Uno: El Lobo de la Corte [2° Edición]

Playlis:

Canticle in E Minor - Nicholas Britell

Antiphon - Nicholas Britell

The Letter - Ruppert Gregson-Williams

Link en el primer comentario.

En el remoto y gélido norte de Ídanes, donde los Dientes de Dragón se alzaban imponentes, envueltos en un manto blanco, se erguía el deslumbrante Palacio de Cristal. Se trataba de un prodigio arquitectónico, sin igual en el mundo, que dejaba a propios y extraños atónitos por su magnificencia.

Sus terrenos se extendían con exuberantes jardines, donde los sauces llorones dejaban caer sus cortinas plateadas, y la cineraria marítima crecía entre las diminutas flores invernales.

El palacio se fundía perfectamente con el manto blanco de la nieve, como si fuera un lienzo en el que la mano de un artista divino hubiera tallado el mármol, marcado por vetas grises y pinceladas de mármol negro.

Los innumerables ventanales, acompañados por las traslúcidas cortinas en tonos perla y azul glacial inundaban el interior con una luz fría, mientras que el esplendor de los tapices que decoraban las estancias alimentaba la sensación invernal.

Pero, en lo alto de una de las remotas torres del majestuoso Palacio de Cristal, Adamías dejaba transcurrir las horas contemplando el gélido paisaje a través de la ventana, ajeno a la suntuosa recepción diplomática que tenía lugar en los pisos inferiores.

Se sentía extrañamente reconfortado por la soledad, puesto que prefería la calma de las alturas antes que verse obligado a participar en el circo político que se celebraba a sus pies. Sobre todo, sabiendo que el mismísimo Emperador de Caddos era el invitado de honor.

Aunque no quería estar allí y tener que verle la cara al emperador, el resentimiento lo acompañaba y estrujaba su corazón, debido a que el Rey Efrén le había prohibido que pusiera un solo pie en el evento.

Como bastardo de la familia real, representaba una vergüenza para su padre, quien lo relegaba a conformarse con las sobras y migajas, una imposición que le afectaba más de lo que le gustaba admitir.

Mientras, abajo, el primogénito del príncipe heredero, Esteban dialogaba animadamente, pavoneándose entre los invitados como si fuera el dueño de la casa. La bilis le subió a la garganta pensando en su talentosa hija, condenada a pudrirse encerrada hasta que fuera conveniente casarla por interés con algún noble.

"¡El orgullo de la familia!", se dijo desde la tranquilidad de sus pensamientos, realizando una mueca mientras cerraba la ventana y se daba la vuelta con indignación.

Aunque la lujosa recepción en el salón principal había sido organizada en honor al emperador caddiano y su comitiva, no era bienvenido por todos.

Ezequiel, el príncipe heredero de Ídanes e hijo legítimo del rey Efrén, ocultaba sus reservas tras una máscara de exquisita cortesía, por deberse de su casi cuñado y un viejo amigo, pero en su interior, la ausencia de Adamías le resultaba preocupante.

Sin embargo, el deber diplomático debía anteponerse ahora a sus inquietudes familiares, pensando en que tendría tiempo de buscar a Adamías cuando la pomposa bienvenida llegase a su fin.

Así, Ezequiel aguardó con paciencia a que el vino y el cansancio hicieran efecto para escaparse.

Cuando no quedaban más que bostezos de aburrimiento se disculpó con tacto y se retiró.

Sin demora, se apresuró hacia los aposentos del Segundo Príncipe. Al hallar allí a Adamías, de espaldas ante el ventanal, Ezequiel fue directo al grano:

—¿Por qué no bajaste al salón? –inquirió sin rodeos–. Toda la corte comentaba tu ausencia.

La habitación estaba oscura y solo la tenue luz de la luna le permitía distinguir siluetas de botellas de licores vacías, que supuso que el menor se había empinado durante el transcurso del día.

Adamías esbozó una sonrisa amarga, subió el vaso que llevaba en sus manos hasta su frente, intentando buscar una respuesta que no alarmara demasiado al mayor.

—Órdenes expresas de tu padre... –respondió, con resignación, encarando al mayor sin poder evitar que su pesada mirada se hiciera evidente–. Ya sabes cómo es. No quiere a bastardos manchando su honorable nombre.

