VII. El episodio del barril
La policía había traído un coche y en él llevé a la señorita Morstan de regreso a su casa. Con un espíritu angelicalmente femenino, había resistido toda aquella tragedia con aparente tranquilidad porque había alguien más débil que ella a quien ayudar. Por eso, cuando fui a buscarla, la encontré amable y sosegada, al lado del ama de llaves. Ya en el coche, sin embargo, palideció y estuvo a punto de desmayarse; después le sobrevino un llanto nervioso, producido por las emociones a que había estado expuesta. En otra ocasión, posteriormente, me confesó que durante el trayecto me sintió frío y distante. No comprendía la lucha que se realizaba dentro de mi pecho, ni la fuerza de voluntad tan terrible a la que tuve que recurrir para controlarme. Mi corazón la amó apasionadamente desde aquel instante en que sentí su mano en la mía, en el jardín. Comprendí que ni aun muchos años de vida convencional y normal me podían haber mostrado mejor su naturaleza· dulce y valiente, como lo habían hecho las extrañas experiencias de ese solo día. Sin embargo, había dos pensamientos que sellaban mis labios y que impedían que brotaran las palabras de cariño y de consuelo que hubiera querido decirle. Era una mujer débil y desamparada, sacudida física y mentalmente por las emociones. Hablarle de amor en aquellos momentos hubiera equivalido a aprovecharse de las circunstancias. Pero, lo que resultaba peor, Mary estaba a punto de llegar a ser una mujer rica. Si las investigaciones de Holmes tenían éxito, se convertiría en heredera de una fortuna. ¿Era justo, era decente que un miserable cirujano del ejército, con un ingreso por igual miserable, se aprovechara de una intimidad que sólo circunstancias fortuitas habían establecido? ¿No me consideraría ella, entonces, como un vulgar cazador de fortunas? La sola idea de que ese pensamiento cruzara por su mente me ataba. Aquel tesoro de Agra se interponía entre nosotros como una barrera infranqueable.
Eran cerca de las dos de la madrugada cuando llegamos a la casa de la señora Cecil Forrester. La servidumbre se había retirado desde hacía varias horas, pero la señora Forrester se había interesado tanto en el extraño mensaje que recibiera la señorita Morstan, que decidió esperarla. Ella misma nos abrió la puerta. Era una mujer simpática y de edad madura. Me impresionó la ternura con que abrazó a mi compañera y el tono maternal de su voz al saludarla. Saltaba a la vista que no la trataba como a una simple persona a sueldo, sino como a una verdadera amiga. Mary se apresuró a presentarme y la señora Forrester me invitó a pasar, suplicándome que le contara todas nuestras aventuras. Me excusé, explicándole la importancia de la misión que me habían confiado, pero le prometí visitarla después para informarle de los progresos que hubiéramos logrado en el caso. Al dirigirme hacia la puerta volví atrás y aún me parece ver el cuadro encantador que formaban las dos mujeres, cariñosamente abrazadas en el vestíbulo, bañadas por la luz de la lámpara. Era estimulante poder gozar de la contemplación de un hogar británico tranquilo, en medio de aquel loco, macabro y oscuro asunto en que estábamos enfrascados.
Entre más pensaba en lo que había sucedido, más me desorientaba. Repasé toda la extraordinaria secuencia de acontecimientos, mientras mi carruaje avanzaba por las silenciosas calles alumbradas por el gas de los faroles. Estaba el problema original. Pero eso, al menos, era perfectamente claro ahora. La muerte del capitán Morstan, el envío de las perlas, el anuncio, la carta... habíamos logrado hacer la luz sobre todos esos acontecimientos. Pero sólo nos habían conducido a un misterio más profundo y más trágico. El tesoro hindú; el curioso plano encontrado entre el equipaje de Morstan; la extraña escena de la muerte del mayor Sholto; el descubrimiento del tesoro, seguido inmediatamente por el asesinato del descubridor; las singulares circunstancias del crimen: las pisadas, las armas notables, las palabras del papel, iguales a las encontradas también en poder del capitán Morstan... era un verdadero laberinto en el que un hombre menos notablemente dotado que mi compañero se habría dado por vencido.
Pinchin Lane se componía de una hilera de casas de ladrillo de dos pisos y aspecto miserable, en el barrio más bajo de Lambeth. Tuve que llamar algún tiempo en el número 3 antes de obtener algún resultado. Por fin, noté el brillo de la luz de una vela tras el cristal de la ventana y un rostro apareció en ésta.
