Capítulo 17

Beth tiende la ropa en el jardín trasero. Chicos del curso de Danny dan patadas a un balón en el campo de juegos. Lucha contra el impulso de saltar la valla, correr hacia el revoltijo de chicos, agarrar a uno —cualquiera—, y sujetarlo con tanta fuerza que pueda sentir los latidos de su corazón. Lo normal es que el campo de fútbol sea una zona donde solo hay chicos, pero hoy hay un puñado de padres que los vigilan desde las bandas.

Steve Connolly, que habla con Beth desde el otro lado de la valla, atrae miradas de preocupación. Un padre le saca disimuladamente una foto con su teléfono móvil. Ahora le observan todos. Steve no lo nota. Su centro de atención es exclusivo de Beth, educado, pero insistente.

—Hace unos días le hable a la policía de una prueba que debían investigar —dice—. Y no me hicieron caso. Ahora tienen esa prueba, pero alguien la quemó antes de que la encontrasen, y es más difícil analizarla bien.

Está hablando de la barca que encontraron en llamas. Tiene que ser eso. Todo el mundo se ha enterado.

—¿Por qué me cuenta esto?

—Porque puedo ayudar —coloca sus manos en su pecho en un gesto casi sacerdotal—. Puedo ayudar —insiste. Si Beth hubiera visto su rostro en ese momento, se habría percatado de la mirada desquiciada que reflejan sus ojos claros—. Pero necesito que se me tome en serio, y eso no está pasando.

Beth no sabe qué pensar. Baja la vista. En la parte de arriba de la cesta con la ropa de lavado, está el vestido rojo que llevaba puesto el día que vio a Danny tendido en la playa. Lo cuelga, aunque sabe que nunca se le volverá a poner.

—¿Y si se equivoca?

Steve niega con la cabeza.

—Beth, no tengo motivos para mentirle —niega en un tono que oculta sus verdaderas intenciones—. Ojalá, ojalá jamás hubiésemos tenido que conocerlos, pero lo que le contado es cierto, y debe convencer a la policía.

Duda y esperanza se enfrentan en el interior de Beth. Las cosas de las que trata Steve son demasiado importantes. No es que no las crea, es que, hasta ahora, ella nunca ha pensado mucho. En su antigua y encantadora vida no había sitio para la filosofía, y los fantasmas no existen.

Su vida de repente consiste en fiarse de hombres que no conoce. Le hizo confidencias al vicario. Confía en el inspector Hardy. Y ahora aquel hombre tan raro y serio que dice que tiene comunicación con Danny. Le mira directamente a los ojos. La mirada que le devuelve es resuelta.

—Vale —dice ella.

Traicionada por su marido en el que confiaba, ahora tiene fe en los desconocidos.


Hardy está furioso y Ellie se siente humillada. Cora está incrédula a la par que molesta. La prensa se desata y ceba con los antecedentes de Jack Marshall, mientras el departamento de investigación criminal, que todavía se enfrenta a un atasco de hechos y verificaciones, ni siquiera se ha planteado en darle prioridad. A pesar de la información proporcionada por Oliver, hay algo que no termina de cuadrar para la pelirroja. Ella no cree que Jack sea ese tipo de persona. El leve análisis que ha hecho de él no deja entrever esa posibilidad. Oculta algo, es cierto, pero no es eso de lo que se le acusa. Y la prensa, como siempre, está haciendo el agosto. Empieza a entender el desdén que siente su jefe por ella. Ellie, por su parte, se siente mal —físicamente mal, no puede terminar el almuerzo— ante la idea de que pudiera ser Jack. Aquel hombre se ha ocupado de su hijo, le ha llevado a todos los campamentos de la Brigada de Marina, ha cerrado las cremalleras de sus sacos de dormir, los ha visto cambiarse de ropa.

Jack lleva tanto tiempo en Broadchurch que es el miembro honorario del pueblo, pero no ha estado allí siempre, claro. Se hizo cargo del quiosco cuando Ellie tenía unos siete años. Lo recuerda ahora.

Hace calor en la sala de interrogatorios, pero Jack ni siquiera se ha quitado el abrigo. Si es culpable, mantiene cara de póquer. Como lleva ya siendo habitual en los anteriores interrogatorios, Alec le indica a Harper que se quede en la sala de observación, analizando el comportamiento no verbal y las micro expresiones de su testigo. Una vez más, ella está más que dispuesta a cumplir con esa orden. Se sienta en la silla, contemplando a sus superiores y a Jack Marshall tras el cristal que los separa.

—¿Es por lo del cartero? ¿El que vi discutiendo con Danny? —pregunta.

—No —dice Ellie—. Hemos hablado con él. Dice que no discutió con Danny.

—Basura. Yo sé que lo vi.

Pasan unos pocos minutos mientras la castaña espera a que Hardy se haga cargo de la situación. Esté carraspea antes de hablar.

—Háblenos de su condena por sexo con menores, Jack.

No hay negativa ni sorpresa, solo la misma serenidad controlada.

