IV
En la sala de la casa de campo de los López, la joven se sentó mientras Daniel fue a buscar el botiquín. Al regresar, le entregó gasa y alcohol para que ella pudiera curar sus heridas.
—Lo siento, pero no me atrevo. Sé que el alcohol arde —dijo ella.
—Entonces lo haré yo —respondió él.
Ella lo miró sorprendida y se sonrojó, aunque el rubor apenas se notaba debido al maquillaje que aún cubría su rostro. Lisset tenía el cabello lacio y decolorado en un rubio pálido agradable, y su piel era blanca, incluso más pálida de lo que el maquillaje permitía apreciar. Después de pensarlo unos segundos, estiró la pierna y levantó un poco su vestido para que Daniel pudiera curar sus lastimadas rodillas.
—Casi nunca te he visto salir —comentó el joven tímidamente mientras se sentaba frente a ella y tomaba sus manos para curarlas.
—¿Tus padres no están aquí, verdad? —preguntó Lisset con evidente incomodidad.
—Están trabajando —respondió él.
—¿Y por qué no estás en la universidad? —indagó.
—Porque es domingo —respondió Daniel, sin poder ocultar su sonrisa.
—Lo siento, es que ando un poco desorientada —se disculpó con evidente vergüenza.
—¿Y tú no vas a la universidad? —preguntó Daniel.
—Un profesor viene a casa y me enseña aquí. Papá dice que no necesito una carrera porque tengo la vida solucionada.
Daniel levantó la mirada hacia el rostro de Lisset y la observó por unos segundos hasta que ella se quejó, dócilmente, porque él mantenía presionado el algodón con alcohol en la herida causada por su caída.
—Sé que soy bonita, pero me arde —dijo ella coquetamente.
—¿Entonces sí eres ella? —preguntó Daniel asombrado. Luego comenzó a vendarle la mano.
—Le grité muy duro a mi profesor y lo eché de casa. Quería propasarse conmigo. Él vendrá y le contará a papá, y entonces me golpeará de nuevo.
Después de un breve silencio, Daniel se agachó para curar las piernas de Lisset, pero no se atrevió a tocarlas. Se levantó de inmediato y le entregó las gasas a la joven.
—Ya viste que no arde —dijo él sonrojado—. Ahora hazlo tú.
Con una sonrisa despreocupada, Lisset tomó los utensilios y comenzó a curarse.
—Cuando mi papá se dé cuenta de que me fui, saldrá a buscarme y probablemente vendrá por aquí.
—Bueno, hasta que eso suceda, mi padre llegará. Si quieres le pediremos que no lo deje entrar.
—No, por favor, tampoco puedo quedarme aquí.
—Es peligroso afuera, especialmente bajo la lluvia. ¿Al menos sabes a dónde vas?
—Sí —contestó ella después de dudar.
Lisset se colocó la venda y se puso de pie, lista para irse.
—Espera... Yo te acompaño, al menos hasta la mitad del camino, seguirá lloviendo y la calle es peligrosa para una chica como tú tan...
—Pero voy a ir en bicicleta —interrumpió suponiendo el halago que venía.
—¿Y qué? Yo también tengo una bicicleta.
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