo que dirá su jefe cuando se entere de esta eventualidad. Alza la vista hacia su despacho: las persianas están subidas, pero no hay luz dentro, lo que significa que todavía debe estar con el médico.
Pasea su vista por las mesas, encontrando a la novata de piel clara preparándose un cappuccino, como ya viene siendo costumbre. Tiene cara de no haber dormido nada la noche anterior. Que Ellie sepa, anoche aún estaba aquí junto a Alec Hardy cuando ella se fue a casa. Se sienta en su mesa, aun observando a su amiga. Ve que hunde la cabeza en sus manos. Han agotado todas las pistas que tenían hasta el momento, y ya no les queda nada. Y ahora que Susan y Nigel han desaparecido... Esto no pinta nada bien. El talante, antaño alegre y optimista de la muchacha, parece haberse tornado apático y desazonado desde la noche anterior. La castaña quiere ayudarla como sea, encontrar una pista que los ayude a dar con el asesino de Danny, por lo que recorre los archivos de su ordenador. Queda confirmado. No queda nada por verificar. Revisa el caso mentalmente en busca de inspiración.
De pronto, se le ocurre que hay un interrogatorio que nunca se ha planteado.
Ellie considera durante mucho tiempo si realizarlo ahora, y luego, algo en su interior le empuja a la acción. Si esto contribuye a dejar al margen a Tom hasta averiguar lo que oculta, merece el intento. Con disimulo, rellena un talón por el importe de todas sus horas extra, y lo guarda en su bolso. Se levanta de su mesa, antes de dirigirse al exterior de la comisaría. Sin embargo, no es consciente de que una mirada cerúlea ha seguido sus movimientos.
Estatura, peso, ojos, orejas, nariz. Pulso, temperatura, oxígeno. Hardy está sentado apáticamente en el consultorio del oficial médico, y mira sin expresión los carteles de anatomía de la pared de enfrente. El estetoscopio se desliza frío por su pecho. Su historial médico es tan grueso como una novela rusa. El médico escribe el último capítulo con un bolígrafo caro.
Como no tiene ningún otro sitio al que ir, Alec se dirige de vuelta a la comisaría, y se sorprende cuando su tarjeta de acceso todavía le permite entrar. En el centro de investigación la actividad es la de siempre; el grupo está comprobando el número que calzan todos los implicados, aunque sea de modo indirecto, en la investigación. La lista de hombres que calzan el número cuarenta y cuatro es pequeña, pero va aumentando. Paul Coates, Nigel Carter, Steve Connolly... Solo quedan dos personas que no han tenido en cuenta.
Hardy se acerca a la zona de servicio, donde se encuentra Harper, tomándose la que parece su tercera taza de cappuccino ese día. La muchacha le sonríe amablemente, y le pregunta cómo se encuentra, antes de brindarle una tila caliente. Él le responde que, por el momento se encuentra bien. Jenkinson interrumpe su charla de pronto, acercándose a ellos.
—Has terminado —le dice, extendiéndole una hoja con su renuncia a su puesto de trabajo—. El despacho limpio al acabar del día, por favor.
Hardy hace cálculos: ocho horas más. Todavía puede conseguirlo.
—Creo que sé quién es el asesino —sentencia—. También Harper —añade, alejándose de la comisaria junto con su protegida.
—No quiero verle por aquí —sentencia Jenkinson, claramente molesta porque Hardy le dé la espalda—. ¡Alec! —exclama, haciendo el amago de ir tras el inspector y la oficial.
Tienen que darse prisa. Terminar con el caso. Darle justicia a Danny. A los Latimer.
Joe Miller, está boca abajo en el suelo de la habitación de Tom escupiendo pelusas, mientras busca torpemente debajo de la cama. Encuentra una maqueta de avión a medio hacer, revistas rotas, un corazón de manzana momificado, y media docena de calcetines desparejados, pero no el ordenador que con tanta ansia y apremio buscaba ayer su mujer.
Cuando Tom ve las piernas de su padre asomando por debajo de su cama, no puede disimular su horror.
—¡Papá, fuera de aquí! —le grita, nervioso.
Joe sale retorciéndose de debajo de la cama. Cuando lo hace, se apoya en un codo.
—Colega, ¿dónde está tu ordenador?
—¿Por qué?
—Mamá lo necesita para la investigación.
—No está aquí —empieza a decir el niño, esperando que su padre no le haga más preguntas al respecto. Sin embargo, tiene el efecto contrario.
—¿Y dónde está?
—Lo perdí —Tom se encoge sobre sí mismo, cuando un desaliñado Joe se pone de pie, a escasos centímetros de él.
—¿Cuándo lo perdiste?
—Hace una semana. Quizá más....
Joe lo mira a los ojos. Arquea una de las cejas y se cruza de brazos. Su instinto de padre se ha activado. Ese instinto que sabe a ciencia cierta cuando un hijo está mintiendo, y cuando dice la verdad. Y en esta ocasión, Joe tiene claro que su hijo le está mintiendo a la cara. Aun así, decide seguirle el juego, para saber hasta cuándo va a mantener esa mentira.
—¿Y por qué no nos lo dijiste?
—Bueno, ya tenéis demasiado encima —suena a la excusa endeble que es—. No quería molestaros.
