Danza kuduro
Cuarenta y ocho horas. Ese es el tiempo que queda para que cumpla los dieciocho años y no pueda encontrar mi canción. No voy a mentir: estoy aterrada por si no lo consigo. Los científicos y políticos dicen que un ciudadano sin sexto sentido tiene las mismas oportunidades que alguien que sí lo tienen, pero todo el mundo sabe que es mentira.
Solo los que consiguen encontrar su canción consiguen trabajar en lo que se propongan: médicos, políticos e incluso músicos; el trabajo más codiciado y prestigioso de todos.
Los sin sentido, por el contrario, solo logran aspirar a puestos de trabajo de bajo rango.
Además, si no encuentro mi canción, decepcionaré a toda mi familia. Mis padres fueron de las primeras personas del mundo que encontraron su sexto sentido. Cada vez que me miran, y aunque intenten fingir con una sonrisa nerviosa, puedo ver en sus ojos el miedo que sienten por mí.
Saben lo que le pasó a aquella chica de familia pobre que mintió diciendo que había encontrado su canción. Al día siguiente dos hombres vestidos de amarillo se la llevaron a rastras de la chabola en la que vivía. Desde entonces nadie la ha vuelto a ver.
Suelto un largo suspiro y me obligo a concentrarme en la música que suena en el piso de abajo y no en la vida que puede que pronto sea la mía. El interlocutor ha dicho que es una nueva canción de Lucy Green, una de las cantantes con más éxito del mundo. Más de dos millones de personas encontraron su sexto sentido en una canción de la joven.
Empiezan a sonar las primeras de la melodía, y sé que no puedo incluirme en esa lista. Esta no es mi canción. No noto las lágrimas hasta que mis mejillas están empapadas. ¿Qué voy a hacer ahora? He probado todo tipo de estilos: jazz, pop, rock, indie, heavy metal, rap, blues, música clásica... Nada sirve. A lo mejor no tengo que complicarme, ¿y si simplemente soy una sin sentido? Yo más o menos lo tengo asumido, pero mis padres no aceptarían eso.
Me levanto de la mullida cama y me pongo los primeros zapatos que encuentro. Necesito salir de aquí para tomar el aire y relajarme. O al menos eso intento decirme a mí misma. La verdadera razón es esta casa, no me gusta nada. Sí, será grande, pero eso solo hace que haya más rincones vacíos y que la sensación de soledad sea mayor.
En cuanto cierro la puerta principal a mis espaldas me siento mucho mejor. Como no tengo nada pensado por hacer, empiezo a andar por las calles del barrio de los Poetas. Cuando quiero darme cuenta me encuentro en la periferia de la ciudad, donde viven las personas dedicadas a la agricultura y a la ganadería. Aquí las diferencias con el resto de la ciudad son evidentes: y allá hay casas de todas las formas y colores, dándole color a las calles. Nada que ver con las casas blancas, modernas e inmaculadas del resto de la ciudad. A pesar de su antigüedad, preferiría vivir mil veces aquí, en una casita de campo, que en la mansión moderna en la que estoy obligada a vivir.
Observo desde aquí los campos de trigo, los niños corriendo por las calles sin temor a que un vehículo pueda hacerles daño. Además, aquí no se oye el continuo sonido de canciones, como ocurre en el resto de la ciudad. Y todo esto se debe a lo sucedido hace cincuenta años: la revolución artística. Cuando se descubrió que cada persona tenía un sexto sentido al escuchar una canción determinada, todo cambió: antes los músicos no estaban muy considerados y ahora, en cambio, es de los trabajos más codiciados y respetados de todos. Una asignatura nueva apareció en todos los colegios e institutos: canto. Las letras pasaron a ser mucho más importante que las ciencias.
Sin embargo, el Gobierno no contaba con que habría gente que se negaría a cambiar sus costumbres y su manera de ser. Los políticos intentaron convencer a la población rebelde, pero no consiguieron absolutamente nada. Entonces decidieron que podrían seguir viviendo como siempre, pero que no tendrían acceso al mundo de la música. Ellos aceptaron, y se asentaron en la periferia de las ciudades. Llevan una vida más humilde, pero más hogareña y familiar que la nuestra. El Gobierno no solo les privó de la música: también de la tecnología. La casas que estoy observando ahora mismo tienen más de cincuenta años. Noto entonces las miradas hostiles de la gente que pasa por las calles. Aquí soy una extraña, una forastera, una enemiga. No lo soporto, por lo que me giro y echo a correr.
