Capítulo 26

Han pasado diez días desde que la playa del acantilado del puerto entregó su segundo cuerpo del verano. La tienda de periódicos ha sido cerrada, y un cartel de una agente inmobiliaria ha sido clavado en la puerta y anuncia que el local se alquila. A pesar de su buena situación entre el puerto y la playa, nadie ha mostrado interés. La arena se extiende por todas partes, pero el barro queda pegado a la edificación. La única exculpación pública de Jack Marshall es una página de periódico sujeta con cinta adhesiva a la ventana. En ella se puede ver una fotografía que fue sacada la última noche de su vida. Lleva puesto su informe de la Brigada Marina. El artículo que la acompaña, escrito por Oliver Stevens, tiene una palabra como titular: INOCENTE.

Alec Hardy pasea por las gélidas e inhóspitas playas de Broadchurch. El viento le revuelve el pelo, como si su propósito fuera molestarlo. Mientras camina, algo llama su atención por su visión periférica. Una hilera de personas frente al mar. Hardy deja que sus ojos recorran la hilera de rostros: Steve Connolly, Nigel Carter, Paul Coates y Mark Latimer. Todos ellos están silenciosos. Todos ellos lo observan con una mirada crítica, silenciosa. Lo juzgan. Lo sabe. Están espetándole que no ha avanzado en el caso, que no tiene nada con lo que continuar. Hay un asesino que anda libre por ahí, y tras un mes de investigación, no está más cerca de atraparle, que el día después de que matara a Danny.

—¡Aléjense todos del agua! —exclama, haciendo un gesto con sus manos, como si quisiera apartarlos de allí como fuera. Necesita que se alejen del agua. El agua le provoca pesadillas. Ellos no se mueven. De hecho, no parece siquiera que puedan oírle—. ¡Aléjense del agua! —repite—. ¡Aléjense! —el agua del mar sube de pronto, llegando hasta los tobillos de esos hombres. Esos mismos hombres que Alec considera sospechosos—. ¿Qué están haciendo? —cuestiona, horrorizado, observando cómo el agua continua subiendo—. ¿Qué están haciendo? ¿Qué hacen? —cuestiona al aire, aún notando esas frías, insensibles miradas, sobre su persona. De pronto, se ve a sí mismo en su lugar. Ellos han desaparecido. Solo él es el culpable—. ¡Aléjense del agua! —exclama nuevamente, esta vez, abriendo los ojos, sentándose en la cama con rapidez. Era una pesadilla.

Su respiración es acelerada. Siente ese familiar dolor en el pecho, y se coloca la mano izquierda sobre el corazón, esperando a que desaparezca esa sensación. Es como si una mano helada lo estrujase con cada vez mayor intensidad. Es en ese momento cuando, por primera vez en todos esos meses, realmente le asalta la posibilidad de que este caso va a acabar con su vida. Siente un escalofrío. Rápidamente coge el nuevo blíster de pastillas y se toma dos. Tras hacerlo, se recuesta en la cama, completamente exhausto.


Aproximadamente dos horas más tarde, el inspector escocés se encuentra abatido y solo ante su mesa, con un ejemplar del Herald delante de sus ojos. Lo ha estado mirando tanto tiempo, que las palabras que figuran encima de su fotografía se emborronan, y luego vienen a quedar espantosamente enfocadas.

DOS CASOS SIN RESOLVER.

EL ASESINO DE UN NIÑO ANDA SUELTO.

UN HOMBRE INOCENTE MUERTO.

¿EL PEOR POLICÍA DE GRAN BRETAÑA?

El escoces pasea la vista por su despacho, completamente desamparado. Su vista queda fija en todas esas carpetas, cajas de documentos y archivos... Parece un mar insondable, y cubre todas las superficies. En ese preciso instante, un breve toque en su puerta lo saca de sus ensoñaciones: es Harper. Se ha vestido con su traje de trabajo, de color azul marino oscuro, como manda el protocolo, compuesto por una camisa blanca, chaqueta, pantalones lisos, medias y zapatos de tacón. Entra en el despacho con algo en sus manos: una corbata negra.

—¿Se encuentra bien? —cuestiona la muchacha, deteniéndose frente a su escritorio.

—Claro. ¿Qué le hace pensar que no? —él intenta evitar que se preocupe, pero a juzgar por la mirada que le está echando, ya es demasiado tarde para eso.

