Capitulo 33: Transiciones

El bocho verde se detuvo con un suave rechinido frente al departamento donde Atzin y sus amigos vivían. Bajaron del auto, y Atzin echó un vistazo hacia la ventana, notando la luz encendida en la sala. Probablemente Leo, Adriana y los demás ya se habrían dado cuenta de que él estaba por llegar.

Al abrirse la puerta, las miradas de todos se fijaron en Atzin, el profesor y el hombre desconocido que los acompañaba. Cuando Atzin les explicó quién era, la expresión de sorpresa fue general, y en un segundo, Ameyali soltó lo que todos pensaban.

—¿Cómo que tienes un abuelo?

Atzin se encogió de hombros, algo incómodo con la repentina atención de todos.

—Pues... todos tienen un abuelo. Digo, más o menos.

Leo cruzó los brazos, mirándolo con una ceja levantada, mientras Antonio asomaba la cabeza con los ojos bien abiertos, y David intercambiaba miradas de confusión con Adriana.

—Ya, pero... nunca nos dijiste nada —respondió Leo, todavía desconcertado.

—Bueno, pues sorpresa —dijo Atzin, intentando no parecer nervioso. Volteó a ver al hombre a su lado—. Les presento a... Ricardo Ríos, mi abuelo. Abuelo, ellos son... pues, todos.

Ricardo los miró a cada uno con severidad. Luego sonrió.

—Así que ustedes son los amigos de mi nieto. Pues bien, encantado de conocerlos, supongo.

—¿Supongo? —repitió Adriana.

—Aún tengo que juzgarlos, niña.

Atzin, notando la tensión que podía haber en el aire, se apresuró a hacer las presentaciones formales.

—Bueno, él es David —dijo, señalando al más alto de la estancia, que saludó con simple "hey"—. Ella es Adriana, y su hija Alondra, ella es Sayuri, Ameyali, su madre Iztli, también tenemos a Antonio, sus padres ... y él —añadió, señalando a Leo—, es mi mejor amigo.

Ricardo asintió, aunque sus ojos seguían examinando al grupo. Leo parpadeó y forzó una sonrisa, aunque no pudo evitar que una ceja se le arqueara, al igual que a todos los presentes.

Leo, siempre listo para romper el hielo, dio un paso adelante con una sonrisa que no le llegaba a los ojos.

—Mucho gusto, señor Ricardo. Y, bueno, ahora que le vemos aquí... ¿a qué debemos la sorpresa? —preguntó.

Atzin respiró hondo antes de responder, y miró a todos con seriedad.

—Ahora que me he presentado ante el mundo, mi abuelo ha querido hablar conmigo... Y me ofreció llevarnos a su rancho, para que tengamos un lugar más seguro donde escondernos de Genetix. El profesor también cree que es lo mejor —dijo, mirando brevemente al profesor Zabaleta, quien asintió con una expresión calmada.

Un murmullo de sorpresa recorrió el grupo, y Adriana fue la primera en expresar su duda.

—¿A su rancho? ¿Dónde es eso?

—Está un poco lejos de la ciudad, pero es un lugar seguro, mucho más tranquilo y apartado de las miradas curiosas —explicó Ricardo, cruzando los brazos.

—Sí, y no tenemos tiempo para pensarlo mucho. Quiero que empecemos a empacar de inmediato, así podemos irnos cuanto antes —añadió Atzin, su tono firme pero expectante mientras los observaba.

David cruzó los brazos, mirando fijamente a Atzin.

—Espera un momento, Atzin. ¿No estás yendo muy rápido? —interrumpió, su tono un tanto cortante. Luego, con una mirada hacia el hombre mayor que observaba con paciencia, David soltó lo que varios seguramente estaban pensando—. A ver, no sabíamos que este señor existía hasta hace unos minutos. ¿Cómo estamos seguros de que podemos confiar en él?

El ambiente en la sala se tensó. Atzin se quedó quieto, sintiéndose atrapado entre la desconfianza de sus amigos y la mirada inexpresiva de su abuelo. Sabía que David tenía un punto, pero tampoco quería hacer que Ricardo se sintiera juzgado. Antes de que pudiera responder, Ricardo lanzó una sonrisa irónica y cruzó los brazos.