—No me engañes, Tom —Joe pone la mano en el hombro de Tom, y su mirada recorre su cara. Su voz revela la amenaza de una amenaza—. ¿Dónde está el ordenador?
Es la primera vez en meses que Ellie está en casa de Lucy, y la encuentra en un estado deplorable. Tiene el aspecto de una casa ocupada temporalmente por un indigente. Lucy no tiene mucho mejor aspecto: se ha vuelto a teñir el pelo de un rojo autobús brillante, presumiblemente con la intención de parecer joven y a la última. Se ha echado diez años encima, pero se le ilumina la cara cuando la castaña le entrega el cheque.
—¡Mi querida hermanita, tú nunca me fallas! ¡Muchas gracias! —exclama, aliviada. Va a abrazar a Ellie, quien se mantiene rígida en el abrazo, con las manos en los bolsillos—. Esto lo arreglará todo.
—Mira, no me queda tiempo —dice con premura, una vez rompen el abrazo—. Van a echar a mi jefe, y es posible que a mi amiga la vayan a degradar, o peor aún, que intenten apartarla del caso —se explica de forma atropellada, casi tartamudeando—. Y a mí me aterroriza pensar que puedan hacer daño a otro niño, así que dime qué viste.
Lucy guarda el talón en el bolsillo, como si tuviera miedo de que su hermana fuera a quitárselo nada más abra la boca para contarle lo que sabe. Suspira con pesadez, y carraspea. Se prepara para hablar, y finalmente, cuando está calmada, lo hace.
—La noche que murió Danny estaba despierta, alrededor de las 04:00. Me tome un descanso —dice. No tiene que explicar de qué descansaba. La única duda sería si jugaba a las máquinas tragaperras, al póquer, o el bien al blackjack en internet. Pero eso a Ellie no podía importarle menos en este momento. Ahora lo único que quiere, es que hable—. Estaba mirando a la calle a través de la ventana, cuando vi a un hombre de lejos, vestido con ropa oscura. Tenía la cabeza calva, bajo un gorro negro. Estaba tirando una bolsa en un cubo de basura —rememora—. Parecía que en la bolsa llevaba ropa. El camión de la basura estaba acercándose.
La descripción encaja con la declaración de Susan Wright. Encaja con la de Nigel Carter. La sargento de policía apoya una mano en la pared para mantenerse firme. Pasar por alto lo que dice Lucy ha sido imperdonable. Un descuido capaz de joder su carrera. Si Lucy está contando la verdad —y el instinto de Ellie le dice que si—, ella le ha fallado a Danny y a su familia del peor modo posible. Con gran esfuerzo, consigue mantener la calma. Le dice a Lucy que se pase por la comisaría cuando se haya arreglado un poco, para formalizar su declaración, y así, hacer una descripción adecuada del asesino.
Frank detiene a Ellie en su camino hacia el centro de investigación, y le cuenta que al inspector escocés le han dado de plazo hasta el final del día. Por lo visto, no van a tomar medidas disciplinares con la pelirroja por encubrir su diagnóstico. Ellie suspira aliviada. Al menos su amiga conservará su carrera. Encuentra a su jefe en su despacho. Todavía está allí, pero poco más. Su piel está pasando por una variedad de tonos de minerales: si ayer era de yeso, hoy es de granito. Como siempre, y ya va siendo costumbre, la pelirroja de ojos cerúleos está al lado de su silla, con la espalda apoyada en la pared. Tiene los brazos cruzados, y parece estar reflexionando sobre algo en particular.
—Señor —dice la castaña cuando entra al despacho, cambiando el peso de un pie al otro—. He hablado con mi hermana. La noche del asesinato de Danny vio a un hombre que metía una bolsa con ropa en un cubo de basura —les comenta, y los ojos de la taheña se abren con pasmo, al igual que su boca—. Según ella, era alto, fornido, pelo corto, posiblemente calvo.
—Ciertamente coincide con la descripción de Nigel Carter —masculla la de piel clara en un tono que Ellie no logra descifrar. Casi parece que no cree en sus propias palabras, como si se hubiera decantado por otra opción. ¿Pero qué otra opción podría barajar? Nigel es el sospechoso principal.
Hardy y Harper intercambian una mirada, y el primero se impacienta.
—¿Su hermana? ¿Y por qué viene con esto ahora?
Ella no puede mantenerle la mirada. La castaña la desvía al suelo, y Cora arquea una ceja, curiosa por esa reacción. Sabe que Ellie se está callando algo. Algo importante, pero si ha sido algo necesario para conseguir la declaración de su hermana, prefiere no inmiscuirse. Ese es terreno familiar.
—Algo le refrescó la memoria.
Ni el inspector ni la oficial parecen tan interesados en la declaración de Lucy como Ellie esperaba. Los observa durante unos segundos. Parece como si las ganas de luchar hubieran abandonado al escocés, y solo le mantiene a flote con los esfuerzos, ya agotados, de la novata. La castaña queda sorprendida, y luego decepcionada.
—¿Ha encontrado el ordenador de su hijo? —pregunta de pronto Alec.
¿Después de lo que les ha contado, por qué insiste todavía en eso?
—Dice que lo ha perdido —responde Ellie, pues hace un hora aproximadamente ha recibido un mensaje por parte de Joe, quien le ha comunicado, palabra por palabra, lo que su hijo ha asegurado.
—¿Y le crees, Ellie? —intercede la pelirroja en un tono suave, amable.
