Capitulo 35: Tutoriales

Una disculpa,el capítulo quedó larguísimo

__________

Leo se miró al espejo, sus manos apoyadas en el lavabo mientras su reflejo le devolvía una imagen cansada, con los ojos enrojecidos y el cabello alborotado. El agua fría corría, pero él no la tocaba. No podía. Todo su cuerpo estaba tenso, y su mente no hacía más que girar en círculos interminables.

Luis.

La palabra resonaba en su cabeza como un eco, golpeando una y otra vez. El nombre que había pronunciado miles de veces en su vida ahora se sentía extraño en sus labios. El híbrido reptiloide que tantas veces los había atacado... era su propio hermano.

Se enderezó, alejándose del lavabo mientras presionaba las sienes con ambas manos, como si con ello pudiera detener la avalancha de pensamientos.

La verdad que había visto con sus propios ojos lo asfixiaba. Era un hecho ineludible, pero su mente intentaba rebelarse, buscar alguna salida. Algo que le dijera que estaba equivocado. Que esa mirada reptiliana no pertenecía a Luis, a su hermano mayor, a su héroe de la infancia.

Los recuerdos comenzaron a inundarlo sin piedad. Luis enseñándole amarrar sus agujetas, abrazándolo cuando se cayó de la bicicleta, riendo juntos mientras compartían una bolsa de papas en el parque, consolándolo cuando su padre desapareció.

Pero ahora...

La imagen del híbrido volvía a su mente con brutalidad. Esas escamas, los ojos vacíos, la frialdad. No había rastro del hombre que una vez conoció.

Golpeó la pared del baño con el puño cerrado, el sonido reverberando en el pequeño espacio.

—¡¿Por qué?! —gritó, su voz quebrándose al final. Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro sin que pudiera detenerlas. Se dejó caer al suelo, apoyando la espalda contra la fría pared de azulejos mientras su pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas.

Genetix. La palabra surgió en su mente. Ellos tenían la culpa. Ellos le habían hecho esto a su hermano.

Leo sintió un leve peso sobre sus hombros, y el contacto lo sacó de su ensimismamiento. Su cuerpo se tensó al instante, y su mirada se alzó rápidamente, encontrándose con los ojos suaves y llenos de tristeza de Atzin. El ajolote estaba arrodillado frente a él, sus manos apoyadas con firmeza pero con cuidado en sus hombros.

Leo parpadeó, confundido. Ni siquiera había escuchado la puerta abrirse, mucho menos los pasos de Atzin.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con un hilo de voz, limpiándose las lágrimas rápidamente con el dorso de la mano. Se apartó un poco, intentando recomponerse, pero el temblor en sus manos lo traicionó—. Estoy bien... de verdad.

Atzin no dijo nada. En lugar de eso, se inclinó hacia adelante y lo rodeó con sus brazos, dándole espacio para que se apartara si quisiera. Pero Leo no se apartó. No podía. La calidez del abrazo de Atzin, el peso ligero pero reconfortante de su cuerpo, rompió algo dentro de él.

Leo dejó caer la cabeza contra el hombro de Atzin, su respiración temblorosa mientras nuevas lágrimas rodaban por sus mejillas. No intentó detenerlas esta vez. Atzin no dijo ni una palabra, solo lo sostuvo, apretándolo un poco más fuerte, como si sus propios brazos pudieran contener la tormenta que rugía dentro de Leo.

—No sé qué hacer... —murmuró Leo finalmente, su voz rota—. Todo este tiempo... él estaba ahí. Él nos atacó, Atzin. Mi propio hermano intentó... —su voz se cortó, y un sollozo silencioso sacudió su cuerpo.

Atzin cerró los ojos, apoyando su mejilla contra el cabello desordenado de Leo. Sabía lo que era sentirse destrozado, el peso insoportable de una verdad que amenazaba con aplastarlo. Leo había sido su roca tantas veces, el que lo sostenía cuando sentía que el mundo entero se venía abajo. Ahora, era su turno.

Atzin se inclinó ligeramente, sus brazos aún rodeando a Leo con firmeza, pero sin imponer.

—Vamos, Leo. Levántate —dijo en voz baja, casi en un susurro, como si temiera romper el frágil momento que compartían.

Leo, aún temblando, levantó la mirada ligeramente, sus ojos nublados por las lágrimas. Atzin lo ayudó con cuidado, colocando una mano firme en su espalda, apoyándolo mientras se incorporaba. No dijo nada más, dejando que sus acciones hablaran por él. Guiándolo con pasos lentos, lo llevó hacia la amplia cama de la habitación.

Atzin se detuvo al borde de la cama y giró a Leo hacia él. Con una suavidad que parecía impropia para alguien de su fuerza, lo instó a sentarse, presionando sus hombros ligeramente hacia abajo. Leo, demasiado aturdido para resistirse, dejó que Atzin lo acomodara. La suavidad del colchón cedió bajo su peso, pero el frío de la noche aún parecía aferrarse a su piel.

—Recuéstate —le dijo Atzin, su tono sin lugar a discusión pero lleno de cuidado.

Leo lo hizo sin pensar, dejándose guiar. Se hundió en la cama mientras Atzin, sin vacilar, se unía a él. Se acostó a su lado, girándose para abrazarlo con todo su cuerpo. Su brazo rodeó la cintura de Leo, atrayéndolo hacia él, mientras su cola anfibia se envolvía suavemente alrededor de sus piernas, asegurando que no quedara espacio entre ellos.

El rostro de Leo encontró descanso contra el pecho desnudo de Atzin, donde podía escuchar el constante latir de su corazón. Un sonido firme, seguro, que contrastaba con el caos que rugía en su interior. Atzin llevó una mano al cabello de Leo, acariciándolo lentamente.

—Recuerda algo, Leo —dijo Atzin en voz baja, sus palabras llenas de una calidez inquebrantable—. Te hice una promesa. Voy a salvar a tu hermano. Lo encontraré y lo sacaré de donde sea que esté. No importa el cómo... lo haré.

Leo cerró los ojos, su respiración comenzando a calmarse mientras las palabras de Atzin se hundían en lo más profundo de su ser. Era difícil creerlo en ese momento, con la carga de la verdad todavía fresca, pero la voz de Atzin tenía una seguridad tan absoluta que, por primera vez en horas, sintió un atisbo de esperanza.

Atzin continuó acariciando su cabello, su cola ajustándose ligeramente alrededor de él como si quisiera protegerlo del mundo entero. No importaba lo que el futuro les deparara, ni los obstáculos que enfrentaran. En ese instante, en esa habitación, solo existían ellos dos, y la promesa de que juntos podrían enfrentar cualquier cosa.

—Gracias —susurró Leo finalmente, su voz casi inaudible, pero cargada de gratitud.

Atzin no respondió. No hacía falta. Sus brazos, su calor y su presencia lo decían todo.

.

.

.

El sol abrasaba el campo de entrenamiento improvisado, en un campo abierto a un costado de la hacienda de don Ricardo. Con el calor del mediodía ondulando el aire. Atzin estaba empapado en sudor, su pecho subía y bajaba con dificultad mientras trataba de recuperar el aliento. Frente a él, Xiomara, a pesar de la intensidad del enfrentamiento, apenas parecía cansada. Su cuerpo esculpido y ágil se movía con una fluidez que no correspondía a su imponente fuerza, incluso con un brazo menos.

—Demasiado lento —dijo Xiomara con una sonrisa burlona, girando el torso ligeramente, lista para el siguiente ataque—. ¿Eso es todo lo que tienes?

Atzin frunció el ceño y se lanzó hacia ella, sus movimientos rápidos. Xiomara lo recibió con una gracia brutal, desviando su golpe con facilidad y contrarrestando con una patada a su abdomen que lo hizo tambalearse hacia atrás.

—Demasiado predecible —señaló Xiomara, avanzando con pasos medidos, obligándolo a retroceder aún más. Su única mano era suficiente para mantener a Atzin a la defensiva, su fuerza y precisión aplastaban cualquier intento de contraataque por parte del híbrido.

En la periferia del campo, Xólotl y Tepeyolotl observaban la escena. Ambos dioses estaban en su forma humana, sus presencias igual de imponentes, aunque contenidas. Xólotl, con su traje formal impecable, miraba con calma a su ahijado, su expresión seria pero calculadora. Tepeyolotl, en cambio, parecía estar al borde de la acción. Su piel cobriza y sus ojos oscuros brillaban con una intensidad contenida, y su postura parecía lista para intervenir si era necesario.

—Da un paso hacia atrás y balancea tu peso, Atzin —dijo Xólotl, su tono firme pero sin elevar la voz—. No intentes resistir la fuerza de Xiomara directamente. Usa su impulso contra ella.

Atzin, aún tambaleándose, trató de aplicar el consejo, ajustando su postura mientras Xiomara se abalanzaba sobre él. Pero su intento de desviarla falló; el golpe que recibió en el hombro izquierdo lo hizo caer de rodillas.

—¿De verdad le enseñas eso? —interrumpió Tepeyolotl con un resoplido desde su posición. Su tono era casi sarcástico, pero la fuerza contenida en su voz lo hacía sonar como una reprimenda—. Si su oponente es más alto, más fuerte y claramente más resistente, como lo es mi ahijada, no puede permitirse esa clase de maniobras.

Xólotl giró la cabeza hacia él, su rostro imperturbable. —Si puede aprender a usar la fuerza de su oponente, eventualmente tendrá una ventaja. Es cuestión de práctica.

—Eso es una tontería —replicó Tepeyolotl, su mirada fija en el combate, donde Xiomara tenía a Atzin contra las cuerdas nuevamente—. Si eres más débil, no deberías intentar enfrentarte. No físicamente, al menos. Retírate, evalúa, busca una oportunidad para contraatacar. Insistir en una pelea directa es una receta para que lo aplasten. Literalmente.

Xólotl cruzó los brazos, sin dejar de observar el campo. —No siempre habrá una opción para retirarse. A veces, el único camino es hacia adelante.

Tepeyolotl bufó, sus labios se curvaron en una sonrisa feroz. —Eso explica por qué tus ahijados terminan destrozados tan a menudo.

Xólotl no respondió, pero su mirada se endureció ligeramente, como si no tuviera intención de entrar en una disputa más acalorada. Mientras tanto, en el campo, Xiomara lanzó otro golpe, esta vez dirigido a la pierna de Atzin, que apenas logró saltar a un lado para evitarlo.

—¡Más rápido! —exclamó Xólotl, su voz elevándose por un momento.

—Rápido no será suficiente contra ella —replicó Tepeyolotl, su tono más frío ahora—. Atzin, si estás escuchando, concéntrate en esquivar completamente. Si no puedes tocarla, entonces haz que se desgaste por sí sola.

Atzin, jadeante, alzó la vista hacia los dos dioses. La frustración estaba clara en su rostro, pero también la determinación. No iba a rendirse. No podía.

Xiomara, al notar su breve distracción, aprovechó el momento para acercarse, atrapándolo con un movimiento de su única mano y lanzándolo al suelo con fuerza.

—¿Ya terminamos? —preguntó Xiomara con burla, inclinándose sobre él.

—¡No todavía! —gruñó Atzin, empujándose hacia arriba, sus ojos encendidos con una mezcla de dolor y terquedad.

En la periferia, los dioses continuaron observando, sus posturas y opiniones en marcado contraste, mientras Atzin luchaba por mantenerse en pie una vez más.

En la distancia, el resto del grupo también observaba el entrenamiento entre Atzin y Xiomara. Ricardo, la señora Iztli y los tíos de Leo habían traído sillas del comedor para estar más cómodos, mientras Ameyali y Adriana permanecían sentadas sobre la hierba, con los brazos cruzados y una expresión de calma atenta. Sayuri tomaba notas en su libreta, como si estuviera documentando cada movimiento. Pero los ojos de todos estaban fijos en el campo de entrenamiento, atentos a cada golpe, cada esquive y cada caída.

Leo y David, sin embargo, estaban apartados, llevados a una zona más tranquila. Allí, lejos del ruido y las distracciones, Huehuecóyotl estaba instruyendo a David.

Huehuecóyotl, en su forma de coyote antropomorfo, gesticulaba ampliamente, sus palabras ligeras y a menudo interrumpidas por comentarios sarcásticos que mantenían a David al borde de una sonrisa.

—Así que, querido David, todo empieza con esto —dijo Huehuecóyotl, señalando al collar que llevaba David—. Este pequeño artefacto es el puente entre lo que eres y lo que puedes llegar a ser. Pero, claro, solo si no lo rompes en el proceso.

David inclinó la cabeza. —¿Eso es una advertencia o un insulto?

—Es ambas —declaró Huehuecóyotl con una sonrisa ladina—. Ahora, enfócate. La luz que emites no es solo luz; es tu energía vital manifestada. Aprende a controlarla y podrás hacer cosas que ni siquiera imaginas.

David asintió con seriedad, aunque su mente ya estaba pensando en las posibilidades, su entusiasmo apenas contenido.

Leo, en cambio, estaba distraído. Su mirada se perdía en el campo donde Atzin seguía luchando contra Xiomara. Cada vez que la híbrida lo derribaba, Leo sentía un impulso de correr a ayudarlo, pero se contenía, recordando las palabras de Atzin: "Déjame manejarlo."

Sin embargo, no era solo el combate lo que pesaba en su mente. Otra parte de él estaba atrapada en pensamientos más oscuros: Luis. Su hermano. La imagen de lo que había visto no dejaba de atormentarlo. El híbrido reptiloide que tantas veces los había atacado era Luis. Su Luis. El recuerdo lo golpeaba como un martillo cada vez que trataba de enfocarse en otra cosa.

Desvió la mirada brevemente hacia sus tíos. Sandra estaba sentada en su silla, con los ojos enrojecidos por el llanto. Desde que le habían informado el estado de su sobrino mayor, apenas había dejado de llorar. Esteban, por otro lado, permanecía en silencio, su expresión endurecida y sus manos entrelazadas frente a él. Parecía un hombre al borde del colapso, pero decidido a mantenerse fuerte por los demás. Toño, en cambio, estaba ajeno a todo. Jugaba alegremente con Alondra y Huitlacoche, correteándose entre los árboles en la periferia del espacio, riendo sin parar.

Un chasquido de dedos frente a su rostro lo regresó bruscamente al presente. Leo parpadeó, su mirada ahora enfocándose en Quetzalcóatl, sentado frente a él.

—Necesito tu atención aquí —dijo el dios, su voz profunda y autoritaria.

Leo tragó saliva y asintió. —Lo siento. Estoy... estoy aquí.

Quetzalcóatl se cruzó de brazos, su imponente figura inclinándose levemente hacia él. —No estás "aquí", no completamente. Tus pensamientos están divididos, y eso te convierte en un blanco fácil. ¿De qué sirve toda la fuerza que posees si tu mente está en otro lugar?