Cuando estoy a punto de llegar a mi barrio, mi campo visual capta algo a mi derecha. Suelto un grito ahogado cuando lo veo: un grafiti en una pared de cemento que se podría ver a kilómetros de distancia. Una explosión de colores en un mar de blanco.
Lo recorro con la mirada durante un buen rato. Es simplemente precioso: un pájaro posado en un árbol con aspecto tan real que casi parece que si tocas el tronco, notarás las irregularidades rugosas de la madera y el pájaro empezará a piar en cualquier momento.
Cuando pienso que nadie me ve, saco mi móvil del bolsillo y le hago una foto. Estoy segura de que volverán a pintar la pared de blanco en cuanto las autoridades lo vean, y quiero guardar esto todo el tiempo posible. Lo que no tengo claro es cómo el causante de esta obra maestra ha podido hacerla durante el día y en tan solo una mañana. Noto una sensación rara en el cuerpo, emoción quizás, por este misterio que se me acaba de plantear sin pedirlo.
Algo me dice que no me voy a concentrar en encontrar mi canción.
Mientras como con repulsión disimulada las albóndigas de mi plato, no paro de pensar en el pájaro azul del graffiti. Me tiene como... hipnotizada.
—Cariño ¿qué te pasa? Pareces diferente hoy.
Giro la cabeza para encontrarme con mi madre. Sus ojos azules, tan diferentes de los míos negros, me miran con preocupación; con más de la habitual. Suspiro antes de atreverme a responder. No pienso contarle la verdad.
—Bueno, ya sabes que detesto las albóndigas.
Fija bien la mirada en mí, con ojos fríos y calculadores. Me mantengo firme. Está intentando averiguar si miento.
Al final, parece darse por vencida, porque refunfuña un poco. Pienso que va a responderme, pero veo que lleva su plato vacío al fregadero y sube las escaleras hasta entrar en su dormitorio. También oigo un portazo, y sé de sobra que no ha sido el viento. Esbozo una pequeña sonrisa para celebrar mi triunfo.
Mi padre irrumpe en el umbral de la cocina. Me mira con expresión divertida y me dice:
—Tranquila, se le pasará. No soporta que le digan que su comida no te gusta. Hay pollo en la nevera.
—Gracias papá.
—No hay de qué, hija. Recuerda este momento cuando el abuelo venga y prepare sus lentejas.
Me río, ya sé por dónde van los tiros.
—Tranquilo, soy una tumba.
Me levanto y echo las tres abominaciones de carne picada, intactas, en la olla donde está el resto. Después, caliento el pollo en el microondas y me lo como poco a poco. En comparación con las albóndigas, esto es una delicia.
Tumbada de nuevo en mi cama suspiro mirando el dibujo del pájaro en mi móvil. Necesito saber quién lo ha hecho y por qué. A lo mejor era un estudiante de Bellas Artes, aunque lo dudo: esa carrera es demasiado difícil de conseguir. La pintura y la escultura también están muy consideradas.
Ensimismada en mis pensamientos no noto que alguien ha entrado en mi habitación hasta que me habla:
—Laura, cielo ¿por qué no estás escuchando música? Tu canción puede aparecer en cualquier momento.
Pego un bote en mi cama y meto el móvil debajo de mi almohada.
—Mamá, si acabo de llegar...
—¡Nada de peros! —chilla, furiosa—, no puedo permitir que mi hija no encuentre su sexto sentido.
Evito un bufido. ¿Ahora qué hago? ¿Me pongo a escuchar canciones para calmarla, aunque aun así no encuentre mi canción en el plazo de dos días que me queda? La respuesta para mí está clara: no. Me levanto de un salto de mi cama y me pongo a su altura, bajando la cabeza un poco para mirarla a los ojos.
—No, mamá, no. Si no he encontrado mi canción en diecisiete años y once meses, ¿crees que en dos días sí? ¡Pues no! Tienes que aceptar que tal vez sea una sin sentido, y que tú hayas tenido suerte al escuchar una canción de ABBA y que fuera la que buscabas ¡yo no soy como tú!, ni nunca lo seré. Y me da igual que no te guste. Soy así, y punto.