Ezequiel abrió sus ojos un poco, intentando demostrar fortaleza y no la culpa que comenzaba a invadirlo, por no deducir la verdad y mover la espina. Su mano se aferró al marco de la puerta, mientras la impotencia se apoderaba de su ser. Se llevó una mano a la frente, sintiendo la presión en sus sienes, y alzó la mirada hacia el rostro de Adamías.

Ambos se llevaban por veinticinco años. El menor, fruto del romance con una doncella del castillo, había nacido cuando el monarca ya era un hombre entrado en la vejez. Sin embargo, el Rey ordeno deshacerse del bastardo, pero Ezequiel sintió pena y asumió el papel de padre, por lo tanto, manteniéndose en ese mismo papel, el desplante de la recepción le resultó humillante.

—Lo lamento –dijo Ezequiel, tratando de darle seriedad e importancia al asunto–. De haberlo sabido, habría abogado por ti.

Adamías ignoró las disculpas del mayor, y se limitó a empinarse la bebida que restaba en el vaso. Aunque no arrastraba la lengua, sus ojos estaban perdidos y los movimientos erráticos le decían a Ezequiel que el menor estaba hasta los talones de alcohol.

No pudo evitar sonreír al ver los tropiezos y el triste intento de caminar en línea recta hasta el sillón de la alcoba. Ezequiel se sentía finamente tentado a prestarle su ayuda, pero conociendo su terquedad, no le quedó de otra más que cruzar un brazo, apoyar el otro sobre el primero y taparse la boca para disimular.

—No, no... Yo ya estoy acostumbrado a estos desplantes –dijo Adamías, tomando asiento y dejando el vaso en la mesita frente a él–. Pero Ani... –señaló, mirando el techo con lamentos exagerados–. ¡Mi pequeña Ani! ¿Ella que culpa tiene? Me duele en el alma que Esteban sea presentado como su querido nieto, mientras que a mi pastelito lo oculta como si fuera motivo de vergüenza... Es injusto, Ezequiel. Es muy injusto.

Ezequiel suspiró apesadumbrado, comprendiendo hasta un cierto punto la frustración y dolor de Adamías como padre, y porque también veía a Anastasia como una hija, le dolía profundamente verla relegada a las sombras.

—Tienes razón, es muy injusto –respondió, acercándose con cautela–. Pero por esta ocasión, debo darle la razón a Efrén, Adita.

Ezequiel tomo asiento a lado del menor, mientras que Adamías entrecerraba los ojos y alargaba un silencio en el que el alcohol no le permitía pensar con claridad. Aunque conocía bien la razón por la que Efrén había optado por excluirlos, su mente se había detenido en un detalle que consideraba más importante.

—Ezequiel –farfulló, apretando los dientes–. Ya sabes que odio que me digas Adita. Dime por mi nombre. –Levantó el mentón y abrió los ojos con frustración.

—Erasmus –se corrigió Ezequiel, para que no comenzara a discutir–. Lo ento, pero la mantenemos oculta por su bien.

Adamías dejó escapar un suspiro brusco, sus ojos se entrecerraron con desagrado ante la respuesta. Después desvió la mirada, inclinándose hacia adelante para apoyar los codos en sus rodillas, llevando sus manos a su cabeza mientras negaba con un gesto cansado.

—Siempre le das la razón al viejo cascarrabias –murmuró el menor, denotando más el cansancio de siempre obtener las mismas respuestas.

—Perdiste a una bebé hace mucho tiempo. Eso es lo que el invitado de honor sabe sobre ti –especificó Ezequiel, juntando sus manos y observando las baldosas del piso.

Adamías guardó silencio, abrumado por que el mayor no entendiera que su enojo no era por el reciente desplante, era por el vaso derramándose en su interior, lleno de excusas que Efrén usaba para hacer menos a Anastasia.

—Yo sé qué presentarla hoy es firmar una sentencia de muerte –respondió, demostrando que aún en su estado de ebriedad, podía ser sensato–. Aceptaría que no reciba un título nobiliario, que no lleve el apellido y que no la presente en el salón del trono. Pero lo único que no puedo aceptar es que continue negándole su pertenencia a esta familia.

Involuntariamente, la boca de Ezequiel se torció en una mueca de aflicción. No podía negar la cruda verdad que le restregaba en la cara.

—¿Hace cuanto que no la vez? –inquirió, agachando su cabeza un poco.