"No parece sorprendido de que hayamos encontrado esa información... Pero sí que parece triste, dolido, arrepentido", analiza la pelirroja, observando la tensión que de pronto se manifiesta casi imperceptiblemente en la mandíbula de Jack.

—Vaya... Empezamos a escarbar en la mierda, ¿eh?

—Solo queremos conocer los hechos —dice Hardy—. No lo mencionó cuando hablamos.

—No tiene nada que ver con Danny.

—Usted lleva la Brigada Marina. Para eso hay que comprobar su historial y cruzarlo con el registro de agresores sexuales.

Jack se muestra desdeñoso.

—¡Yo NO soy un agresor sexual! —exclama—. Esa condena fue una farsa. Y no estoy en ningún registro.

"Interesante. Ha elevado el tono de voz en su negación. Por lo que veo, no miente en este caso... Hay algo más detrás de esa supuesta acusación. Quizás se tergiversara todo, tal y como asegura, pero necesitaríamos más datos y su testimonio para comprobarlo. Y algo me dice que no va a cooperar de buen grado", la pelirroja suspira, observando la reacción de Jack.

—Solo porque ocurrió antes de que se creara el registro —dice Hardy.

—¿Por qué no nos lo cuentas con tus propias palabras? —intercede Miller.

—Tienen los archivos, ¿no? —cuestiona Marshall—. Ya cumplí mi condena.

—Debería haberlo declarado.

—¿Quiere que ponga un letrero? —sus ojos no se apartan de Hardy—. «Exconvicto aquí». Vine a este lugar para escapar de eso. No soy lo que insinúan.

"Dice la verdad. Vino huyendo de su pasado... Y de unas terribles consecuencias".

Hardy manosea el periódico que tiene delante.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a Danny Latimer?

—Ya se lo dije. El día antes de que lo encontrasen, vino a hacer el reparto de periódicos.

—¿Y la noche que murió Danny dónde estaba usted?

—En casa, solo. Estuve leyendo un libro.

"Su mirada está fija, y no parpadea demasiado. Está diciendo la verdad. No salió de su casa para nada esa noche. No tenía motivos para ello... Pero incluso así, estoy segura de que Alec Hardy no va a dejar pasar la oportunidad de tenerlo como sospechoso. Si quiero convencerlo de que Jack no tiene nada que ver, tendré que buscar la verdad tras su condena, y no será fácil".

—¿Alguien que lo confirme? —dice Hardy, burlándose con delicadeza de la soledad del viejo.

—Solo el libro —Jack frunce los labios.

—¿Qué libro? —el tono de Alec es firme, algo severo.

Jude El Oscuro. No le gustaría: apenas hay fotos.

A pesar de la situación, tanto Ellie como Harper tienen que contener una sonrisa. Está claro que Jack sabe cómo defenderse de las acusaciones algo malintencionadas.

—Nos han dicho que es usted fotógrafo aficionado, Jack —dice Hardy—. Que ha hecho muchas fotos a los niños de la Brigada Marina.

"Hizo fotos sí, pero por la expresión de su rostro, y la sonrisa que ha desaparecido de sus labios, no es por lo que piensa el inspector. Hay soledad en su gesto y mirada. Pero no del tipo de soledad que demuestran los depredadores sexuales", analiza rápidamente la oficial, anotando esos datos en su libreta electrónica.

Ellie ya no se ríe. Tampoco Jack.

—Me da usted mucha pena —dice—. Ve depravación en comportamientos perfectamente normales. Odiaría estar en su mente —le indica al inspector, cuya expresión es impasible—. Si van a acusarme, o tienen pruebas contra mí, oigámoslas. De lo contrario, permítanme volver a mi trabajo.

Se levanta de su asiento. No pueden impedir que se marche.

Una vez ha terminado el interrogatorio, tanto Hardy como Miller entran en la sala de observación, donde ven a la novata apuntando en su libreta. Ésta se levanta de la silla al verlos, y se encamina hacia ellos.

—¿Y bien? —cuestiona Alec, impaciente—. ¿Qué ha analizado?

—Por lo que he visto, no se ha sorprendido cuando le ha mencionado su acusación. Creo que ya se lo esperaba. Sabía que, en algún momento, esto saldría a la luz y se vería interrogado —niega con la cabeza—. Pero no ha mentido en su declaración —asegura—. O eso, o ha sido muy cauto a la hora de expresarse, pero no creo que lo hiciera, pues no había forma de que supiera que yo estaba en esta sala, analizando su comportamiento —se explica rápidamente—. Era sincero al decir que vino huyendo de aquello que sucedió en su pasado. Y creo fervientemente que hay algo detrás de esa acusación... Pero no se trata de acoso u abuso sexual a menores —alza la vista, posando sus ojos en su superior—. Hay algo de su pasado que le provoca tristeza y dolor. No creo que hiciera nada a Danny... Ni a ningún otro de la Brigada Marina —añade, mirando a Ellie, quien, tras escucharla decir esas palabras, parece relajarse mínimamente.

Los tres agentes salen al pasillo.

—¿Por qué dejamos que los periodistas hagan nuestro trabajo? —inquiere Alec, molesto.