—¡Lárguese, borracho vagabundo! —gritó el rostro—. Si sigue armando bulla abriré las jaulas y le echaré cuarenta y tres perros encima.
—Todo lo que necesito es que deje salir uno —contesté.
—¡Lárguese! —gritó la voz—. ¡Malhaya sea, tengo un vampiro en esta maleta y se lo dejaré caer encima como no se marche de aquí!
—Pero lo que yo quiero es un perro —insistí.
—¡No voy a discutir con usted! —exclamó el señor Sherman—. Ahora, siga su camino; cuando cuente tres, soltaré el vampiro.
—El señor Sherlock Holmes... —empecé a decir; pero las palabras tuvieron un efecto mágico, pues la ventana se cerró de golpe y un instante después se abría la puerta.
El señor Sherman era un viejo alto y desgarbado, de hombros caídos, cuello largo y anteojos azules.
—Un amigo del señor Sherlock Holmes es siempre bienvenido a esta casa —dijo—. Pase usted, señor. Cuidado con el tejón porque muerde. ¡Ah, grosero, grosero! ¿Tienes deseos de probar el sabor de la carne de mi visitante? —se dirigía a un armiño de prominentes ojos rojizos, que asomaba la cabeza entre los barrotes de una jaula—. No se fije usted en eso, señor... esa culebra no hace nada... le extraje el veneno, por lo que anda por el cuarto sin peligro. Acaba con toda clase de sabandijas. Perdone que haya sido brusco con usted al principio, pero los chiquillos del barrio me fastidian que da gusto y con frecuencia me levantan a medianoche. ¿Qué es lo que deseaba el señor Sherlock Holmes?
—Quiere un perro.
—¡Ah, me supongo que necesita a Toby!
—Sí, así dijo que se llamaba.
—Toby vive en el número siete, a la izquierda.
El hombre avanzó lentamente, alumbrando con la vela la extraña familia de animales de que se había rodeado. A la luz incierta y vacilante de la vela pude percibir vagamente los ojos brillantes que nos contemplaban con curiosidad desde todos los rincones.
Toby era un perro feo, de pelo largo y orejas caídas, mezcla de no sé qué razas, de piel blanca y castaña y de aspecto ordinario y antipático. Después de alguna vacilación aceptó el terrón de azúcar que el naturalista me había entregado para que le diera. Una vez que hubimos sellado de esa manera nuestra amistad, me siguió al carruaje sin la menor dificultad.
Acababan de dar las tres cuando llegué a Pondicherry Lodge. El expugilista McMurdo había sido arrestado como cómplice y ya estaba en la estación de policía, junto con el señor Sholto.
Dos vigilantes cuidaban la entrada de la casa, pero con sólo mencionar el nombre del detective me dejaron pasar con todo y perro.
Holmes estaba en la puerta de la casa, con las manos en los bolsillos y fumando su pipa.
—¡Ah! ¡Lo ha traído usted! —dijo—. ¡Verá usted qué perro! Athelney Jones ha salido. Durante la ausencia de usted he presenciado un gran despliegue de energía. Ha arrestado no solamente al amigo Thaddeus, sino también al portero, al ama de llaves y al sirviente indio. Ahora la casa nos pertenece, pues la única persona que ha quedado en ella es un sargento de policía que está arriba. Deje usted el perro aquí, y suba conmigo.
Atamos a Toby a la mesa del vestíbulo y subimos las escaleras. El cuarto estaba como lo habíamos dejado. El único cambio consistía en que el cadáver había sido cubierto con una sábana. Un sargento de policía, visiblemente aburrido, estaba recostado en un rincón.
—Présteme usted su linterna, sargento —dijo mi compañero—. Ahora, áteme usted este pedazo de cartón al cuello, de modo que quede colgando por delante. Gracias. Y ahora, tengo que quitarme los botines y las medias. Hágase usted cargo de ellos, Watson. Yo voy a tener necesidad de andar descalzo. Moje usted un pañuelo en la creosota: así. Ahora, venga usted arriba un momento conmigo.
Pasamos por el agujero del techo y Holmes proyectó otra vez la luz sobre las huellas de las pisadas impresas en el polvo.
—Hágame usted el favor de fijarse bien en esas huellas —me dijo—. ¿Observa usted algo de particular en ellas?