El dios, en su forma mortal, era un hombre de estatura media, con un rostro que parecía tallado por el viento. Su piel era dorada, como si siempre estuviera bajo el resplandor del sol, y sus ojos, grandes y expresivos, tenían un brillo que oscilaba entre la sabiduría infinita y el entusiasmo infantil. El cabello, largo y ondulado, parecía hecho de hilos de obsidiana y caía en cascadas por su espalda, recogido parcialmente por una sencilla trenza.

Leo respiró hondo, intentando calmarse. Pero ¿cómo podía concentrarse con todo lo que estaba pasando? Miró de reojo a David, que estaba claramente inmerso en su entrenamiento con Huehuecóyotl, y luego al campo de combate, donde Atzin seguía enfrentando a Xiomara.

Quetzalcóatl chasqueó la lengua y movió la cabeza de un lado a otro. Sujetaba un elote asado en una mano, cubierto de limón y chile, y le dio un mordisco ruidoso antes de señalar a Leo con la punta del maíz.

—¿Sabes cuál es tu problema, Leonardo? —preguntó. No esperó una respuesta, claro. Siguió hablando mientras gesticulaba con entusiasmo—. Te distraes. Aquí estamos tratando de hacer que moldees el aire como si fuera plastilina, y tú estás allá, soñando despierto.

Leo parpadeó, volviendo a enfocarse en el dios. —Lo siento, es que...

Quetzalcóatl levantó una mano, interrumpiéndolo. —"Es que, es que..." No hay "es que". Aquí, ahora. ¿Recuerdas lo que te dije sobre el aire? —preguntó, dándole otro mordisco al elote y hablando con la boca medio llena—. Es como un amigo tímido. Si lo ignoras o lo tratas mal, no va a cooperar. Pero si le hablas bonito y le muestras respeto, ¡ah! Entonces hace lo que quieras. Como un perrito bien entrenado.

Leo arqueó una ceja. —¿El aire es un perrito?

Quetzalcóatl asintió vigorosamente, con los ojos brillantes de entusiasmo. —¡Exacto! Un perrito invisible y un poco caprichoso. Pero no le digas "perrito", ¿eh? Se ofende. Dile "señor viento" o algo elegante. Ahora, vamos de nuevo. Haz lo que te enseñé: respira, siente, moldea.

Leo dejó escapar un suspiro, esta vez más concentrado. Cerró los ojos y levantó las manos, intentando recordar la técnica que Quetzalcóatl le había mostrado. El dios lo observaba con la atención de un maestro dedicado, dándole otro mordisco a su elote mientras se balanceaba ligeramente sobre sus pies.

—Eso es, eso es... —murmuró Quetzalcóatl, animándolo suavemente—. Más firme con las manos, pero suave con la intención. Como si acariciaras una nube. ¡Eso es! Ahora dile al aire qué quieres que haga. Hazlo sentir importante, como si fuera tu mejor amigo.

Leo frunció el ceño, concentrándose en las corrientes que sentía alrededor de sus dedos. El aire comenzó a arremolinarse, respondiendo a sus movimientos. Quetzalcóatl soltó un pequeño aplauso, casi brincando de emoción.

—¡Muy bien, Leonardo! —exclamó, sonriendo de oreja a oreja—. Ahora, dale forma. No tengas miedo de experimentar. Es tuyo, pero no lo controles demasiado. Es como bailar con alguien; tú lideras, pero también lo dejas moverse.

Leo comenzó a moldear el aire, dándole una forma más definida. Una corriente giró frente a él, suave pero constante, tomando la forma de un lazo que flotaba en el aire. Quetzalcóatl soltó una carcajada alegre y le dio una palmadita en la espalda, dejando un poco de chile del elote en la camisa de Leo.

—¡Eso es, Leonardo! —dijo, casi cantando las palabras—. ¡Tienes talento natural para esto! Bueno, más o menos, pero ¡ahí vamos!

Leo soltó una pequeña risa, a pesar de sí mismo, mientras mantenía la corriente en movimiento. Quetzalcóatl tomó otro mordisco de su elote y se inclinó hacia él.

—Ahora, la parte divertida —susurró con una sonrisa traviesa—. Haz que baile. Como yo. —Y empezó a moverse torpemente, haciendo girar el elote en su mano como si fuera una batuta.

Quetzalcóatl dejó escapar una risa estridente al ver a Leo intentando, con torpeza, hacer que el lazo de aire "bailara" en el aire. El joven movía las manos con seriedad, como si estuviera en un ritual complejo, pero el resultado era cualquier cosa menos armonioso.

—¡Alto, alto, alto! —exclamó Quetzalcóatl, haciendo un gesto con la mano mientras casi se atragantaba con su elote—. ¡Era broma! No tienes que hacerlo bailar, Leonardo. ¿Qué clase de maestro sería si te pusiera a hacer semejante tontería?

Leo se detuvo, desconcertado, y luego dejó escapar un suspiro al darse cuenta de que había caído en la broma. El lazo de aire se deshizo frente a él, disipándose en la brisa natural.

—¿De verdad? —preguntó Leo, frunciendo el ceño—. ¿Eso era todo? ¿Me estabas vacilando?

—¡Claro que sí! —respondió Quetzalcóatl, dando un último mordisco a su elote antes de lanzarlo con precisión a un cubo de basura cercano—. Pero mira, lograste mantener el flujo de aire por más tiempo del que esperabas. Eso es progreso. ¿Ves? No soy tan cruel.

Leo rodó los ojos, pero una sonrisa leve se formó en sus labios. Quetzalcóatl se sacudió las manos y se inclinó hacia él con una expresión más seria.

—Ahora, hablando en serio, Leonardo —dijo, cruzándose de brazos—. Estas habilidades que tienes son como una danza. No importa qué tan avanzado seas, siempre debes repasar los pasos básicos. Si pierdes esa conexión, pierdes todo. Por eso estamos aquí, regresando al principio. Porque es en lo básico donde encuentras la clave para lo avanzado.

Leo asintió, su mente captando el mensaje detrás de las palabras del dios. Pero había algo que seguía rondando su cabeza, algo que no podía ignorar. Miró a Quetzalcóatl con una mezcla de curiosidad y seriedad.

—Si puedo moldear la materia... los objetos —comenzó lentamente, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. ¿Eso significa que también podría hacerlo con las personas?

La sonrisa juguetona de Quetzalcóatl desapareció de inmediato, su expresión volviéndose seria como una tormenta que se cierne sobre el horizonte. El cambio en su rostro fue tan abrupto que Leo casi retrocedió instintivamente.

El dios lo miró fijamente, sus ojos llenos de una gravedad que contrastaba por completo con su actitud habitual.

—Sabes perfectamente a dónde quieres llegar con esa pregunta, Leonardo —dijo Quetzalcóatl, su voz ahora más baja, más profunda—. Y la respuesta no es tan sencilla como quisieras.

Leo sintió cómo su garganta se apretaba, pero no apartó la mirada. —Mi hermano... Luis —murmuró, su voz temblando ligeramente—. Si esto que tengo puede cambiar cosas, arreglarlas... ¿por qué no puedo usarlo para devolverle lo que perdió?

Quetzalcóatl se quedó en silencio por un momento, estudiándolo con una intensidad que parecía atravesar su alma. Luego, dio un paso hacia él, colocándose a su altura.

—Lo que tú tienes, Leonardo, no es solo poder. Es responsabilidad. Puedes moldear la materia, sí. Pero las personas... —el dios hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Las personas no son solo carne y hueso. Son recuerdos, emociones, experiencias. Lo que tú ves como un cambio físico puede ser algo mucho más profundo de lo que puedes comprender.

Leo apretó los puños, sus ojos llenándose de frustración. —Entonces, ¿qué? ¿Se supone que me quede de brazos cruzados mientras mi hermano... mientras él...?

—No estoy diciendo eso —interrumpió Quetzalcóatl, su voz más suave ahora, aunque seguía cargada de autoridad—. Pero si intentas forzar un cambio en alguien, no sabes qué consecuencias podría tener. Podrías devolverle su apariencia, sí, pero ¿qué tal si al hacerlo le quitas algo más? Algo esencial. Algo que lo hace ser él.

Leo tragó saliva, sus emociones luchando por salir a la superficie. —¿Entonces no hay esperanza? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

Quetzalcóatl negó con la cabeza, colocando una mano firme pero reconfortante en el hombro de Leo. —Hay esperanza, Leonardo. Pero no de la forma en la que crees. No puedes usar tus poderes para salvarlo por completo. Pero eso no significa que no puedas ayudarlo. A veces, lo que necesitan los demás no es que les solucionemos sus problemas, sino que estemos ahí para ellos mientras encuentran su propio camino.

Leo bajó la mirada, sintiendo el peso de las palabras del dios. Sus hombros se hundieron ligeramente, pero no en derrota, sino en aceptación. No era la respuesta que había querido, pero sabía, en el fondo, que Quetzalcóatl tenía razón.

El dios soltó su hombro y dio un paso atrás, su sonrisa volviendo a aparecer, aunque ahora más serena.

—Eres fuerte, Leonardo —dijo—. Y tienes un corazón que muchos envidiarían. No subestimes lo que puedes hacer por los demás, incluso si no es lo que esperabas hacer. A veces, el simple hecho de estar ahí ya es suficiente.

Leo asintió lentamente, dejando que las palabras calaran en él. —Lo intentaré... —murmuró—. Pero duele. No puedo evitar que duela.

Quetzalcóatl sonrió con tristeza. —El dolor es parte del amor, Leonardo. Pero es el precio que pagamos por querer a alguien con todo nuestro ser. Y, aunque duele, nunca deja de valer la pena.

Leo cerró los ojos por un momento, respirando hondo antes de abrirlos de nuevo. —Gracias... por decírmelo.

Quetzalcóatl asintió, volviendo a su actitud ligera al instante. —¡Claro que sí! Ahora, regresemos a lo nuestro. ¡Haz bailar ese viento como un profesional! —exclamó, recuperando su energía juguetona.

.

.

.

Huehuecóyotl, en su forma antropomorfa, caminaba en círculos alrededor de David, moviendo la cola de un lado a otro como si estuviera pensando profundamente, aunque su rostro mantenía esa sonrisa juguetona que lo caracterizaba. David, de pie en el centro de un claro del bosque, observaba al dios con una mezcla de curiosidad y recelo.

—Bien, muchacho, escúchame porque solo voy a explicarlo... unas veinte veces —dijo Huehuecóyotl, girando sobre sus talones con teatralidad y señalándolo con una garra peluda—. La magia que ahora dominas no es solo abracadabra y chispitas de colores. Es mucho más elegante que eso.

David cruzó los brazos, arqueando una ceja. —¿Elegante? ¿Cómo de elegante estamos hablando? ¿Tipo pirotecnia del 15 de septiembre o una ópera en Bellas Artes?

Huehuecóyotl soltó una risa que resonó en el claro, como un eco travieso que parecía venir de todas partes y ninguna al mismo tiempo.

—Un poquito de ambas, dependiendo de cómo la uses —respondió el dios coyote mientras se apoyaba contra un árbol cercano—. Pero primero, los fundamentos. Tu magia no es algo que sale de la nada. Está atada a las leyes del universo, tanto físicas como... mágicas. ¿Sabes lo que eso significa?

David frunció el ceño, intentando seguirle el ritmo. —¿Que tiene reglas?

Huehuecóyotl chasqueó los dedos, creando una pequeña chispa en el aire. —¡Exacto! La magia siempre tiene reglas, chico. No puedes simplemente agitar las manos y esperar que todo funcione. Por ejemplo, el fuego que invocaste antes no es fuego, no de verdad. Es energía manifestada que toma la forma y el comportamiento del fuego porque tu mente lo decidió así.

—Entonces... ¿es una ilusión? —preguntó David, rascándose la cabeza.

El coyote negó con la cabeza, moviendo la garra en un gesto de corrección. —No, no, no. Es tan real como el fuego de una estufa, pero su fuente no es carbón o gas. Proviene de ti, de tu energía vital, de las fuerzas que ahora conectan tu alma con el tejido del universo. Y aquí viene la primera regla importante: Nada es gratis.

David lo miró con desconfianza. —¿Nada es gratis? ¿O sea que me va a costar algo? ¿Qué, mi alma o algo así?

Huehuecóyotl estalló en carcajadas, sujetándose el vientre como si fuera lo más gracioso que había oído. —¡Tu alma! ¡Ay, chico, eres un encanto! No, no, tu alma está bien donde está, no te preocupes. Lo que quiero decir es que cada hechizo, cada manifestación mágica, consume energía de ti. Y si te excedes, bueno... —El coyote se llevó la garra al cuello y lo cruzó en un gesto dramático—. Adiós, David.

David tragó saliva, un poco inquieto. —¿Qué tanto puedo usar antes de que sea... adiós David?

Huehuecóyotl se encogió de hombros, su sonrisa volviendo a aparecer. —Depende de tu resistencia, muchacho. Cuanto más practiques, más energía tendrás disponible. Pero aquí viene otra regla crucial: La intención lo es todo. Lo que sea que quieras hacer, tu mente debe visualizarlo con absoluta claridad. Si dudas, si no estás seguro, tu magia se desviará. Y créeme, un hechizo mal dirigido puede ser un desastre.

—Genial, un error y puedo explotar algo accidentalmente —murmuró David, frotándose la sien.

El coyote se acercó, inclinándose para mirarlo directamente a los ojos con una expresión que mezclaba picardía y seriedad. —Exacto, pero también puedes lograr maravillas. Por ejemplo, esa forma de energía que invocaste antes, la que tomó forma de un coyote, es única para ti. Es tu sello personal, por así decirlo. Solo tú puedes controlarla.

David asintió lentamente, procesando la información. —¿Y qué más hay? ¿Qué otras reglas debo saber?

Huehuecóyotl comenzó a caminar de nuevo, agitando las manos como si estuviera dando una conferencia. —Tercera regla: El entorno importa. Si estás en un lugar seco, es más fácil invocar fuego. Si estás cerca del agua, es más fácil manipularla. La magia no solo proviene de ti, también interactúa con el mundo a tu alrededor. Usa eso a tu favor.

David arqueó una ceja. —¿Eso significa que puedo hacer cosas con el agua?

Huehuecóyotl chasqueó los dedos de nuevo, esta vez haciendo aparecer una pequeña esfera de agua que flotó entre ellos. —No puedes hacer agua de la nada, pero si tienes un río cerca... —La esfera se transformó en una pequeña figura de coyote que se disolvió en el aire.

—Ok, eso es impresionante —admitió David, aunque no pudo evitar sentir que estaba recibiendo una clase de física mágica.

Huehuecóyotl se giró hacia él, señalándolo con una garra. —Lo es, y tú también lo serás, si sigues aprendiendo. Pero recuerda, muchacho, no todo es poder y grandes gestos. A veces, la magia más útil es la más simple.

David se cruzó de brazos, inclinando la cabeza. —¿Como qué?

El coyote sonrió con malicia antes de señalarle un pequeño arbusto cercano. —¿Ves ese arbusto? Hazlo florecer.

David lo miró, confundido. —¿Florecer? Eso no parece muy útil en una pelea.

