1. DECIR ADIÓS
«En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén», rezamos todas al unísono. Y mientras el eco retumbaba en la magna bóveda de aquella preciosa y ostentosa iglesia, viajando por sus paredes y expandiéndose por el espacio, pude ver cómo ella se escabullía entre la gente, dejando un halo de su especial y perenne aroma.
Su pelo rubio, casi blanco, tan fino y voluble como el aire, volaba a cámara lenta en un minuto eterno al despojarse de aquel velo de encaje negro. Un encaje negro que vestía las pervertidas melenas de las mujeres de aquel tiempo y que, como una marea, bañaba cada rincón de las naves del antiguo edificio.
Ella se volvió un instante y me buscó con la mirada. No le hizo falta escarbar demasiado porque mis ojos no la habían abandonado ni un solo momento. Por última vez, nuestras miradas se fundieron. Recuerdo bien esos hipnotizantes y profundos ojos azules que calcaban la inmensidad del océano. Sostuvimos aquel inmortal gesto, lo que parecieron horas y en realidad fueron segundos, y aunque no hablamos, nos despedimos con el corazón en un puño, mucho miedo, y una desolación infinita. Mente a mente.
Fue en aquella ocasión la última vez que pude ver a Jude desde tan cerca. Ella, abriéndose camino, joven, libre y estupenda, entre las llorosas beatas del régimen mientras se santiguaban en fila, siendo casi derribadas por la celeridad y la firmeza de sus pasos.
Después, tras un portazo resonante del pesado portón de madera, desapareció. Se esfumó para siempre. Al cerrar los ojos, todavía hoy, más de cincuenta años después, puedo ver esa intensa mirada de adiós, tan irreversible, tan definitiva e inalterable. Puedo acariciar su tersa piel carente de arrugas y durezas por el cruel paso del tiempo, puedo alcanzar aquel precioso lunar que reposaba bajo sus labios, cómodo y natural, que deseaba quedarse ahí, perezoso, para siempre.
He revivido a lo largo de los años esta escena en mi cabeza mil y una veces. Al principio, casi cada día y con los años, más espaciada en el tiempo, y siempre me imagino a mí misma corriendo tras ella, empujando a la multitud y alcanzándola casi en el último instante para no dejarla marchar jamás. Ella, al ver que la retengo, me besa en la frente, pero después de ese cariñoso y tierno beso, siempre despierto y me doy cuenta de que aquello no fue lo que ocurrió. La dejé marchar.
Jude era una chica preciosa, que como yo, por aquel tiempo, hacía bien poco que había traspasado la línea de muchacha a mujer. Por supuesto, sus rasgos me atraían como la miel atrae a los osos, ¡era tan diferente! Para mí su imprevisible aparición fue como un rayo de sol, luminoso y esperanzador en un día de tormenta y nubes frondosas y grises. Un soplo de aire fresco que perturbaba con gracia la inocencia y el hastío que caracterizaba mi juventud de entonces.
Rubia platino, destacaba entre los cabellos oscuros y morenos del lugar, con un corte de pelo que más bien parecía el de un hombre. Ni corto, ni tan largo, con mechones desiguales y revueltos. Nunca llevaba la cara lavada sin más, sino que se pintaba dos largos rabillos negros justo encima de sus pestañas, que convertían su rostro en el de una especie de intrépida mujer gato.
Creo recordar que en el tiempo que estuvimos juntas jamás vistió faldas. Siempre vaqueros, unos vaqueros desgastados y rotos por algunas partes, menos en alguna ocasión que, por el calor o la circunstancia, no le quedó más remedio que adaptarse. Quizá ahora sea algo muy normal, la moda es libre y define nuestra personalidad, pero antes era una señal determinante para decretar si pertenecías a una buena familia o a una de dudosa procedencia.
Nosotras siempre vestíamos con falda, jersey y medias. Bueno, antes de que Jude apareciese en nuestras vidas, claro. Ya aquel año llegaban a España turistas de otros países de Europa e incluso de Estados Unidos, y supongo que, como Jude influyó en nosotras, la presencia de otros extranjeros influyó poco a poco en el cambio de un país entero.