A la sargento le parte el corazón decir que no.
—Les he llamado —suelta de pronto Hardy—. Les he pedido que vengan.
Ellie jadea, nerviosa.
—¿Hoy? —tartamudea— ¿Les ha llamado sin decírmelo?
—Se lo estoy diciendo ahora —sentencia el inspector en un tono sereno, antes de carraspear—. ¿Cómo va la vigilancia? —cuestiona, y las dos mujeres de la estancia intercambian una mirada preocupada. Es el momento de darle las malas nuevas a su jefe. Solo esperan que no monte un escándalo.
—La caravana de Susan Wright está completamente vacía —sentencia la taheña de piel clara, rompiendo el silencio que se ha instalado entre ellos—. No hay rastro de ella, ni de su perro, me temo.
Alec está completamente incrédulo, posando su mirada en su protegida.
—¿Se ha esfumado? —tiene su expresión de «no puedo creerlo»—. ¿Nuestra testigo clave, ha desaparecido? —deja la taza de tila en la superficie de su escritorio—. Bien —suspira pesadamente, intentando calmar la ira que lo corroe por la evidente incompetencia de sus hombres—. ¿Dónde está Nige Carter?
Esta vez, es Ellie quien contesta. No puede dejar que todas las frustraciones de su jefe se centren en su buena amiga.
—El equipo de vigilancia lo perdió —responde rápidamente, casi sin respirar. Confiaba en que, cuanto más rápido dijera las palabras, menos tiempo necesitaría Hardy para procesarlas, y por tanto, menos tiempo duraría su ira.
—¿¡Qué!? ¿¡Y dónde está!? —exclama, comenzando a perder los estribos. Su grito logra sobresaltar ligeramente a la de ojos azules, quien pega un leve salto en su sitio.
—No lo saben —niega Ellie con la cabeza—. Dicen que les despistó, desapareciendo por un callejón.
—Pero ¡¿qué les pasa a todos aquí!? —se exaspera el inspector, frotándose la cara con las manos, antes de echar la cabeza hacia atrás, su mirada quedando fija en el techo—. ¡Es nuestro principal sospechoso! —en todo este tiempo trabajando juntos, ninguna de las mujeres había visto tan molesto y airado al inspector, aunque no es para menos—. ¡Que se pongan el uniforme, que peinen la zona, y que lo traigan aquí! —da pequeños golpes en una carpeta con el dedo índice, para recalcar sus palabras—. ¿¡Está claro!?
Antes de que Hardy pueda despotricar contra alguien más, llaman a la puerta.
—Ellie —dice una de las subinspectoras—. Hay alguien ahí fuera que quiere hablar contigo.
Kevin Green parece haber visto un fantasma. Si no fuera por su camiseta roja con el logotipo de correos, la policía veterana de cabello rizado no le habría reconocido. Incluso ahora, le lleva un rato reconocer al cartero que Jack Marshall creyó ver discutiendo con Danny, a comienzos del verano. Han pasado muchas cosas desde entonces. Su aspecto también ha cambiado: está más delgado, y su cara antes recién afeitada, está cubierta por una descuidada barba. ¿Qué es lo que quiere ahora?
—He mentido —suelta de pronto Kevin—. Tuve una discusión con Danny unas semanas antes de que muriera. Alguien había chocado con mi furgoneta: le había hecho una raya muy larga y profunda, y él era el único a aquella hora de la mañana. Pensé que había sido él.
Las consecuencias de aquella mentira caen sobre Ellie como un jarro de agua fría. Aceptar lo que dice Kevin convertía en un mentiroso a Jack Marshall, eso para empezar. Se pregunta entonces, si se habrían enseñado tanto con él, si lo hubieran sabido antes.
—¿Por qué nos mentiste? —está demasiado cansada y triste para enfadarse.
—Me entró el miedo —dice Kevin, avergonzado y nervioso por su confesión—. El chico muere, y alguien te ha visto tener una discusión con él. Llevo semanas sin dormir. Me ha tenido en vilo, así que he decidido que tenía que decírselo —añade en un tono tembloroso—. ¿Tendré problemas?
Ellie resiste el impulso de arrojar a Kevin al puerto, para que se hunda en sus oscuras aguas.
—¿Qué número calzas? —pregunta con resignación.
—El cuarenta y cinco —Kevin tiene la expresión de un conejo deslumbrado por los faros—. ¿Por qué?
Nigel Carter, ahora huido de la policía, está tumbado en la parte trasera de la furgoneta de su mejor amigo. No sabía que hacer sino huir. Susan Wright ya no debería ser un problema para él, pero no puede evitar que hay algo vacío en su interior ahora. Sabe de dónde viene, y por ello, ha decidido huir. No quiere que lo consideren culpable de la muerte de Danny. Tampoco quiere darle problemas a su madre, a la madre que lo ha criado desde que era un bebé. Es plenamente consciente de que, si huye, solo estará dando más razones a la policía para sospechar de él, pero necesita alejarse de Broadchurch. De sus intrigas, de sus sospechas... Nigel sabe que no puede huir para siempre de su destino. No importa que sea inocente. El testimonio de Susan Wright ya ha echado por tierra su futuro en libertad. Tiene que prepararse para lo que se le viene encima, así que, con una inmutable calma, decide llamar a su madre, a Faye. Lo ultimo que puede hacer por ella, al menos, antes de su inevitable encarcelamiento, es intentar tranquilizarla.