—Muchacho, no espero que confíes en mí solo porque soy el abuelo perdido de tu amigo —replicó Ricardo, con un tono calmado pero firme—. Pero por lo que entiendo, los muchachos están en peligro, ¿o no?

David no retrocedió, manteniendo la mirada firme.

—Muchacho, sé que no me debes nada, y está bien que me tengas con un ojo encima. Si estuviera en tu lugar, haría lo mismo —dijo Ricardo con un leve encogimiento de hombros—. Pero pueden preguntarle a Gabriel. Él sabe bien que, cuando doy mi palabra, la cumplo.

El profesor Zabaleta dio un paso adelante.

—Creo que todos necesitan calmarse un poco —dijo con una voz tranquilizadora, colocando una mano en el hombro de David—. Miren, he conocido a Ricardo durante muchos años, y puedo dar fe de que es una persona de confianza.

David soltó un suspiro, aún con reservas. Atzin aprovechó el momento para hablar.

—Miren, entiendo sus dudas —dijo, mirando a cada uno de sus amigos—. No esperaba que esto sucediera así de repente. Ni siquiera sabía que mi abuelo... existía para mí hasta hace unas horas. Pero él se ofreció a ayudarnos, y con lo que estamos enfrentando, creo que es una oportunidad que no podemos rechazar.

Sayuri, que había estado escuchando en silencio, intervino en tono conciliador.

—A ver, chicos, ¿no creen que esto nos podría dar la ventaja que necesitamos? Es mejor que estar aquí, escondiéndonos todo el tiempo.

David finalmente asintió, cruzando los brazos pero soltando algo de la tensión. Ameyali suspiró, dando un paso hacia Atzin.

—Bueno, no tenemos mucho que perder. Pero, Atzin, quiero que nos prometas que si en algún momento algo nos parece mal... no dudaremos en hablarlo, ¿de acuerdo?

Atzin asintió, agradecido de que finalmente sus amigos estuvieran dispuestos a considerar la opción. Miró a su abuelo, quien asintió con aprobación, y luego volvió a sus amigos con una expresión de alivio.

—Entonces, a empacar —dijo, tratando de sonar animado—. En cuanto estemos listos, nos vamos.

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Atzin estaba sentado en el suelo de su habitación, forcejeando con su traje mientras intentaba meterlo en una maleta que parecía, a todas luces, demasiado pequeña para la tarea. Los broches y correas del traje se salían a cada intento, y los mecanismos parecían querer hacer su propia vida, resistiéndose a ser compactados. Justo cuando estaba a punto de perder la paciencia, la puerta se abrió y Leo entró, dejando su propia maleta a un lado con un golpe sonoro y una expresión que mezclaba algo entre reproche y fastidio.

—¿"Mi mejor amigo"? —repitió Leo, cruzando los brazos y mirando a Atzin con ojos asesinos.

Atzin frunció el ceño, primero confundido, hasta que se dio cuenta de qué estaba hablando Leo. Soltó el traje, soltando también un suspiro resignado.

—Leo... no te lo tomes a mal —comenzó, con un tono de paciencia—. Mi abuelo tiene una forma de ser, y... no quiero complicaciones.

Leo alzó una ceja, claramente sin convencer.

—¿Complicaciones? ¿Conmigo? Atzin, te presenté a mis tíos como mi novio, les conté todo. No es que quiera un desfile, tampoco te estoy pidiendo que te tatúes mi nombre en la frente —replicó Leo.

Atzin rodó los ojos.

—A ver, Leo, mira el contexto, ¿va? Mi abuelo literalmente dijo que mi cabello es una "putería". Eso es todo lo que necesitas saber para darte cuenta de que quizás no sea alguien... muy abierto de mente.

Leo entrecerró los ojos, dándole un golpe suave en el hombro.

—¿Me estás diciendo que quieres esconderme? ¿Negarme a tu familia? —preguntó, con un tono dramático mientras apoyaba una mano en el pecho—. ¡Atzin Ríos, pensé que eras diferente!

Atzin bufó... y quizás, solo quizás, se tragó una risa para no empeorar la situación.