Noto mi pecho hinchado de orgullo. Mi madre sólo me mira, atónita. Pienso que he ganado, pero entonces me doy cuenta de que está pensando una regañina para echarme. Esto yo me lo pierdo. Cojo mi móvil con la preciada fotografía en la galería y salgo disparada de mi cuarto. Bajo las escaleras a toda pastilla sintiéndola gritar a mis espaldas. Ya abajo, cojo un juego de llaves, abro la puerta principal y echo a correr. No puedo evitar que una sonrisa aparezca en mi cara. ¡Me he enfrentado a mi madre! Me ha costado casi dieciocho años, pero al fin lo he conseguido. Suelto un grito de júbilo sin importarme las miradas que me echa la gente que pasa por la calle. Por primera vez en un año, soy realmente feliz.
Cuando por fin paro de correr, me siento en un banco para recuperar el aliento. Pasados unos segundos, oigo un sonido que al principio atribuyo a algún barrendero limpiando la calle, pero que después descubro que parecía el sonido de un spray al ser pulverizado. Haciendo caso omiso a las agujetas que siento en todo el cuerpo, echo a correr hacia el lugar de donde viene. Un nuevo sonido aparece: el de agitar un bote de aerosol. Acelero aún más el paso y estando segura de que lo voy a encontrar, giro una esquina. La sonrisa que llevaba en la cara desaparece.
Aquí no hay nadie, aunque sí noto que alguien estaba pintando en la pared hace menos de un minuto; frascos de pintura en spray tirados en el suelo y en la pared un nuevo dibujo sin terminar: una niña pequeña con un globo rojo en su pequeña manita. Lo miro extasiada, a pesar de que las coletas rubias de la chiquitina están a medio pintar. Es precioso. Saco de nuevo el móvil y le hago una foto. Al guardármelo en el bolsillo y girarme para buscar por otra parte, una voz masculina me habla:
—Vaya, parece que tengo una admiradora.
Me giro para ver al autor de estas obras maestras. Debe de tener mi edad, es moreno de piel y unos ojos verde pálido captan mi atención. Tiene una camiseta vieja llena de pintura de mil y un colores.
—¿Qué? ¿Te ha comido la lengua el gato?
Me sonrojo violentamente. Hablar con chicos nunca ha sido mi fuerte, y menos con guapos.
—N-no —consigo tartamudear, fijando la vista en el suelo, ¿por qué tengo que ser tan tímida charlando con el sexo opuesto?
—¡Menos mal! Ya pensaba en presentarme voluntario para donarte mi lengua.
Me río, nerviosa. Me habla como si me conociera de toda la vida. Aunque la verdad es que su cara me suena mucho... Sin embargo, antes de atreverme a hablar, él se me adelanta:
—Sí, sé lo que estás pensando. Y este tío... ¿por qué me habla como si fuéramos amigos? Bueno, Laura, la razón es que lo somos, o más bien lo fuimos. En primaria éramos los mejores amigos, pero tus padres te cambiaron de colegio por motivos de trabajo.
¿Cómo te he encontrado? Te he visto mirando mi pintura, reconociéndote gracias a tus rasgos y al colgante que llevas al cuello, que por cierto te lo regalé yo. Ha sido una suerte querer romper un poco las reglas. Los que no encontramos nuestra canción tenemos que destacar en algo ¿no crees?
Me quedo atónita. No puede ser... ¡no puede ser! Es Lucas. Todo este tiempo pensando en qué habría sido de él... ¡y lo tengo delante de mis narices! En pocos segundos, noto cómo la carcasa que esconde mi corazón se abre. Lágrimas de felicidad salen de mis ojos a borbotones.
—¡Lucas! Te he echado mucho de menos —chillo con alegría. Corro hacia él y lo abrazo. Noto el olor de su pelo.
—Yo también a ti Laura —noto la emoción en su voz. Está reprimiendo las lágrimas.
Unas horas después, he vuelto a conocer a mi mejor amigo de la infancia. Ha cambiado mucho en aspecto, pero su personalidad es la misma de siempre. Sabe hacerme reír con cada cosa que dice. También sé la triste noticia de que hace unos meses cumplió los dieciocho, y no ha podido encontrar su canción. Ha hecho esas dos obras de arte urbano para demostrar que los sin sentido pueden hacer las mismas cosas que los demás. Quiere estudiar Bellas Artes y aunque no quiero decepcionarlo, no creo que lo logre. Si para los que tienen el sexto sentido es difícil encontrar una plaza, para alguien sin canción... todavía más.