—Son de un pie de niño o de una mujer diminuta.
—No hablo del tamaño. ¿No nota nada más?
—Se parecen a todas las huellas de pisadas.
—¡De ninguna manera! Mire usted. Esta es la marca dejada por el pie derecho. Ahora voy a imprimir a un lado la marca de mi pie. ¿Qué diferencia nota usted?
—Que sus dedos están juntos y apretados, mientras que en la otra huella están separados uno de otro.
—Exactamente. Ese es el punto, no lo olvide usted.
Ahora ¿quiere hacerme el favor de subir a esa claraboya y oler el marco de madera? Yo me quedo aquí, porque tengo este pañuelo en la mano.
Hice lo que me indicaba, y en el acto sentí un fuerte olor parecido al alquitrán.
—Quiere decir que para salir apoyó el pie allí. Si usted ha podido descubrir el rastro me parece que Toby lo hará también, y sin dificultad. Ahora, corra usted abajo, suelte el perro y fíjese en lo que va a hacer.
Cuando llegué al jardín, ya Sherlock Holmes estaba en el techo y desde abajo le vi deslizarse lentamente, como una culebra, por el borde del tejado. Pronto se perdió de vista detrás de un grupo de chimeneas, pero luego reapareció para desaparecer otra vez, hacia el otro lado del techo. Di la vuelta a la esquina de la casa, y lo vi sentado en la punta de una viga.
—¿Es usted, Watson? —me gritó.
—Sí.
—Éste es el sitio. ¿Qué es eso negro que hay allí?
—Un barril con agua.
—¿Lleno hasta el tope?
—Sí.
—¿No hay señas por allí de alguna escalera?
—No.
—¡Demonio de hombre! Este sitio es bastante peligroso, pero yo debo poder bajar por donde él subió. El tubo de agua parece sólido. Allá vamos, de todos modos.
Oí el roce de sus pies, la linterna comenzó a descender lentamente por la pared, hasta que Holmes saltó sobre la tapa del barril y de allí al suelo.
—Fue cosa fácil seguirle los pasos. Las tejas estaban flojas en todo el trayecto y el hombre, en su precipitación, dejó caer esto que confirma mi diagnóstico, como dicen ustedes los doctores.
El objeto que me enseñaba era una pequeña bolsa tejida con paja de colores, parecida por su forma y tamaño a una pitillera. Dentro de ella había media docena de espinas de madera oscura, puntiagudas en un extremo y redondas en el otro, iguales a la que había matado a Bartholomew Sholto.
—¡Son armas infernales! ¡Tenga usted cuidado, no se vaya a pinchar con ellas! Me complace mucho haberlas encontrado, pues éstas eran probablemente las únicas que le quedaban, y ya no corremos el peligro de meternos una en el pellejo. Por mi parte, preferiría enfrentarme a una bala Martini que a una de estas espinas. ¿Se cree usted capaz de emprender una caminata de seis millas, Watson?
—Ya lo creo.
—¿Lo soportará su pierna herida?
—¡Oh, sí!
—¡Ya estás aquí, tú! ¡Valiente Toby! ¡Huele, Toby, huele! —dijo acercando al hocico del perro el pañuelo mojado en creosota: el animal se quedó parado, con las piernas abiertas y la cabeza en actitud semejante a la del catador que huele el bouquet de un famoso vino.
Holmes arrojó el pañuelo, amarró una fuerte cuerda al collar del perro, y condujo a éste hasta el pie del barril. El animal prorrumpió en una serie de aullidos agudos y trémulos, y con la nariz en el suelo y la cola al aire, partió siguiendo el rastro, a un paso que mantenía tirante la cuerda y que nos obligaba a caminar a gran velocidad.
El horizonte había ido aclarando hacia el este y ya podíamos distinguir hasta cierta distancia, a la luz de la fría y gris mañana. La casa, cuadrada y maciza, se destacaba detrás de nosotros con sus negruzcas ventanas herméticamente cerradas y sus paredes altas y desnudas. El perro nos llevaba a través de los terrenos de la casa, subiendo y bajando por los montículos. Todo el lugar, con sus montones de tierra y sus huecos sombríos, presentaba un aspecto que armonizaba con la horrible tragedia sucedida en la casa.