—No estoy tratando de esconderte, Leo, solo estoy diciendo que, tal vez, solo por ahora, finjamos que somos "amigos". Hasta que vea que estamos más seguros de cómo reaccionará.

—¿Amigos? ¿Solo amigos? —Leo hizo una pausa y se inclinó hacia él, bajando la voz con un tono serio—. ¿Y qué hacemos con todo lo que hemos compartido? ¿Las tardes en mi cuarto? ¿Las películas y los... "descuidos"? —dijo.

Atzin no pudo evitar que un rubor le subiera a las mejillas.

—¡Cállate! —murmuró, empujando el pecho de Leo para apartarlo—. No es tan grave. Solo un par de días de contención. Y cuando estemos solos, hacemos lo que queramos.

Leo suspiró, cruzando los brazos de nuevo mientras desviaba la mirada, dolido.

—Maldita sea, Atzin. Se supone que nuestra relación ya había superado el qué dirán.

Atzin suspiró y tomó el rostro de su novio entre sus manos para darle un beso.

—Te prometo que, cuando esto pase, te hago una cena completa y todo lo que quieras por soportar esto —respondió, acomodando el traje en la maleta de un último empujón mientras miraba a Leo.

Leo se acercó un poco más, bajando el tono de voz como si fuera un secreto entre ellos.

—No, nada de cenas, lo que quiero es que en cuanto tu abuelo esté a dos metros lejos de nosotros, nos besemos como nunca. Y si me niegas eso, Atzin, voy a tener que cuestionar tu lealtad como "amigo".

Atzin rio entre dientes, aliviado de que Leo, aunque dramático, finalmente estuviera aceptando el trato.

—De hecho... al diablo con esto —murmuró Leo, y sin darle tiempo de reaccionar, tomó a Atzin por el rostro y lo besó. Fue un beso profundo, intenso y sin reservas, como si el tiempo se detuviera y nada más existiera en el mundo; las manos de Leo subieron por la espalda de Atzin, acercándolo, mientras él lo rodeaba con sus brazos, dejándose envolver en ese momento que era solo de ellos dos, sin importar lo que había a su alrededor.

En ese instante, la puerta de la habitación se abrió de golpe, y David entró.

—Oigan, ¿vieron la maleta en la que guardamos las cosas de Alo...? —se interrumpió a mitad de frase, alzando las cejas con fastidio al verlos—. Ah, genial, cómo no.

Leo se separó, lanzándole a David una mirada entre divertida y molesta por interrumpir su momento, mientras Atzin intentaba disimular su sonrisa bobalicona y apartarse un poco.

—Ey, no te vayas todavía —dijo Atzin, alcanzando a detenerlo antes de que David pudiera girarse—. Hay algo que debes saber... Mira, sobre mi abuelo, es una persona... digamos, de las de "mente cerrada." Así que, de momento, necesito que todos finjan que Leo y yo somos solo amigos.

David alzó una ceja, cruzándose de brazos con una sonrisita divertida.

—¿Quieres ocultarle a tu abuelo que tienes novio? —preguntó.

—Inaudito, ¿Verdad? —intervino Leo, que fue callado por Atzin al darle un codazo en el costado.

David miró a Atzin cruzándose de brazos.

—No sé de qué serviría, ni qué quieres ocultar, la verdad. Lo homosexual se les nota a leguas.

Atzin, enrojecido hasta las orejas, balbuceó una respuesta que le salió en un tono de ofensa total.

—¡¿Qué?! Eso es... eso es... una completa mentira. Totalmente, y... —dijo, buscando palabras y mirándolo como si hubiera dicho la blasfemia del año— ¡No se nos nota nada!

Mientras tanto, Leo se llevó la mano al mentón, frunciendo el ceño con expresión reflexiva, como si estuviera a punto de filosofar al respecto.

—¿Sabes? —dijo, ignorando el tono indignado de Atzin—, creo que David tiene un punto... Digo, solo hay que ver la forma en que me miras cuando no hay nadie cerca, o cuando me sonríes, ya sabes, ese brillo en tus ojos.

—¿Cómo que brillo en los ojos? —replicó Atzin, girándose con una expresión de incredulidad hacia su novio—. ¡Leo! ¡¿De qué lado estás?!