—Mamá, soy yo —dice al contestador de voz. Ni siquiera le importa si alguien está localizando esta llamada. Necesita que su madre se quede tranquila—. Cuando oigas este mensaje, no quiero que te preocupes —le pide en un tono cariñoso—. Pero la gente va a decir cosas sobre mí, y no quiero que las oigas, y no quiero que te las creas —añade, sin siquiera ser consciente del todo, de que esas son exactamente las palabras que dijo Jack Marshall antes de suicidarse por la presión a la que lo tenían sometido. A la que él había contribuido—. Las cosas están un poco liadas —menciona, observando sus zapatos embarrados—. Volveré pronto. Tú cuídate —le desea, antes de colgar la llamada.
Como era de esperar, apenas pasan unos pocos segundos desde que ha colgado la llamada, las sirenas de los coches patrulla se hacen presentes. Aumentan en intensidad según se van acercando a su vehículo. Es consciente de que lo iban a atrapar, pero no pensaba que fuera a ser tan pronto. Ligeramente sorprendido, aunque no lo suficiente, se levanta del suelo de la furgoneta. Abre la puerta de ésta, y contempla los numerosos coches patrulla que ahora lo rodean.
Los agentes de uniforme salen de sus vehículos, ataviados con chalecos reflectantes. No llevan sus armas, pero está claro que no dudarán en usarlas si se resiste lo más mínimo. Nigel suspira pesadamente. No le queda más remedio que rendirse. Aceptar su suerte.
Harper está con su superior, además de con Tom y Joe Miller en aquella pequeña sala de la comisaría, donde antaño tuvieran su primer interrogatorio. Una cámara de video se encuentra situada sobre un trípode, y Tom pestaña nervioso, mirando su lente. La pelirroja siente un terrible déjà vu en ese momento, como si estuviera reviviendo vívidamente una escena del pasado, pero consigue calmar sus nervios. Joe está más contenido que en su último interrogatorio, aunque el esfuerzo de mantenerse en silencio se deja traslucir en su lenguaje corporal, y la pierna izquierda se le mueve sin control. La analista del comportamiento lo nota al momento, pero decide seguir con el interrogatorio para comprobar si sus sospechas de la madrugada son ciertas. Aunque el escalofrío que le recorre la espalda ya se lo ha confirmado, por desgracia.
—¿Y tú ordenador, Tom? —le pregunta al niño. Este desvía la mirada.
—En realidad, el ordenador me lo robaron en el cole —dice Tom en respuesta a la pregunta de la mujer que parece gustarle—. Lo dejé en una mochila, y desapareció.
Hardy se inclina hacia delante, con los codos las rodillas y las manos unidas delante de él. Cuando habla, su voz es serena, pero no deja de lado ese filo amenazante, propio de un inspector al que ya no le queda tiempo, ni nada que perder.
—Ya... —musita, claramente agotado—. No deberías mentirnos.
Tom intercambia una mirada con su padre, y Joe consigue mantener los labios cerrados. Hardy coloca la bolsa con los restos destrozados del ordenador en la mesa, delante de Tom. Éste se pone muy rojo, como si lo hubieran pillado haciendo una travesura.
—Paul Coates dijo que, amenazaste con acusarle de todo tipo de calumnias si nos entregaba esto —sentencia Harper, observando como Joe palidece ante esas palabras.
El marido de Ellie se muestra incrédulo.
—¿Amenazaste al pastor? —Tom pone una expresión más sombría.
—¿Por qué lo rompiste, Tom? —cuestiona la muchacha de ojos azules, esperando conseguir que el niño colabore un poco. Pero el muchacho de once años se mantiene silencioso, así que el inspector decide intervenir.
—Yo creo que lo destrozaste porque contenía los correos electrónicos que intercambiaste con Danny —sugiere Hardy—. ¿Son estos tus correos? —la pelirroja saca una pila de páginas impresas de su carpeta, pasándoselas a su jefe. Éste se las enseña a los Miller. Tom se aparta de los documentos, como si le quemasen, mientras Joe se acerca más para leerlos.
—¿Cómo los han conseguido? —el miedo hace más fina la voz de Tom.
—Estaban alojados en tu servidor —responde la pelirroja de ojos azules—. No los habíamos encontrado antes, porque Danny había usado una dirección de correo diferente a la del ordenador de su casa, y tú eres el único al que escribió desde esa dirección —menciona, antes de parpadear ligeramente—. No, no... En realidad, a ti y a otra persona —comenta en un tono esquivo, posando sus ojos en otra dirección de correo electrónico, la cual puede leerse en algunas de las páginas.
—Creo que los enviaba desde su smartphone —ante la mención del teléfono, Tom parece menos tenso. Es un secreto menos que guardar. Parece un poco más dispuesto a colaborar, como siempre sucede cuando la oficial está involucrada.
—¿De dónde sacó ese teléfono? —tercia Alec, entrelazando sus dedos.
—Dijo que, ahorrando el sueldo del reparto de los periódicos —expresa Tom.
—¿Por qué no mencionaste que Danny y tú estabais peleados?
Cora intenta comprenderlo, porque, según lo ve ella, es como si la amistad, tan fuerte como era, se hubiera roto como un castillo de naipes.