Adamías levantó la cabeza, sin dejar de cubrirse la nariz y la boca, observando la alfombra en el piso.

—Medio año. La extraño mucho. Efrén no me deja visitarla, a veces ni siquiera inventa excusas para no dejarme ir. Solo prohíbe mi salida, y tú lo permites –acusó Adamías con la voz teñida de profunda amargura.

Esas palabras cayeron sobre Ezequiel como un balde de agua fría sobre la espalda, dejándolo sin habla, debido a que no podía negar la acusación. Por cobardía o temor a enfrentarse al carácter del rey, Ezequiel se había hecho de la vista gorda cada vez que algo así ocurría. Tragó saliva con gran dificultad, incapaz de articular una sola palabra

—Perdón –musitó débilmente, consciente de que una disculpa no bastaba para redimirse.

La reacción de Adamías no se hizo esperar. Bufó con ira y frustración, en su rostro podía leerse fácilmente lo traicionado que se sentía. Tambaleándose por la borrachera, se dirigió hecho una furia hacia la puerta, determinado a echarlo de la habitación.

—¡Con una disculpa no arreglarás nada! –gritó, tambaleándose y resignándose a que no llegaría a la puerta–. Vete –susurró, con un tono más calmado, pero destilando un profundo rencor.

Ezequiel sintió un escalofrío recorrerle la espalda, quiso acercarse y tomarle las manos para demostrarle su apoyo, pero no se atrevió, siendo consciente de lo herido y decepcionado que se encontraba el menor.

—Cálmate, por favor. Lo entiendo, entiendo muy bien cómo te sientes –suplicó con la voz teñida de angustia.

Observó con atención los ojos grises, helados e imperturbables de Adamías, observándolo con desdén.

—... Pero sabes que no es tan simple. –Ezequiel dejo caer sus manos y ladeo su cabeza–. Hablamos del rey y cuando se trata de él, debemos tener paciencia.

Adamías dejo escapar una risa cargada de ironía y llevó la mano derecha a su cabeza.

—¡Paciencia! –repitió–. Llevo más de veinte malditos años teniendo paciencia. Si no me hubieras llevado a Caddos contigo, habría acabado pudriéndome en vida...

—No es verdad... –intentó intervenir Ezequiel, pero Adamías no lo dejó seguir.

—¡No me interrumpas! –ordenó fuera de sí, señalándolo acusatoriamente con el dedo–. Estoy harto de que siempre me pidas paciencia, que me calle cuando debería gritar, que agache la cabeza cuando debería enfrentarlos. ¿Y todo eso por qué? Porque, según tú, no puedo sobrevivir solo. Pero lo cierto es que el dependiente aquí eres tú. Tú eres el que no puede sobrevivir sólo.

Ezequiel se volvió a quedar sin palabras, observó una sola lágrima saliendo del ojo derecho de Adamías y surcando su rostro hasta la nariz. Agachó la cabeza, desconcertado porque justo en ese momento había agotado su paciencia.

—No te imaginas mi desesperación... –musitó Adamías con la voz quebrada, rindiéndose al torrente de emociones largamente contenidas–. Llevo toda una vida anhelando poder cambiar esta situación, pero me lo has impedido una y otra vez.

—También es mi sobrina...

—No es tu sobrina –reviró, negando con la cabeza.

Ezequiel tragó duro por esa afirmación y se estrujó el cabello.

—Me duele esta situación tanto como a ti –repuso.

—Entonces haz algo. ¡Eres el maldito príncipe heredero, el futuro rey! Tu voz vale y resuena de norte a sur. Tienes más poder que yo sobre ese maldito anciano. –Su gesto se relajó, observando al mayor tensando los labios–. Llevo veinticinco años esperando porque levantes esa voz por mí –especificó, sintiendo sus ojos húmedos y las lágrimas deslizándose.

—Perdóname. Debí...

Ezequiel miró sus manos, recordando el doloroso pasado en el que aprendió a ser padre, educando al niño que Efrén había hecho a un lado.

—Ya es tarde, Ezequiel, veinticinco años tarde –reiteró, limpiando las lágrimas con la manga de su camisa–. Pero si te sientes culpable, compénsame haciendo eso por mi hija.