—De la persona que está de acuerdo con que ocultar esto es una tontería.

Atzin se aclaró la garganta, intentando disipar el rubor que aún le coloreaba las mejillas mientras ignoraba a Leo. Volvió a mirar a David, recuperando un poco de seriedad.

—Ya, en serio, David —dijo, con una firmeza que trataba de cubrir su vergüenza—. Te lo pido en serio. No quiero que mi abuelo se entere... al menos no ahora. Es complicado, y por cómo parece ser que es él... solo creo que no lo entendería.

David lo miró, y aunque seguía con una sonrisilla divertida en los labios, notó el tono genuino de la petición de Atzin. Alzó las manos en señal de rendición, aunque aún con esa chispa burlona en los ojos.

—Va, va, entendido. Tu abuelo pensará que aquí todos somos compañeros sanos y recatados —respondió, aunque en sus ojos brillaba esa pizca de sarcasmo inevitable—. No tienes de qué preocuparte, a todos les paso el mensaje: de momento somos un grupo de amigos de lo más, eh... discreto.

David se despidió con un guiño y se retiró, dejándolos solos. Atzin soltó un suspiro y bajó la cabeza, recuperando algo de compostura. Sin embargo, no tuvo ni un segundo para relajarse por completo cuando sintió los brazos de Leo rodearlo desde atrás, rodeándolo con firmeza y depositando besos lentos y suaves sobre su cuello. Atzin sintió un escalofrío recorrerle la espalda, y apenas pudo evitar que una sonrisa asomara en sus labios.

—Entonces... ¿en qué nos habíamos quedado? —murmuró Leo con voz profunda, sus labios rozando la piel de Atzin.

Atzin respiró hondo, haciendo un esfuerzo monumental por mantenerse enfocado.

—Nos quedamos en... empacando —respondió.

—¿Empacando? —repitió Leo, mientras una sonrisa traviesa se dibujaba en su rostro—. ¿De verdad? Porque a mí me pareció que habíamos dejado algo pendiente... algo mucho más interesante.

Atzin giró ligeramente la cabeza para mirarlo, con una mezcla de exasperación y diversión en sus ojos.

—Leo de verdad. Si no empezamos a empacar, nos quedaremos aquí hasta el próximo siglo.

Leo soltó una risa baja, acercándose aún más y apoyando su barbilla en el hombro de Atzin.

—Entonces, empacamos juntos, pero no me responsabilizo si me distraigo —dijo Leo, guiñándole un ojo.

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Atzin y Leo se subieron al bocho junto a su abuelo Ricardo, quien tomaría el volante para guiarlos hacia su rancho. Mientras el viejo auto comenzaba a rugir en el arranque, alzaron la vista y vieron a los demás repartirse entre los vehículos; la mayoría subió a la camioneta del tío Esteban. Ahí iban David, Adriana, con Alondra sentada en sus piernas, Toño junto a su madre, Sandra, y Esteban al volante. Sayuri y Ameyali se acomodaron en la caja de la camioneta, junto a la señora Iztli, el equipaje del grupo y Huitlacoche.

Cuando por fin estuvieron listos, Ricardo pisó el acelerador y el bocho empezó a abrirse paso por las calles de la ciudad. La camioneta de Esteban lo seguía de cerca, y aunque la distancia hasta el rancho sería considerable, al menos viajarían todos juntos, como una suerte de caravana improvisada.

El abuelo no tardó en abrir la boca apenas salieron del bullicio de la ciudad y tomaron la carretera. Con las manos firmes en el volante y la vista fija en el camino, lanzó una pregunta que pareció taladrar el silencio:

—A ver, muchacho, ¿cuáles son los planes de ustedes de aquí en adelante? —preguntó directo.

Atzin, sentado en el asiento del copiloto, sintió cómo sus pensamientos se enredaban un poco antes de poder contestar.

—Bueno, verá —comenzó a decir—, lo primero es encontrar a Luis... un amigo, o bueno, el hermano de Leo, que fue secuestrado por las mismas personas que nos persiguen. Nuestra prioridad es dar con su paradero, y luego... pues, ya pensaremos en algo.