—Ah, pero eso es porque estás pensando como un humano y no como un mago —dijo Huehuecóyotl con un guiño. Luego cruzó los brazos y esperó—. Vamos, inténtalo.

David frunció el ceño mientras observaba el arbusto frente a él. Había extendido la mano, había cerrado los ojos y se había concentrado como le pidió Huehuecoyotl, pero el arbusto seguía siendo un montón de hojas verdes ordinarias. Nada de flores, ni siquiera un brote nuevo.

—No pasa nada —murmuró, frunciendo el ceño mientras apretaba los labios.

Huehuecoyotl soltó una risotada, inclinándose contra un árbol cercano mientras jugueteaba con un palo que había recogido del suelo.

—¡Por supuesto que no pasa nada! —exclamó con su característica voz burlona—. ¿Qué esperabas? ¿Que el arbusto se transformara mágicamente porque pusiste cara de concentración? No funciona así, cachorro.

David lo miró con incredulidad.

—Entonces, ¿cómo se supone que funcione? —preguntó con frustración.

Huehuecoyotl dejó caer el palo y se acercó al arbusto, mirándolo con curiosidad antes de girarse hacia David.

—Siguiente lección —anunció con una sonrisa juguetona, frotándose las manos como si estuviera a punto de contar un chiste—. Las magias que los dioses otorgamos a los mortales no son iguales. Cada una tiene sus fundamentos, reglas y principios. Y, lo más importante, cada una tiene una forma diferente de invocarse.

David frunció el ceño aún más, tratando de seguir el ritmo.

—Por ejemplo —comenzó el dios coyote, paseándose frente al arbusto como si estuviera dando una clase magistral—, la magia de Xólotl. Esa es más física que cualquier otra cosa. Su poder proviene de su conexión con el Mictlán, el lugar de los muertos. Así que, para desarrollarla, su ahijado, Atzin, no necesita más que aumentar su fuerza física y su conocimiento del Mictlán. Entre más aprenda sobre ese lugar, más podrá acceder a las conciencias de los difuntos. Es una magia de resistencia, de conexión, y de pura fuerza bruta.

David levantó una mano, como si estuviera en un salón de clases.

—¿Cómo es eso de las conciencias de los difuntos? —preguntó con curiosidad.

Huehuecoyotl ignoró su pregunta por completo, continuando su explicación con un gesto grandilocuente.

—La magia de Quetzalcóatl, por otro lado, es una de las más complejas. Ese viejo es un dios creador. Su poder proviene de comprender la forma del todo, desde lo más pequeño hasta lo más grande. Es un proceso técnico, porque Quetzalcóatl ve la creación como un arte en sí misma. Cada átomo, cada estructura, cada forma, tiene un patrón. Su magia requiere que su protegido entienda esos patrones y trabaje con ellos, no contra ellos.

David parpadeó, sorprendido por la cantidad de información.

—¿Eso significa que Leo...?

Huehuecoyotl levantó una mano para detenerlo.

—Exacto, cachorro —dijo, con un destello de admiración burlona—. Leo tiene que entender los patrones de lo que transforma. No basta con querer convertir una roca en metal; debe comprender lo que hace al metal ser metal. La densidad, la composición, la energía. Es como aprender a bailar un son complicado; primero tienes que aprender los pasos básicos antes de saltar al escenario.

David frunció los labios, procesando toda la información.

—¿Y yo? —preguntó finalmente, su tono lleno de expectativa.

Huehuecoyotl se detuvo, ladeando la cabeza como un perro curioso.

—Ah, tu magia es especial, cachorro —dijo, su tono más bajo, como si compartiera un secreto importante—. Mi magia está ligada a las artes humanas, a la creatividad. Porque yo soy el embaucador, el bailarín, el contador de historias. Mi magia fluye a través de las emociones, de la pasión que pones en cada movimiento. La clave para ti es simple: usa lo que amas.

David frunció el ceño, sin entender.

—¿Lo que amo? —repitió.

Huehuecoyotl asintió, con una sonrisa de satisfacción.

—Exacto. Lo que amas es tu ancla. En tu caso, la danza. No puedes simplemente apuntar a un arbusto y esperar que florezca. Necesitas moverte, conectar con el mundo a través de lo que amas hacer. Baila, cachorro. Y haz que ese arbusto florezca.

David se posicionó frente al arbusto, su postura rígida, insegura. Su respiración era irregular mientras trataba de concentrarse, de encontrar algo dentro de sí mismo que resonara con la tarea que Huehuecoyotl le había dado. El dios coyote, siempre observador y juguetón, inclinó la cabeza, sus orejas se movían con curiosidad mientras veía los torpes intentos del joven.

—Vamos, chico, no tienes que pensarlo tanto —dijo Huehuecoyotl, con un tono despreocupado—. El truco no está en intentar controlar la magia, sino en dejar que fluya. Como cuando bailas. Empieza con el ritmo.

David cerró los ojos, dejando escapar un suspiro lento. El coyote tenía razón. Siempre lo tenía. Lentamente, dejó que sus sentidos se abrieran al entorno. Escuchó el suave crujir de las ramas mientras el viento las mecía. Los susurros de las hojas parecían formar un coro natural, acompasado con los sonidos de la tierra y el distante canto de los pájaros. Todo era un ritmo, un flujo constante de vida que resonaba a su alrededor.

Intentó mover los pies. Al principio, fueron movimientos torpes, desacompasados. Dio un paso, otro, pero su cuerpo aún no encontraba el ritmo adecuado. Huehuecoyotl lo miraba con una sonrisa burlona, como un maestro paciente que espera a que su alumno tropiece antes de levantarse.

—Escucha, David. Escucha el mundo. Todo tiene un ritmo. Incluso tú. Haz que se alineen.

David asintió, esta vez con mayor resolución. Volvió a cerrar los ojos, dejando que los sonidos lo envolvieran. Escuchó el latir de su propio corazón, un compás constante que vibraba dentro de él. Su respiración se sincronizó con ese pulso, y entonces, poco a poco, todo encajó. El susurro de las hojas, el zumbido de los insectos, el leve crujir de la tierra bajo sus pies. Todo estaba conectado, como una vasta sinfonía.

Sus pasos comenzaron a fluir, ligeros y precisos. No era una coreografía ensayada; era un lenguaje corporal que nacía del momento. Movió los brazos, primero con timidez, luego con gracia. Giró en un paso amplio, sintiendo cómo el aire envolvía su piel, cómo cada músculo de su cuerpo respondía al ritmo invisible que ahora podía percibir.

La danza se convirtió en un trance. David ya no pensaba en lo que hacía; su cuerpo se movía con naturalidad, como si el ritmo hubiera despertado algo primigenio en su interior. Sus pies dibujaban patrones en la tierra, sus manos describían formas en el aire. Cada giro, cada salto, era un diálogo con el mundo que lo rodeaba.

El arbusto frente a él parecía responder. Primero, un leve susurro en sus ramas. Luego, un destello de verde más intenso. Y finalmente, pequeñas flores comenzaron a abrirse, tímidas pero vibrantes, como si también fueran atraídas por el ritmo que David había despertado.

Huehuecoyotl observó con satisfacción, sus ojos brillando con un deleite que apenas intentaba ocultar.

—Ahí lo tienes, muchacho —dijo con suavidad, sin interrumpir—. La magia no es solo energía. Es conexión. Es arte.

David, aún moviéndose, sintió una calidez profunda en su pecho. Las flores continuaron floreciendo, cada pétalo una prueba de que había encontrado el ritmo. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero cuando finalmente detuvo sus movimientos, su cuerpo estaba empapado de sudor, su pecho subía y bajaba con fuerza, y una sonrisa tenue adornaba su rostro.

—Lo logré... —murmuró, su voz apenas un susurro.

—Lo lograste, cachorro —confirmó el dios coyote—. Aunque, debo admitir, estuve a punto de apostar conmigo mismo que no lo harías a la primera.

David, aún tratando de recuperar el aliento, lo miró de reojo mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano.

—¿Eso fue un cumplido o un intento de hacerme sentir mal?

Huehuecóyotl soltó una carcajada, colocando ambas manos en sus caderas.

—Ambas, obviamente.

David asintió, aún maravillado por lo que había logrado. Sabía que este era solo el comienzo, pero por primera vez, sentía que podía dominar lo que antes parecía imposible. Y todo, simplemente, había comenzado con escuchar.

.

.

.

Luis estaba encorvado sobre el suelo frío de su celda, devorando un gran trozo de carne cruda que algún guardia, probablemente con disgusto, había lanzado dentro. Sus movimientos eran instintivos, mecánicos, como los de un animal más que los de un humano. Sus manos, ahora más parecidas a garras, sujetaban la carne con fuerza, mientras sus dientes afilados desgarraban los tejidos con facilidad.

La celda estaba acondicionada específicamente para él. Las paredes de concreto estaban recubiertas con una malla de acero reforzado, asegurando que ni siquiera sus mandíbulas y garras pudieran abrirse paso. En una esquina, un pequeño respiradero dejaba entrar una brisa fría, insuficiente para aliviar el hedor acre que impregnaba el aire. Una lámpara en el techo proyectaba una luz blanquecina y parpadeante, lo justo para iluminar el espacio y resaltar cada detalle de su deformado cuerpo.

Su piel estaba cubierta de escamas ásperas y oscuras, salpicadas de manchas de un color anaranjado intenso. Sus ojos, profundamente hundidos en sus cuencas, destellaban un brillo amarillento que resultaba inquietante. La robustez de su cuerpo lo hacía parecer imponente, pero también encerrado en un tormento constante, como si cada fibra de su ser estuviera en guerra consigo misma.

A pocos pasos de la celda, Leo y Atzin observaban en silencio. Leo tenía los brazos cruzados, sus dedos apretando con fuerza los músculos de sus brazos, como si estuviera conteniendo todo lo que quería gritar. Sus ojos, normalmente brillantes y llenos de energía, ahora estaban apagados, fijos en la figura que alguna vez había llamado hermano. Atzin, a su lado, se mantenía estoico, pero su cola se movía inquieta detrás de él, un claro signo de la tensión que intentaba reprimir.

—Él no nos ve —murmuró Leo, rompiendo finalmente el silencio, su voz cargada de una melancolía—. Ni siquiera sabe que estamos aquí, ¿verdad?

Atzin lo miró de reojo, sus branquias apenas agitándose con el movimiento. Quiso decir algo, cualquier cosa que pudiera aliviar el peso que Leo cargaba, pero las palabras se le atoraron en la garganta. ¿Qué podía decir cuando la realidad estaba tan desnuda ante ellos?

Detrás de ambos, Xólotl y Quetzalcóatl permanecían en silencio, dándoles espacio pero lo suficientemente cerca para asegurar que la visión no se desvaneciera de sus mentes. Xólotl, con los brazos cruzados sobre su pecho y una mirada dura, observaba la escena como un guardián. Quetzalcóatl, por otro lado, parecía más inquieto, su mirada saltando entre los hermanos.

Leo cerró los ojos, su mandíbula apretándose mientras un suspiro tembloroso escapaba de sus labios. Se inclinó hacia adelante, apoyando una mano contra el cristal que los separaba, su palma tensa contra la superficie fría.

Luis, ajeno a que estaba siendo observado, continuó devorando el trozo de carne hasta que no quedó más que un pequeño hueso en sus garras. Lo arrojó a un lado con un gruñido bajo, casi animal, antes de levantar la cabeza, como si percibiera algo en el aire. Sus ojos reptilianos se movieron por la celda, pero nunca se detuvieron en el cristal donde Leo lo miraba. Era como si estuviera observando un mundo completamente diferente.

—No es el final —dijo Atzin finalmente, su voz más firme esta vez, tratando de romper la desesperación que parecía envolver a Leo—. Aún podemos hacer algo. Aún hay una parte de él allí dentro, Leo. No importa lo que cueste, la encontraremos.

Leo se volvió hacia él, su mirada llena de lágrimas contenidas.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó, su voz rota.

Atzin levantó una mano y la colocó sobre el hombro de Leo, apretándolo ligeramente.

—Porque tú aún crees en él —respondió Atzin—. Y porque yo creo en ti.

Luis se movió hacia una esquina de la celda, enrollándose sobre sí mismo como un animal agotado. El brillo de sus ojos se apagó lentamente mientras el cansancio parecía apoderarse de él.

El grupo avanzó por el pasillo interminable, sus pasos resonando con un eco metálico en las paredes blancas y estériles. Leo caminaba detrás, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Cada fibra de su ser parecía reacia a alejarse de la celda de Luis, pero había seguido a los demás aún así.

El aire en el pasillo era frío, casi clínico, y la iluminación, demasiado brillante, hacía que cada rincón pareciera aún más inhumano. Las puertas de acero reforzado se sucedían a ambos lados, idénticas entre sí. Cada una estaba marcada con un número grabado en el metal.

Atzin echó un vistazo a las puertas mientras caminaban. Habían comprobado cada una antes de llegar a la de Luis. Todas vacías. Todas, menos una.

Xiomara y Tepeyolotl los esperaban al final del pasillo, frente a la última puerta. Xiomara, con los brazos cruzados y la mandíbula apretada, no había dicho una palabra desde que llegaron. Sus ojos estaban clavados en el cristal de la celda, y su postura rígida traicionaba una mezcla de emociones que Atzin no podía descifrar del todo.

Cuando el grupo se reunió, Xiomara seguía inmóvil, sus ojos fijos en el interior de la celda. Era difícil imaginarla así, tan quieta, tan vulnerable. Xiomara, la implacable guerrera que había estado entrenando a Atzin hasta el agotamiento, parecía casi... humana en ese momento.

Leo se detuvo unos pasos atrás, su mirada fija en el suelo. Atzin lo sintió vacilar, pero no lo presionó para avanzar. Atzin se acercó al cristal, posicionándose al lado de Xiomara.

—¿Está consciente? —preguntó Leo en un susurro, su voz rota por el peso de la pregunta.

Xiomara asintió lentamente. —Consciente... pero apenas. —Su tono estaba cargado de una culpa que intentaba ocultar.

Tiszoc yacía inmóvil en el suelo, sus extremidades atadas por bandas de cuero que parecían haber sido ajustadas con saña. Su cuerpo estaba cubierto de heridas, algunas de las cuales parecían haber sido tratadas superficialmente, mientras que otras habían sido reabiertas, como si Godoy hubiera disfrutado de la agonía que esto le causaba.

Su piel estaba pálida y sudorosa, y su respiración era superficial y entrecortada. Sus ojos, normalmente brillantes y llenos de vida, estaban cerrados, como si estuviera tratando de escapar de la realidad que lo rodeaba.

Atzin se sintió conmocionado al ver a Tiszoc en ese estado. La lástima y la rabia se mezclaron en su interior, y tuvo que contenerse para no romper la visión.

—¿Va a aguantar? —susurró Atzin, tratando de contener la lástima en su voz.

Xiomara suspiró y sacudió la cabeza.