Las siguientes palabras de la novata, dichas en un susurro, no hacen sino confirmar dicha suposición.

—Esta mañana te he oído gritar en la habitación.

El silencio que sigue a esas palabras hace que a Hardy lo recorra un escalofrío nuevamente. Como siempre, no hay nada que se le escape a esta novata, y por un momento, había olvidado que ella es su vecina. Las paredes del hotel Traders no son precisamente gruesas. Maldice para sus adentros.

—Solo ha sido un mal sueño... —responde finalmente, alzando la vista, observándola tras los cristales de sus gafas—. Gracias por preocuparte —añade en un susurro, pues no quiere que alguien los escuche tuteándose. No sería apropiado en su trabajo.

Ella le dedica una sonrisa apenada pero amable. Como suele pasarle a la mayoría de la gente, y en especial a Harper dada su empatía, un funeral empaña los ánimos. La muchacha parece más apagada esa mañana, y el inspector apenas la ha visto sonreír como suele hacerlo habitualmente, desde aquella noche en su habitación. No le avergüenza reconocer que echa de menos esa sonrisa. En ese instante, Ellie Miller toca la puerta, y la pelirroja se aparta a un lado, para que la castaña quede en el campo de visión de su jefe.

—Cabrones —menciona la sargento, dando una mirada al periódico que Alec tiene en su mesa—. Nosotros no le acosamos. Fueron ellos —sentencia, claramente molesta y dolida, provocando que el inspector doble el periódico por la mitad, dejándolo a un lado de la mesa—. Y ahora se hacen los inocentes.

—Algunas personas no quieren cargar con el peso de sus acciones sobre sus hombros —menciona la chica de ojos azules, antes de suspirar pesadamente, acercándose un poco y extendiéndole la prenda a su jefe—. Tenga. Necesita una corbata negra para el funeral —él la toma de sus manos, tocándose sus dedos por un instante.

Al estar ahora tan próximos el uno del otro, Alec no tiene problemas en percatarse de su palidez, y de las leves ojeras bajo los ojos de su protegida, a pesar de que ha intentado cubrirlas con una capa de maquillaje natural. Está claro que no está durmiendo tanto como debería... Probablemente debido a sus recuerdos. También él ha notado que se acuesta bastante tarde, y la escucha levantarse a altas horas de la madrugada, tras, lo que parecen ser, leves gritos desesperados. También ella tiene pesadillas. Aunque él, al igual que ella, está despierto a esas horas por no poder dormir adecuadamente. No puede sermonearla por ello. Este caso los está poniendo al límite de la forma más cruel. Solo espera que la joven y amable novata pueda soportarlo hasta el final.

—La inspectora jefe ha dicho que nos va a quitar los refuerzos —sentencia Hardy entonces.

—¿¡Qué!? —Ellie parece que está a punto de estallar.

—Se veía venir —afirma la analista del comportamiento, cruzándose de brazos—. Hemos llegado al techo del presupuesto, ¿no es así?

—Eso me temo, Harper —se despoja de sus gafas, guardándoselas en el interior del traje, en el pequeño bolsillo que tiene para ellas—. A partir de la semana que viene nos recorta la plantilla.

—¿Pero por qué hace eso?

—Verás Ellie, cuando un caso se debilita o encalla, los jefes pierden la confianza y les entra pánico al tener que justificar los gastos ante los contables —explica rápidamente la joven novata, pues mientras rotaba en las distintas comisarías en su época académica, logró ver cómo muchos casos eran encallados por la falta de progresos.

Es increíble. Sabe que la presión va a ser tremenda a partir de la semana próxima.

A Hardy le toca sacar lo mejor de su equipo durante los próximos días. Superará los récords de horas extra mientras pueda. Baja la vista momentáneamente a los garabatos que componen su lista de tareas pendientes.

—¿Y cómo quieren que lo resolvamos? —se molesta Ellie, alzando los brazos al cielo.

El hombre de complexión delgada intenta establecer prioridades.

—Miller, apriete a la científica con lo de la barca —le indica en un tono lleno de premura—. Esos análisis son nuestra única prueba clara —añade en un tono más calmado—. También necesitamos descubrir quién destrozó el coche de Marshall... Frank Williams puede encargarse de eso —continúa, antes de posar sus ojos en su protegida, quien lo observa atentamente—. Harper, vuelva a comprobar las coartadas de todos los sospechosos y de aquellos que participaron en el acoso.