Nuestro final llegó el 1 de septiembre de 1968, domingo. Paseábamos alegremente por el Retiro, la brisa ya comenzaba a correr y no hacía tanto calor como en junio. El tiempo era más bien templado y, como era habitual entonces, dos guardias de la policía social paseaban por ahí a caballo. Supongo que para hacer su ronda diaria y al vernos juntas nos dijeron algo..., no puedo recordar qué. Es cierto que aquel año fue un año de revoluciones, de huelgas y manifestaciones, y ambas teníamos pinta de estudiantes, algo que ciertamente era una media verdad, pues yo comenzaría mi primer año de universidad en unas semanas, y Jude... Bueno, Jude era otra cosa.
Yo tuve miedo, pero Jude no tenía miedo. Nunca tuvo miedo. Así que ante las palabras arrolladoras de los policías, que además ni siquiera iban uniformados, decidió romper el silencio. Después de decirles algo como «¡qué te den, tío!», pensó que besarme en mitad de la calle era buena idea. Solo para darles en las narices, solo para molestarles. Con aquello consiguió que tuviésemos que emprender una carrera que terminó con ambas refugiándonos en aquella iglesia y, por consiguiente, provocó también el fin de nuestra relación.
Para siempre.
Una vez conseguí salir de la iglesia y reparé en lo que había supuesto la escapada, lloré. Lloré durante meses, cada día, y aún lloro cuando me acuerdo de nuestro injusto final. Durante un tiempo tampoco supe si logró escapar o no. Al principio eran casi las veinticuatro horas las que lloraba, pero poco a poco las lágrimas fueron desapareciendo, siendo sustituidas por un sentimiento de desbordante rabia que sabía que nunca me iba a abandonar. Y así fue.
Cuando Jude apareció en mi vida, no llevaba mucho tiempo en Madrid. Acababa de mudarme unos meses atrás a la gran ciudad, algo que mucha gente hacía por aquel entonces. Los pueblos cada vez se quedaban más vacíos, y las ciudades cada vez se llenaban de más y más gente.
Mi pueblo era —bueno, y es, porque en los últimos cincuenta años poco ha cambiado— un lugar un tanto especial. Si bien es cierto que nunca fui consciente de esto mientras viví allí, pero después de haber cumplido los setenta, y haber visto ya casi toda mi vida pasar, miro atrás y veo lo especial que era Coela de Aller.
Antes de los sesenta, era un pueblito de muy pocas casas, un paraje al que ahora llaman el Pueblín. Tres o cuatro caseríos se enfilaban al borde de la carretera de camino al Puerto de San Isidro, en Asturias. Eso era todo.
Después, la industria minera transformó aquel sitio de campos verdes y montañas brumosas en un pequeño valle de numerosos edificios completamente iguales. Edificios gemelos de cuatro pisos y dos puertas por planta construidos con ladrillo naranja. Edificios idénticos con un jardín común.
Y digo que es especial e indiscutiblemente curioso, porque dentro de un régimen como el de la dictadura franquista todo —¡absolutamente todo!— lo que se pareciese al comunismo, a los rusos y a los rojos, se evitaba, se obviaba y asustaba. Y aquello, aquella construcción plantada de plano a tierra, era la mayor expresión de comunismo al uso financiada por el mismísimo general José Primo de Rivera. Unas colominas que bien podrían tratarse de edificios comunitarios de los que aún se conservan en Berlín, de la antigua República Democrática Alemana. Misma casa para todos, mismo equipamiento para todos, mismo jardín para todos, ¡mismo pueblo para todos!
Además, tenían una apariencia casi militar. Contrapuestos, enfrentados y en línea recta. Solo al final del pueblo, donde ahora se desdibuja en el horizonte la línea de las vías del tren y un río abundante, había libertad para las extensas huertas y decenas de animales. Las gallinas perduraron hasta los noventa, pero los caballos, los burros, los cerdos y las vacas, una vez el pueblo quedó deshabitado de jóvenes, desaparecieron.
Rodeando las casas, había una obra rectangular: las carboneras. A mí me encantaba jugar dentro, aunque en una carbonera había espacio nada más que para una persona o dos, si estas se encontraban muy pegadas. Terminaba de tizón hasta la médula y después mi madre me regañaba y me hacía pedir perdón al niño Jesús. No sé, yo veía algo fantasioso dentro de esos cuartuchos oscuros y sucios. Quizá me recordaban a mi padre.