—A esto sí —dijo—. Pero eso va a significar que Godoy se va a seguir esmerando hasta romperlo. Quizás esté pensando ya en encontrar el modo de meterse en su mente y romperla más hasta que confiese. La resistencia es la cosa favorita de Godoy para romper.

Atzin miró de reojo a Xiomara, que se veía incómoda recordando.

—¿Cómo hace uno para sobrevivir por tanto tiempo a ese hombre? —preguntó horrorizado.

Xiomara se tensó, pero una sonrisa indignada se le escapó.

—Obedeces —dijo—. Aguantas con la cabeza baja para mantenerlo contento y evitar el mayor daño posible. Lo que más adora es el control, y si pretendes que te tiene bajo él se descuidará... Aunque al final de algún modo u otro terminas atado a él sin darte cuenta, pero es él precio por sobrevivir.

Leo frunció el ceño al escuchar las palabras de Xiomara. Dio un paso adelante, apuntándola con la mirada como si intentara atravesarla con ella.

—Pareces saber mucho sobre cómo funciona ese tipo —soltó con una dureza que sorprendió incluso a Atzin.

—Porque he jugado ese juego y he sobrevivido —dijo con una frialdad que cortaba como una navaja—. Lo he jugado más tiempo del que quisiera recordar. Y si estoy aquí, si estoy contigo, es porque quiero algo que no tuve en ese entonces: la oportunidad de luchar contra él.

Las palabras cayeron como un peso en el ambiente, y por un momento, ninguno de ellos supo qué decir. Leo desvió la mirada, incapaz de sostenerla.

Tiszoc gimió débilmente, atrayendo la atención de los tres. Su sufrimiento volvió a ser el centro de la escena, recordándoles por qué estaban allí.

—Esto no es el momento para pelear entre nosotros —dijo Atzin finalmente—. Vamos.

Atzin lideró al grupo por el pasillo con determinación renovada, aunque el peso de lo que acababan de presenciar aún pesaba en sus hombros. Tiszoc, Luis... Ambos eran pruebas vivientes de lo que Genetix era capaz de hacer. Pero ahora no era momento para lamentos ni para rabia descontrolada; era momento de actuar.

Llegaron a una sala más amplia, una especie de laboratorio abandonado, donde las luces parpadeaban intermitentemente y el aire olía a químicos rancios y metal oxidado. Xiomara se detuvo en el centro, girándose para enfrentar al grupo.

—Este es nuestro punto de partida —dijo, su voz firme mientras señalaba las terminales apagadas y los armarios metálicos que los rodeaban—. Aquí es donde empezamos a trazar nuestro plan.

Leo levantó la cabeza, sus ojos llenos de un fuego renovado.

—¿Qué propones? —preguntó.

—Entregarse —declaró la chica con seriedad, su voz firme y resuelta.

—¿Qué? —respondió Leo con sarcasmo, su ceño fruncido en una mezcla de incredulidad y escepticismo.

—Espera, ¿es neta? —preguntó Atzin, su tono ligeramente más suave que el de Leo, pero igualmente sorprendido.

La chica se cruzó de brazos, su postura defensiva, pero su mirada segura y decidida. —Si me dejas terminar de explicar, lo agradecería —gruñó ligeramente, su voz con un toque de impaciencia.

—Pero sí, entregar a alguien para que Genetix lo capture —continuó, su voz firme— permitiría tener un factor distractor y ojos desde adentro para ubicar a Tiszoc y Luis mientras el resto del grupo va entrando sin ser vistos para el rescate.

La sala se quedó en silencio, con todos los ojos fijos en la chica, que parecía haber tomado una decisión que los demás no estaban seguros de entender. La tensión en el aire era palpable, y se podía sentir la pesada carga de la responsabilidad que la chica había asumido.

—¿Quién se supone que vamos a entregar? —preguntó finalmente Leo, su voz baja y cautelosa.

La chica se encogió de hombros, su mirada firme. —A mí —dijo simplemente.

.

.

.

El eco suave de los pasos de Arturo Godoy resonaba por el pasillo que llevaba a la habitación de su "invitado." A diferencia de los niveles inferiores de Genetix, donde el ambiente era frío y clínico, este pasillo parecía casi acogedor, si uno ignoraba las intenciones detrás de su diseño. Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera oscura, y la alfombra bajo sus pies amortiguaba los sonidos, excepto los de sus elegantes zapatos de cuero.

Dos guardias vigilaban la entrada a la habitación. Pero estos no eran como los soldados brutales y armados que patrullaban los niveles inferiores. Estos hombres estaban vestidos con trajes perfectamente ajustados, sus posturas rígidas y profesionales. No portaban armas visibles, pero su mera presencia era suficiente para advertir que no se trataba de simples subordinados. Arturo les lanzó una mirada breve pero cargada de autoridad antes de pasar por la puerta, que se abrió automáticamente con un suave zumbido.

El interior de la habitación era un contraste absoluto con las celdas o laboratorios de Genetix. Todo era pulcro, ordenado, casi lujoso. Las paredes estaban pintadas de un color crema suave, decoradas con cuadros genéricos que pretendían transmitir calma. Una cama grande y perfectamente hecha dominaba el centro de la habitación, con un edredón de un blanco inmaculado. Al lado, una mesa de madera oscura sostenía una lámpara de diseño minimalista, su luz suave iluminando la figura sentada en la cama.

Emiliano Ruíz estaba allí, como siempre. Su cabello, antaño bien cuidado, estaba desordenado, y sus ojos vagaban entre la página de un libro que sostenía de cabeza y un punto invisible en el aire. Vestía un pijama limpio, pero arrugado, y aunque su rostro era el de un hombre de cincuenta años, los surcos profundos y el cansancio en sus ojos lo hacían parecer mucho mayor. Cuando Arturo entró, Emiliano no reaccionó de inmediato, pero tras un momento levantó la vista, sus labios curvándose en una sonrisa extraña, casi burlona.

—¡Ah, el emisario de los usurpadores! —exclamó Emiliano, dejando el libro de lado con un movimiento teatral y poniéndose de pie sobre la cama, balanceándose ligeramente—. Venís a negociar mi liberación, ¿no es así? ¡Sabed que no me inclinaré ante ninguna oferta que no incluya la rendición total y la devolución de mi reino!

Arturo cerró la puerta tras de sí con calma, ignorando la actuación de Emiliano. Se acercó a la cama con pasos medidos, una sonrisa ligera y calculada en su rostro.

—Siempre tan dramático, Emiliano. —Su tono era suave, casi paternal, pero había un filo en sus palabras que traicionaba la satisfacción que encontraba en este espectáculo—. Me temo que no soy un emisario, ni mucho menos un usurpador. Soy... bueno, digamos que tu anfitrión.

Emiliano lo miró con desconfianza, sus ojos entrecerrados mientras intentaba procesar las palabras.

—¿Anfitrión? ¿Un anfitrión secuestrador? Eso no suena como un título digno. —Se dejó caer sobre la cama, cruzando las piernas bajo él mientras lo miraba con una sonrisa burlona—. ¿Acaso esperas que acepte té y galletas mientras planean mi ejecución?

Arturo dejó escapar una risa baja, como si disfrutara del retorcido ingenio de Emiliano.

—¿Ejecución? No, no, Emiliano. Qué pensamiento tan poco halagador. —Se sentó en una silla cercana, cruzando una pierna sobre la otra con un movimiento fluido—. ¿Por qué haría eso cuando me resulta mucho más entretenido observar cómo despliegas tu... brillantez? —La última palabra la pronunció con un toque de ironía apenas disimulado.

Emiliano lo observó fijamente por un momento, como si intentara descifrar algún enigma oculto en sus palabras. Luego se inclinó hacia adelante, su voz bajando a un susurro conspiratorio.

—¿Sabéis lo que creo? —preguntó, sus ojos brillando con una intensidad febril—. Creo que sois un espía de los Rebeldes de la Panadería de la Esquina. ¡Sí! Ese hedor a harina caducada te delata. Pero te diré algo, emisario... —Se detuvo dramáticamente, inclinándose aún más hacia Arturo—. Mi Caballero vendrá por mí. Y cuando lo haga, no habrá piedad para los traidores.

Arturo sostuvo la mirada de Emiliano con una mezcla de diversión y paciencia. Había algo fascinante en la forma en que la mente de su antiguo mentor había colapsado, cómo había creado este mundo de fantasías para protegerse de una realidad que ya no podía soportar. Pero Arturo también sabía que bajo esa fachada de locura, aún quedaban fragmentos de la mente brillante que una vez había liderado Genetix.

—Ese perro flacucho al que llamas Caballero... —dijo Arturo, inclinándose hacia adelante con un aire casi conspirativo—. Nunca vendrá. Te ha abandonado.

Emiliano lo miró con una expresión de profunda indignación, como si Arturo hubiera insultado a toda su imaginaria corte.

—¡Ese Caballero es más leal de lo que jamás comprenderías, serpiente! —gruñó, sus manos apretando el borde de la cama—. Incluso ahora, mientras hablas, seguro está preparando un asalto heroico a este... —Hizo un gesto amplio, mirando alrededor de la habitación con desdén— palacio de cartón.

Arturo sonrió.

—Por supuesto, Emiliano. Tu Caballero es verdaderamente excepcional. —Se puso de pie, caminando hacia la ventana mientras observaba las luces artificiales que imitaban un paisaje nocturno más allá del vidrio reforzado—. Pero dime, ¿qué harías si él no viniera? ¿Si no existiera?

La pregunta cayó como un ladrillo en el aire, pesada y cruel. Emiliano parpadeó, su rostro vacilando entre la confusión y la furia antes de estallar en una carcajada áspera.

—¡No existen las suposiciones absurdas en el Reino de la Planta! —declaró, golpeando el colchón con los puños como un niño terco—. ¡Y tú, emisario, deberías saberlo mejor! Ahora, ve, lleva mi mensaje a tus maestros. Exijo pasteles para el desayuno y un cetro nuevo. El actual... —Se inclinó hacia un lado, mirando un rincón vacío con seriedad— está encantado, y no de la buena manera.

Arturo lo miró de reojo, su sonrisa más amplia, más afilada.

—Pasteles y cetros, por supuesto. —Se volvió hacia la puerta, deteniéndose justo antes de salir—. Me aseguraré de que recibas lo que mereces, Emiliano. Siempre lo hago.

Emiliano, pese a su evidente ruina, seguía siendo útil. Había un tiempo en que Arturo lo consideraba el mejor negociador que había conocido, no solo por su habilidad para lidiar con las autoridades y mantener a raya las incómodas preguntas sobre Genetix, sino también por algo más. Por su capacidad de llegar más allá, de contactar con esos... otros. Los proveedores.

Arturo no podía ignorar el peso de esos recuerdos. Esas criaturas. Esas herramientas. Las transacciones que Emiliano había facilitado, transacciones que ninguno en Genetix, ni siquiera Arturo con toda su persuasión, había logrado replicar. Era como si aquellos proveedores, extraños y perturbadores en su humanidad incompleta, hubieran aceptado a Emiliano como un interlocutor único, rechazando a cualquier otro.

—Emiliano, querido amigo —dijo Arturo con suavidad, avanzando nuevamente hacia la cama—, no puedo evitar notar tu... magnífico desempeño como soberano. Pero dime algo. ¿No extrañas tus días de gloria, cuando comandabas ejércitos reales? Cuando tus palabras podían doblegar a los más poderosos y lograr alianzas inimaginables.

Emiliano alzó la cabeza, su expresión pasando de irritación a algo más cercano al interés. Se inclinó hacia Arturo, sus ojos brillando con un destello que parecía atravesar el velo de su demencia.

—¿Días de gloria? —repitió Emiliano, ladeando la cabeza como un ave curiosa—. Oh, sí. Sí, claro. Mis palabras eran oro puro, mis tratados tallados en mármol. Nadie podía resistir mi elocuencia, ni siquiera... —Se detuvo, su mirada perdiéndose en el vacío.

—Ni siquiera ellos, ¿verdad? —dijo Arturo, inclinándose hacia Emiliano con una suavidad que bordeaba lo hipnótico—. Esos aliados que ningún otro pudo persuadir. Los que te confiaron... regalos únicos.

Los labios de Emiliano se contrajeron en un movimiento que parecía una sonrisa y un tic nervioso al mismo tiempo.

—Ellos... Ellos eran más que aliados, Arturo. —La voz de Emiliano bajó a un susurro reverente, como si temiera que incluso las paredes pudieran escuchar. Godoy dió un respingo cuando el hombre pronunció su nombre—. Eran... artistas. Creadores de maravillas. No comprendías su arte, ¿verdad? Ninguno de ustedes lo hacía. Solo veían herramientas, criaturas. Pero yo... yo entendía. Yo hablaba su idioma.

Arturo sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no dejó que se reflejara en su rostro. Se mantuvo sereno, interesado.

—Y por eso confiaron en ti. Porque tú entendías. Pero... ¿alguna vez te preguntaste por qué no quisieron tratar con nadie más?

Emiliano soltó una carcajada áspera, tirándose hacia atrás como si Arturo hubiera dicho algo ridículamente obvio.

—¡Por supuesto que lo sé! —exclamó, su tono alternando entre la jactancia y la paranoia—. Porque ellos no tratan con el resto de ustedes. —Sus ojos se entrecerraron, y su voz bajó de nuevo a un susurro conspiratorio—. No tratan con las sombras. Ellos... ellos buscan a los iluminados.

Arturo sintió una punzada de irritación mezclada con curiosidad. Las palabras de Emiliano eran enrevesadas, sí, pero no carentes de significado. Había algo allí, enterrado en su locura, algo que Arturo podía aprovechar.

—Entonces, dime, Emiliano —dijo Arturo con suavidad, cruzando las manos sobre su regazo mientras lo observaba—, si ellos confiaron tanto en ti, ¿qué dirías si yo quisiera restablecer esa relación? Si quisiera volver a trabajar con ellos.

El rostro de Emiliano se oscureció, y un destello de lucidez atravesó sus ojos por un breve instante. Su sonrisa desapareció, reemplazada por una mueca de algo que podría haber sido lástima, o desprecio.

—¿Tú? —Emiliano rió, pero esta vez el sonido era hueco y amargo—. No lo entiendes, Arturo. Nunca lo entendiste. Ellos no tratan con hienas. Solo con lobos. Y tú... tú ni siquiera eres un perro.

Arturo apretó los dientes, pero mantuvo su sonrisa, aunque ahora era más rígida.

—No seas tan duro, Emiliano. Tal vez no sea un lobo, pero soy alguien que sabe aprovechar las oportunidades. Y tú... tú eres la clave para abrir esa puerta.

Emiliano inclinó la cabeza, como si considerara la idea, pero luego volvió a reír, esta vez con una mezcla de locura y desafío.

—Abrir puertas no es tan fácil como girar un pomo, Arturo. —Se acercó a él, sus ojos ardientes con una intensidad que casi lo hacía parecer el hombre que había sido—. Las puertas que yo abrí no llevan a lugares que puedas imaginar. Y si decides cruzarlas... bueno, no me culpes cuando te des cuenta de que lo que hay al otro lado no es lo que esperabas.