—Creí que ya lo sabían —le contesta Tom a la novata.
—En esos correos, Danny te pide que no te acerques a él —rememora la pelirroja, habiendo leído en aquella madrugada el contenido del correo, y, por tanto, de las transcripciones de los emails—. Dice que no quiere volver a verte más, y que ya no sois amigos —su tono se vuelve algo grave—. ¿Por qué?
—Dijo que tenía un nuevo amigo —contesta Tom, claramente desgarrado—. Alguien que lo entendía mejor que yo —a Alec le llama la atención esa elección de palabras. Resulta extraña esa respuesta en un chico preadolescente.
El inspector de origen escocés intercambia una mirada con su protegida, y sabe que ella también ha notado que esa expresión no parece propia de un chaval de once años.
"Increíble. Esas palabras... Esa forma de expresarse... Suena como si estuviera repitiendo algo que ha oído a un adulto. Algo que ya se ha escuchado numerosas veces, y comúnmente, en un depredador sexual o un pederasta. Dios, Danny... ¿En qué andabas metido exactamente?", piensa la joven, intentando mantener bajo control los escalofríos que le recorren de arriba-abajo, no solo ya por la presencia de Joe, sino por el ligero recuerdo de la noche del ataque en el puerto.
Desde que empatizó por última vez con el asesino, ha estado más expuesta a los estímulos externos, y cualquier movimiento, toque, voz, u olor, hace que los traumas de su pasado vuelvan a su mente. Es por eso por lo que está intentando mantenerse serena. Y es la misma razón que ha impulsado a Alec a sentarse junto a ella en este interrogatorio.
—Escribiste a Danny —el hombre con vello facial da la vuelta a una de las hojas, posando sus ojos castaños en su contenido—: «deseo que te mueras» —Tom guarda silencio ante sus palabras, agachando el rostro, y desviando la mirada, claramente avergonzado y apenado. Él en realidad quería a su amigo—. Respondió: «desearlo, no hará que pase» —leer esas palabras, dichas por un niño tan pequeño, hace que la muchacha de ojos azules los cierre con pesadez. Está claro que son peleas de niños, pero ¿qué subyace a ellas? ¿Qué provocó ese cambio en el carácter de Danny, haciéndolo distanciarse de Tom? No tiene respuesta por el momento, pero si sus sospechas y suposiciones son certeras, teme encontrarla pronto—. Y contestaste: «podría matarte si quisiera».
Joe ya no puede contenerse más. Su instinto protector se impone al escuchar esa frase por parte de la joven taheña.
—¡Por el amor de Dios! —exclama—. ¡Son cosas de niños! —suelta, alzando los brazos al cielo, claramente molesto y ultrajado ante tal insinuación—. ¡Niños que se pelean!
—¿Mataste a Danny, Tom?
—¡Venga ya! —Joe parece escandalizado, e interviene antes de que el niño pueda responder.
—Estamos hablando con su hijo, Joe, no con usted —sentencia Coraline Harper en un tono severo, duro, con la esperanza de hacerlo callar. Ni siquiera se reconoce al hablar así. No sabe de dónde ha sacado las fuerzas y la energía para ordenárselo, pero la hacen sentirse bien. Ya han comprobado que cuando Joe interviene, el ánimo y la cooperación de Tom disminuyen considerablemente. Es un elemento de coacción demasiado peligroso en estos momentos.
Joe vuelve a cruzarse de brazos de mala gana, pero su arrebato ha enervado a Tom. Hardy sabe que debe insistir todo lo que pueda, antes de que el niño se calle por completo. Necesitan verificar esas terribles sospechas que los han mantenido despiertos desde la madrugada.
—No —Tom niega con la cabeza, respondiendo a la pregunta del inspector.
—Tom, necesitamos que seas completamente sincero —interviene Cora en un tono conciliador, amable—. Si nos mientes, Tom, habrá graves consecuencias.
—Si tuviste algo que ver con la muerte de Danny, ahora es el momento de... —empieza a decir Hardy, antes de ser interrumpido por Joe, quién ya no contiene su lado de padre protector.
—Se acabó —sentencia en un tono brusco—. Si le interrogan así, necesitará un abogado —añade, levantándose de la silla, animando a su hijo a hacer lo mismo—. Vamos.
Los agentes de policía intercambian una mirada cómplice, y toman una decisión silenciosa.
—Bien, hemos acabado por ahora —comenta Alec tras suspirar pesadamente—. Necesitaremos una muestra de ADN. Luego podrán irse —Joe ya ha abierto la puerta para cuando el escocés dice esto—. Oh, Tom, ¿cuál es tu número de pie? —le pregunta cuando él está en el umbral de la puerta.
El niño de once años parpadea, confuso ante el aparente sinsentido de la pregunta.
—El treinta y ocho.
Hardy lo anota.
—¿Y el suyo, Joe?
—Ah... —dice Joe, como si tuviera que pensarlo—. El cuarenta y cuatro.
Inspector y subordinada asienten, observándolos marcharse a través de la pared traslucida de la estancia. Contemplan cómo Joe rodea los hombros de su hijo con el brazo derecho en un gesto protector. Alec, notando la disposición nerviosa y tensa de su compañera, posa una mano en su espalda, y la nota temblar de arriba-abajo. No ha sido una experiencia agradable, y desde luego, parece más que evidente que hay algo en Joe que, a la muchacha le recuerda a su pasado. Consigue calmarla, acariciando su espalda en suaves movimientos verticales. Ambos saben que tienen información vital, y por desgracia, la huella encontrada en el barro cerca de la cabaña, y también en el interior de esta, es del número cuarenta y cuatro. Ni siquiera quieren hacer frente a esa posibilidad ahora que la tienen delante.