—No era sospechoso —responde Ellie—. No le hemos dado prioridad.

—Pues ahora tendremos que hacerlo —menciona Harper, caminando al lado de su jefe.

—Exacto. Dele prioridad.


Karen está intrigada. Maggie la ha citado en el sanctasanctórum del eco Eco de Broadchurch: el despacho del director. Hay una mezcolanza de macetas con plantas polvorientas y gatos de madera; esa imagen está muy lejos del cuero cromo del despacho de Len Danvers.

—Olly nunca habría seguido el rastro de Jack Marshall de no haber sido por ti, ¿me equivoco?

—No, eso no es... —empieza a decir el reportero.

—Sí, así es —afirma la morena—. Tuve un encontronazo con Jack Marshall.

—¿Aún quieres una mesa? —le pregunta.

—Por supuesto —afirma la morena—. ¿Por qué vas a hacerlo?

Maggie vacía los posos de su taza en un tiesto.

—Porque prefiero que estés dentro y mees fuera, a que estés fuera y mees dentro, supongo —comenta—. Puedes empezar trayendo té. El mío con leche y sin azúcar.

Karen no tiene más opción que aguantar aquello. Cuando vuelve con el té, Maggie ha hecho una pausa para fumar, algo que insiste en hacer fuera de la redacción. Le está dando profundas caladas a un cigarrillo electrónico. Cuesta abandonar los viejos hábitos. Karen deja la taza humeante sobre la mesa de Maggie, y de modo automático, se pone a rebuscar entre las páginas con las que está trabajando. Encima de todo eso, hay un artículo del Eco de hace tres meses, sobre una recaudación de fondos para la Brigada Marina. Jack Marshall aparece allí, con un grupo de chicos de uniforme. Hay alguien más en la foto: es esa desagradable mujer del perro. Aunque a Karen le cuesta unos cuántos segundos reconocerla, porque en la foto está sonriendo. Al parecer esa es la línea de investigación de Maggie. Ha redondeado con bolígrafo rojo el nombre HELEN JONES en el pie de la foto, y ha escrito al margen: ¿Porque el cambio de nombre? En la reunión dijo que se llamaba Susan Wright. ¿Perseguida?

Karen registra una imagen mental de la página. Dejará que el Maggie haga el trabajo preliminar, como un buen perrito faldero, y luego, si eso es algo interesante, se ocupará ella. Es interesante, pero el reportaje no está ahí. Algo —experiencia combinada con un buen instinto o algo por el estilo— le dice que es Jack Marshall a quien deberían seguir.


Mark se ha personado en casa de Nigel y su madre, Faye. Está tirado en el suelo, justo debajo del fregadero, comprobando que, el atasco que ha encontrado su compañero de trabajo se ha eliminado. Nige da el agua, y ésta corre sim problemas a los pocos segundos. Latimer se levanta del suelo, sentándose en él, observando a su joven amigo con una medio sonrisa.

—¿Has atascado el fregadero, Nige? —cuestiona, pues ha conseguido adivinar sus intenciones—. Lo has hecho para tenerme ocupado y que no piense en nada, ¿verdad?

—Yo... Pensé que podría ayudarte —afirma el calvo en un tono amable—. Todo saldrá bien —intenta animarlo—. Sé que no volverá a ser igual, pero... Bueno, seguiremos con el negocio —añade en un tono esperanzado—. Y cuando estés listo para volver, lo dices —Nige solo quiere recuperar a su amigo y jefe. Lo necesita, y no solo por el empleo. Con él puede hablar libremente, y es su mejor amigo. No le gusta verlo triste—. Sin presiones. Tú solo vuelve.

—Gracias, tío —agradece Mark, poniéndose en pie.

—Os invito a comer —ofrece el jovenzuelo—. Este fin de semana. El domingo, todos.

—No, Nige, creo que...

—Tienes que comer, tío —insiste Nigel—. Tú nos has invitado muchas veces —en sus palabras denota su admiración y agradecimiento—. Me sale bien la carne —se da un poco de pábulo—. ¿Os gusta a todos?

Contemplando la sonrisa amable y el esfuerzo que está haciendo por animarlos, Mark sonríe y cede.

—Sí, vale.


Steve Connolly está sentado, nervioso, en el borde del sofá de Beth, con el mono de trabajo puesto. Es un salvavidas dudoso, pero ella tiene que brindarle a la policía una segunda oportunidad para ocuparse de aquello. Pete Lawson hace muecas a espaldas de Steve. Bien sabe Dios que Beth comprende su cinismo, pero no se pueden permitir correr el riesgo. No pueden demostrar lo que cuenta Steve acerca de que recibe mensajes de Danny, pero tampoco pueden contradecirlo. Debe tener alguna importancia. Aunque él reconozca, que no sabe por qué ni cómo pasa, Beth se siente alentada por ello. Constantemente la impresionan cosas que no entiende. Ni los medios saben siempre cómo actúan ciertos medicamentos, solo que lo hacen. ¿Por qué aquello tendría que ser diferente? No sería digna de ser llamada madre si ignorase a Connolly, y luego resultase que tiene razón. El inspector Hardy prometió que en aquella investigación no dejaría piedra sin remover. ¿Es que esto no es importante?