Arturo lo observó en silencio por un momento, dejando que las palabras de Emiliano calaran profundamente. Finalmente, se inclinó hacia él, sus ojos clavados en los de su antiguo mentor.

—Eso es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Pero tú, Emiliano... ¿estás dispuesto a ayudarme?

Emiliano lo miró fijamente, y por un momento, pareció como si la locura en sus ojos se calmara. Luego, una sonrisa lenta y torcida cruzó su rostro.

—Oh, Arturo. Claro que te ayudaré. Pero no porque me lo pidas. —Se inclinó aún más cerca, su voz apenas un susurro—. Sino porque quiero ver qué sucede cuando las hienas intentan jugar a ser lobos.

Arturo no pudo evitar sonreír, aunque sus labios temblaron ligeramente. Había ganado una batalla, pero la guerra con Emiliano y su mente fracturada apenas comenzaba.

—Ahora, mis condiciones —agregó Emiliano, levantando un dedo—: Pasteles.

.

.

.

Cerca de la vieja hacienda, un río corría entre los árboles. El agua era cristalina, tan clara que permitía ver cada piedra redonda en su lecho y las pequeñas criaturas que se deslizaban entre ellas. No era profundo, apenas llegaba a las rodillas en la mayoría de sus tramos, pero su anchura y su frescura lo hacían irresistible. A los lados, el río estaba flanqueado por altos álamos y sauces que inclinaban sus ramas hacia el agua, como si quisieran beber de su pureza. La luz del sol se filtraba a través del follaje, creando manchas doradas que bailaban sobre la superficie.

Después de un par de días de entrenamiento intenso, con el sudor pegándoseles a la piel y el cansancio pesando sobre sus cuerpos, Ricardo había tenido una idea práctica y necesaria. Con solo dos baños en la casa y un grupo tan numeroso de jóvenes apestosos, no tardó en señalarles la existencia del río. Aunque técnicamente ya no estaba dentro de los límites de su propiedad, sabía que no había nadie en kilómetros a la redonda, así que podrían usar aquel lugar como si fuera suyo.

Desde entonces, se había vuelto tradición. Después de cada jornada de entrenamiento, se dirigían al río, dejando atrás los campos abiertos y adentrándose en el frescor del bosque que rodeaba el agua. Allí, en aquel pequeño rincón apartado, se permitían un respiro.

Un día, entre planes, entrenamientos, magia, visiones y bocadillos mal preparados, todos decidieron ir al río. Ninguno lo dijo, pero parecía un acuerdo tácito. Tal vez era la necesidad de algo más simple, un momento para respirar antes de que la vida los volviera a arrastrar hacia sus responsabilidades.

Cuando llegaron, se quitaron los zapatos sin pensarlo. Algunos, más impacientes, saltaron al agua con la ropa puesta. El frío les arrancó risas y exclamaciones. Las charlas se apagaron por un rato, reemplazadas por el sonido del agua salpicando, las risas despreocupadas y el murmullo de las hojas meciéndose con el viento.

Leo se sentó cerca de la orilla, dejando que el agua clara y fresca le cubriera las piernas. Sus dedos jugaban con las pequeñas piedras del fondo mientras observaba a su primo Toño y a Alondra chapotear a su alrededor. Aquellos dos habían formado una amistad bastante rápido, a pesar de las circunstancias que los habían unido. Leo aún recordaba cómo Toño, al principio, no podía evitar mirar con cierto miedo a la híbrida, pero eso había quedado atrás. Ahora corrían y reían como si no hubiera diferencias entre ellos.

Adriana le había comentado días atrás que Toño era el primer niño que la híbrida podía llamar amigo. Eso hizo que Leo se esforzara más por sonreírles y participar, aunque una melancolía que nunca terminaba de abandonar su pecho parecía intentar clavarse más hondo. No quería que lo notaran, no quería ser la razón de que aquella pureza, aquel momento simple y feliz, se rompiera. Así que fingió su mejor sonrisa, como siempre hacía. Alzó el agua con sus manos, dejando que salpicara a los niños, y se unió a sus risas.

Toño gritó con júbilo, intentando devolverle el agua a Leo con un movimiento torpe pero entusiasta. Alondra, con una energía desbordante, saltó y chapoteó a su lado, insistiendo en que Leo tenía que meterse más al río, como si estar cerca de la orilla no fuera suficiente. Él lo hizo, claro, sumergiéndose un poco más en la corriente, aunque nunca dejó de sentirse como un intruso en su alegría. Se reía, jugaba, pero en su interior había un eco que no terminaba de callarse.

Cuando Sandra y Adriana llamaron a los niños para comer, Leo aprovechó la excusa para quedarse atrás. Observó cómo los pequeños salían del agua, aún riendo mientras corrían hacia la orilla. Sandra les tendió toallas con una sonrisa maternal, y Adriana acarició la cabeza de su hija, secando el cabello mojado de Alondra con cuidado. El grupo comenzó a charlar, sus voces entremezclándose con el murmullo del río. Era la primera vez en meses que Leo veía algo que podía llamarse tranquilidad genuina.

Desde donde estaba, notó a Ameyali en la distancia. Estaba de pie, con los brazos cruzados, claramente preocupada mientras vigilaba al pequeño Huitlacoche, que jugueteaba en el agua. El cachorro parecía encantado, moviéndose sin descanso entre las corrientes poco profundas, chapoteando con la misma alegría que los niños. Pero Ameyali nunca bajaba la guardia; sus ojos lo seguían sin perder detalle, como si temiera que en cualquier momento decidiera escapar río abajo, desapareciendo en el horizonte.

Más cerca, en la parte central del río, estaba Atzin. Leo lo había visto nadar desde que llegaron, pero ahora lo miró con más detenimiento. Atzin había dejado sus zapatos y prendas superiores en la orilla, quedándose solo con el pantalón que se pegaba a su piel húmeda. Sus movimientos eran fluidos, casi elegantes, mientras se deslizaba en el agua más profunda, donde le llegaba hasta el abdomen. El sol iluminaba su torso, resaltando la definición naciente y tenue de sus músculos, su piel morena, moteada de un blanco casi rosado, y el brillo de las gotas que caían de su cabello mojado. Cada gesto parecía natural, como si el agua lo reclamara como suyo.

Leo suspiró, y por un momento, sintió que la oscuridad en su interior retrocedía. Maldita sea, pensó, Atzin era hermoso. No solo físicamente—aunque vaya que lo era—, sino en esa forma que hacía que el caos en su corazón se calmara un poco. Como si Atzin, con todo su ser, fuera un recordatorio de que aún había cosas buenas en su vida.

No podía apartar la mirada. Desde su postura relajada hasta la leve sonrisa que Atzin esbozaba mientras se sumergía y volvía a emerger, todo en él parecía estar en completa armonía con el entorno. Era casi hipnótico, y Leo se permitió quedarse ahí, contemplándolo, dejando que esa imagen empujara un poco más su tristeza hacia el fondo.

En la orilla opuesta, bajo la sombra de un árbol, los dioses observaban en silencio. Xólotl, Quetzalcóatl y Huehuecóyotl, en sus formas humanas, permanecían inmóviles, sus ojos brillando con un resplandor extraño. Ni Xiomara ni Tepeyolotl estaban presentes.

Un movimiento en el agua lo sacó de su ensimismamiento. Alzó la vista y vio a Atzin acercándose a él. La corriente le rozaba suavemente la cintura, y el brillo del sol sobre el agua hacía que su figura pareciera casi etérea. Leo trató de componer su expresión, de recuperar la sonrisa que tanto había practicado, pero antes de que pudiera decir algo, Atzin se dejó caer a su lado, el agua salpicando con el movimiento.

—¿Por qué no te unes? —preguntó Atzin con un tono despreocupado, aunque sus ojos decían otra cosa. Leo conocía esa mirada; lo estaba observando con atención, leyendo las señales que tanto se esforzaba en ocultar.

—Estoy bien aquí —respondió Leo, mirando al frente.

Atzin permaneció en silencio por un momento, pero no apartó la vista de él. Finalmente, habló, su voz más suave esta vez.

—No tienes que fingir conmigo, Leo.

—No estoy fingiendo —dijo, aunque la falta de convicción en su voz lo traicionó.

—¿Estás seguro?

Leo soltó un suspiro, el peso de esas palabras desarmándolo un poco. Bajó la mirada hacia sus manos, que jugueteaban nerviosamente con una hoja de hierba.

—No quiero preocupar a nadie —dijo Leo finalmente, aunque su voz apenas era un murmullo.

—No se trata de los demás —replicó Atzin, sus palabras llenas de paciencia—. Se trata de ti, Leo.

Leo soltó un suspiro, el peso de esa preocupación finalmente saliendo a la superficie.

—Estoy aterrorizado —confesó, sin mirar a Atzin—. Todo esto, Atzin... asaltar Genetix, lo de Luis... Ni siquiera sé si puedo hacerlo.

Atzin lo miró en silencio por un momento, su expresión seria pero serena. Luego, habló, escogiendo sus palabras con cuidado.

—Todos estamos asustados de una forma u otra —dijo, colocando una mano sobre la de Leo, pero lo suficientemente sutil como para que cualquiera que estuviera observando no lo notara—. Pero eso no significa que no podamos hacerlo. Hemos llegado hasta aquí porque sabemos que es lo correcto.

Leo soltó una risa amarga.

—Eso lo dices tú. Mírate, pareces tan... tranquilo. Como si nada de esto te afectara. Pero tú estuviste ahí, Atzin. Tú sabes lo que es estar dentro de esas paredes. ¿Cómo puedes estar tan... bien con todo esto?

Atzin desvió la mirada hacia el río, sus ojos perdidos por un momento.

—No estoy bien con lo que pasó allí —dijo finalmente—. Ni con lo que podría pasar ahora. Pero sé que no estoy solo. No esta vez. Y eso cambia todo, Leo. Durante años pensé que lo único que podía hacer era sobrevivir. Ahora sé que puedo luchar. Y sé que tú también puedes.

Leo lo miró, tratando de entender cómo Atzin podía ver las cosas de esa manera, pero la sinceridad en su voz era innegable. La seguridad que Atzin mostraba, la tranquilidad que irradiaba, comenzaron a calmar un poco las tormentas en el interior de Leo.

Atzin sonrió, una sonrisa pequeña pero genuina, antes de levantarse y volver al agua. Leo lo siguió con la mirada, viendo cómo su silueta se deslizaba por el río con una facilidad que parecía casi mágica.

Amaba a ese hombre. Con todo su ser, con cada fibra de su cuerpo, lo amaba. Más que el miedo, más que la incertidumbre que los rodeaba, Atzin era su refugio, su ancla, al igual que Leo era el suyo. Leo sintió unas ganas casi instintivas de levantarse, acercarse a él, tomar su rostro entre las manos y besarlo, como si el contacto pudiera transmitirle todo lo que sentía.

Pero entonces su mirada se desvió a Ricardo, de pie junto a la orilla, observando al grupo con su perpetua mirada inquisitiva. se congeló. La desaprobación tácita que siempre parecía llevar consigo. Ricardo no lo sabía, claro. No tenía forma de saberlo. Pero Leo sabía que la sola sospecha sería suficiente para provocar un conflicto entre él y su nieto.

Respiró hondo, obligándose a calmarse, a esconder lo que realmente sentía detrás de una fachada familiar. Fingir era algo en lo que ya era experto. Apartó la vista de Atzin, aunque cada parte de él quería seguir mirándolo. Había un tiempo y un lugar para todo, y esto no era ni lo uno ni lo otro.

En lugar de levantarse, Leo volvió a hundir las manos en el agua fría, como si el río pudiera enfriar también su sangre. Observó a los demás, tratando de distraerse: los niños charlando animados con sus madres, los dioses en la distancia, y finalmente Atzin, que seguía nadando con esa gracia innata. Por más que quisiera fingir que todo estaba bien, sabía que su corazón lo delataba. Y aunque no podía decirlo en voz alta en ese instante, en su interior, repetía una y otra vez las palabras.

Te amo, Atzin.

.

.

.

Quetzalcóatl estaba sentado en silencio sobre la hierba, su postura relajada engañaba a cualquiera que no pudiera percibir las corrientes de pensamiento que atravesaban su mente como un río tumultuoso. Sus pies descalzos jugaban con la vegetación, una distracción consciente para mantener a raya la intensidad de su razonamiento. A su lado, Xólotl y Huehuecóyotl observaban a los jóvenes chapotear en el río, sus ojos reflejando emociones que oscilaban entre la ternura y la cautela.

Pero Quetzalcóatl, o al menos una parte de él, no estaba allí del todo. Su atención estaba dividida, una fracción significativa de su esencia inmersa en el intrincado tejido del pensamiento puro. Calculaba, sopesaba, desmenuzaba cada variable en la compleja ecuación que sus propios actos y los de los humanos a los que había apadrinado habían creado. Sabía que estaban jugando con fuego, y no cualquier fuego, sino uno que podía consumir el tejido mismo del universo.

La dualidad.

Ese era el principio rector del cosmos, la verdad fundamental que sostenía cada aspecto de la existencia. La creación misma estaba construida sobre pares opuestos y complementarios: luz y oscuridad, bien y mal, orden y caos. Ninguno podía existir sin el otro. Reflexionó sobre ello con la precisión de un matemático que analiza una fórmula universal.

La naturaleza misma era una lección constante sobre la dualidad. El viento que él gobernaba podía ser tanto una brisa suave que refrescaba un día caluroso como una tormenta que arrasaba con todo a su paso. Los humanos vivían en una danza perpetua entre sus virtudes y sus vicios; podían construir imperios con su ingenio o destruir civilizaciones enteras con su codicia. Incluso las emociones estaban teñidas de esta verdad: el amor más puro podía dar origen al odio más visceral si se traicionaba.

Y ahí estaba el equilibrio. El delicado balance que mantenía el universo funcionando. Si una parte crecía demasiado, si una fuerza se volvía demasiado dominante, el tejido de la realidad se desgarraba. Los niños que jugaban despreocupados en el río eran, en sí mismos, una anomalía en ese balance. No por sus acciones, al menos no todavía, sino por su mera existencia. Creaciones de un acto de soberbia, de la ruptura deliberada de los límites impuestos por la naturaleza y los dioses. ¿Cómo podía algo tan pequeño, tan frágil en apariencia, contener el potencial para incendiar el mundo?

Quetzalcóatl sabía que la respuesta estaba en la esencia de la dualidad misma. Eran destrucción y creación simultáneamente. Podían salvar al mundo o condenarlo, y esa incertidumbre era lo que más lo inquietaba.

La lógica era clara.

El método más eficaz para preservar el Quinto Sol, para garantizar que este mundo no siguiera el camino de sus predecesores, era aniquilar a aquellos que mancillaban la creación. No solo a los herejes que los habían creado, sino también a los propios niños. Era una solución fría, implacable y absolutamente eficaz. Pero mientras esa conclusión tomaba forma en su mente, un recuerdo emergió, como una sombra que se desliza entre las grietas de una puerta mal cerrada.