—Sí, señor.

Alec se levanta entonces de la mesa, despojándose de su corbata azul clara, antes de pasar por el cuello de su camisa la que Cora le ha traído. Nota las miradas preocupadas de sus dos subordinadas.

—No tiene por qué ir —menciona Miller.

—¿Por lo que han escrito? —cuestiona él, y ella asiente—. Que les den — se anuda al cuello de mala gana la corbata de los funerales. El Herald de hoy atraerá todo tipo de atención desagradable a su paso, pero deben verlo mostrar sus respetos—. Soy el peor poli de Gran Bretaña —comenta, alzando una ceja de forma irónica—. ¿Cree que es cierto, Harper? —cuestiona, notando que ambas mujeres parecen aliviadas por su tono y su pequeña chanza.

—Sí —afirma ella casi al momento—. Me aseguraré de ponerlo en una camiseta.

Los tres comparten una sonrisa entre ellos. Son compañeros, pero, sobre todo, son amigos. Y en este preciso momento, solo pueden contar con ellos mismos. El inspector da una mirada de reojo a la novata de cabello cobrizo. Parece concentrada en algo, y habla a los pocos segundos, compartiendo con sus superiores lo que está rondándole la cabeza en ese momento.

—El asesino de Danny estará en la iglesia, y tendrá que cargar con la muerte de Marshall. Dos muertes sobre su conciencia. El asesino en un principiante y no es tan desalmado... Es hora de analizar a la gente. Ver quién parece preocupado.

Tanto Ellie como Alec asienten ante sus palabras. Se les está acabando el tiempo, y tienen que asegurarse de encontrar al asesino cuanto antes. Ya no solo por Danny Latimer, sino por Jack Marshall.


Las hojas se han ido tiñendo de brillantes rojos y amarillos según pasaban los días. Ha llegado el otoño, y Beth Latimer observa el paisaje imperecedero y atemporal por la ventana de su cocina. Ya ha pasado casi un mes desde que Danny fue asesinado, y la policía aún no ha encontrado al culpable. Por si fuera poco, ahora tiene que hacer frente a su inminente tercera maternidad, con el bebé que está en camino. Sigue sintiéndose desgraciada, sin siquiera un hueco en su interior para apreciar esa nueva vida que se abre camino poco a poco. Necesita a su Danny, no a ese parásito, como lo llama ella. Suspira pesadamente, observando su leve vientre convexo, ahora tras un vestido negro con pequeños estampados de flores rojas, casi imperceptibles. Su madre, Liz, habla detrás de ella, provocando que gire el rostro. También se ha vestido de negro, con una chaqueta, pantalones y camisa.

—No está bien —menciona la abuela del niño en un tono rencoroso—. Entierran a Jack, y ni siquiera nos dejan tener el cuerpo de Danny.

—No, hasta que cojan al asesino —sentencia Beth en un tono sereno, intentando mantener la calma, no gritar ni estresarse. Sabe que no le conviene, por mucho que quiera gritar y patalear. Ya sabe que la vida es injusta. No necesita que se lo recuerden constantemente.

—¿Pero por qué aún no lo han cogido? —se lamenta Liz, tomando una taza de té.

—¿Tenemos que hablar de esto ahora? —cuestiona de forma retórica, antes de encaminare al salón, en cuyo pasillo se encuentra Mark, ajustándose la corbata de su traje negro. Se apoya en la pared del pasillo, observando a su marido. Suspira.

—Creo que tendría que volver al trabajo —dice de pronto Latimer, anudándose la corbata.

Aquello la pilla desprevenida.

—¿Cuándo?

—En cualquier momento —responde él—. Nige no puede llevar todo el peso él solo —indica, y a Beth le dan ganas de decir que ese chico ya es mayorcito para ocuparse de las cosas sin que Mark tenga que estar tras él como un padre—. Es otoño: época de mucho trabajo. Necesitamos el dinero —da una intencional mirada al vientre de su mujer, y ella capta a qué se refiere—. ¿Qué opinas?

—No había pensado en ello...

—Puedo quedarme —ofrece.