También le he hablado un poco de mí. Y en cuanto le digo que faltan dos días para cumplir dieciocho años y no encontrar mi canción deja de sonreír y me mira muy serio.
—Laura, debes intentarlo. ¡Puedes conseguir trabajar en lo que te propongas si consigues tu sexto sentido! Ven, sígueme.
—¿Qué piensas hacer Lucas? —le pregunto con una ceja alzada.
—Solo quiero que encuentres la felicidad donde yo no la supe encontrar.
—Pero... yo puedo ser perfectamente feliz sin mi canción. Tú mismo no lo tienes y eres feliz ¿no?
Espero escuchar una respuesta positiva, pero él se limita a mirarme con sus ojos increíblemente claros con una tristeza profunda. Me duele verlo así. Le pongo una mano en el hombro en un gesto tranquilizador y suspira. Después parece recuperar la perdida compostura y me mira fijamente.
—Laura, no deben destrozar tus sueños. Por desgracia, si no cumples los requisitos de ciudadano perfecto lo harán... y después solo quedarán pesadillas.
Fijo la vista en una hoja roja del suelo, no puedo mirarlo a los ojos. Me acaba de confesar que los sin sentido viven en peores condiciones de las que me esperaba. Tras unos segundos con una tensión notable en el ambiente, me atrevo a hablarle:
—Lucas, contéstame a algo ¿qué trabajo tienes ahora?
—Trabajo... en la recogida de la basura.
Me giro y lo miro con los ojos abiertos como platos. ¿Basurero?
—¿Pero cómo es posible? Tienes un talento innato para dibujar. Tus manos deberían coger un pincel o un bote de spray, no cubos de basura.
Mi mejor amigo se toca el pelo castaño claro, claramente nervioso.
—Por eso te quiero ayudar a encontrar tu canción.
Lo miro a los ojos: parece sincero. Le sonrío abiertamente.
—De acuerdo, vamos allá.
Lucas muestra una sonrisa deslumbrante y nos levantamos del banco. Sin previo aviso, empieza a correr. Le sigo y me coloco a su altura. Me guía por callejuelas pequeñas y estrechas, y no se detiene hasta que llegamos a una gran plaza. Miro a mi alrededor, curiosa. Nunca había estado aquí. No hay mucha gente, pero sí muchas tiendas de música.
—Bienvenida al santuario de todos lo estilos de música que puedan existir. Podemos escuchar suaves y relajantes melodías de Mozart, canciones raya-mentes de reguetón o aburridas canciones de jazz, entre muchas otras. ¿Por dónde quieres empezar?
Lo miro, divertida.
—Tú eres el guía, decides tú.
—Um... de acuerdo, pero debes aceptar las consecuencias. No me hago cargo de los traumas producidos por escuchar canciones que te rayen de por vida. Estás avisada.
—Correré el riesgo entonces.
Se ríe y agarrándome del brazo, tira de mí hacia la primera tienda. El cartel de la puerta reza: “música PEB”. Es un recinto bastante grande, con cascos por toda partes para disfrutar de la música y estanterías llenas de discos antiguos. Escucho toda las canciones de la tienda, y ninguna me convence demasiado. El siguiente comercio al que estoy obligada a entrar por un tirón de brazo de Lucas se especializa en música rock y heavy metal. Me hace falta escuchar una canción para saber que aquí no encontraré mi sexto sentido y que me dé una jaqueca terrible.
Diez tiendas más tarde he perdido la ilusión. Tengo bastante claro que soy una sin sentido oficial. Sin embargo, él no. Parece un niño pequeño entusiasmado por una piruleta.
—Lucas, esto no está funcionando. Vamos a parar, por favor —suplico.
—¿Qué? No, por favor. La última tienda, te lo prometo. Y te invito a un helado.
—¿Me estás sobornando?
Él, sin dudarlo un momento, responde:
—Sí.
Cruzo los brazos fingiendo enfado. Pero al final, suelto un suspiro y acepto la propuesta.
Mi mejor amigo me coge del brazo de nuevo y me arrastra hasta la que espero que sea a la última tienda a la que entremos hoy. En el interior, me quedo fascinada. Todo está lleno de canciones de hace más de medio siglo. Esta época de la historia me encanta. Era un tiempo en el que el sexto sentido no había sido descubierto aún y todos tenían las mismas oportunidades de trabajar en un buen trabajo, si se lo proponían. Ahora, si eres un sin sentido, esas oportunidades se reducen a cero. Empiezo a escuchar canciones al azar, hasta que Lucas me pide que cierre los ojos. Obedezco y noto cómo me pone unos auriculares. Antes de darle al botón de comenzar me susurra:
—Ya verás. Esta canción es de mis favoritas.