Sacudió la cabeza, casi imperceptiblemente, descartando esos pensamientos. Esa lógica había destruido dos mundos antes. Durante el Tercer Sol, cuando Tláloc ascendió, él, Quetzalcóatl, había permitido que el puro raciocinio gobernara sus acciones. Fue entonces cuando arrancó a un mortal su personalidad, dejando solo una máscara de racionalidad pura. Esa máscara, ahora enterrada profundamente en su ser, le había permitido moldear mundos, pero también los había destruido. Necesitaba contrarrestarla, y lo había hecho al tomar el corazón noble de un niño como el suyo propio. Un corazón que lo anclara, que lo recordara de lo que debía proteger.

Ese corazón era la razón por la que, una vez más, se encontraba violando sus propios ideales. Los ideales que había proclamado como absolutos en el Cuarto Sol, cuando convenció a sus hermanos de que el apadrinamiento de mortales era una amenaza para el equilibrio. Pero ahí estaba, defendiendo a un puñado de jóvenes rotos, víctimas de los mismos actos de soberbia que había jurado erradicar.

Ecuaciones. Cálculos.

El Quinto Mundo estaba destinado a perecer, como todos los demás. Cada acción, cada variable que analizaba, lo conducía al mismo resultado. Pero la verdadera pregunta no era si el mundo perecería, sino cuándo y cómo.

Un movimiento a su lado lo devolvió al presente. Xólotl habló, rompiendo el silencio. Quetzalcóatl permitió que el niño en su interior tomara nuevamente las riendas, relegando al Quetzalcóatl lógico al fondo de su mente. Era un cambio casi imperceptible, pero suficiente para alterar su percepción del momento. Ahora, los cálculos se desvanecían, reemplazados por el simple placer de estar presente, aunque el peso de sus reflexiones aún residía en lo más profundo de su ser.

No podía ignorar los hechos: aquel niño en su interior, esa versión de sí mismo que representaba nobleza y bondad, había violentado los ideales que el Razonamiento había planteado en los tiempos antiguos. Era una contradicción que lo perseguía constantemente, un reflejo de la dualidad que tanto defendía. Y no había actuado solo; al hacerlo, había arrastrado a su gemelo, Xólotl, el fiel acompañante que siempre había equilibrado sus acciones.

Dualidad, nuevamente.

La conexión entre ellos era un espejo de las mismas fuerzas que gobernaban el cosmos: luz y oscuridad, creación y destrucción, acción y consecuencia. Quetzalcóatl se sentía mal por ello, por haber impulsado a Xólotl a romper con los principios que ambos habían mantenido por eras. Pero, más allá de ese sentimiento, lo que más le inquietaba era lo que había descubierto en los siglos de su sueño.

Durante su ausencia, mientras el mundo giraba sin su intervención directa, los demás dioses habían estado haciendo lo mismo. Violaciones a los principios que una vez todos habían acordado como necesarios para preservar el equilibrio del Quinto Sol. Huehuecóyotl, con su natural inclinación hacia el caos y la travesura, había acogido un grupo selecto de mortales que aún lo veneraban. Los usaba para mantener viva una chispa de su poder en el mundo humano.

Tezcatlipoca, su eterno rival y hermano, había ido aún más lejos. Había tomado una alumna, una humana llamada Emma, una pieza clave en sus propios cálculos inescrutables. Quetzalcóatl conocía a Tezcatlipoca demasiado bien como para creer que esto no era parte de algún plan mayor, uno que probablemente terminaría en sacrificios y caos, como siempre.

Pero lo más preocupante de todo era lo que había descubierto sobre ellos mismos: descendencia.

Varios de los dioses habían engendrado hijos con mortales. Semidioses. Más de los que Quetzalcóatl estaba dispuesto a aceptar. Esa práctica, aunque no prohibida por ningún acuerdo formal, había sido abandonada hace siglos por una razón. Cada unión entre un dios y un mortal rompía un poco más la delicada barrera que separaba los reinos divino y humano. La existencia misma de los semidioses era un recordatorio constante de lo frágil que era ese equilibrio, de lo cerca que estaban de repetir los errores del pasado. Xólotl, ni más ni menos, estaba a punto de tener un hijo.

Los cálculos eran simples.

El Quinto Mundo estaba destinado a perecer, como todos los demás antes de él. Sus principios y los de sus hermanos, incluso los de los niños que chapoteaban en el río frente a él, eran variables en una ecuación que no tenía solución. Por más que intentara ajustar los factores, siempre llegaba al mismo resultado: la destrucción.

Pero la diferencia, ahora, estaba en él.

El niño que había escogido como su ancla, el corazón noble que contrarrestaba su racionalidad implacable, le ofrecía una posibilidad distinta. Una pequeña chispa de esperanza en un universo que parecía destinado al colapso cíclico. Pero ¿era suficiente? ¿Bastaría esa esperanza para desafiar la lógica, la inevitabilidad de que el Quinto Mundo siguiera el destino de los anteriores?

Mientras esas preguntas lo atormentaban, Xólotl dijo algo, y Quetzalcóatl dejó que el niño tomara nuevamente las riendas de su conciencia. Las ecuaciones quedaron suspendidas, pero no olvidadas. El Quinto Mundo iba a perecer, eso era inevitable. La verdadera pregunta era si este mundo caería con la misma banalidad que los anteriores o si, al menos esta vez, habría algo digno de recordar en su final.

.

.

.

*

La luz de la luna se filtraba a través de las rendijas del establo, creando sombras suaves sobre el espacio. El olor a heno y madera impregnaba el aire, mezclándose con la humedad de la noche. Sobre una cobija que habían tendido con cuidado en el suelo, Atzin respiraba con dificultad, sus labios entreabiertos mientras trataba de recuperar el aliento. Su torso desnudo estaba perlado de sudor, el cual brillaba tenuemente bajo la luz plateada.

Leo, tumbado sobre él, apoyaba la frente contra su pecho, con los ojos cerrados y una sonrisa débil pero satisfecha en los labios. Su respiración también era irregular, y sus dedos descansaban sobre la cadera de Atzin, como si no quisiera soltarlo ni un momento.

Por unos minutos, ninguno de los dos habló. El silencio estaba lleno de una intimidad que no requería palabras, solo el sonido de sus respiraciones y el leve crujido del heno cuando uno de ellos se movía.

Atzin giró levemente el rostro, observando la expresión de Leo. Había algo en sus ojos cerrados, en la forma en que su cuerpo temblaba ligeramente, que le hizo fruncir el ceño. Preocupado, levantó una mano y la pasó con suavidad por la espalda de Leo, recorriendo con los dedos cada vértebra con un toque que pretendía ser tranquilizador.

—¿Qué pasa? —preguntó finalmente, su voz baja, como un murmullo destinado solo para ellos dos.

Leo tardó en responder. Atzin lo sintió tensarse ligeramente, y por un segundo, pensó que tal vez había dicho algo mal. Pero entonces, Leo dejó escapar una risa suave, casi entre dientes, y levantó la cabeza para mirarlo.

—Tengo frío —dijo, con un brillo travieso en los ojos que no terminó de ocultar lo cansado que estaba.

Atzin rodó los ojos, pero su sonrisa no desapareció. Movió una mano hacia una esquina de la cobija y la jaló, cubriéndolos a ambos lo mejor que pudo en aquel espacio improvisado.

—Entonces ven aquí —murmuró, envolviendo a Leo con sus brazos y acercándolo aún más. Su cuerpo irradiaba calor, y pronto, el temblor de Leo comenzó a disminuir.

Por unos momentos, solo se quedaron allí, abrazados en el silencio del establo. Atzin cerró los ojos, sintiendo cómo la respiración de Leo se volvía más lenta, más tranquila. Era en estos momentos, lejos del caos, cuando podía recordar que, a pesar de todo lo que estaba pasando, aún tenían algo que valía la pena proteger.

—Gracias —susurró Leo de repente, rompiendo el silencio.

Leo apoyó la cabeza sobre el cuello y el hombro de Atzin, buscando en la calidez de su piel un refugio que calmara los temblores que aún recorrían su cuerpo. El aroma de Atzin, una mezcla de tierra y madera que siempre le resultaba familiar, lo tranquilizaba. Sus labios, temblorosos al principio, comenzaron a dejar pequeños besos en la curva del cuello de su compañero. Cada caricia era como un intento silencioso de capturar ese momento, de grabarlo en su memoria antes de que la realidad los alcanzara de nuevo. Su cabello húmedo y desordenado rozaba la mejilla de Atzin, arrancándole una sonrisa suave, casi involuntaria.

Atzin permanecía en silencio, pero el escalofrío que recorrió su espalda no tenía nada que ver con el frío. Era la ternura de Leo la que le provocaba esa sensación. Sus dedos, acostumbrados al trabajo duro, comenzaron a deslizarse con cuidado por la espalda de Leo. Las yemas de sus dedos trazaron caminos sobre su piel bronceada, descubriendo los pequeños lunares que salpicaban su superficie como estrellas en un cielo nocturno.

"Una constelación", pensó Atzin, mientras sus dedos seguían el rastro de esos puntos oscuros. Había algo profundamente hermoso en esa imperfección, como si cada marca contara una historia que ni siquiera Leo conocía. Para Atzin, era como observar un universo diminuto, un mapa secreto que solo él podía leer.

Leo suspiró, su aliento cálido chocando contra el cuello de Atzin. Su voz, adormilada y curiosa, rompió el silencio.

—¿Qué haces? —murmuró, deteniendo sus besos por un instante para mirarlo de reojo.

Atzin sonrió, esa mezcla de ternura y diversión que tanto caracterizaba su forma de verlo.

—Estoy contando tus estrellas —respondió en un susurro, como si hablar más fuerte pudiera romper la magia que los envolvía. Sus dedos se detuvieron en un lunar cerca de la base de la espalda de Leo, marcando el final de su recorrido.

Leo levantó ligeramente la cabeza, frunciendo el ceño con una sonrisa perezosa que apenas podía ocultar su afecto.

—¿Mis estrellas? —repitió, incrédulo pero divertido.

—Tus lunares —aclaró Atzin, llevando una mano a la nuca de Leo para acariciar su cabello húmedo. —Son como constelaciones. Si algún día me pierdo, solo tengo que seguirlas para encontrarte.

Leo dejó escapar una risa suave, temblorosa, que llenó el pequeño establo. Hundió el rostro en el cuello de Atzin como si quisiera esconderse, pero su pecho vibraba contra el de su compañero mientras reía. Era una risa genuina, ligera, pero cargada de una emoción que solo compartía con él.

—Eso es lo más cursi que he escuchado —murmuró, aunque el leve temblor en su voz lo delataba. Esas palabras lo habían conmovido más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Atzin no respondió. En lugar de eso, lo envolvió con más fuerza, como si quisiera resguardarlo de todo lo que pudiera acecharlos más allá de esas paredes. En ese momento, mientras sus cuerpos se acoplaban como piezas de un rompecabezas, no importaba nada más.

Leo se removió un poco sobre el pecho de Atzin, su mirada perdida en el techo de madera. Se quedó así unos instantes, antes de soltar un suspiro y hablar.

—¿Sabes? Hoy, en el río... —empezó, con un tono que mezclaba confesión y melancolía. Bajó la mirada hacia Atzin, buscando sus ojos—. Tuve la necesidad de besarte. No solo las ganas... fue como si todo mi cuerpo me lo exigiera.

Atzin sonrió, una de esas sonrisas que parecían iluminar incluso el rincón más oscuro de la mente de Leo. Pero antes de que pudiera responder, Leo se inclinó hacia él, sellando sus labios en un beso apasionado que hablaba más que cualquier palabra. Atzin lo recibió con la misma intensidad, sus brazos rodeando con firmeza a Leo, como si nunca quisiera soltarlo.

Entre beso y beso, Atzin logró murmurar con voz entrecortada:

—¿Y por qué no lo hiciste?

Leo se separó un poco, lo justo para mirarlo a los ojos.

—Porque tu abuelo nos estaba viendo —dijo con una sonrisa torcida.

Ambos rieron suavemente, la risa rompiendo por un momento el peso de los días recientes. Leo dejó caer su frente contra la de Atzin, mirándolo de cerca.

—¿Quién sabe cómo le vamos a explicar el desorden aquí en el establo, eh? —añadió Leo, haciendo un gesto hacia la cobija y la paja revuelta a su alrededor.

Atzin bufó, sin perder el aire de diversión.

—Psh, él tiene más cosas que explicar, así que no te preocupes por eso.

Leo arqueó una ceja, su curiosidad evidente.

—¿Ah, sí? ¿Cómo qué?

Atzin se acomodó un poco, aunque su expresión se volvió pensativa. Sus dedos jugueteaban distraídamente con un mechón del cabello de Leo mientras hablaba.

—Bueno... hay cosas que no cuadran con lo que recuerdo de mi papá —empezó, su tono más serio ahora. Pausó un instante antes de continuar—. Por ejemplo, recuerdo que alguna vez mencionó a ciertos tíos, pero nunca los vi físicamente. Y no encuentro ningún indicio de ellos en esta casa, ni en fotos ni en historias que el abuelo haya contado. Quizás son cosas mías, pero... no sé. Es extraño. De todos modos, no te preocupes por eso.

Leo lo miró con atención, notando la ligera sombra de inquietud en los ojos de Atzin. Decidido a aliviar cualquier preocupación, sonrió con su típica picardía.

—¿Seguro? Digo, no me molestaría usar mis habilidades detectivescas una vez más.

Atzin lo miró con un gesto divertido, pero también agradecido, como si esa chispa en Leo fuera justo lo que necesitaba en ese momento.

—Eres incorregible —murmuró, inclinándose para robarle otro beso, esta vez más suave, más lento, como si quisiera detener el tiempo en ese instante.

La luz de la luna seguía filtrándose por las rendijas del establo, bañándolos en un resplandor plateado que hacía que todo pareciera un sueño. Y quizá lo era. Pero si lo era, ninguno de los dos quería despertar.

.

.

.

Alondra estaba sentada en la sala, donde el silencio de la noche comenzaba a envolver la casa. Llevaba puesta su pijama, estampada con estrellas. Sobre sus piernas, Huitlacoche descansaba con un ronroneo pausado, como si el cansancio de la niña se le hubiese contagiado. Ella soltó un bostezo suave, el efecto de un vaso de leche tibia que su madre le había dado antes para irla preparando para la hora de ir a la cama. Parecía a punto de quedarse dormida, su cabecita tambaleándose ligeramente, pero resistía, como si algo en su mente infantil la mantuviera despierta.

Desde un sillón cercano, Xiomara la observaba y una sonrisa se iba dibujando en su rostro, enternecida al notar cómo Alondra luchaba contra el sueño que ya hacía mella en sus párpados.

—¿Cansada? —preguntó Xiomara con voz baja, casi un susurro para no romper la calma de la escena.

—Mmm... más o menos —respondió Alondra, su vocecita arrastrando las palabras mientras sus ojos se posaban en Huitlacoche, que ronroneaba en su regazo. De repente, levantó la mirada hacia Xiomara, intrigada—. Oye...

