9. CHURROS, PERMISOS Y VIRGINIA WOOLF
Me atreví a aminorar el paso y a esperar a Jude, que venía detrás charlando con María. Le hablé tartamudeando:
—¿Es... es cierto que... que todas las chicas vestís así en América?
Comprendió por qué lo preguntaba al verme observar con tanta insistencia el pendiente de plumas que le colgaba de la oreja.
—La verdad es que no... Esto es más bien una privilegio de ser un estrella de rock —apuntó sonriendo—. Pero más o menos puedes decidir qué ponerte. Ahora mismo hay muchous tipos diferentes de gente. Todavía existen personas más ¿clásicos?
—Clásicas —le corregí.
—Sí, clásicas. Pero nosotras podemous ponernos lo que queramos. Sziempre habrá gente a la que le pareszca mal, ¿no crees? —dijo dándome un golpe con el puño en el hombro de forma amistosa.
—¿Supongo? —respondí mirando a María de reojo—. Entonces, ¿puedes enseñar las piernas y lo que quieras?
—Lo que quieras —confirmó—. En mi cuerpou mando yo. En tu cuerpou, mandas tú. A mí me da igual lou que piense la gente —dijo poniendo los ojos estrábicos a propósito.
María, al ver el rumbo que llevaba la conversación, se adelantó para dejarnos solas y continuar con Juana el camino hasta una de las tiendas.
—¡Caramba! Es... no sé, parece un sueño...
—Sí, ¡queramba! —repitió riéndose.
—¿Y a la iglesia también? Espera... ¿Creéis en Dios?
—Mi familia sí es religioso. Yo no creou en Dios, tía. ¿Por qué hay guerras si no? No. Yo creo en el universou, creo... en la anarquía, en la paz... en que cada unou busque su propia felicidad.
—Hala...
—Pero sí... —me interrumpió—. También a la iglesia podemos ir como queramos.
—¡Calla, oh! Aquí todavía tienes que ir con velo. Vaya rapapolvo que te montan si no vas en manga larga, y bueno... si me viese mi madre así, ¡le daba un infarto, seguro!
—¿Un infarto?
—Sí, crack —bromeé haciendo un gesto de sufrir un ataque al corazón y morir. Jude se rio al instante:
—Eres muy gracioso.
—Y tú dices cosas muy originales.
—¡Eh, chicas, mirad! Creo que esto podría ser perfecto.
Juana nos detuvo mientras seleccionaba varios vestidos, faldas y camisas de un comercio al fondo del edificio.
Después de desordenar cada rincón, salíamos de Galerías Preciados preparadas. Las chicas habían cambiado radicalmente y podían pasar perfectamente desapercibidas ante cualquier multitud curiosa o altamente rancia.
Jordanne insistía en que quería probar los churros con chocolate. Decía que en sus giras por Europa los artistas españoles siempre hablaban del plato divino de los domingos por la mañana. Así que esa misma tarde, bajo los treinta y tres grados de temperatura, atravesamos el callejón del centro para visitar la Chocolatería San Ginés, con su escaparate pintado de amarillo y verde.
En mi casa, los churros con chocolate no se comían demasiado. Los pasteles que comíamos en Coela se llamaban casadiellas y estaban deliciosas, pero en la ciudad la combinación de churros y chocolate parecía ser algo de costumbre. De hecho, la chocolatería era ya muy antigua. Nos sentamos en una mesita blanca que había en la calle, y Juana entró a pedir los churros junto a Gabrielle. En unos minutos pasamos de ser muchachas espléndidas camino a la madurez a rozar inocentemente la infancia, luciendo la comisura de los labios sucia y chorreada de chocolate ardiendo, bajo el ardiente cielo.
Juana charlaba entusiasmada y preguntona acerca de cómo habían logrado viajar sin acompañamiento en sus giras mundiales, si habían tenido que recibir el beneplácito de los padres o la autorización de los maridos. No se trataba de una pregunta al aire, pues prescindir de esos permisos eran impensable en aquel momento, era como se hacían las cosas aquí. No era legítimo para una mujer alejarse del hogar si no era con el consentimiento del padre o del esposo, y de aquello solo hace cincuenta años.
—¿Y qué más podéis hacer? ¡Contadme, por favor!
—Pues más o menos lo que queramos.... —explicó Eve.
—Bueno, aunque no es del todo verdad... —dijo Jude mojando tres churros al mismo tiempo—. Nos queda mucho por conseguir: la elección de ser madre, poder trabajar fuera de casa y ganar el misma dinero que los hombres... ¡Muchou por hacer, dude!
—¿Decidir ser madre? —preguntó María.
Pero la interrumpí presa de la curiosidad:
—Esperad... ¿No tenéis que pedir permiso tampoco para viajar solas? Ahora que lo pienso... No os he visto con nadie más que con... ese tal John.
—La cuestión es ¿queréis viajar solas? —puntualizó María, con cierta incomprensión bañada en cólera —. ¿No deberíais estar buscando un novio decente para casaros? Viajar por ahí solas..., por toda Europa, tiene que ser peligroso. Además de ser... ¡un escándalo!
—¡Qué dicezs, tía! ¿Casarme yo? —protestó Jude—. ¡Ni loca! Mi madre se casó con dieciséis años y nunca lou he visto sonreír ni un poquito. Ese maldito señor... nou la deja vivir. Siguen casados... porque creen en el matrimoniou. Pero yo, yo no me casaré, never, ¡no, no y no!