Mi padre era minero. No siempre lo había sido, claro, pero unos años antes de que yo naciera, mi familia se mudó a la Cuenca Minera Asturiana desde Extremadura. Antes de ser minero había sido contrabandista. Pero no un ladrón, ¡eso nunca! En las épocas más duras de la posguerra, con plena cartilla de racionamiento activa y el hambre que apretaba el estómago dando puñaladas, cruzaba desde Extremadura la frontera con Portugal para traer aceite y caracoles. Una noche, casi llegando al pueblo, los militares le dieron el alto, y después de descubrir estos que el cargamento que llevaba era ilegal, tuvo que huir mi padre a Asturias, llevándose a mi madre con él. No le culpo. Gracias a eso pudieron comer más de lo que la mayoría pudo durante los cuarenta.
Poco tiempo pasaba en casa, pues el trabajo en la mina le ocupaba mucho, y después siempre llegaba cansado, hecho un ovillo de dolencias. Aun así, sacaba siempre por la noche unos minutos para contarme historias mientras tallaba unas figuritas en piedras recogidas del río. Sí, era un trabajador duro, mano de obra. Sin embargo, siempre había sido un hombre curioso y, a causa de sus sufrimientos, insistía mucho y ponía gran esfuerzo en que yo estudiase. Se empeñaba en que su hija fuese alguien importante y evitase cualquier tipo de esclavitud en forma de faena remunerada de forma injusta.
Eran muchos sus hermanos, casi todos se habían marchado ya del sur. Él, por ser el pequeño, fue quizá el más mimado. Comenzó a trabajar más tarde que todos los demás, pero tampoco tanto, con catorce. El siguiente de sus hermanos, el tío Antonio, su hermano favorito, tampoco estaba ya en el pueblo, sino en Chinchón. Este no se marchó a trabajar, sino a estudiar. Muy joven decidió servir a la iglesia. Una decisión inteligente, me figuro. En algún momento aquello se vivió con cierta reticencia en mi familia porque significaba consentir de algún modo la Nueva España, y mis parientes no venían precisamente de un pasado discípulo de la dictadura, sino más bien todo lo contrario. Pero al menos te daban comida y cobijo.
Mi madre era una mujer con genio. Eso sí, mucho menos progresista que mi padre, y gastaba mala leche y mucha fe. Su familia siempre fue muy cristiana. A veces intentaba abrir su mente, y acercarse un poco más a la visión de mi padre, pero no siempre era capaz. Era una señora más bien seca. Uno ya sabe que cuando se nace y se nos enseña una costumbre, es muy difícil después cuestionársela y luchar contra ella. Eso le pasaba a madre. Además, los años no eran muy partidarios de cuestionarse nada. El silencio era la salida más segura, más aún teniendo en cuenta que ellos además vivieron la etapa más dura y cruda del franquismo y, por supuesto, la aterradora y mortal Guerra Civil. Los dos cogieron rápido el acento y las costumbres asturianas. Era mejor pasar desapercibido.
Se encargaba de la casa, y también de cuidar el huerto y los animales que teníamos. La recuerdo llevando bolsas en las manos, agarrándome a mí de la manga y al mismo tiempo sujetando en la cabeza un cesto con la fruta o la verdura que había recogido esa misma mañana. No era una mala mujer, pero sí era dura conmigo, en ocasiones, hasta cortante, y siempre me miraba como esperando mucho de mí.
A pesar de todo, puedo decir que ambos eran bastante liberales para su tiempo, aunque no era muy difícil serlo. Ahora bien, siempre de puertas para dentro, porque en la calle reinaba siempre un silencio imposible de romper y el trabajo ocupaba siempre sus temas de conversación.
Gracias a su forma de ver la vida yo siempre pude estudiar. Lo poco que ganaban, en ello lo invertían. Bueno, también ayudó mi tío Antonio, que de vez en cuando enviaba algo de dinero para poder pagar libros y lápices. Ahora es complicado ni siquiera plantearse que estudiar fuese una opción para solo unos pocos. La mayoría de los jóvenes estudian, aunque tengo entendido que no siempre con la proyección profesional que se merecen. Cuando yo era joven era al revés. Mucho trabajar y poco estudiar.