Se da cuenta nada más ver Hardy a su invitado que va a haber un enfrentamiento. El inspector ya lo he decidido antes de que Connolly abra la boca. Beth entonces contempla cómo el rostro de la joven oficial se contrae en una expresión de molestia, rabia, tristeza y dolor. Ellie, por su parte, ha quedado atónita.

—¿Nos han llamado para esto? —brama Hardy, observando a Beth, antes de dirigirse a Pete—: Usted es gilipollas por dejarlo entrar.

—¿Acaso va a ignorar la advertencia que le dimos? —cuestiona Harper, dando un paso amenazante hacia Connolly. El inspector de cabello castaño coloca su brazo izquierdo frente a ella, para detenerla. Comprende su ira, pero no tiene sentido que se exalten los dos.

Steve se dirige a toda la habitación.

—Danny quiere que sepan qué lo mató una persona que él conocía.

Hardy explota.

—Esto es insultante. Exijo que acabe con esto ahora mismo...

—Les conté lo de la barca —lo interrumpe Steve—. No me escucharon, y ahora la han encontrado.

—Una casualidad —dice Hardy con desdén.

—Quiero que le escuchen —ruega Beth. Hardy frunce el ceño, y Harper suspira, pero ambos cierran la boca. Ellie observa la escena que se desarrolla frente a ella, sin poder dar crédito—. Solo pido eso.

El inspector vuelve la cabeza en dirección a Cora.

—Harper, dígaselo.

La muchacha suspira para calmarse, y se acerca a Beth. En un gesto amable, sujeta sus manos en las suyas.

—Escúcheme, Beth, revisamos los antecedentes de Steve —la habitación se inunda de la familiar tendencia a la sorpresa—. Está arruinado, tiene condenas por robo de vehículos, hurto, y conspiración con fines fraudulentos —le cuenta—. No es la primera vez que se persona en un incidente y luego publica un libro cuando el caso ha concluido, otorgándose el mérito de haberlo resuelto —le cuenta en una voz tensa—. Es un analista del comportamiento, al igual que yo —su severa mirada se posa en el falso médium—, y se basa en aquellos datos que puede interpretar y analizar para hacer su actuación.

Steve se levanta dando un salto, dando un paso hacia la oficial. Aquello pone en alerta a Ellie y Alec. Parece dispuesto a usar la fuerza con Coraline para rebatir su información.

—¡Eso no tiene nada que ver con esto! —brama.

—¿Qué? —Beth no puede creerlo. Se aparta de modo instintivo de él, colocándose a la espalda de la pelirroja, mientras Hardy se acerca a Steve, amenazadoramente.

—Vale, fuera —lo agarra del brazo izquierdo, contemplando por el rabillo del ojo que su subordinada se encuentre bien. Ésta asiente al notar su mirada en ella—. Vamos —lo arrastra hacia la entrada—. No sé si es un tarado mental, un mentiroso experto en análisis del comportamiento, o alguien que cree en lo que dice —escupe a la cara de Steve, habiendo salido de la casa. Pete les ha seguido al exterior—, pero tengo que encontrar al asesino y demostrarlo en un juicio. Trabajo con hechos, y usted solo ofrece fantasías —acusa—. Pete va a acompañarle a su vehículo, y usted no volverá a acercarse a esta casa —ordena en un tono autoritario, antes de posar una mano en el pecho del fraude—. Último aviso. Si le veo otra vez, lo meteré en prisión —concluye—. Y ni piense en acercarse a mi subordinada —menciona en un susurro, habiéndose acercado a él. Hace un gesto a Pete, y se aparta, quedándose en la entrada.

Pete agarra a Connolly del brazo y lo arrastra a su vehículo. Él no deja de protestar, alegando que es inocente y sincero. Beth apoya una mano en la pared para sujetarse.

—¿Por qué lo iba a hacer? —pregunta—. No tenía nada que ganar. No le he dado dinero.

—En dos semanas hablará con la prensa —dice Ellie, quien recuerda claramente las palabras de Coraline—. En seis meses escribirá un libro: «Cómo resolví el asesinato de Broadchurch» —suspira, notando que su amiga pelirroja ha salido, siguiendo a Hardy—. Vete a la librería del pueblo y echa una mirada. Está llena de esos libros.

Eso le llega al alma. Beth ha visto esos libros al recorrer los estantes en la época en las que las cosas no estaban tan cargadas de significado, pero ha visto ediciones de bolsillo rojas y negras de antiguos detectives y psicólogos, con el asesino en la portada y las víctimas nunca la vista. Comprende con un escalofrío que no tiene que permitir que Connolly gane dinero. Su dolor es una mercancía, y él es un tiburón. ¿Cómo puede haber alguien tan cínico? ¿Cómo ha podido ser tan estúpida?

—Oh, Dios mío —musita la joven madre—. Estoy tan sola...