—No, Carlota —retomó Jordanne—. Nou tenemos que pedir permiszo de nadie.
La conversación se estaba tornando cada vez más agitada. A nuestro alrededor se erigió un muro transparente, un escondite invisible. No veíamos quién pasaba a nuestro lado, no escuchábamos el ruido de la calle y ni siquiera nos dimos cuenta de que la noche había caído. Nuestra tertulia estaba siendo tan apasionante que solo existíamos nosotras en aquel callejón con olor a chocolate y a masa frita.
—Meca, pues aquí es que no puedes irte de viaje a ningún sitio sin la firma de tu padre o de tu marido. ¿Cómo te vas a ir de viaje si tampoco puedes sacar dinero? —apunté.
—¡Así estoy yo! Mi familia nadando en duros y yo que no me puedo gastar ni uno. Mi padre es un rata —bromeó Juana.
—¿Rata? —preguntó Jude. Pero lo hizo mirándome a los ojos, mirándome a mí. Buscando mi respuesta.
—Sí, que no le gusta gastar —le expliqué haciéndole el gesto del dinero con la mano—. ¡Y para salir al extranjero tienes que hacer un curso de cocina!
—¿De cocsina? —preguntó Eve limpiándose las manos con una decena de servilletas rugosas—. Pues yo quemaría todos los pasteles.
—Bueno... cursos relacionados con cosas del hogar, más o menos. Los muchachos, de otra cosa —expliqué.
—Pero estou es sexista —aclaró Jude—. Ya lo escribió Virginia Woolf: «Como el pulso de un corazón perfecto, la vida latía directamente en las calles», y si no me dejan ver las calles del mundo por quemar un malditou pastel, el siguiente que meta en la horno estará envenenado con mi rabia.
—Madre mía... —solté sin querer, hipnotizada por las palabras de Jude.
—¡Bienvenidas a España! —ironizó Juana.
—¡Pues a mí me gusta España! —María estaba roja como un tomate. Se notaba que a pesar de encontrar la conversación igual de absorbente que nosotras, estaba realmente incómoda, guardando la rabia en una cajita, cerrándola con llave y escondiéndola en el bolsillo de la buena educación.
—¡No me lo creo, guajas! ¿En serio el mundo es tan diferente? A ver, yo algo ya me olía, ¡claro que sí! Pero ¿tan diferente? Y parece que sobre todo es diferente para nosotras, ¿no?, las mujeres, digo. No sé si seré capaz de vivir aquí sabiendo que solo a unos kilómetros las guajas pueden hacer lo que les venga en gana. ¡Que a tan solo unos cuantos viajes de esta chocolatería hay unas cuantas luchando por que se les pague justamente! Porque se les deje estudiar sin que las miren como nos miraban a nosotras el otro día en el examen de la pre. ¡Que nos miraban, chicas, que nos miraban! Y no por bien. Esto que nos cuentan parece importante.
Cuando terminé de hablar estaba de pie, acalorada, agitada y conmovida, con mi último churro en la mano. ¿De dónde había salido todo ese ímpetu? Yo no me tomaba por alguien con ímpetu. Y, por supuesto, nadie con alma rebelde.
—¡Mírala!, y parecía medio tonta cuando llegó del pueblo, chica.
—Meca, Juana, ¿pero no lo ves? Es que en unas semanas iremos a la universidad. Seremos estudiantes de tomo y lomo, nos zurrarán por todas partes, por escuchar a Serrat o por leer un libro..., qué sé yo..., sobre la economía comunista. Fíjate el disparate que se armó en el concierto, ¡y solo estábamos bailando!
—¿Ahora te interesa la economía comunista? —preguntó María con sorna.
—A mí me interesa. Es conocimientou —dijo Jude—. Y el conocimientou es poder.
—Otra vez con la universidad... Sí. Lo veo, chica, sí. Pero siendo hija de mi padre, no me queda más remedio que callar y vivir. Bastante hago ya por la libertad propia cuando salgo por la puerta de mi casa y más o menos hago lo que me viene en gana —concluyó Juana algo resignada.
—No sé. Yo creo que estáis exagerando. Tan mal no nos va... —María intervino con la necesidad de zanjar aquella conversación.
—Tan mal no estamos. Es verdad.
Ultimé la conversación deshinchada por algo parecido al desencanto y viendo que, aunque mi escepticismo era compartido, no había sido recogido con tanto entusiasmo. Observé cómo Jude esbozaba una tímida sonrisa torcida y cómo bajaba la cabeza para ocultar que la situación le estaba resultando gratamente inesperada.
Decidí zanjar el tema aquella noche. Al llegar a casa me dolía todo el cuerpo. Los pies me mataban y por dentro me pesaba cada músculo por el calor. Así que, me fui directamente a la ducha y después me tiré en la cama con el pelo mojado. Dejé la ventana abierta de par en par para que la brisa se deslizase por encima de mí y me acariciase la cabellera. A pesar del agotamiento, me costó dormir. Pensaba en todo. Bosquejaba en mi mente una imagen de cómo sería al otro lado del charco. Después, al fondo, aparecían los ojos azules de Jude mirándome desde el océano. Vi a Eve gritar delante de un edificio reclamando libertad urgente, a Juana y a mí subiendo a un barco o a un avión, ¡conociendo el mundo! Me observé a mí misma siendo mayor, totalmente desdibujada, sin cara, engullida por una rutina familiar infeliz.
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