Se hace el silencio, hasta que una melodía empieza a sonar. En cuanto empiezo a escuchar la letra, un hormigueo me recorre todo el cuerpo, las piernas me flaquean y una euforia extrema recorre todo mi cuerpo. No puede ser... tanto tiempo buscándola y aquí está. Sin poder evitarlo, empiezo a saltar de alegría. Las sensaciones en el cuerpo van a más: lágrimas de pura felicidad florecen de mis ojos y un cosquilleo en las extremidades aparece. Los versos continúan sonando formando una melodía divertida y movida.
La canción, ahora que lo pienso, define mi vida: al principio estaba escondida en una armadura de timidez y soledad; ahora, en cambio, he conseguido hacer cara a mi madre, ser yo misma y lograr lo que me proponga. Al terminar la canción, me noto llena por dentro. Abro los ojos y me quito los cascos. Miro el nombre de la canción: Danza kuduro. Me suena a música celestial. Lucas me mira fijamente a los ojos. Le muestro mi mejor sonrisa y lo abrazo con fuerza. En voz baja le digo mil veces gracias.
Cuando me he calmado un poco, nos dirigimos al mostrador, donde se encuentra una mujer de medina edad. Le entrego el pendrive con la canción y el cartel publicitario de la misma y ella asiente y sonríe, metiéndolo todo en una bolsa de papel. Este protocolo es obligatorio: cuando descubras tu canción debes conservarla en cualquier tipo de formato, pero es completamente gratis.
Ya fuera de la tienda, Lucas se para y me mira muy serio. Lo imito, pero con el ceño fruncido.
—Laura, tengo algo importante que decirte.
Pego un respingo. ¿Qué es tan importante como para ponerse así? Asiento con la cabeza y él se acerca un poco más a mí. Contengo la respiración, su cara está muy cerca de la mía. Puedo ver las motas grises y amarillas de su iris con toda claridad.
—¿Prefieres cucurucho o tarrina? Ya sabes, te debo un helado.
Me quedo congelada unos segundos, hasta que reacciono.
—¿Era eso? Pensaba que me ibas a decir algo en plan: “me voy del país”. ¡Me has pegado un susto de muerte!
Se ríe de su propia broma. Le doy un pequeño empujón en forma de réplica, pero al final acabo riéndome yo también. Después, nos dirigimos hacia una pequeña heladería, gastándonos bromas entre nosotros.
DOS AÑOS DESPUÉS
Corro por los pasillos de la universidad a toda pastilla. Me he entretenido demasiado hablando con Lucas por teléfono. Al llegar a la clase correspondiente me permito respirar. Por suerte, el profesor no ha llegado aún. Escojo un sitio libre al principio de la clase y me siento.
La verdad es que esto es bastante duro, pero me encanta. Pienso en el chico que ha cambiado mi vida, lo echo mucho de menos. Desde que empecé la carrera de Periodismo y él la de Bellas Artes (gracias a una beca), no nos hemos visto casi nunca. Sonrío inconscientemente. Los grafitis que realizó en la calle le valieron para lograr su sueño más codiciado. Es el primer sin sentido que logra estudiar Bellas Artes en todo el mundo. Quién lo iba a decir: pasó de recoger basura a ser un prestigioso estudiante en la universidad más importante del país.
Mientras el profesor entra en la clase y prepara el material de la clase, me permito cantar en mi cabeza la canción que, además de cambiarme la vida, hace que sienta a Lucas más cerca de mí.
La mano arriba
Cintura sola
Da media vuelta
Danza Kuduro
No te canses ahora
Que esto solo empieza
Mueve la cabeza
Danza Kuduro
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Bueno, este es el final de este pequeño relato. ¿Qué os ha parecido? La verdad es que esta historia me ha encantado escribirla y compartidla con vosotros. Admitámoslo, todos queremos un Lucas XD (me incluyo en la lista). Como podéis comprobar, no he dedicado el capítulo a nadie aún. La persona que haga el mejor comentario se llevará la dedicación. ¡Hasta la próxima!
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