Entretanto, en casa de los Latimer, Mark, que esa mañana se ha levantado un poco más tarde de lo habitual, pero no lo suficiente como para estar despierto después que su mujer, está sentado en la cama de Danny. Ha abierto la ventana de la estancia, dejando que la brisa airee un poco el cuarto. Asimismo, la luz del sol inunda la estancia, brindándole algo de la calidez que ha perdido junto con su hijo. Acaricia la manta con motivos náuticos con nostalgia. Ya nunca volverá a utilizarla. Su mono de peluche descansa en la superficie del lecho, apoyado en la almohada, esperando a que su dueño vaya a recogerlo, a abrazarlo. Si alguien pudiera decirle a ese juguete, a ese primer amigo que tuvo Danny, que él no va a volver... Mark se enjuga las lágrimas. En ese momento, Beth entra a la estancia. Se queda en el umbral de la puerta, observando a su marido. Se envuelve con la bata, pues aquella es una fría mañana.
—¿Qué haces? —es lo único que su ronca voz, pues se ha levantado hace relativamente poco, es capaz de preguntar.
—¿Qué vamos a hacer con la habitación? —Beth recuerda que Mark ya le ha hecho esa pregunta con anterioridad, aunque en este momento, el tono aterrado que irradian sus palabras hace que un estremecimiento le recorra todos los huesos del cuerpo.
—¿Qué quieres decir?
—El bebé —recalca Mark, posando sus ojos en el vientre de Beth—. El bebé está en camino —añade, intentando aplacar las lágrimas que amenazan con aparecer en sus ojos. Su voz se entrecorta—. Tendremos que cambiar la habitación —sugiere, paseando su mirada por ella. Parece la mirada de un hombre perdido. Perdido entre una densa niebla—. No quiero cambiarla...
Sabe que no quiere olvidar a Danny. Ella tampoco quiere hacerlo. Entiende que, al aceptar que deben remodelar la habitación para el bebé que viene en camino, es como si estuvieran despidiéndose de él. Aún resulta demasiado duro y doloroso. En un ademán de madre consoladora, se sienta junto a su marido. Rodea su cuerpo con sus brazos, brindándole un abrazo cálido y amoroso. Mark se aferra a ella como si su vida entera dependiese de Beth.
La sargento Ellie Miller ya no camina de modo normal. Le cuesta trabajo andar. Arrastra sus agotados pies de un sitio a otro, con la esperanza apagándose un poco a cada paso. Se toma su tiempo para llegar a la playa del acantilado del puerto. No tiene ni idea de por qué el Inspector Hardy le ha dicho que bajase allí. Ya lleva semanas sin ver la escena de un crimen. Aunque claro, ahora sin las carpas de la policía, ni sin los cordones, la playa parece inmaculada. Nadie diría que, hace exactamente 59 días, hubo un asesinato allí.
Oye el mar como un rumor. Las ondas de arenisca de los acantilados se alejan de ella, hacia el mar. Entrecierra los ojos por el sol, mientras trata de divisar la figura de palillo de Hardy. Solo le encuentra al enfocar la vista hacia abajo. Está sentado en la arena, encogido sobre sí mismo, con las rodillas tocándole el pecho, a medio camino de la orilla. El sol le da de lleno, insuflándole vida. Tiene la piel dorada, el pelo casi caoba. Puede que haya esperanza para él después de la policía. A su lado, sentada, se encuentra la taheña, cuyo cabello resplandece con la luz del sol. Su pálida complexión, ahora al menos, parece sonrosada con la luz del día. Tiene los ojos cerrados, disfrutando de ese momento de paz.
—Han cogido a Nige Carter —dice ella. Hardy escarba a sus pies, quitándose la arena del traje. Mira a Ellie como si le hubiera hablado en un idioma desconocido—. ¡Nigel Carter! —repite ella—. Lo han encontrado en las colinas, dentro de la furgoneta de Mark Latimer. Lo han traído detenido. Calza un cuarenta y cuatro.
Sus palabras no han tenido el impacto que esperaba. "Hardy se ha dado por vencido", piensa Ellie. Ya ha tenido suficiente. Aunque es evidente que está destrozado, lo envidia: por lo menos, para él la libertad es inminente. Ella no puede imaginar el día en que aquello ya no constituya el centro de su vida. Apenas puede recordar los tiempos en los que no era así.
—Por cierto, ¿por qué me ha hecho venir aquí? ¿Qué pasa?
—Ya había estado aquí, en esta playa —dice, interrumpiendo a Miller, levantándose de la arena, ayudando a su subordinada a hacer lo mismo—. Cuando era un niño. Estábamos en un camping, cerca de uno de los acantilados —les confiesa en confidencia—. Lo busqué cuando llegué.
Ellie no sabe lo que le sorprende más: que él haya estado aquí antes, o que haya sido niño. Se lo imagina en un traje de baño oscuro y sin afeitar a los ocho años.
—¿Vino aquí de vacaciones?
Él asiente.