—No, no, no —niega rápidamente, pues está de acuerdo con él—. Tienes razón: necesitamos el dinero —comenta, no advirtiendo que su madre ha salido de la cocina, aún con la taza de té en las manos, quedándose parada en la sala de estar, observándolos hablar—. Es que me he acostumbrado a tenerte en casa...

—Me tienes a mí, cariño —intercede Liz, rompiendo ese momento íntimo entre el matrimonio—. Quizás deberías volver a la oficina de turismo —sugiere, y Beth deja escapar una risotada cínica.

—La madre de un niño muerto dando información... Creo que no —niega con la cabeza, antes de posar sus ojos en su marido—. No pasa nada. Tengo mucho que hacer —en ese instante, unos pasos que bajan del piso superior provocan que la atención de los Latimer se pose ahí.

—No. Ni hablar —niega Mark, quien ya ha visto el aspecto de su hija gracias al espejo.

Chloe lleva unos vaqueros, una camisa amarilla con motivos planetarios azul marino, y una chaqueta de color rosa chicle.

—Dije de negro —sentencia Beth en un tono autoritario.

—Ni siquiera me caía bien —comenta, apresurándose en ir a su habitación a cambiarse.


Son las 10:30 de la mañana, y Karen White ya lleva cinco horas levantada. Ahora está en un taxi privado, con las ventanillas abiertas del todo, que acelera por la única carretera de Broadchurch. Se mantiene más o menos a la altura de otro taxi privado, Vauxhall gris, que salió de la estación de Taunton al mismo tiempo. La pasajera es una mujer delgada, al parecer de edad madura, que lleva un sombrero negro con un velo de encaje pasado de moda. Va demasiado bien vestida para pertenecer a la prensa.

Comprueba su BlackBerry, y piensa en llamar a Olly. Su última conversación fue la frenética visita a altas horas de la noche en su habitación del hotel, donde, casi al borde de las lágrimas, le dijo que la habían jodido del todo, que la coartada de Jack Marshall había resultado ser cierta, y aunque ya debería saberlo de sobra, le suplicó que detuviera el artículo que ya estaba en prensa. Ella se largó del pueblo a la mañana siguiente, e ignoró el torrente de mensajes de texto y llamadas de Olly, y unos días después, su correo electrónico, con el excesivamente emotivo artículo que había escrito en el Eco, acerca del acoso al que se había sometido a Jack Marshall hasta la muerte.

El taxi la deja a la puerta del Eco de Broadchurch. Tras apearse y pagar el viaje, le indica que la espere. No tardará mucho. No sabe si es porque quiere justificar su marcha a Oliver, si realmente lo añora, o si bien es simplemente su orgullo como periodista la que no va a dejarla agachar la cabeza, pero entra a la redacción con la cabeza bien alta. Sus ojos se posan al momento en Olly Stevens, que está arreglándose el cabello y la corbata frente a un espejo improvisado.

—Mírate: de traje —aprecia, observando que termina de anudarse la corbata, bajándose el cuello de la camisa. Intenta aparentar normalidad, distancia. No quiere complicarse las cosas. Solo se acostaron. Nada más. No es como si tuvieran algo, ¿verdad? Pero entonces, ¿por qué se siente así de apenada?

—No esperaba verte aquí —dice él tras esgrimir una breve y tirante sonrisa. Su tono es cortante—. Hoy no —ese tono tan frío la coge por sorpresa. Esperaba encontrarse al cachorrito perdido que dejó aquel día, pero ahora frente a ella ha un hombre. Un hombre con quien ella ha jugado cruelmente, y que parece no estar dispuesto a olvidarlo.

—¿Cómo te va, Olly?

—Bien —afirma él sin demasiado entusiasmo—. Te llamé, te mandé mensajes, correos... Y lo intenté por Skype —enumera, echándole en cara que no le respondiera, que no le dejase saber nada, ni siquiera si lo que tenían entre ellos tenía un futuro. Esa fría indiferencia se lo dejó muy claro.

—Sí, bueno, ha sido una locura —intenta excusarse—. Desde que me hicieron volver...

—Sí lo sé —la interrumpe por lo sano, evitando que tenga que inventarse algo para justificar que lo dejase colgado—. He buscado tu firma. He leído todas tus cosas —aquello es como un dardo envenenado, que se clava en lo más hondo de su pecho. Olly pasa a su lado, recogiendo su teléfono móvil—. Pero creo que es de mal gusto no responder.