En primer lugar, que una niña estudiase o llegase a la universidad era una batalla. En segundo lugar, trabajar era casi siempre la opción para todas y todos los niños que no perteneciesen a una clase superior o descendiesen del bando ganador en la Guerra Civil, ¡todo debe ser dicho aquí! Por eso, de mis amigas y amigos, fui la única que siguió asistiendo a aquel mugriento colegio, en el que niños y niñas no se relacionaban entre sí hasta el último día de escuela. El colegio era el mismo para chicos y chicas, sí, pero entrábamos por puertas diferentes y nunca, nunca, pero nunca nos encontrábamos los unos con los otros dentro.
Algunas ayudaban a cosechar el campo, otras se tuvieron que marchar para servir en casas de ricos. Nada supe de ellas una vez que dejé Coela. Siempre me hubiese gustado volver y, quizá, antes de dejar este mundo, lo haga.
¡Una época extraña, sí!, porque aunque viviésemos en el campo, no recuerdo que fuese una época de austeridad extrema. Había muchas carencias, ¡muchísimas! Cosas que hoy en día nos parecen tan básicas no existían. No había supermercados, tampoco maquinillas de afeitar, y los patines que tenía eran realmente el único juguete del que disponía. Era de las pocas afortunadas, no obstante.
Aquel pueblín pequeño, gris, húmedo y caliginoso los días de invierno, guardaba secretos inesperados, como los divertidos domingos de baile. Al final de la carretera, ya casi saliendo, había un salón de baile. A veces también era restaurante, y se celebraban bodas, bautizos y comuniones. Detrás, al aire libre, se extendía una campa preciosa con aire mágico, decorada con cientos de banderines y luces. La música nunca cesaba. Sonaban desde Rafael hasta Los Bravos, y si ahora intento hacer una fotografía mental, íbamos tan arreglados como a misa, aunque con vestidos un poco más coloridos y sin velo. El baile era separado, claro. Twist, swing... y para bailar agarrada a algún joven, siempre había un ritual. No era de buen gusto bailar con cualquiera sin que antes lo pidiese, correcta y educadamente, con caballerosidad y sin ningún tipo de intención carnal. ¡Meca!:
—Señorita, permítame que le diga que está usted hoy radiante, ¿sería tan amable de concederme este baile?
Vaya, que solo faltaba una reverencia y un beso en la mano para parecer de la realeza. Todo sin acento asturiano, ¿eh?, lo que resultaba extraño y chistoso.
—¿Te importa, Mila?
Se miraban entre el grupo de amigas pidiéndose un permiso absurdo, y corrían a la pista envueltas en alegría de bailar.
Eso sí, después de varios días y varios bailes, la caballerosidad se iba al garete. Lo más probable era que te encontrases, sin comerlo ni beberlo, en un rincón oscuro, manoseándote con el del tercero A. Aunque yo nunca llegué a hacerlo y los guateques esos, los vi más bien de lejos. Sinceridad absoluta, hemos dicho.
A un pueblo que no superaba en aquel momento los seiscientos habitantes, acudían avalanchas de jóvenes cada fin de semana. Desde Moreda o Mieres, que ahora es ciudad. Todos iban al Bar El Manzano para disfrutar de lo mejor de la juventud y mover el esqueleto en los entretenidos bailes de los domingos, que creaban una milagrosa burbuja clausurada al mundo real. Muchos venían en bicicleta, y otros en motocicleta. No recuerdo que la policía —¡y eso que había mucha por aquel entonces!— se acercase mucho a Coela. Así que más o menos vivíamos en una ilusoria libertad que en aquel momento nos hacía felices. Nuestros padres habían hecho un buen trabajo educando a hijos callados y respetables. Con ganas de entretenerse, como cualquier joven de cualquier época habida y por haber, pero recatados.
Al cumplir los diecisiete, se advertían ya vientos de cambio. A finales de los sesenta en Madrid y otras ciudades del norte surgieron nuevas formas de trabajo, la gran y famosa industrialización. Así que a mi padre le ofrecieron marchar a la capital. Mi tío Antonio tenía muchos contactos en Madrid, así que le consiguió un trabajo importante en unas oficinas del tren, que en aquel momento comenzaba a desarrollarse a pasos agigantados. Fue la oportunidad perfecta. Por un lado, la mina hacía estragos en su salud y, por otro, vieron la posibilidad de cumplir el sueño deseado de que ingresase en la universidad.