Ricardo mantuvo el rostro serio, sin interrumpir, aunque lanzó una mirada rápida hacia Atzin como si estuviera evaluando la firmeza de sus palabras. Después de un breve silencio, suspiró y negó ligeramente con la cabeza.

—Y después de encontrarlo, ¿qué? ¿No piensan en ustedes mismos? No deberían estar jugándose el pellejo. Tengo un rancho grande, espacio de sobra. Pueden esconderse ahí sin necesidad de arriesgarse más.

Atzin sonrió levemente, sabiendo que el abuelo tenía buenas intenciones, pero también consciente de que, para él y sus amigos, esconderse no era una opción.

—Agradezco mucho lo que dices, abuelo, de verdad. Pero... —dudó un instante, buscando las palabras adecuadas—. No podemos quedarnos así sin hacer nada. Si no hacemos algo, siempre habrá alguien en peligro. No sería justo para los demás.

Ricardo frunció el ceño, exhalando una respiración pesada, como si estuviera conteniendo su frustración.

—Mira, chamaco. Sé que quieres ser el héroe, y eso está bien para las películas, pero en la vida real... —apretó el volante con más fuerza—. En la vida real, a los héroes los acaban en la primera oportunidad que tienen. Yo... —hizo una pausa, como si las palabras le costaran salir—, yo solo quiero verte bien, vivo, sin andar metido en pedos de los que ni siquiera sabes si vas a salir.

Leo, que hasta ese momento se había mantenido en silencio en el asiento trasero, escuchando la conversación, intervino en ese instante.

—Don Ricardo, créame que tampoco es que queramos estar huyendo o peleando, pero no nos queda de otra —dijo, mirando al hombre a través del espejo retrovisor—. Y no lo digo solo porque me han secuestrado a mi hermano, sino porque, sinceramente, ya nos hundimos hasta el cuello en esto.

Ricardo giró la vista momentáneamente hacia Leo, como si analizara sus palabras. Luego volvió la mirada al camino, soltando un pequeño bufido.

—Muchachos tercos —murmuró, aunque su tono estaba teñido de una leve aceptación—. Pues yo también he sido terco, y aunque me da coraje, entiendo que hay cosas que no puedo obligarlos a cambiar... —El hombre hizo una pausa, como si evaluara las siguientes palabras que iba a decir—. Pero se los digo en serio: en el rancho tienen todo lo que necesiten. Nadie los va a buscar allí. Ustedes están acostumbrados a la ciudad, a estar siempre a la vista de todos... Allá es distinto, hasta se respira diferente.

Atzin sabía que su abuelo intentaba protegerlos de la única forma que conocía, y no podía culparlo por eso. Pero también entendía que la seguridad en el rancho sería temporal; eventualmente, Genetix o alguien más podría dar con ellos.

Ricardo soltó un suspiro, y sus hombros parecieron relajarse un poco.

—Bueno, bueno, ya veo que eres más cabeza dura de lo que pensé. Igualito que tu padre... —dijo con una pequeña sonrisa—. Hablando de eso... Pinche chamaco, ¿por qué creciste tanto? —soltó de repente, cambiando el tema con un tono de reclamo, mirándolo de reojo con una media sonrisa.

Atzin se rió con una mezcla de sorpresa y alivio. No esperaba esa pregunta, y mucho menos en ese tono, pero la bienvenida distracción le ayudó a relajarse un poco.

—Pues...

—Pues a mí nadie me avisó —replicó Ricardo, con un tono que mezclaba orgullo y un leve fastidio. Pero antes de que Atzin pudiera contestar, el hombre frunció el ceño mientras observaba detenidamente su piel y, en especial, sus brazos—. Oye, ¿y eso qué? —señaló su piel, refiriéndose a las marcas claras que adornaban su rostro y brazos—. Ya ni me contaste sobre eso ¿Qué tienes en la piel, vitíligo?

Atzin dudó un instante, sin saber cómo explicarle la verdadera razón detrás de su piel moteada. Asintió de manera vaga, prefiriendo no entrar en detalles.

—Algo así... —respondió, esperando que la respuesta fuera suficiente.