—Me daba vergüenza.

—¿Por qué? —su tono sigue siendo frío, distante, pero parece querer darle una oportunidad para explicarse. Se cruza de brazos.

—Cuando encontraron a Jack Marshall, no podía seguir aquí —intenta justificarse, y Olly encarna las cejas—. No soportaba seguir siendo parte del circo.

—Y huiste —la acusa el reportero. Incluso a él le parece una actitud cobarde.

—Sí, me escondí —afirma ella—, con un amigo, en Gales, durante cuatro días —ante las palabras de la morena, Olly parece adoptar una actitud al a defensiva, casi rozando la intransigencia. Está claro que no la ha perdonado por marcharse de forma tan abrupta, sintiéndose utilizado. Y razón no le falta—. No fue culpa nuestra, Olly —intenta convencerlo mientras él se pone su gabardina color beige. Él niega con la cabeza. No opina lo mismo que ella.

—Sigamos diciéndonos eso.

—Bueno, Olly —la voz de Maggie Radcliffe de pronto rompe el silencio que se ha instalado entre ellos, y sus atropellados pasos se escuchan con claridad, yendo en su dirección—. Vamos saliendo —baja las escaleras de la redacción, quedándose algo sorprendida por la presencia de Karen allí. No tarda en hacer un comentario sarcástico al respecto—. El regreso de la mujer invisible: ¿estás segura de que debes estar aquí?

—Quería presentar mis respetos...

Maggie la interrumpe, sin dejarla acabar su frase. Su voz es fría.

—Haberlo hecho cuando aún estaba vivo —le espeta—. ¿Vienes a limpiarte la sangre de las manos?

—Oye, ahórrate toda esa mierda moralista —estalla Karen, quien, no va a admitir ni por asomo que tuviera un mínimo de culpa en lo sucedido—. Jack Marshall tomó una decisión: se quitó la vida —añade, frunciendo el ceño en un gesto defensivo, y hasta cierto punto, hostil.

—Fue perseguido —sentencia la editora jefe del Eco.

—¿Y tú qué hiciste? ¿Lo escondiste? —comienza a espetarle la morena, mientras que Olly observa esa pelea de gatas en silencio, rodando los ojos. No es el momento para echarse las culpas mutuamente—. ¿Y la policía? ¿Lo protegió? No. Tu pueblecito le dio la espalda, tan alegremente —añade en un tono viperino, señalando al exterior del edificio—. Aún tenéis a un asesino suelto, ¿y estás culpándome? —cuestiona, como si quisiera lavarse las manos en lo referente a ese asunto. Da una mirada a Olly—. Me alegra haber vuelto.

Karen se marcha de la redacción casi echando chispas. ¿Cómo se atreve a decirle eso? No le gusta el modo en que los tabloides se ensañaron con ese hombre, pero ella hizo lo que tenía que hacer para que el caso de Danny Latimer atrajera al público. Ella no es culpable de nada. Karen, hubiera apostado lo que fuera en ese momento a que Jack Marshall era culpable. Todas las pruebas apuntaban en esa dirección, y la policía no encontró nada que las contradijera hasta que fue demasiado tarde. Si Hardy y los suyos hubieran sido un poco competentes, habrían registrado la casa de Marshall como es debido y le habrían exculpado antes incluso de tener la oportunidad de considerarlo sospechoso, y una vez exculpado, deberían haberle protegido. Sabían que había gente acosándolo.

A Karen le produce náuseas que en realidad Hardy, a juzgar por los indicios, está haciendo un trabajo peor en Broadchurch que en Sandbrook. Es necesario que lo retiren de esa investigación y lo reemplacen por alguien competente de verdad.

El taxi negro privado toma la calle de la iglesia. Multitud de gente afligida vestida de negro se dirige a San Andrés. Las campanas repican una nota repetidamente con un redoblar insistente, doloroso. El Vauxhall gris se detiene en el bordillo delante de ellos. La pasajera se apea despacio del asiento trasero, y mira la aguja de la iglesia desde detrás del velo. Karen White pliega el periódico y busca en su bolsillo el dinero para pagar el viaje.

Todos han acudido al entierro de Jack Marshall. Ella ha acudido al entierro de Alec Hardy.


