8. THE SOUL OF THE CITY
Al día siguiente me desperté como en una burbuja. Un poco mareada por el whisky. No obstante, la resaca era sobre todo emocional. Los nervios del estómago no paraban de moverse y mil mariposas revoloteaban agitadas en mi vientre. Las sienes me palpitaban y las extremidades me ardían del esfuerzo por zafarme de aquel policía. Era domingo y la luz del mediodía se colaba por las cortinas de mi habitación, reposando en mi cara. Aun teniendo aquella sensación de barco a la deriva, magullado y carcomido, sonreí reconfortada en mi fervor interior.
Padre me llamaba desde la cocina. Me apremió a salir de la cama para que bajase a la tiendina de Manuela a recoger la barra de pan que había reservado para comer. Madre había puesto rumbo a la Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles. Seguramente estaría ya rezando en misa de las doce. Me sujeté la frente para no marearme más. También me apreté bien el estómago para no dejar que se moviese, y me levanté con mucho cuidado de la cama. Después de darme una ducha fresca, comer un pellizco de pan duro y beber un café calentito, me sentía como nueva. Me endosé mi vestido y salí por el portón.
Tenía ganas de ver a Juana y a los demás para contarles lo que me había ocurrido el día anterior. Contarles no solo que había estado con las Not Fooled en su camerino, sino también lo que ellas me habían contado acerca del verano del 67 y lo desconcertadas que se habían encontrado por lo ocurrido con los grises. Probablemente, no fueran a creerme, pero necesitaba soltarlo, decirlo en voz alta para hacerlo real, para volver a acariciarlo antes de dejarlo marchar de nuevo.
Al girar la esquina, justo antes de llegar a la panadería, el corazón me dio un vuelco tan intenso que casi se me sale por la boca. Gabrielle, Jude, Eve y Jordanne estaban apoyadas en la pared como si fueran modelos de una revista de moda, como recortes sacados de una revista británica pegados sobre un aburrido periódico gris. ¿Qué hacían allí?, ¿se habrían perdido? Quizá extraviaron algo y pensaban que lo tendría yo...
—Hey! Por fin you are aquí.
Gabrielle ya me estaba abrazando antes de poder hacer nada. Parecía que sí, que me buscaban a mí.
—Quiero pedir perdón por lou de ayer noczhe. —Jordanne parecía mucho más calmada hoy—. Era nervioso. No sabía lo que era dejarte ahí fuera, sola y quería volver al hotel rápido.
—No tenéis que disculparos por eso. De hecho, debería daros las gracias por dejar que me quedase con vosotras. —No tenían que haber venido a pedirme perdón—. Probablemente, tendréis que iros ya. Estaréis muy ocupadas...
Jude me interrumpió, mostrando un entusiasmo que me parecía imposible ver en una chica como ella, que había vivido y experimentado tanto:
—Nosotros queremos ver —dijo—. Dijiste que sin ver nou íbamos a entender. Queremos ver Madrid, queremos entender tu país, Carlota. —Sacó un cigarrillo y lo encendió dirigiéndome una sonrisa.
—Yeah... Nuestro giro ha finished y Madrid was nuestro última concierto. No tenemos que volver hasta dentro de unas días. I want to feel the soul of this city, I want to breath it all... —Gabrielle se apretaba el corazón y yo podía percibir en ella que no mentía, por mucho que sus palabras me sonasen algo teatrales, y que solamente entendiese la mitad de lo que decía.
—¿Cómo crees que nos vamos a ir después de ayer? La oportunidad de aprender de un país dentro de un país es única. Yo no quiero solo salir a pedir paz para América. No, si aquí no tenéis ni el derecho de salir a pedir. Me sentiría... ¿mentirosa? Enséñanos Madrid —insistió Eve.
—Además, llevamous meses viajando, dude. Todo es demasiado rápido, demasiado corto en cada sitio... —A Jude se la notaba cansada mientras decía estas palabras. Cansada de ver pasar su vida a cámara rápida sin poder agarrar ni un solo minuto de su existencia—. A veces, me levanto y no sé dónde estoy. En qué lugar, Londres, Berlín, Nueva York, París...
—¿En serio? —pregunté.
—Te lo juro, tía... Hoy me he despertado pensando que estábamos en París... —dijo riéndose.
—Sí. Acá hay bonitas playas, ¿no? —curioseó Jordanne.
—Lo siento... —expliqué sin poder evitar soltar una risita—. No en Madrid. Yo nunca he visto el mar.
—¡¿Que nunca has visto el mar?! —exclamó Jude.
—No... ¿Cómo es?
—Es... es comou ver... un maldito milagrou. Comou si la madre naturaleza te abrazase fuerte y te dijese que, szin ti, el mundo no sería igual...
—Eres muy rara —le dije.
Mis días en la capital de los gatos se volvieron aún más surrealistas. El cambio de Coela a la ciudad había hecho que germinara en mi interior una feroz tormenta de vibraciones que había movido cada rincón de mi esencia. Sin embargo, la irrupción de las americanas aquel verano supuso no solo en mí, sino en todas nosotras, una sacudida de realidad a la que deberíamos enfrentarnos tarde o temprano.
Antes de Juana, no solía pensar demasiado acerca de nada. Me limitaba a vivir día a día entre los tabiques de mi refugio. Ella despertó en mí una curiosidad que estaba dormida. Después de Jude, Jordanne, Eve y Gabrielle, los candados de la puerta a la evidencia se habían roto para siempre, y tocaba mirar a los ojos con coraje a la triste verdad que nos mantenía presas en una cárcel invisible casi sin saberlo.