Así fue como nosotros, personas de pueblo de toda la vida, que habíamos crecido entre montes, barro y lluvia, pusimos rumbo casi con lo puesto a la gran ciudad.
Nos despedimos de los vecinos, de todos, que salían siempre a decir adiós a quien se marchaba en busca de un futuro mejor. Abracé a mis amigas, y padre, madre y yo nos subimos a un carro tirado por viejos burros que nos trasladó hasta Oviedo y, desde allí, un autocar lleno de familias nos condujo hasta el destino soñado por muchos.
—¿Lo tenemos to, nena? —Mi madre no paraba de ordenar y desordenar las cosas en busca de algún olvido inesperado.
—Sí, madre. Aquí tengo también los bocadillos de chorizo y panceta.
—Bien, bien —decía ella.
Sin duda, en cuestión de minutos volvería a preguntar, porque era una señora tremendamente controladora. «Cada cosa en su sitio y en cada sitio su cosa», solía decir.
Y ahí estaba yo, frente al espejo de la que había sido mi habitación hasta entonces. ¡Cómo había cambiado todo en los últimos años! Ese espejo me había visto crecer. Una vez casi lo rompemos entre Berna y yo, una de mis mejores amigas de Coela, haciendo el tonto corriendo por la habitación una detrás de la otra. Sin embargo, mi reflejo, el de antes de dejar mi querida Asturias para siempre, era el de una mujer. Una mujer que escondía que lo era, que no quería dejar atrás su niñez, que echaba de menos ser pequeña y a la que aterraba profundamente esta nueva aventura. Mi pelo negro, agarrado en una larga trenza, me llegaba casi al hueso gordo de la columna vertebral, mis ojos eran negros como el humo de la mina de la Hunosa de Mieres y, a pesar de vivir en el frío, mi piel siempre estaba bronceada. Parecía sucia, pero yo frotaba y frotaba en la ducha y no salía más negro. ¡Y frotaba bien, eh! Porque si no mi madre ya venía detrás: «Nena, ¿te lavaste? Frota más fuerte, ho, que van a pensar que no yes limpia». Pero yo frotaba y no salía más negro.
Llevaba un vestido ligero de color azul marino con algunas flores pequeñas de color blanco que lo recorrían de arriba a abajo. Un vestido vaporoso que no pesaba nada y que dejaba a la vista ese lunar perfectamente redondo que tenía sobre la rodilla izquierda y también una cicatriz en el muslo de cuando una vez en el campo me caí cogiendo moras. Las zarzas se me clavaron bien dentro y la sangre brotó por todas partes, pero yo ni me inmuté, vaya, que me dejó marca para siempre. Una marca blanca desde la rodilla derecha hasta casi la ingle. En los pies llevaba las playeras nuevas que me habían comprado para ir bien limpia a la ciudad. Nos esperaban horas y horas de viaje. Me puse mis pendientes favoritos. Eran de color dorado y resaltaban mi moreno. Me los regalaron en mi primera comunión y los guardaba como oro en paño porque desde entonces me habían dado suerte. Y aquel día iba a necesitar mucha, pero que mucha suerte.
—¡Calla, ho, Josina! Lo llevamos to, no te preocupes, mujer. Y si nos falta, piensa que vamos a una ciudad. ¿Qué ye, que allí no habrá de to? Allí habrá de to, ¡hasta cosas que non hay nel pueblín! —El optimismo de mi padre no tenía fin. Siempre con una sonrisa de oreja a oreja.
En Coela nos subimos al carro del primo Juanín, hasta Oviedo. Con tanto equipaje, lo mejor era viajar así, si la distancia era corta. Berna vino a despedirse. Casi me deshidrato de la llorera que nos pegamos las dos, y es que sabíamos que la vida muchas vueltas tenía que dar para que volviésemos a vernos. Pero al final, me hinché y entendí que no había nada que hacer, así que le di un beso en la mejilla y le dije envalentonada:
—Adiós, Berna. Si vienes por Madrid, escríbeme, ¿entendiste? —Y me subí al carro del primo Juanín, sin pena ni gloria.
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