Los chicos de la Brigada Marina forman una guardia de honor, con remos cruzados por encima de la cabeza de los asistentes. Hardy, más alto que la mayoría, tiene que agacharse un poco cuando pasa bajo ellos. A su lado se encuentran Miller y Harper. Se quedan por el momento en el exterior de la iglesia, contemplando cómo entran poco a poco todos los asistentes. Ven pasar a Susan Wright, a quien ni Alec ni Cora quitan los ojos de encima, seguida por Nigel Carter, quien parece extremadamente nervioso, los Latimer, y, por último, el féretro y el reverendo Paul Coates. La pelirroja de ojos azules nota que algunos de los chicos de la Brigada Marina lloran, pero no Tom Miller. Tras unos minutos, aparecen Joe y Fred, y Ellie entra a la iglesia con ellos. Entonces es el turno de los otros dos agentes de policía. Colocando una mano amiga en la espalda de la muchacha, notando que parece menos reacia a su contacto, Alec y su subordinada entran al sacro lugar.

Dentro de la Iglesia hace fresco. Hay un ligero olor a incienso, y los rayos de sol iluminan los santos de las vidrieras. Los bancos de palisandro oscuro están casi llenos. Cora sonríe imperceptiblemente al percatarse de que hay muchas personas desconocidas allí. Seguramente sean familiares o amigos de Jack. El peso de su corazón, en gran medida debido a la culpa de no haberlo podido ayudar, se alivia ligeramente al comprobar que era querido por muchos. Se apresura en seguir a su jefe, quien está buscando un sitio donde sentarse.

Cuando Hardy recorre el pasillo junto a su compañera, Beth Latimer se vuelve, como alertada por su presencia. Clava en él una larga mirada fija, que expresa la ironía de que pueda asistir al funeral de aquel hombre, cuando todavía no puede enterrar a su hijo. La mirada que se posa en la novata, sin embargo, es de agradecimiento, contrastando duramente con la que le ha dado a su jefe. La muchacha de piel clara posa sus ojos en su superior, caminando por la nave de la iglesia. Él le devuelve la mirada, asintiendo imperceptiblemente. Está bien. Sabe que Beth tiene razón. Pero no necesita recordar esa ironía. La nota. Y la vive.

Finalmente, ambos agentes ocupan un banco en la parte trasera de la nave, desde el que se ve bien, y pasan revista a las personas allí congregadas. Aquella mujer de cabello rojo teñido y llamativa que está al lado de Olly Stevens, debe de ser la hermana pródiga de Miller, de quien Cora le ha hablado anteriormente. Por lo visto no tienen una buena relación. Tiene el aspecto de un adicto, y el escocés entiende entonces la aversión de la castaña hacia su propia sangre. Hardy busca en su cara un parecido de familia y no lo encuentra, pero su identidad queda confirmada cuando se percata de que Miller ha ocupado significativamente un banco del otro extremo de la iglesia.

Muchos de los asistentes se mueven con torpeza. Resulta evidente que no están acostumbrados a estar dentro de una iglesia. Otros parecen encontrarse en su propia casa. Liz Roper manifiesta una especie de dominio del lugar. Maggie Radcliffe llega del brazo de su pareja, Lil. Por su ademán, está claro que ambas saben comportarse: no pasean la vista alrededor, como turistas asombrados, igual que muchos otros, aunque intercambian una mirada llena de significado que Hardy no sabe interpretar, aunque sí la joven analista.

"Algunas iglesias todavía son anticuadas con respecto a las parejas del mismo sexo, pero seguramente Maggie y su pareja apelan a la tan desarrollada corrección política de Paul Coates", piensa la joven de ojos azules para sí misma, analizando su comportamiento. De pronto, nota que Maggie dobla a la izquierda en la intersección, quedando frente a un banco, y luego gira con tanta rapidez que choca con Lil, quien casi pierde el equilibrio. Le susurra algo al oído, y ella asiente con la cabeza, como para decir que ella está perfectamente. Al final las dos mujeres se instalan en el extremo derecho de la iglesia.

—Interesante... —menciona la pelirroja en voz baja, mientras esperan a que empiece el servicio. Hardy, también curioso por lo que acaba de suceder, intenta estirar el cuello para ver qué ha provocado esa reacción en la editora del Eco. Finalmente, se rinde, y se gira hacia su protegida—. Maggie ha palidecido en cuanto ha visto a Susan Wright sentada en ese banco.