Llegamos al muro exterior y Toby siguió corriendo a lo largo de éste, olfateando precipitadamente, medio oculto entre la sombra, hasta que por fin se detuvo en un rincón, detrás de un pequeño arbusto. En el punto de unión de las dos paredes faltaban varios ladrillos y los huecos que habían dejado estaban gastados en su parte inferior, como si con frecuencia hubieran servido de escalera. Holmes trepó por allí, levantó al perro y lo dejó caer al otro lado.
—Aquí hay señales del hombre de la pata de palo —comentó Holmes cuando me reuní con él—. Mire esta mancha de sangre que hay en el yeso blanco. ¡Es una gran fortuna que no haya llovido con fuerza desde ayer! El olor debe permanecer en el camino a pesar de las veintiocho horas de ventaja que nos llevan.
Confieso que yo tenía mis dudas al respecto, al reflexionar en el gran tránsito que debía haber cruzado aquel camino de Londres en el intervalo. Sin embargo, mis temores se calmaron rápidamente. Toby no vaciló ni mostró desconcierto un instante, sino que continuó avanzando con absoluta seguridad, con sus pasos oscilantes tan peculiares. Era notorio que el penetrante olor de la creosota se elevaba por sobre todos los otros olores del camino.
—No vaya a creer —me dijo Holmes— que todo el éxito en este caso depende de la simple casualidad de que uno de estos tipos haya pisado la creosota. Ahora tengo conocimientos que me permitirían seguirlos de muchos modos diferentes. Éste, sin embargo, es el método más rápido y ya que la fortuna lo ha puesto en nuestras manos, sería realmente tonto desaprovecharlo. No obstante, ha impedido que se convierta en el problema puramente intelectual que había prometido ser al principio. Hubiera recibido un poco de crédito si no hubiera sido por esta pista demasiado palpable.
—¡Vaya que si hay crédito en esto, y de sobra! —le contesté—. Le aseguro, Holmes, que me maravillan los medios mediante los cuales ha sacado sus conclusiones. Estoy más impresionado aún que en el caso de Jefferson Hope. Esto me parece más profundo y más inexplicable. ¿Cómo pudo describir, por ejemplo, al hombre de la pata de palo con tanta seguridad?
—¡Sencillísimo, amigo mío! A mí no me gusta adoptar actitudes teatrales. La cosa es clara y evidente. Dos oficiales que están al frente de un presidio llegan a conocer un importante secreto relacionado con un tesoro enterrado. Un inglés llamado Jonathan Small les dibuja un plano. Usted recordará que vimos este nombre en el plano que tenía el capitán Morstan. Small lo firmó, en su nombre y en el de sus asociados, con el dramático título de "El signo de los cuatro". Con ayuda del plano, los oficiales... o uno de ellos al menos... descubre el tesoro y lo trae a Inglaterra, dejando de cumplir, es probable, alguna de las condiciones bajo las cuales le fue dado el secreto. Ahora bien, ¿por qué no sacó el tesoro el propio Jonathan Small? La respuesta es obvia. El plano está fechado en la época en que Morstan estaba al frente de una prisión y, por tanto, en íntima asociación con prisioneros. Jonathan Small no sacó el tesoro porque tanto él como sus socios eran prisioneros y no podían huir.
—Pero todo eso son simples especulaciones.
—Son algo más que eso. Forman la única hipótesis que explica los acontecimientos. Veamos cómo encaja con lo que sucedió después. El mayor Sholto vive tranquilamente algunos años, feliz, en posesión del tesoro. Entonces recibe una carta de la India que le produce gran terror. ¿De qué podía tratarse?
—Probablemente de que las personas a quienes había engañado se encontraban en libertad, por haber cumplido su condena.
—O que habían escapado. Esto es más probable, porque él debía saber cuál iba a ser la fecha de su liberación y la noticia de ésta no podía haberle sorprendido. ¿Qué es lo que hace Sholto entonces? Toma precauciones contra un hombre que tiene una pierna de madera; y ese hombre es un blanco, fíjese usted, porque un día Sholto hace fuego erróneamente sobre un comerciante que también tiene una pierna de palo. Ahora bien, en el plano sólo hay un nombre de individuo de raza blanca; los otros son hindúes o mahometanos. No hay más hombre blanco que él. Por consiguiente, podemos decir con seguridad que Pata de Palo es Jonathan Small. ¿Cree usted falso mi razonamiento?
—No, es claro y preciso.