—Beth, ¿has hablado con Mark? —cuestiona Ellie en un tono compasivo.

—No puedo...

—Debes hacerlo —insiste la agente de policía.

Hay un revuelo fuera de la casa cuando Pete empuja a Steve dentro del asiento del conductor de su propia furgoneta, con una mano encima de su cabeza, como introduciendo a un sospechoso en un coche de policía. Las dos mujeres miran por el cristal cómo se sienta Connolly detrás del volante, mientras expresa lo que solo se puede describir como una rabieta, retorciendo, gritando y golpeando el parabrisas con los puños.

Beth se aparta de la ventana con un vacío retumbando en la cabeza.


La lancha rápida, que lleva a los turistas a dar un paseo emocionante, está amarrada al malecón. Susan Wright está en el embarcadero, dando folletos a los paseantes.

—¡El Rayo de Broadchurch! —anuncia—. Media hora de crucero —pone un folleto en la mano de una madre que va paseando—. El siguiente dentro de un cuarto de hora —añade, antes de entregarle uno a una niña, sonriéndole—. Ten, cariñoo —ella devuelve la sonrisa—. Las mejores quince libras que habrán gastado nunca —sigue diciendo a pleno pulmón—. Niños a mitad de precio. Completamente seguro.

Una mujer observa atentamente la cara de Susan, y agarra un poco más fuerte la mano de su hija. Deja caer el papel en la primera papelera que encuentra.

La siguiente en coger un folleto es Maggie Radcliffe.

—Tiene buena pinta —dice, manteniendo la mirada de Susan—. Maggie. Editora del Eco.

—Sí, lo sé. La vi en la reunión.

—Usted es Susan.

—Sí.

—¿O es Elaine? —la mirada de Susan se va haciendo más fría, a medida que las preguntas de Maggie resultan cada vez más insidiosas—. En una foto de usted, con los niños de la Brigada Marina, pone ese nombre.

Maggie tiene una mirada de triunfo, pero Susan está tranquila.

—Su gente se equivocaría —replica Susan en un tono calmado.

—Si hay una cosa que les enseño, es a enterarse bien de los nombres y escribirlos correctamente.

Las dos mujeres permanecen inmóviles en punto muerto, mientras los veraneantes circulan a su alrededor.

—No sé lo que quiere, pero estoy trabajando— dice al fin Susan. Maggie no dice nada, pero se va alejando por el puerto con el folleto apretado en la mano, y sin perder nunca el contacto visual.


Hardy, Miller y Harper recorren el cementerio de San Andrés, donde enormes tejos rodean las lápidas medio caídas. El reverendo, Paul Coates, ha quedado señalado después de la investigación puerta a puerta, como uno de los pocos sin coartada la noche que mataron a Danny. Miller está hablando nerviosa sobre su próxima cena —aún no ha dicho nada a Hardy sobre la invitación extendida a Cora—, y elogia las virtudes del Dios doméstico que tiene por marido. Hardy, todavía furioso por su enfrentamiento con Steve Connolly, ha desconectado.

—Vendrá a cenar mañana, ¿no? —pregunta Ellie, dando una ligera mirada a la pelirroja, a quien también ha invitado—. Es que Joe ya ha hecho la compra. No puede echarse atrás.

—Eso dije, ¿no?

A la castaña le gusta que Hardy sea fiel a su palabra. Está extasiada porque llegue mañana. Coraline también se encuentra nerviosa. Será su primera cena en casa de una amiga, y para mejorar aún más las cosas, su jefe estará allí. Espera no hacer o decir algo ridículo una vez allí.

—¿Conoce bien al nuevo vicario? —le pregunta. El suelo entre las tumbas es irregular, y casi se tuerce el tobillo en uno de los hoyos.

—No mucho —niega la sargento de cabello castaño—. Lleva aquí un par de años. No vamos mucho a la Iglesia. La misa del gallo... Pascua, si nos acordamos.

—¿Sí se acuerdan de Pascua? —el tono del inspector es uno sorprendido.

—Normalmente buscamos huevos de pascua —responde ella.

—Y así cayó el cristianismo —comenta Hardy en un tono irónico. Aquello provoca que Cora se ría.

—¿Y qué pasa con usted, señor? —cuestiona la joven oficial.

—¿Qué pasa conmigo?

—Cora quiere decir si es usted religioso —intercede Ellie.

—Sí —afirma—. Rezo cada noche para que Miller deje de hacerme preguntas.

Cora se tapa la boca con la mano, ahogando una carcajada, al escuchar la respuesta irónica por parte de su jefe. Nota al momento cómo la mirada de su amiga castaña se posa en la cabeza de su jefe, como si quisiera taladrarla. Tras suspirar, Hardy decide devolverle la pregunta a la muchacha.

—¿Qué hay de usted, Harper? —cuestiona mientras caminan—. ¿Es religiosa?

—Dejé de serlo hace catorce años —menciona en un tono apesadumbrado—. Por lo que a mi respecta, no creo que haya un ser superior que determine mi destino y el de mis seres queridos. No creo que haya alguien que decida si una persona debe morir o vivir —añade, mirando al cielo, con sus ojos azules reflejando y mezclándose con la pigmentación de éste—. Cada uno crea su propio camino.