—¿Qué habrá pasado entre ellas para que reaccione así? —cuestiona su jefe en un tono serio.

—No lo sé —se encoge de hombros, observando a la mujer sentada frente al pulpito con una cara inexpresiva, casi como una gárgola—. Pero es como si le tuviera... Pavor.

—Merece la pena recordarlo —indica Alec, asintiendo ligeramente—. Buen trabajo, Coraline —le susurra, notando que los niños parecen a punto de cantar.

Los reunidos cantan «Protégenos Señor de los Peligros del Mar» mientras el féretro es conducido al altar. Encima del ataúd hay un barco dentro de una botella, y la fotografía de Jack que ilustraba el artículo de homenaje de Olly Stevens. Liz Roper es la única que llora, y su llanto es el más alto. Consigue contener un hondo sollozo cuando se termina el himno.

—Señor, mire —la pelirroja llama su atención por lo bajo. Su mirada azul está fija en una mujer de mediana edad, tapada con un velo—. Diría que es difícil asegurarlo, pero su cara no ha cambiado demasiado... Es Rowena Marshall.

—Dios mío... —masculla Alec por lo bajo, sintiendo compasión por esa pobre mujer, no solo porque haya tenido que ir hasta allí para un funeral, sino porque en un principio juzgó que la relación entre ella y Jack Marshall no era consensuada. Ahora comprende lo equivocado que estaba.

Tanto Cora como Hardy se cruzan de brazos cuando el reverendo Paul Coates ocupa el púlpito, con su blanco ropaje ondeando en torno a él. El inspector no sabe lo que está buscando: síntomas de ansiedad, culpabilidad, distanciamiento, lo habitual... Pero lo que ve es a un hombre que adquiere vida delante de su público. Como si aquello le diera el oxígeno diario.

—Nos hemos reunido hoy aquí para compartir nuestro dolor, y rendir homenaje a la vida de Jack Gerald Marshall —dice Coates—. Benditos sean los que le lloran, porque ellos obtendrán consuelo.

"Pues van a quedar bien jodidos", piensa Hardy.

—Jack Marshall era un buen hombre —continúa Coates—, y como ha quedado demostrado tras su muerte, un hombre inocente —Cora nota cómo el rostro de Nigel Carter se agacha levemente, indicando que está arrepentido—. Vendedor de periódicos, encargado de la Brigada Marina, que mantenía a los niños a salvo en la tierra y en el mar —continúa, antes de que su voz adquiera un tono de reproche—. ¿Por qué estamos aquí? Permitimos que fuese calumniado e intimidado. No estuvimos ahí cuando nos necesitó —nuevamente, las caras de los asistentes, sobre todo de aquellos que abogaron por tacharlo de culpable, se agachan por la vergüenza. Una de esas caras es la de Karen White—. Así que, hoy, al homenajearle, debemos admitirlo: algunos le fallamos —dirige su mirada a Hardy y la muchacha de cabello cobrizo, y de modo tan evidente, que las cabezas se vuelven en su dirección—. Igual que fallamos a Danny Latimer —se apresura en añadir, para intentar desviar la atención de los policías. Hardy tensa la mandíbula. No puede creer la desfachatez que demuestra ese cura con ellos, y especialmente con Harper, quien desde el minuto cero, intento hacer lo posible por ayudar a Marshall—. La Biblia nos dice: «amarás al prójimo como a ti mismo». En estos tiempos tan tenebrosos, debemos hacerlo mejor. No somos nada sin nuestra comunidad. No vemos al prójimo...

Hardy tiene la esperanza de que su cara no refleje su cólera. Pero al notar el ligero apretón en su brazo izquierdo por parte de su compañera, sabe que ha fallado estrepitosamente. Relaja un poco el gesto, pero la ira lo invade. El vicario sabe perfectamente bien que él se quedó solo apoyando a Marshall, pero al repartir la palabra «nos», le pone de parte de los que señalaron con el dedo a Jack. El muy zorro. Se pregunta cómo va la investigación sobre Coates, y toma nota mental de que debe darle prioridad.

Al terminar el servicio, hay un retraso infinitesimal entre los congregados al pronunciar el amén. Los paganos unen rápidamente sus oraciones a las de los que conocen el protocolo.

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