—¿Sí? —respondió Xiomara, ladeando la cabeza con curiosidad.

—¿Tú te cansas?

La pregunta hizo que Xiomara parpadeara, algo desconcertada. Aun así, no perdió la sonrisa.

—Pues sí —contestó al fin Xiomara, inclinándose ligeramente hacia la niña—. ¿Por qué la pregunta?

Alondra se encogió de hombros y dijo con naturalidad:

—Es que en mis libros dice que los jaguares cazan de noche. Y tú eres una jaguar, ¿no?

La pregunta provocó una sonrisa aún más amplia en Xiomara. Con movimientos fluidos y felinos, se deslizó del sillón hasta acercarse a la pequeña, apoyando un brazo en el respaldo mientras la miraba de cerca.

—Bueno, no estás mal —respondió con un tono cómplice—. Pero eso lo hacen los jaguares de verdad, los que tienen que dormir todo el día y estar despiertos toda la noche para atrapar a cualquier animalito que se descuide.

—¿Cómo Atzin? —preguntó de pronto

Xiomara respiró hondo y rodó los ojos, aunque no pudo evitar que su tono se tornara ligeramente divertido.

—Lo del ajolote fue cosa de una sola ocasión —aclaró rápidamente—. Pero desde hace años no he tenido ninguna necesidad de cazar, así que puedo dormir toda la noche.

Desde la cocina, una risa profunda rompió el silencio. Era Tepeyolotl, que había estado escuchando la conversación. Ella, sin perder su compostura, le lanzó una mirada de advertencia acompañada de un leve movimiento de cabeza hacia Alondra, como señalándole que no era el momento para sus comentarios.

Alondra, con esa inocencia que la caracterizaba, no detuvo el vaivén de sus pensamientos por tratar de detener la dinámica entre los mayores

—¿Y a ti te gusta ser así? —preguntó de pronto, rompiendo el silencio con una naturalidad que sólo los niños podían tener.

La pregunta tomó a Xiomara completamente por sorpresa. Por un instante, sus ojos parpadearon y su postura cambió, enderezándose como si un leve escalofrío recorriera su cuerpo.Una ligera tensión se dibujó en sus hombros, apenas perceptible para una niña como Alondra, pero no para Tepeyolotl, que desde la cocina observaba de reojo.

—Sí —respondió la híbrida tras un breve momento—. Aunque me tomó tiempo.

Xiomara hizo una pausa, reacomodándose en el sillón. Sus ojos se desviaron hacia la ventana por un instante, donde las sombras de la noche parecían moverse con un ritmo tranquilo.

—Por muchos años fui algo que no era —continuó, su voz suave, casi melancólica—. Porque tenía miedo... o porque tenía que ser como los adultos me decían que debía ser.

Alondra escuchaba atentamente, sus ojos grandes y llenos de curiosidad.

—Pero he aprendido algo —prosiguió Xiomara, acomodándose de nuevo, cruzando sus piernas—. Hay cosas de nosotros que no podemos rechazar, aunque queramos. Cosas que están ahí, que son parte de lo que somos. Y cuando finalmente las aceptamos... cuando las hacemos nuestras... nos hacen felices.

La morena bajó la mirada por un momento. Luego, con un suspiro casi imperceptible, volvió a hablar.

—Lo jaguar es algo que yo no pedí. Pero es lo que soy. Y he aprendido a amarlo, a dejarlo ser como yo quiera, sin importar lo que digan los demás. Recuerda eso.

Antes de que Alondra pudiera responder, el suave sonido de pasos anunció la llegada de Adriana a la sala. La pelinegra apareció con una sonrisa serena en el rostro, sus ojos llenos de ternura al observar a su pequeña. Alondra levantó la mirada hacia ella, su cansancio evidente pero su alegría intacta.

—Ey, Alondra, ¿lista para dormir? —preguntó Adriana con voz suave, inclinándose un poco hacia la niña.

Alondra parpadeó lentamente, como si procesara la pregunta en medio de su somnolencia. Luego, con un movimiento pequeño pero decidido, extendió los brazos hacia su madre.

—Mhmm —asintió, dejando escapar un sonido leve y dulce.

Adriana se inclinó y, con cuidado, cargó a su hija en brazos. La niña, aún medio adormilada, apoyó su cabeza en el hombro de su madre y dejó que su cuerpo se relajara completamente. En un gesto instintivo y natural, su cola se enroscó alrededor del torso de Adriana, como si quisiera asegurarse de que no habría distancia alguna entre ellas. Adriana, acostumbrada a ese pequeño hábito de su hija, no pudo evitar sonreír mientras la acomodaba contra su pecho.

Desde el sillón, Xiomara observaba la escena en silencio. La imagen de la niña, tan pequeña y confiada, y de la madre, tan paciente y amorosa, le arrancó una expresión de melancolía que rara vez dejaba ver.

—Gracias por echarle un ojo —dijo Adriana, rompiendo el breve silencio. Su tono era genuino, cargado de gratitud mientras miraba a Xiomara.

Xiomara, aún sentada en su lugar, se permitió una ligera sonrisa. Sus ojos brillaron un poco, como si aquellas palabras hubieran tocado una fibra interna que solía mantener oculta.

—No hay de qué. Es una buena niña —respondió con sinceridad, su voz más suave de lo habitual, como si las palabras hubieran salido directamente de su corazón.

El comentario tomó por sorpresa a Adriana. Por un momento, Adriana se quedó en silencio, pero pronto una sonrisa cálida y conmovida se dibujó en su rostro. Miró a Xiomara con un gesto que mezclaba agradecimiento y emoción.

—Gracias —repitió Adriana, su voz baja pero cargada de emoción. Con cuidado, comenzó a caminar hacia el pasillo, llevando a Alondra en brazos.

Adriana llevó a Alondra por el pasillo con cuidado, meciendo suavemente a su hija contra su pecho. Huitlacoche, el cachorro de ahuízotl, trotaba a su lado con movimientos ágiles, deteniéndose de vez en cuando para olisquear el suelo o mirar hacia atrás, como si verificara que Xiomara seguía en la sala. Cuando llegaron a la habitación, el cachorro se separó, dando un leve ladrido antes de salir corriendo en dirección contraria, perdiéndose en la penumbra de la casa.

Adriana empujó la puerta con el pie y entró en la habitación que compartía con David y Alondra. La luz tenue de una lámpara en la esquina iluminaba el espacio, creando sombras suaves sobre las paredes. David estaba de pie frente al armario, quitándose la camiseta para prepararse para una ducha. Su espalda musculosa y bronceada se tensaba ligeramente con el movimiento, y Adriana, por un instante, se quedó en la entrada observándolo, una sonrisa traviesa asomando en sus labios.

—¿Cómo está? —preguntó David, girándose hacia ella con una sonrisa mientras dejaba caer la camiseta sobre la silla cercana.

—Ya mero se duerme —respondió Adriana en voz baja, mientras caminaba hacia la cama individual de la habitación. Con delicadeza, recostó a su hija en el colchón, asegurándose de que quedara cómoda entre las sábanas. Alondra murmuró algo incomprensible, demasiado cansada para resistirse, y su cola, como siempre, buscó enrollarse alrededor de una almohada cercana.

David se acercó, observando la escena con una ternura que iluminó su rostro. Adriana se inclinó y depositó un beso suave en la frente de su hija, mientras David hacía lo mismo en la mejilla de la pequeña.

Adriana se giró hacia David y se encontró con sus ojos, un destello de complicidad pasando entre ellos.

—¿Vas a ducharte ahora? —preguntó ella, su tono casual, pero con una chispa de algo más en su voz.

—Ese era el plan —respondió David, encogiéndose de hombros mientras hacía un gesto hacia la puerta del baño.

Adriana lo tomó suavemente por el brazo, deteniéndolo. Sus ojos brillaban con una mezcla de picardía y ternura mientras lo miraba.

—No lo hagas. Tengo una idea mejor.

David arqueó una ceja, confundido.

—¿Ah, sí? ¿Y qué idea es esa?

Adriana dejó escapar una risita, inclinándose un poco hacia él.

—Vamos a nadar —sugirió, su voz un poco más baja, casi susurrada, como si fuera un secreto.

David frunció el ceño, mirando por un momento hacia la ventana. La oscuridad de la noche era casi total, con apenas un resplandor lunar iluminando la tierra.

—Adriana, es plena noche —respondió, incrédulo—. ¿No podríamos hacerlo mañana?

Ella negó con la cabeza, una sonrisa traviesa curvando sus labios mientras tomaba sus manos y entrelazaba sus dedos con los de él.

—Mucho mejor —dijo, acercándose un poco más—. Así nos aseguramos de que nadie nos moleste.

—Adri... —empezó a decir David.

Adriana respondió dándole un beso fugaz antes de tirar suavemente de él hacia la puerta. Los dedos de él jugueteaban con el borde de su pantalón, y su mandíbula estaba ligeramente apretada. Finalmente, sacudió la cabeza.

—Adriana, no sé si esto sea buena idea —dijo, su tono bajo pero cargado de incomodidad.

Adriana lo miró, sorprendida. Dio un paso hacia él, colocando una mano ligera sobre su brazo.

—¿Por qué no? —preguntó, inclinando la cabeza para buscar sus ojos.

David evitó su mirada, sus hombros tensándose aún más.

—Es solo... no quiero que las cosas se salgan de control —murmuró, casi en un susurro.

Por un momento, Adriana no dijo nada. Luego, con una sonrisa suave y tranquilizadora, apretó su brazo ligeramente.

—Hey, relájate. Solo vamos a nadar, nada más —dijo, su tono calmado y lleno de sinceridad—. Te prometo que si algo te incomoda, nos detendremos.

David levantó la mirada, encontrándose con sus ojos. En ellos, no vio presión ni exigencia, solo paciencia y comprensión. Soltó un largo suspiro y finalmente asintió.

—De acuerdo —dijo, aunque su tono aún mostraba algo de duda.

.

.

.

La brisa nocturna acariciaba la piel de Adriana y David mientras caminaban en silencio hacia el río. El crujido suave de las hojas secas bajo sus pies y el susurro distante del agua eran los únicos sonidos que los acompañaban. Adriana llevaba un vestido liviano que se pegaba a su cuerpo con cada ráfaga de viento, y David, aún con el pantalón puesto y la camiseta en la mano, miraba el camino con cierta rigidez en sus hombros.

Finalmente, llegaron a la orilla del río. La luna, alta y solitaria en el cielo, bañaba el paisaje con una luz plateada que hacía que el agua cristalina pareciera un espejo líquido. Adriana se detuvo, respirando profundamente mientras el aire fresco llenaba sus pulmones. A su lado, David permaneció inmóvil, su mirada fija en el reflejo de la luna en el agua.

Adriana sonrió y, sin decir más, se acercó al borde del agua. Con movimientos lentos y deliberados, se despojó del vestido, quedando en ropa interior, la luz de la luna resaltando los contornos de su figura. Su piel parecía brillar bajo el resplandor plateado, y su cabello oscuro se movía con gracia con la brisa. Se metió en el agua sin apresurarse, dejando escapar un suspiro de satisfacción cuando el frío inicial dio paso a una sensación de calma.

David la observó desde la orilla, tragando saliva.Sus ojos se detuvieron en las líneas suaves de su torso y caderas, en el contorno imperfecto de su figura que, para él, era inigualablemente hermosa. La forma en que su espalda se arqueaba al sumergirse le arrancó un suspiro involuntario, un susurro apenas audible que quedó atrapado en la brisa nocturna. Cada curva, cada marca, cada imperfección que ella misma a veces intentaba ocultar, para él era un recordatorio de lo auténtica que era, de lo profundamente humana que la hacía única.

Finalmente, dejó caer la camiseta al suelo y se quitó los pantalones, quedando también en ropa interior. Se acercó al agua, dudando por un momento antes de entrar.

El frío lo envolvió al instante, pero la sensación fue refrescante. Caminó hasta que el agua le llegó a la cintura, deteniéndose cerca de Adriana. Ella giró hacia él, una sonrisa juguetona en sus labios.

—¿Ves? No es tan malo —dijo, salpicándole ligeramente.

David dejó escapar una risa suave, el nerviosismo en sus hombros comenzando a desvanecerse.

—Está más fría de lo que esperaba —admitió, aunque su tono ya no era tan tenso.

Adriana se acercó un poco más, moviéndose con gracia a través del agua. Se detuvo frente a él, sus ojos brillando bajo la luz de la luna.

—Te acostumbrarás —dijo, extendiendo una mano hacia él.

David la tomó, sus dedos entrelazándose con los de ella. Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada, simplemente se miraron. La cercanía, el susurro del agua alrededor de ellos, el brillo de la luna... todo contribuía a la intensidad del momento. Adriana fue la primera en romper el silencio.

—Esto es lo que necesitábamos —murmuró, dando un paso más cerca de él, hasta que sus cuerpos casi se tocaron—. Un momento para nosotros. Sin ruido, sin preocupaciones... solo tú y yo.

David asintió lentamente, su otra mano levantándose para acariciar suavemente su rostro. Sus dedos rozaron la línea de su mandíbula y luego se deslizaron hacia su mejilla, donde la piel se sentía cálida incluso bajo el frío del agua.

—Gracias por convencerme de venir —dijo, su voz apenas un susurro.

Adriana sonrió, inclinándose ligeramente hacia él.

—Siempre tengo razón, ¿no? —bromeó, aunque su tono suave traicionaba la emoción detrás de sus palabras.

David dejó escapar una risa baja antes de inclinarse hacia ella, sus labios encontrándose en un beso lento y profundo. El mundo pareció desvanecerse a su alrededor, dejando solo el sonido del agua y la sensación de la otra persona. El beso fue un baile pausado, lleno de ternura pero con una intensidad que ambos podían sentir.

Adriana deslizó sus manos hacia sus hombros, mientras David la rodeaba con sus brazos, acercándola más a él. La sensación de su piel contra la suya, el agua fría y sus cuerpos cálidos, creaba un contraste que hacía que cada caricia fuera más intensa.

Finalmente, se separaron, ambos respirando con dificultad. Adriana lo miró, una sonrisa traviesa curvando sus labios.

—¿Frío aún? —preguntó, su tono burlón pero cariñoso.

David negó con la cabeza, su sonrisa reflejando la suya.

—Definitivamente no.

Los dos se quedaron allí, en medio del río, envueltos en la luz de la luna, disfrutando de un momento que parecía sacado de un sueño.

El agua helada del río los envolvía como un manto, pero el calor del abrazo entre Adriana y David parecía desafiar cualquier frío. Los dedos de ella se deslizaron lentamente desde su cuello hacia los hombros, acariciando los músculos tensos bajo su piel. Había algo profundamente humano en ese contacto: una mezcla de vulnerabilidad y resistencia. Las tensiones acumuladas en su cuerpo se sentían como nudos que su mente no podía desatar. Mientras sus manos presionaban con suavidad, logrando relajar esos puntos rígidos, sintió el temblor previo a un suspiro profundo, uno de esos que parecen arrancar un peso invisible del pecho.