—Bueno, pongámonos ahora en el lugar de Jonathan Small. Veamos las cosas desde su punto de vista personal. Vino a Inglaterra con la doble idea de recuperar lo que, según él, le pertenecía y de vengarse del hombre que lo había perjudicado. Consiguió averiguar la residencia de Sholto, y es posible que llegase a comunicarse con alguien de dentro de la casa. Hay un criado, Lal Rao, a quien nosotros no hemos visto todavía. La señora Bernstone dice que es un buen hombre, pero quién sabe. Ahora bien, Small no podía encontrar el escondite del tesoro, conocido únicamente del mayor y de un criado fiel que ya había muerto. Un día sabe Small que Sholto está moribundo. Desesperado al pensar que el secreto del tesoro puede desaparecer con el mayor, burla la vigilancia de los guardianes, se acerca a la ventana del cuarto, y sólo retrocede en presencia de los dos hijos. Enloquecido por el odio que profesa al muerto, entra por la noche en el cuarto, registra los papeles con la esperanza de descubrir algún memorándum relativo al tesoro, y finalmente deja un recuerdo de su visita en una corta inscripción sobre un papel. Sin duda había resuelto de antemano que en caso de que le pudiera dar muerte al mayor, dejaría esa nota en el cadáver, como señal de que no se trataba de un vulgar asesinato, sino de algo que desde el punto de vista de los cuatro asociados era un acto de justicia. En los anales del crimen son frecuentes estos curiosos rasgos de orgullo y son indicaciones en cuanto a la persona del criminal. ¿Sigue usted el curso de mis ideas?
—Con perfecta claridad.
—Bueno. ¿Qué podía hacer Jonathan Small, sino seguir observando en secreto los esfuerzos que se hacían para encontrar el tesoro? Es posible que se ausentara de Inglaterra y sólo volviese de vez en cuando. Sobreviene el descubrimiento del cuartito de arriba y él lo sabe en el acto, lo que nos revela de nuevo que tiene un aliado dentro de la casa. Con su pierna de palo es literalmente incapaz de trepar solo hasta la elevada habitación de Bartholomew, así que aparece asociado con un compañero bastante raro, que vence la dfficultad pero mete su pie desnudo en la creosota, dando lugar así a la intervención de Toby y proporcionando una correría de seis millas a un oficial retirado y con un talón de Aquiles.
—Pero quien cometió el crimen no fue Jonathan, sino su extraño compañero.
—Eso es, y probablemente contra la voluntad de Jonathan, a juzgar por la prisa que se dio éste para volver a salir del cuarto apenas estuvo adentro. Jonathan no tenía resentimiento alguno contra Bartholomew Sholto y se habría contentado simplemente con maniatarlo y ponerle una mordaza; por otra parte no tenía ningún interés en arriesgar su propia cabeza. Pero la cosa no tenía remedio; los salvajes instintos de su compañero habían estallado y el veneno realizó su obra. Jonathan Small no tuvo, por tanto, otro recurso que dejar la famosa nota, bajar el cofre del tesoro al jardín y escapar con él. Tal ha sido el curso de los acontecimientos, conforme a mi manera de descifrar el enigma. En cuanto a los datos que he dado respecto a su persona, está claro que debe ser ya de cierta edad y estar quemado por el sol después de permanecer por largo tiempo en un horno como las islas Andaman. Su estatura es fácil de calcular por el largo de sus pasos y en cuanto a la barba, ya sabíamos que la tenía, pues como usted recordará ésta fue una de las cosas que más impresionó a Thaddeus Sholto cuando Small apareció en la ventana. Y con esto creo que no tengo más que añadir.
—¿Y el cómplice?
—¡Oh, bueno, no hay gran misterio en eso! Pero pronto sabrá mucho al respecto. ¡Qué preciosa mañana! Mire cómo flota esa nubecilla sonrosada; parece la pluma de algún gigantesco flamenco. La orilla rojiza del sol se eleva a empujones por sobre el techo de nubes que cubre Londres. Este buen sol brilla sobre un respetable número de personas, pero yo me atrevería a asegurar que entre todas ellas no hay nadie ocupado en una misión más extraña que la nuestra. ¡Qué pequeños nos sentimos con nuestras mezquinas ambiciones y nuestros ridículos afanes en presencia de las grandes fuerzas de la naturaleza! ¿Ha leído a Jean Paul?