—Vaya, entonces como nuestra Cora —menciona la de cabello castaño, haciendo un gesto hacia la oficial. Estas palabras parecen sorprender al inspector, quien ahora observa a la joven a su lado bajo otros ojos, como si estuviera viendo a alguien de su pasado. Pero no dice nada al respecto—. ¿No es así?
—Exacto —afirma ella, asintiendo con la cabeza—. Vine cuando era niña, hace muchos años ya... —menciona con añoranza, recordando aquellos tiempos felices—. Recuerdo que hice algunos amigos —murmura para sí misma, con el viento llevándose sus palabras—. ¿No recordaba que se había quedado aquí un verano entero, señor?
—Me temo que no —niega él, con el viento alborotándole el cabello—. No lo recordé hasta el día que volví. Me asusté: los malditos acantilados siguen ahí, inmutables —chasquea la lengua, dirigiendo su mirada castaña hacia los aludidos. Cruza los brazos—. Me sentaba debajo de ellos, en la arena, para escapar de las discusiones de mis padres —su atención se dirige al horizonte—. Se pasaban el día gritándose —menciona, recordando su niñez con pesadez—. Al tercer día de llegar, me pasé sentado aquí el día entero, en esta playa, hasta entrada la noche. Pensaba que pronto me iba a quedar sin familia. Cuando volví, estaban lívidos. Me habían estado buscando. No se les ocurrió mirar en esta puñetera playa...
—¿Al final su padre y su madre se separaron? —cuestiona la joven taheña, sus ojos azules quedándose fijos en su superior, curiosa por aprender más cosas sobre él. Tiene toda su atención puesta en él.
—No, Harper —Hardy da una patata a la espesa arena—. Discutieron hasta el día en que mi madre murió —se sincera, en un tono que quiere asemejarse a uno cómico—. Lo último que me dijo fue: «Dios te pondrá en tu sitio, aunque no te des cuenta en este momento».
Los tres policías desvían sus caras, sus miradas quedándose fijas en el horizonte. Escuchan los guijarros arrastrados y depositados por las olas. Es un sonido repetitivo, hipnótico, que induce una misteriosa paz en lo más profundo del interior de Cora. Por su parte, Ellie siempre ha tenido la sensación de que, para ella, Broadchurch es el centro del mundo. En aquel mismo momento, tiene la sensación de que la playa del acantilado del puerto es su borde. Aquello que la mantiene sujeta a la realidad.
—¿Por qué nos está contando esto? —Ellie parece confusa por la repentina oleada de sinceridad y confianza que ha demostrado el inspector con ellas. Especialmente con ella, ya que es consciente de que no comparte con él un lazo de amistad tan fuerte como con Coraline.
El sosiego del momento queda hecho pedazos por el sonido de su teléfono. Es Nish.
—¿Diga? —Ellie escucha lo que su interlocutor le dice, y luego pone la llamada en pausa—. Un momento, Nish —ahora tiene tanta adrenalina, como la paz que sentía hace escasos diez segundos—. ¡El teléfono de Danny! —les dice a sus compañeros, volviéndose hacia ellos—. El asesino lo habrá encendido —comenta—. Lo están rastreando. ¡Podemos localizarlo!
Harper y su jefe no comparten su excitación. Pero el escocés alarga el brazo, y con firmeza toma el teléfono que ella le tiende en sus manos, antes de retomar la llamada y hablar por él.
—Soy Hardy —se identifica en el teléfono—. Envíeme las coordenadas de la señal a mi teléfono. Bien, vale —sentencia, antes de colgar la llamada, devolviéndole el teléfono a la sargento—. Miller, usted vuelva a interrogar a Nigel Carter. Sáquele la verdad —los postigos se han vuelto a cerrar, y resulta difícil creer que aquel sea el mismo hombre que acaba de hacerles confidencias—. ¡Venga, venga! ¡Adelante! —le exhorta en un tono suave.
El paso del cansino de Ellie adquiere un nuevo ímpetu cuando se dirige hacia la comisaría. Si Nigel está detenido, ¿entonces quién tiene el teléfono? ¿Qué están buscando? ¿A dos personas? Por primera vez en semanas, la castaña de cabello rizado tiene la sensación de que las respuestas a sus preguntas podrían estar más cerca de lo que esperaba. Alec y su compañera neófita se giran lentamente, observando cómo Ellie camina lejos de ellos.
—¡Miller!
—¿Qué? —se da la vuelta, protegiéndose los ojos con la mano para verlos. Está muy separada de sus compañeros, por un trecho de arena, y la brisa se está levantando otra vez. Hardy tiene que alzar la voz para que ella lo escuche.
—Ha hecho un buen trabajo, Miller. Bien hecho.
Es la segunda vez que la alaba. Ellie se estremece, como si alguien hubiera pasado andando sobre su tumba. Aquella amabilidad en su jefe no es habitual, y le pone los pelos de punta. Ahora el sol es una antigua moneda de bronce, descendiendo en el cielo. Los agentes de policía la observan marchar de la playa con una mirada de infinita lástima, compasiva, desazonada. Ha llegado el momento de realizar la última jugada. Es hora de dar Jaque Mate al Rey.