Ezequiel reconoció al instante la treta emocional de Adamías. No era la primera vez que el menor apelaba a ese chantaje afectivo para conseguir salirse con la suya. En el pasado, había cedido muchas veces ante esas rabietas infantiles. Pero ahora era diferente. Adamías ya no era un niño y él no podía permitir que lo manipulara de ese modo, haciéndolo sentir culpable para obtener lo que quería.

Sin embargo, la acusación caló hondo en él. Era cierto que como príncipe heredero tenía mayor poder e influencia sobre su padre. Si realmente hubiera querido, podría haber presionado más para que Anastasia fuera reconocida. En el fondo, la culpa lo carcomía porque sabía que su pasividad había contribuido a la situación actual. Y ese remordimiento ahora lo impulsaba a complacer a Adamías.

Ezequiel contempló al hombre frente a él, producto de un pasado del que había estado de acuerdo en mantener oculto. Un secreto celosamente guardado durante décadas y del que rara vez se hablaba. Uno al que había criado como a un hijo.

—Lo haré –respondió, alzando su mentón y tomando un respiro para prepararse–. Cometí el error de permitir que mi padre te negara lo que por sangre te correspondía. Y luego le hice lo mismo a ella.

Los ojos de él se humedecieron un poco, pero como era típico, se tragó el llanto para mostrar la dureza y fortaleza que lo caracterizaba.

Mientras tanto, Adamías contuvo la respiración hasta que exhaló con alivio de haber logrado convencerlo de cambiar su aptitud.

—Esto es una promesa, Adita. Pero necesito que seas prudente y que tengas paciencia –pidió, apretando los labios, mientras sobre pensaba las cosas–. Te prometo que, si logramos pactar la paz con Caddos, hablaré con Efrén para convencerlo de que revele toda la verdad. No habrá más secretos ni mentiras. Les dará a ambos su lugar en esta corte real, como parte de la familia real. Y si se niega a cumplirlo, se hará cuando yo sea el rey.

Adamías se sorprendió bastante por la promesa, y aunque el alcohol no le dejaba pensar, pronto entendió lo complicada que era esa promesa. Antes de que pudiera replicar, Ezequiel lo interrumpió alzando la mano para que lo dejase terminar.

—... Pero. –Su voz se quebró y bajó su vista–. Si a pesar de todo, la paz no se logra pactar con nuestros enemigos, dejaré que te marches con Ani. Para que vivan –dijo, haciendo un ademán con las manos que demostraba lo difícil que era eso–. Debes entender que lo tuyo fue un error, pero en el caso de Ani... –Levantó la vista con el corazón en la mano y las lágrimas asomándose–. Acepté que viviera en esos términos para mantenerla a salvo. No podíamos reconocerla sin ponerla en peligro.

Adamías escuchó atentamente, y pese a su estado, la idea le pareció impensable, incluso cuando el año pasado había tratado de escaparse.

—No, no, no, no –dijo, negando con la cabeza y acercándose al mayor–. Este es mi hogar, aquí ésta mi vida... Tu eres mi familia –reclamó, mostrando una postura diferente a la que había mostrado antes.

En el interior, Ezequiel vio la imagen del pequeño y tímido niño que corría a sus pies a pedirle que no lo dejara solo durante las crudas noches de invierno. Sintió que el corazón se le desgarraba al escuchar la súplica desesperada en la voz de Adamías, pero tuvo que juntar fuerzas para no romperse otra vez y no ceder.

—Lo siento, pero tu fuiste quien dijo que yo era quien te retenía –respondió, mordiéndose la lengua para ahogar el llanto–. Ani ya no es una bebé que podamos esconder en un ajuar, tarde temprano la descubrirán. Y yo no quiero imaginar lo que le harán.

Los ojos de Adamías parecían salirse, la quijada le tembló al pensar en que podía llegar el día en que eso volviera a pasar.

—... Dejarte marchar me destrozaría el alma, pero ya no puedo retenerte por mi egoísmo y capricho, si eso pone tu vida en peligro –agregó, tomándole las manos y mirando las cicatrices en las palmas, que se extendían por dentro de la camisa hasta sus antebrazos–. Si el momento llega, dejarás Ídanes con Anastasia y buscarán un nuevo hogar lejos de nosotros. Esperaré que el mundo más allá de nuestras fronteras sea más gentil con ustedes de lo que el rey pudo serlo.

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