—Bastante. Me familiaricé con él a través de Carlyle.
—Es como si hubiese usted seguido el curso de un arroyuelo hasta el lago en donde nace. Jean Paul hace un comentario curioso pero notable. Dice que la prueba principal de la grandeza verdadera de un hombre estriba en la percepción de su propia pequeñez. Esto proporciona, como usted ve, un poder de comparación y de apreciación que es en sí mismo una prueba de nobleza. Hay mucho alimento para este pensamiento en las obras de Richter. Trae usted una pistola consigo, ¿no?
—Sólo traigo mi bastón.
—Es muy probable que necesitemos algo semejante si damos con esos tipos. Usted se hará cargo de Jonathan. Si el otro tipo intenta algo, tendré que matarlo.
Diciendo esto sacó su revólver, le puso dos balas y volvió a guardarlo en el bolsillo derecho de su saco.
Durante este tiempo Toby nos había conducido hacia la metrópoli por caminos semirrurales, flanqueados de villas. Ahora, sin embargo, empezábamos a avanzar por calles continuas, de las que iban saliendo obreros y trabajadores de los muelles, mientras numerosas mujeres, en su mayoría desarregladas, abrían las ventanas y barrían las aceras. En las tabernas de las esquinas comenzaba ya el movimiento; varios individuos de aspecto vulgar salían de estos establecimientos, limpiándose con la manga de la camisa el bigote mojado por el primer trago del día. Perros de aspecto extraño se acercaban a nosotros y nos miraban con expresión curiosa, pero nuestro inimitable Toby no miraba a la derecha ni a la izquierda. Seguía avanzando en línea recta, con el hocico pegado al suelo y lanzando alegres gruñidos que indicaban nuevas señales del rastro.
Habíamos atravesado Streatham, Brixton, Camberwell y ahora nos encontrábamos en Kennington Lane, después de haber dejado atrás las callejuelas laterales de oriente del Oval. Los hombres a quienes perseguíamos parecían haber avanzado en un curioso zigzag, probablemente con la idea de no ser observados. Nunca seguían el camino principal si podían continuar su camino por callejuelas extraviadas. Al pie de Kennington Lane parecían haber tomado hacia la izquierda a través de Bond Street y Miles Street. En el punto en que esta calle da vuelta hacia Knight's Place, Toby cesó de avanzar y empezó a correr hacia atrás y hacia adelante, con una oreja levantada y la otra caída, convertido en la personificación de la indecisión canina. Empezó a avanzar en círculos, mirándonos de vez en cuando, como si en su desesperación solicitara nuestra ayuda.
—¿Qué demonios le pasa a este perro? —gruñó Holmes—. Seguramente no tomaron un coche, ni se fueron volando por los aires.
—Quizás estuvieron aquí algún tiempo —sugerí.
—¡Oh, no hay cuidado! Estamos de nuevo sobre la pista —exclamó en tono de alivio.
Después de dar algunas vueltas, Toby parecía haberse decidido repentinamente, y partió con una energía y una determinación que no había demostrado hasta entonces. El olor parecía más intenso que antes, pues ni siquiera tuvo que poner el hocico en el suelo, sino que tiró de la cuerda y trató de echar a correr. Yo podía ver, por el brillo de los ojos de Holmes, que éste pensaba que nos acercábamos al final de nuestro viaje.
Nuestro guía nos hizo descender por Nine Elms, hasta llegar al gran aserradero de Broderick y Nelson, contiguo a la taberna de El Águila Blanca. Aquí el perro, muy excitado, penetró al aserradero a través de una puerta lateral. Algunos de los obreros habían empezado ya a trabajar. El perro nos hizo correr a través del suelo cubierto de viruta y aserrín, para atravesar entonces un callejón, después un pasadizo y posteriormente dos grandes pilas de madera. Por fin se detuvo, con un ladrido de triunfo, al lado de un barril grande que se encontraba en el centro de un patio. Con la lengua colgando y los ojos brillantes, Toby saltó sobre el barril, mirándonos fijamente en espera de nuestras muestras de gratitud. Los tablones del barril y sus cintas de hierro estaban manchadas con un líquido negruzco y el aire se sentía pesado por el intenso olor a creosota que lo llenaba.
Sherlock Holmes y yo nos miramos fijamente y entonces, de modo simultáneo, estallamos en un irreprimible acceso de risa.
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