Harper va con su jefe por la calle Mayor de Broadchurch, sin levantar la vista de la pantalla del teléfono del segundo. Su avance está señalado con un punto rojo, mientras que el teléfono de Danny es un punto azul. Es demasiado pronto para precisar la ubicación. La tendrán cuando se acerquen. Por ahora, el punto azul es solo una triangulación entre tres localizaciones posibles.
Ahora que están frente a las viviendas impersonales, Hardy alza la vista, y se percata de que la joven a su lado está haciendo un cálculo mental para intentar encontrar el camino más rápido hacia su destino. Cuando parece haberlo hecho, la muchacha de cabello cobrizo dobla a la izquierda por un callejón. Para Alec es la primera vez que se interna por aquella oculta red de senderos, y sin ninguna de las referencias en las que ha venido confiando, se desorienta, y durante un tiempo vuelve a ser un extraño en Broadchurch. Por suerte, tiene a la oficial, que parece estar más acostumbrada a estos senderos y calles ocultas, y su presencia y una ojeada al teléfono, le sitúan de nuevo en el camino correcto. Con la tecnología como guía, nuestros agentes de policía recorren el sendero.
Gracias a un taxi, están lo bastante cerca del campo de juegos. Tras indicarle al taxista que los espere, pues lo necesitarán, aceleran la marcha, y el inspector nota que, cuando lo hace, su visión es nítida y sus piernas fuertes y obedientes. Es como si su enfermedad, haciéndose cargo de la gravedad del momento, hubiera decidido posponerse durante un tiempo. Pasan, sin percatarse de ello, junto a una cabina azul de los años sesenta, estilo Mackenzie Trench, la cual está casi mimetizada con el entorno rural del pueblo. Aproximadamente en cincuenta pasos, han llegado al campo.
El punto rojo casi está superpuesto al azul. Se detienen en un lugar equidistante entre la iglesia de San Andrés, que está justo delante, la casa de los Latimer, a la derecha, y allí, a la izquierda...
El escocés de complexión delgada se mete el teléfono en el bolsillo. Ni siquiera tiene que comprobar a dónde debe dirigirse. Tras intercambiar una mirada apenada con su protegida de brillantes ojos azules, se encamina a la izquierda, atravesando el campo. Con un último callejón que tomar, Hardy y la oficial Harper comprueban otra vez su teléfono: allí, en la Avenida Lime, convergen los dos puntos de la pantalla. Solo les queda caminar un breve trecho.
El sendero del jardín de los Miller parece tener más de un kilómetro de largo. Cuando llegan a la puerta principal, no se sorprenden al encontrarla abierta. El pulso de la muchacha empieza a desbocarse con cada paso que dan. Entran en silencio, esperando cualquier cosa. A la derecha, Tom y Fred estén en el cuarto de estar, con el pequeño en el regazo de su hermano mayor, riéndose con unos dibujos animados. La atención de la analista del comportamiento se fija en el aparato negro que tiene en la mano el niño de once años, pero es un mando a distancia de la televisión, no un teléfono. Cora carraspea, y los chicos apartan la vista, pero su presencia solo les hace desviar la atención de la pantalla un momento. Al fin y al cabo, siendo su madre quien es, están acostumbrados a ver policías en su casa. La mujer de piel clara vuelve al vestíbulo. Seguido por su protegida, Alec continúa por la cocina. Asoma la cabeza, esperando ver a quien buscan, pero el lugar está desierto. El nudo de su estómago se tensa cuando cruza el descuidado jardín trasero. La puerta del cobertizo está entreabierta. Los están esperando.
"No, no por favor. No puede ser. Tengo que estar soñando. Me siento enferma solo de pensar que tengo que enfrentarme a la verdad. A aquel que hay dentro. Al... Asesino de Danny. No puedo entrar", piensa Cora, totalmente desesperada. Se paraliza en el sitio. Nota que se le revuelve el estómago de una manera inhumana. Quiere vomitar. Quiere despertarse de esa pesadilla. Presiente que va a perder el sentido, como si nuevamente una mano estuviera intentando estrangularla y quitarle el aire. Hardy la sujeta en sus brazos, rodeando su cuerpo con ellos, temiendo que se desvanezca. No puede negar que él también, de una ligera forma, siente que el sabor de la bilis le aumenta por motivos que no tienen nada que ver con su enfermedad. Saben que, en cuanto atraviesen el umbral de la puerta, todo habrá acabado. No podrán prever ni controlar los acontecimientos que se desencadenen después.
—Tranquila —le susurra en un tono cómplice, amable—. Tenemos que acabar con esto —frotando de forma amable los brazos de su subordinada, el inspector espera infundirle suficiente ánimo.
Ella asiente, antes de suspirar, armándose de valor.
El interior del cobertizo está a oscuras, y a sus ojos les lleva un buen tiempo adaptarse. Ambos se giran lentamente a su alrededor, y distinguen los troncos que se secan, los monopatines de dos tamaños distintos, las bicicletas y el equipo de acampada... En medio, de pie, y en un absoluto silencio, se encuentra Joe Miller, que lleva unos pantalones vaqueros y una camisa de cuadros. Tiene el brazo izquierdo enroscado protectoramente en torno a su torso, y su mano derecha sujeta el teléfono de Danny, que está pegado a sus labios, como en un beso improvisado.
—Estoy harto de esconderme —sentencia.
Los ojos de Alec Hardy y Coraline Harper están abiertos con horror y desesperanza.
Jaque Mate. Fin del juego. El Rey ha caído.
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