Charlar con ellas aquellos días de verano me hizo identificar todo aquello de lo que nos privaban, a cuánta presión revestida de moral católica estábamos expuestos los jóvenes y, sobre todo, las muchachas.
Aquella mañana lo único que pude combinar fue llamar a Juana. Por supuesto, yo no me veía capacitada para ejercer de guía de una ciudad que apenas acababa de descubrir, y mucho menos mostrársela a una tribu de yankees revoltosas. De hecho, las yankees más famosas del momento y en el mundo entero.
Les hice seguirme hasta la calle de Juana, y cuando llamé al timbre le pegué un grito para que se asomara. Desde su ventana entrecerró los ojos para enfocar y, en menos de lo que canta un gallo, la sorpresa apareció iluminando su cara. De un segundo a otro su rostro se quedó congelado. Veloz, no tardó en salir a la calle y, cuando lo hizo, todavía se estaba calzando un zapato y el otro lo columpiaba en la mano.
Juana sacó sus dotes de lince. Espabilada, como siempre, tuvo la agudeza necesaria para ver algo que yo nunca hubiese visto en aquel entonces.
—¡Vamos a Galerías Preciados! —gritó.
—Juana, ¿te parece a ti que irnos de compras ahora es buena idea? —dudé extrañada por ese afán consumista que tenía, pero que no había mostrado nunca conmigo.
—¿Cómou? —insistió Eve.
—Sí, hombre. A ver, ¿os estáis viendo?
—Sí, ¿qué pasza?
Las chicas se miraron unas a otras extrañadas.
—A mí me encanta vuestro estilo, jobar —aclaró Juana con su desparpajo —, pero si queréis pasar desapercibidas no podéis ir así vestidas por la calle. ¡Necesitamos ropa nueva y unas lentes de sol muy grandes! De esas redondas que casi te cubren la cara entera.
En el trayecto hasta Galerías mostré una actitud de seguridad y cordura, pero dentro de mí se declaraba una sigilosa guerra en la que entraban en juego soldados de todas las causas. ¿Qué hacía yo poniendo rumbo a Galerías Preciados sin una perra que gastar?, ¿saldría a la luz finalmente que Juana y yo veníamos de clases sociales completamente opuestas?, ¿se terminarían ahí mis días de optimismo y suerte? Aquellas inoportunas preocupaciones se vieron acrecentadas cuando, casi llegando a la Plaza de Callao, María esperaba bajo la sombra de un árbol.
—La he llamado antes de bajar —comentó Juana.
No dije nada. Por supuesto, no estaba dispuesta a discutir delante de cuatro muchachas como las Not Fooled. En cambio, la incursión de María en la historia ni me convenció ni me pareció oportuna. Lo que me había ocurrido era un secreto que quise compartir con mi mejor amiga, con mi Berna de Madrid, sin embargo, ella había decidido no guardarlo y compartirlo a su vez, por lo que deduje en aquel instante que María era para Juana su mejor amiga, no yo.
Las muchachas demostraron en el camino ser realmente interesantes. Algunas hablaban español mejor que otras. La conexión con Jude fue inmediata. No era parlanchina y eso me gustaba porque veía en ella un reflejo de mi yo más evidente. Ahora bien, enseguida noté que su cerebro viajaba como el mío a mil kilómetros por hora, tan rápido como la velocidad de la luz en una conversación interior interminable. En su mirada creí comprender que a ella le ocurría lo mismo conmigo.
Normalmente, Juana era la que destacaba, por eso Pepe se había prendado tanto de ella, porque no tenía vergüenza ninguna. María, bueno, nunca se callaba su opinión, por muy carca y casposa que fuese, y eso hacía también que las personas de su alrededor la recordasen. A mí no me recordaba nadie. En Madrid, no era ni la más graciosa, ni la más guapa, ni la más inteligente. Tampoco la más culta o al menos esa era la consideración que yo tenía de mí misma. Ahora sé que aquella estima era irreal e injusta. Confieso que también estaba manchada de una ceniza oscura y contaminante que ensuciaba mi ser hasta esconderlo en un hoyo sin salida. La cuestión es que así me sentía hace más de cincuenta años y por eso la idea de que alguien como Jude probase curiosidad hacia mí fue gratificante, fascinante y embriagadora. Al llegar a Galerías, los pensamientos indiscretos y malvados se habían evaporado.
Ella fue la primera en ver el potencial que yo guardaba secretamente en mi esencia, como persona que pertenece a este mundo. En cambio, yo aún no era capaz de creer en mí misma ni un poquín.
Juana iba delante guiando a todo el grupo y, como hizo conmigo hacía unas semanas —que figuraban años—, fue explicando qué se podía ver o no en aquella ciudad, que muy poco tiempo atrás había sido víctima de la pobreza y la mugre. Al entrar en Galerías quedé rendida ante tal esplendor y derroche. Carteles en los que se leía «Rebajas» llenaban los espacios, y las innumerables mujeres allí presentes se movían como pez en el agua entre la ropa, perfumes y accesorios del hogar. Había televisores, radios, maquinillas de afeitar, planchas..., tantas cosas que era incapaz de observar todo al mismo tiempo. ¿Tantos televisores se venderían algún día? Aquella cantidad de ropa trajo consigo un pensamiento.
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