"Buena respuesta. Hace catorce años, ¿eh? Tendría unos catorce si no me equivoco... Me pregunto si tendrá que ver con la pérdida de su padre", piensa para sí mismo el inspector, caminando a su par.

Paul Coates, les está esperando en el banco de lo alto del cementerio con un iPad encima de las piernas. Salvo por el alzacuellos, podría estar vestido para una partida de billar en el pub. Hardy advierte que a Coates le encanta ser más modesto de lo que la gente espera de él, y se muere de ganas de que hagan un comentario sobre el iPad, así que se esfuerza por ignorarlo. En general, a él no le entusiasman los clérigos, pero no hay nada peor que un vicario a la última. Cora, que tiene aproximadamente, una opinión similar sobre los vicarios —puesto que, desde la muerte de su padre, éstos no dejaban de decirles que todo iba a ir bien, que lo superarían—, no puede evitar tener un pensamiento sarcástico: "Probablemente tenga una guitarra eléctrica colgada en alguna pared y sintetizadores en el altar".

—¿Conoce bien a la familia de Latimer? —empieza Hardy.

Coates deja su iPad.

—Liz, su abuela, es voluntaria nuestra. Doy clases en el club de informática del colegio de Danny —les informa.

—Oh, sí, Tom también va —menciona Ellie, contenta.

—Sí...

Cora, que, a diferencia de sus superiores, no está sentada en el banco, tiene la vista fija en el horizonte, observando el mar. Tras unos segundos se gira, y posa su mirada azul en el vicario.

—¿Conocía bien a Danny?

—Yo no diría tanto —niega Paul—. Él aprendía rápido, igual que Tom —Miller resplandece con orgullo, y Cora sonríe al notarlo—. Pillaban las cosas de modo instintivo. Me forzaban a mantenerme a su altura.

La mente de Hardy va lanzada: ahora que ya no hay coros de niños, ahora que todos los chicos adoran los altares de Apple y Microsoft, ¿qué mejor vía de acceso a ellos? Intercambia una mirada con su subordinada de piel clara, y ésta asiente.

—¿Por qué da clases de informática? —pregunta Harper, no habiendo despegado su vista del vicario.

Coates se cruza de brazos para responder.

—Intento conectar con la comunidad de cualquier forma que pueda. Además, me lo pidieron. Creo que el último profesor que entendía de ordenadores tuvo una crisis nerviosa...

—Ah, sí —afirma Ellie al momento, recordando—. El señor Broughton. Se sentaba, y se ponía a reír solo.

—Sí —afirma Paul sonriendo—. He sustituido a un tipo que se sentaba y se reía solo.

—¿Dónde estaba la noche que murió Danny? —dice Hardy, finalizando esas tonterías.

—Ya se lo conté a sus compañeros de uniforme.

—Lo sabemos —intercede la de piel de alabastro.

—Estaba en casa, yo solo. Vivo en la que está al pie de la colina, cerca de la iglesia —se explica—. Estuve levantado hasta tarde intentando escribir un sermón. «Intentando» es la palabra clave.

—¿Suele irse tarde a dormir? —indaga de pronto Ellie, recordando lo sucedido la noche anterior—. Es que anoche, sobre las cuatro y media, le vi de pie, fuera de la iglesia.

—Ah, era usted —parece aliviado de pronto—. Tengo un insomnio terrible. Desde hace unos seis o siete años. No he encontrado cómo curarlo, así que suelo quedarme paseando hasta tarde. Es mi mejor forma de llevarlo.

"De modo que insomnio, ¿eh? Y no tiene una coartada para la noche en la que murió Danny. Eso no pinta nada bien. Y ha desviado en varias ocasiones sus ojos, lo que me indica que está mintiendo sobre ello. No estuvo con insomnio esa noche, no. Hay algo más. Algo que no quiere que nadie sepa, a juzgar por ese ligero temblor de su labio inferior... Y, oh, interesante: sus manos tiemblan ligeramente sobre su regazo, aunque no creo que Ellie y Alec se hayan percatado de ello. Conozco esos síntomas perfectamente, pero necesito más datos para confirmar mi hipótesis", analiza rápidamente la muchacha de ojos azules, habiendo estudiado durante la conversación con el vicario su lenguaje corporal.

La mirada de Hardy se desvía mientras escucha a Coates. Se fija en que, desde la iglesia, se ve el campo que da a la parte trasera de la casa de los Latimer. También a la de los Miller, pensándolo bien.

—¿Algo específico que lo provocase? —pregunta, refiriéndose al insomnio del vicario.

—No, no. La verdad... No —sus ojos se desvían ligeramente.

—¿Estuvo paseando el jueves por la noche? —cuestiona Cora, arqueando una ceja.

—No lo recuerdo —dice Coates—. No sé, es posible que saliese a respirar aire puro en algún momento. Lo hago con frecuencia, pero no lo recuerdo.