David dejó escapar el aire contenido, cerrando los ojos por un instante. La rigidez en sus hombros comenzó a disolverse bajo el toque de Adriana, y aunque el agua les llegaba a la cintura, su carga emocional lo hundía mucho más que el río.

—Estabas más tenso de lo que pensaba —comentó Adriana con una sonrisa mezcla de ternura y picardía.

David respondió con una risa suave, aunque su sonrisa era frágil, casi melancólica. Asintió, resignado, como si no tuviera energía para discutir.

La brisa nocturna parecía contener la respiración del mundo mientras David rompía el silencio, su voz baja como el susurro del agua que los rodeaba.

—En unos días estaremos enfrentándonos a Genetix —dijo, su tono casi apagado por el murmullo del río—. Y, aunque tengo poderes, Adriana... no puedo evitar sentirme preocupado.

Adriana giró la cabeza hacia él, sus ojos buscándolo con ternura, pero David evitó su mirada. Sus pupilas estaban fijas en la superficie del agua, como si esta escondiera respuestas a las preguntas que no se atrevía a formular. Ella se mantuvo en silencio, dándole el espacio que necesitaba.

—No sabemos lo que nos espera ahí dentro —continuó, su voz endureciéndose. Cada palabra parecía pesar más que la anterior, como si verbalizarlas las hiciera aún más reales—. Todo puede salir mal.

Adriana abrió los labios, dispuesta a hablar, pero David levantó la mano, pidiéndole que lo dejara terminar. Bajó la cabeza, respiró profundamente y, cuando alzó la mirada hacia ella, sus ojos reflejaban algo que rara vez mostraba: vulnerabilidad.

—Tengo miedo —confesó finalmente. Su voz se quebró, y el sonido fue como una fisura en una pared que siempre había creído indestructible—. Miedo de que algo salga mal, de perderlos a ustedes. Y, por primera vez en mucho tiempo... tengo miedo de no salir vivo de esta.

Las palabras flotaron en el aire como piedras cayendo en el agua, rompiendo la calma. Adriana sintió un nudo formarse en su garganta. Ver a David, siempre fuerte y seguro, mostrándose tan humano, tan frágil, era como presenciar cómo se derrumbaba un pilar. El aire a su alrededor parecía detenerse, como si incluso la naturaleza se hubiera quedado en silencio para escuchar.

David, normalmente resuelto, parecía más pequeño frente a la inmensidad del río y la noche. Levantó la vista hacia ella, y sus ojos, brillantes por lágrimas no derramadas, eran un reflejo de emociones reprimidas durante demasiado tiempo.

—Sé que llevamos apenas un mes como pareja —comenzó, con un tono que oscilaba entre la firmeza y el temblor—, pero te conozco desde hace cinco años, desde que llegué al refugio.

Adriana sintió cómo su corazón se detenía por un instante. Su mirada se mantuvo fija en él mientras continuaba hablando, su voz llena de recuerdos.

—Recuerdo cuando me pediste que estuviera contigo en el parto de Alondra —dijo, una sonrisa tenue iluminando su rostro—. Ese día, por primera vez en años, sentí que podía ser alguien... que tenía un propósito.

Hizo una pausa, respirando profundamente mientras sus manos temblaban. Adriana vio cómo luchaba por mantener la compostura. Era como si las palabras que seguían fueran tan pesadas que apenas podía sacarlas.

—He construido una nueva vida gracias a ti... y a Alondra —continuó, su voz teñida de emoción—. Por mucho que todo estuviera en ruinas, tú lo mantuviste todo junto. Tú... siempre lo has hecho.

Adriana sintió las lágrimas llenar sus ojos. No sabía qué decir. No había palabras para responder a algo tan profundo, tan genuino.

David dio un paso más hacia ella. La distancia entre ambos se desvaneció, y su voz se convirtió en un susurro cargado de sinceridad.

—Y siendo honesto... llevo tres años enamorado de ti —confesó. Las palabras eran simples, pero cargadas de una verdad que la dejó sin aliento—. Nunca te lo dije porque no quería abrumarte... o ser una carga más.

El silencio que siguió fue ensordecedor. Adriana sentía cómo sus piernas temblaban ligeramente, pero no podía apartar la mirada de él. Había tanto dolor, tanto amor en sus palabras, que se sentía abrumada.

—Pero ahora... tengo miedo, Adriana —dijo, su voz quebrándose una vez más—. Miedo de no salir vivo de Genetix. Pero más miedo me da... no haberte pedido que seas mi esposa.

Adriana parpadeó, incrédula, mientras lo veía sacar algo de su bolsillo. Era un anillo sencillo, de topacio y jade. La luz de la luna lo hizo brillar como una estrella caída del cielo. David se arrodilló frente a ella, sus manos temblorosas mientras sostenía el anillo.

—Sé que puede parecer apresurado... pero no quiero seguir dejando que el miedo me detenga. Adriana, ¿me darías el honor de casarte conmigo?

El mundo pareció detenerse. Adriana sintió cómo un sollozo escapaba de su garganta mientras las lágrimas caían por su rostro. Se cubrió la boca con una mano, incapaz de contener la emoción.

Con un gesto tembloroso, extendió su mano hacia él. No podía hablar, no confiaba en su voz, pero su mirada lo decía todo.

David deslizó el anillo en su dedo, y cuando levantó la vista hacia ella, sus ojos estaban llenos de una mezcla de alivio, amor y esperanza. Adriana, aún llorando, lo levantó de un tirón y lo abrazó con todas sus fuerzas. Su cuerpo temblaba contra el de él, pero no había duda en sus palabras cuando finalmente habló.

—Sí, David. Sí, quiero casarme contigo.

Él la sostuvo con fuerza, como si temiera que el momento pudiera desvanecerse. Se rieron entre lágrimas, y David, incapaz de contenerse, la levantó del agua, girándola en el aire mientras las gotas salpicaban a su alrededor.

Cuando se detuvieron, con la respiración entrecortada, Adriana le tomó el rostro entre las manos y lo miró con una intensidad que lo dejó sin aliento.

—Prometo que siempre estaré aquí, esperando por ti. Pase lo que pase.

David asintió, inclinándose para besarla de nuevo. En ese momento, bajo la luz de la luna y con el río como testigo, sabían que habían encontrado algo más fuerte que cualquier temor: el uno al otro.

Adriana no esperó más. En un movimiento suave pero decidido, cerró la distancia entre ellos y lo besó. Sus labios se encontraron en un gesto profundo, cargado de todas las emociones que no había dicho en palabras. Había amor en ese beso, una dulzura que parecía barrer cualquier barrera que alguna vez hubiese existido entre ellos, y una promesa silenciosa de que, pase lo que pase, estarían juntos. David, al principio sorprendido, tardó apenas un instante en corresponder. Sus brazos la envolvieron con fuerza, como si quisiera asegurarse de que este momento no fuera un sueño, de que Adriana estuviera realmente ahí, con él.

Cuando finalmente se separaron, David no permitió que la magia del instante se desvaneciera. Con una sonrisa que iluminaba su rostro, llevó sus manos al rostro de Adriana, acariciando suavemente sus mejillas. Luego, con una ternura que parecía infinita, comenzó a besarla nuevamente, pero esta vez alrededor de su rostro. Depositó pequeños y delicados besos en su frente, sus mejillas, la línea de su mandíbula. Cada gesto hablaba de una adoración sincera, como si estuviera memorizando cada detalle, cada curva, cada marca que hacía de ella quien era.

Adriana cerró los ojos, entregándose por completo al momento. El calor de los labios de David sobre su piel era como un bálsamo, un recordatorio de que en medio de tanta incertidumbre, había un refugio al que siempre podía regresar. Sus risas suaves se mezclaron con el murmullo del río, y cuando abrió los ojos, su mirada estaba llena de amor y dicha. David se detuvo, apoyando su frente contra la de ella, mientras sus respiraciones se entrelazaban. Ninguno dijo una palabra; no había necesidad. Sus sonrisas lo decían todo.

La quietud del momento fue interrumpida por un leve movimiento en la orilla. Adriana, aún sonriendo, giró la cabeza hacia donde habían dejado su ropa. Su vestido, que descansaba descuidadamente sobre unas piedras cerca del agua, parecía moverse ligeramente, como si una brisa lo acariciara con demasiada intención. Su expresión cambió, pasando de la ternura a una curiosidad intrigada.

—Espera un momento —susurró suavemente, soltándose de los brazos de David.

David la observó mientras ella salía del agua, el río goteando de su cuerpo y reflejando la luz de la luna como si estuviera envuelta en un halo plateado. Su atención estaba fija en ella, cautivado por cada movimiento, aunque una leve inquietud comenzó a formarse en su pecho. Adriana caminó hacia la orilla con cautela, sus pasos haciendo un suave eco en la superficie mojada mientras se inclinaba para recoger su vestido.

Entonces lo vio.

Debajo del vestido, una serpiente descansaba, sus escamas iridiscentes brillando como jade pulido a la luz de la luna. Los tonos verdes y dorados de su cuerpo parecían destellar con vida propia, como si no pertenecieran del todo a este mundo. Adriana se quedó inmóvil, no por miedo, sino por la fascinación que la envolvió al instante. La serpiente levantó ligeramente su cabeza, sus ojos, profundos y brillantes, la observaron con una inteligencia que no podía ser la de un simple animal.

El aire a su alrededor cambió. El murmullo del agua, el susurro del viento en los árboles, incluso el latido de su corazón, parecieron calmarse, como si el universo hubiera contenido la respiración para presenciar este momento. Adriana sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no de miedo, sino de reverencia. Algo sagrado estaba ocurriendo.

La serpiente no se movió más allá de aquel gesto inicial, pero en ese instante, Adriana sintió que algo pasaba entre ambas, un entendimiento sin palabras. Era como si el mundo se hubiera detenido para mostrarle un fragmento de algo mayor, algo más antiguo y más sabio de lo que podría comprender.

—Adriana... —llamó David desde el agua, su voz llena de alarma, un eco que pareció disiparse antes de llegar a ella.

Pero Adriana no respondió. Ante sus ojos, la serpiente desenrolló su cuerpo con un movimiento pausado, casi majestuoso, deslizándose hacia el agua. Su vestido, que antes cubría al reptil, permanecía intacto sobre las piedras, como si no hubiera sido perturbado. Adriana retrocedió un paso, su respiración agitada y su corazón latiendo como un tambor. Sin embargo, la fascinación había eclipsado al miedo.

Justo cuando la serpiente rompió la superficie del río para sumergirse, la luna pareció intensificar su luz. Un resplandor etéreo bañó el paisaje, transformando las aguas en un espejo líquido de plata viva. Una brisa repentina barrió la orilla, acariciando la piel de Adriana con una suavidad que le provocó un escalofrío. El aire parecía cargado, denso con algo antiguo, algo sagrado.

Y entonces lo escuchó.

Adriana...

La voz no era de David, ni de nadie conocido. No era una palabra, sino un pensamiento. Un susurro que resonaba en lo más profundo de su mente, cálido y seductor, como un canto olvidado que despertaba algo en su alma. El mundo se detuvo. Los sonidos del río, las hojas meciéndose, incluso su propio aliento, parecieron suspenderse en el tiempo. Todo quedó inmerso en un silencio solemne, como si la naturaleza misma aguardara expectante.

Sus pies comenzaron a moverse, lentos, casi como si no respondieran a su voluntad. Cada paso la llevaba más cerca del agua. Su mirada estaba fija en el punto donde la serpiente había desaparecido, y aunque sabía que David seguía allí, su voz se había convertido en un murmullo distante, incapaz de romper el hechizo que la envolvía.

—¡Adriana, espera! —gritó David desde el río, pero sus palabras no lograron atravesar el manto que la separaba del resto del mundo.

Cuando Adriana llegó al borde del agua, el río lamió sus pies con un frío que era más reconfortante que gélido, como si el agua la invitara a unirse a su danza eterna. Cerró los ojos y respiró profundamente, dejando que el aire cargado llenara sus pulmones. Entonces, sin dudar, dio un paso al frente, permitiendo que el agua la envolviera.

El mundo cambió.

Bajo la superficie, el río ya no era oscuro ni turbio. Brillaba con tonos iridiscentes, un caleidoscopio de luz dorada y esmeralda que parecía emanar de cada rincón. Las plantas acuáticas se mecían en un ritmo hipnótico, como si danzaran al compás de un canto inaudible. En el centro de este espectáculo, la serpiente reapareció. Su cuerpo, radiante bajo el agua, parecía hecho de luz líquida. Cada movimiento suyo dejaba un rastro de destellos que se disipaban como estrellas en el fondo del río.

Adriana quedó inmóvil, incapaz de apartar la mirada. La serpiente se acercó con una gracia fluida, sus ojos brillando con una inteligencia sobrenatural. Cuando llegó a su lado, comenzó a enrollarse lentamente alrededor de su brazo, desde la muñeca hasta el antebrazo. Sus escamas, frías al tacto, emitían un calor reconfortante que se extendió por todo su cuerpo. Adriana no sintió miedo. Era como si cada célula de su ser supiera que esto estaba destinado a suceder.

La serpiente se apretó ligeramente, lo suficiente para que Adriana sintiera su presencia, su poder. Era un gesto casi simbólico, una comunicación sin palabras. Adriana cerró los ojos, y en ese instante, sintió una corriente de energía fluir desde la serpiente hacia ella. Era cálida y profunda, como si algo antiguo y poderoso estuviera despertando en su interior. Una sensación de conexión absoluta la invadió, una comunión con algo mucho más grande que ella.

Cuando la serpiente comenzó a deslizarse de su brazo, lo hizo con una suavidad que dejó un rastro ardiente sobre su piel. Adriana abrió los ojos para verla desaparecer hacia la superficie, moviéndose con un propósito sereno. Sin pensarlo, la siguió. Su cuerpo se movía como si fuera parte del río, impulsado por una voluntad que no era del todo suya. Cuando rompió la superficie, el aire la recibió con un frescor que la llenó de una extraña claridad.

El resplandor de la luna era aún más intenso. Adriana parpadeó, sintiendo el agua escurrir de su rostro, y cuando alzó la mirada, el paisaje había cambiado. Las estrellas brillaban con una intensidad imposible, y la orilla del río parecía más lejana, más oscura. Y entonces lo escuchó nuevamente.

Ya era hora... —murmuró la voz, resonando en su mente con una calidez casi maternal.

Adriana se quedó inmóvil, sintiendo cómo las palabras se hundían en lo más profundo de su ser. A su alrededor, el agua, el cielo y la tierra parecían latir al unísono, como si todo estuviera conectado en un único propósito. Y en ese instante, entendió que algo en ella había cambiado para siempre, en más de un sentido.

--------------------------------------------------

Ya saben

el asterisco significa capitulo nsfw que pronto veran

Y por otro lado.

TENEMOS OPENING WOO

Gracias a la hermandad

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top