Cuando han terminado de cuestionar al vicario, Hardy, junto con las dos mujeres, vuelve a recorrer el cementerio en un taciturno silencio.

—Odio en lo que me estoy convirtiendo —dice la castaña.

—¿En una buena inspectora? —comenta Alec.

—En alguien duro.

La sargento todavía no entiende que son la misma cosa.


Karen White salta con cuidado por encima del montón de correos sin abrir, que protege como una barricada la puerta de la casa de Beth.

—Gracias por aceptar hablar conmigo —dice Karen.

Beth asiente: todavía no está segura. Es Liz la que decidió que hablarían con la prensa.

—No he venido aquí a molestar —indica la morena, como si supieran lo que está pensando Beth—. Llevo aquí desde el primer día, y los he dejado tranquilos.

—Es cierto —confirma vivamente Chloe—. Yo dejé el mono de peluche en la playa, y ella me lo trajo para que nadie lo robara.

—Pero me he cruzado con Liz en el colegio, y... —Karen hace una pausa—. Bueno, creo que esto debería tener más cobertura —menciona Karen—. Pero estamos en un verano de locos, y ahora mismo hay un montón de asuntos que cubrir.

A la joven madre no le gusta esa palabra. La caza furtiva de faisanes, las multas por aparcar, y los chismes de los famosos, son asuntos, pero el suyo trata de la vida y la muerte. Asunto es un insulto incluso peor que caso.

—Sí... ¿Y qué habría que hacer? —pregunta Mark.

Obedeciendo a un gesto de Beth hace, Karen se sienta en una de las sillas del jardín trasero, se sube las mangas hasta el antebrazo, y se echa hacia delante.

—Vale, esto no les va a gustar, pero parte de la razón por la que la muerte de Danny no tiene la atención que se merece, es porque no da el perfil. Si Danny fuese una niña rubia, y un poco más joven, este sitio ya estaría lleno de periodistas —percibe la mirada de desagrado de Beth y su marido en ella.

—Supongo que bromea —dice Beth, ultrajada.

—Lo siento —se disculpa, y mira como si fuese sincera—. Pero es así. Todos los días hay chicos de once años que se escapan de casa.

—Así que nos van a ignorar, y ya está, ¿no? —la voz de Mark suena apenada.

—Sé que es una crueldad, pero los periódicos solo recogen lo que tiene tirón para el público. Si quieren más atención sobre el caso, deberá ser el foco de atención, Beth.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

—Denos su punto de vista, cómo lo está pasando, y todas las madres responderán.

Dos instintos entran en disputa en el interior de la madre de cabello castaño. Por un lado, el deseo de hacer lo que sea para conseguir publicidad, y, por otro lado, la sensación de que también tendría que dejarles escarbar en su intimidad. ¿Qué conseguirá poniéndose debajo de los focos, contándole sus intimidades a una periodista que acaba de conocer? Busca entonces consejo en las caras de sus familiares, pero encuentra su mismo desconcierto reflejado tres veces. Es una decisión suya. Ellos se limitan a esperarla y apoyarla.

—No lo sé, ¿esto es lo que queremos? —piensa la madre del niño en voz alta—. ¿No deberíamos hablarlo con la policía?

—Bueno, es del Herald. Yo leo el Herald —dice Liz, como si el periódico le debiera algo por sus cuarenta años y pico de fidelidad.

—¿Y si nos enseña lo que escriba, antes de enviarlo? —pregunta Chloe.

—Es una buena idea —la alaba Mark—. ¿Lo haría?

—Normalmente no, quizá esta vez, si consigo una foto de Beth y Danny para el artículo...

Intenta que suene como si no les estuviera haciendo un favor. Puede que lo haga.

—Pero... El inspector Hardy nos ha asegurado que resolverá el caso. Que dejemos que se ocupen ellos.

—Con todo respeto, ahora la policía se anda con pies de plomo, sobre todo el inspector Hardy, debido a su relación con Sandbrook.

Beth siente un frío ahogamiento en la garganta, como si estuviera tragando un trozo de hielo. Sandbrook solo es famoso por una cosa. Ve las caras de las niñas sin poder evitarlo.

—¿Qué tiene que ver él con Sandbrook? — pregunta Mark.

—Que él... ¿No lo saben? —la reportera morena pierde la compostura durante un segundo—. Alec Hardy era el encargado de la investigación. Yo estaba allí. Le seguí durante el caso. Fue culpa suya que todo se viniera abajo en el juicio.

El frío alcanza lo más hondo de Beth. Empieza a temblar de pies a cabeza de forma disimulada. La brusquedad que ella tomó por eficacia implacable ahora parece muy distinta. Y ellos se fiaron de él. Le confiaron el trabajo más importante del mundo. Lo más seguro es que le obligarán legalmente a declarar. Abre la boca para hablar, pero tiene la garganta seca. No le sale nada.

—¿Cómo consiguió entonces otro trabajo? —pregunta Mark.

—No lo sé —niega la reportera del Herald—. Pero uno de los motivos por los que estoy aquí, es para asegurarme de que no lo vuelva a hacer.

A la madre de Danny se le ocurre algo, y recupera la voz.

—Ellie me lo habría contado.

—Supuse que alguien lo habría hecho —dice Karen—. Lo siento. No lo habría comentado de haberlo sabido.

¿Cómo puede haberle ocultado Ellie algo así? ¿De qué lado está? Los pensamientos de Beth se arremolinan. No puede dejar de pensar en ello. ¿Por qué? ¿Por qué no se lo ha contado? Su familia y la reportera esperan su respuesta. El problema es que ella ya no se fía ni de su buen juicio. No hay más que ver a dónde la ha llevado su fe en Steve Connolly y Alec Hardy, y con Ellie por encima de los demás. ¿Quién le asegura que Karen White será distinta? ¿Entonces qué alternativa hay? ¿Decirle que se marche, y negarse a que le haga la entrevista? Oye el sonido de tejido desgarrándose, y se percata de que, con los nervios, ha roto parte de la falda de su vestido.

Karen ladea la cabeza.

—Me doy cuenta de que no soy imparcial, pero ahora que lo sabe hay todo tipo de motivos para utilizar la prensa. Porque, lo siento Beth, pero Alec Hardy no está acorralando a los sospechosos, ¿no? Cuanta más publicidad tengamos, más se le presionara a él.

Planteándolo de ese modo es fácil. El deseo de Beth de cuidar de Danny no ha disminuido con su muerte. En todo caso, es más intenso de lo que ha sido nunca.

Hay una fotografía en el alféizar de la ventana. En ella aparece Beth con Danny. Ambos están en la playa, el verano anterior, con los brazos por encima del cuello el uno del otro.

—Está bien —dice finalmente, aceptando el ofrecimiento de la periodista.

Mientras saca la fotografía del marco, sabe que podrá soportar que aquella sea la elección equivocada, pero que no será capaz de soportar el no hacerlo.


Es la última hora de la tarde. En el patio de la Brigada Marina, un barco está colocado boca arriba, lleno de chalecos salvavidas para niños. Jack Marshall que lleva su uniforme de guía, con una corbata de la armada sobre una camisa azul celeste, dirige a sus pequeños pupilos, que montan otro santuario para el chico perdido. Este tiene motivos náuticos: conchas en lugar de flores, dibujos plastificados, hay fotografías de Danny en la playa, de Danny con el uniforme de la Brigada Marina, de Danny recogiendo desperdicios en la arena, de Danny sosteniendo un pez, de Danny haciendo nudos...

Olly Stevens se detiene un momento delante de esas fotos. Mueve la cabeza despacio, y se frota los ojos. Luego tensa la barbilla. Prepara su teléfono para que grabe, y se lo guarda en el bolsillo.

—Hola, señor Marshall —dice en un tono animado.

—¡Oliver! —exclama Jack—. ¿Vienes a ayudar?

—Bueno, ¿podríamos hablar dentro?

Jack se pone en guardia al escucharlo.

—Pues no, podemos hablar aquí —niega—. ¿No ves que estoy ocupado? ¿Qué quieres?

—Vale... He encontrado cierta información y... —Olly aparta a Jack con cuidado de los chicos—. Como nos conocemos, quería comentársela antes de que salga a la luz.

—Antes de que salga a la luz, ¿qué?

Olly respira profundo.

—Lo siento, no hay una forma fácil de decirlo: ¿le condenaron por sexo con menores?

Miedo y odio asoman a los ojos de Jack.

—¡Por qué tú, cabrón...!

—No intento traicionarle... —empieza Olly. No tiene la oportunidad de terminar, ya que Jack, con la velocidad de un hombre de la mitad de su edad, le agarra por el cuello y lo empuja contra la barandilla. Los chicos de la Brigada Marina se echan hacia atrás, sobrepasados por la situación.

—¿¡¡Quién te lo ha dicho!? —suelta furioso Jack—. ¿¡La policía!?

—¡Puedo ayudarle a que se sepa su versión de la historia!

—¡Sois todos igual de cerdos, chismorreando y lanzando acusaciones!

—¡Creo que debería soltarme! —dice Olly, medio estrangulado. Jack le suelta, y de pronto es otra vez viejo y débil.

—¿Cuánto hace que me conoces? —implora en un hilo de voz—. ¿Cuándo he hecho algo indecente con un niño?

—Vale, si podemos ir a hablar dentro... —jadea Olly.

—¿Y que me pongas trampas para que me incriminen? ¿Eso es lo que quiere la puta de tu jefa?

—Eso ha sido muy fuerte: ¿cómo voy a incriminarle, si usted es inocente?

—Ya, te han enseñado a ser una rata lista, ¿verdad? Fuera. Lárgate, sabandija. ¡Fuera!

Olly sabe cuándo le han vencido. Deja el refugio de la Brigada Marina a medio correr, perdido en sus pensamientos. No se fija que Nige Carter está aparcado cerca, tomando patatas fritas en la cabina de su camioneta. Con la ventanilla bajada y el viento a su favor, ha oído todas y cada una de las palabras.

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