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La camioneta del tío Esteban avanzaba suavemente por la carretera, siguiendo el bocho que los guiaba en la distancia. En los asientos traseros, Adriana miraba por la ventana, sumida en sus pensamientos mientras observaba cómo las luces de la ciudad quedaban atrás. Ahora, las estrellas empezaban a brillar con más intensidad en el cielo, liberándose del brillo artificial de las calles. El paisaje nocturno era tranquilo, pero su mente estaba lejos de la paz de esa noche.

David, quien también había estado en silencio, notó la expresión en su rostro. Se inclinó ligeramente hacia ella y, rompiendo el silencio, preguntó:

—¿Todo bien?

—Más o menos... No sé, me preocupa un poco todo —respondió finalmente, su voz en un susurro.

David mantuvo la vista fija en ella, esperando a que continuara. —¿Qué exactamente? —preguntó con suavidad, dándole el espacio para hablar.

Adriana suspiró y apoyó la cabeza en el respaldo, dejando escapar sus pensamientos.

—Nuestras vidas. Es... es como si se hubieran puesto patas arriba de repente. No hemos vuelto a nuestro apartamento en semanas, y Alondra ya no ha ido a su escuela. Claro, gracias al permiso especial sigue con sus clases virtuales, pero no es lo mismo... —dijo, con una mirada triste—. Y también está Sayuri, que lleva semanas en paro de la universidad. Ella no ha hablado con su papá en todo este tiempo, y eso me preocupa.

Hizo una pausa, sintiéndose extrañamente abrumada al decirlo en voz alta. Luego, se atrevió a mirarlo.

—Y nosotros.

David parpadeó, sorprendido por sus palabras. No había esperado que lo incluyera, y sin embargo, sintió algo cálido y agridulce en el pecho.

—¿Qué hay con nosotros?—preguntó David, su voz suave y sin acusaciones, invitándola a desahogarse.

Adriana tomó una respiración profunda antes de continuar.

—Bueno, pues... Tú también tienes tus asuntos pendientes, David. El grupo de danza, el acuerdo con el señor Xipil... No has podido aceptar trabajos ni hacer las presentaciones que tenías planeadas.

David sonrió levemente, encogiéndose de hombros.

—Bueno, ser montacargas humano no pagaba tan bien de todos modos —bromeó, intentando restarle importancia.

Pero Adriana lo interrumpió, su voz firme.

—Sí, pero es el ingreso —dijo—. Además, yo llevo desempleada desde finales de julio, no me la puedo vivir solo del apoyo económico que me dan.

Adriana se recostó en el asiento, su mirada perdida en la oscuridad de la noche. Por un momento, el silencio reinó en la camioneta, solo interrumpido por el sonido del motor y el paso de los kilómetros.

—Además... —agregó Adriana, bajando el tono de su voz hasta casi un susurro, su rostro reflejando una profunda inquietud—. Alondra, el día de tu cumpleaños, me preguntó por su papá.

David sintió un atisbo de coraje subirle al pecho al escuchar mencionar a ese hombre. Su mandíbula se tensó y sus puños se apretaron ligeramente, pero logró contener la molestia con un suspiro profundo. Sabía que no era el momento de dejar que sus emociones tomaran el control.

—¿Lo quiere conocer?—preguntó David, su voz firme.

Adriana negó con la cabeza, su mirada baja. —No lo sé, no me ha dicho—admitió—. Pero... me preocupa y no sé cuánto tiempo pueda evitar explicarle la verdad.

David desvió la mirada un instante, aunque posando su mano sobre la de ella.

—¿Te gustaría que lo conociera? —preguntó, en un tono suave, cuidando de no forzarla a responder.

Adriana negó rápidamente con la cabeza, apretando las manos.

—No, no quiero que se acerque a ella... Sé que no podría ser alguien bueno para ella, David. Si ella supiera... si supiera todo lo que pasó... —su voz se quebró de nuevo, y se mordió el labio, tratando de reprimir las lágrimas.

La mano de David le dió un apretón suave a la suya.

—No tiene que saberlo todo, Adri. Solo lo que tú creas que es mejor que sepa. Alondra te tiene a ti, y a todos nosotros... No necesita a nadie más.

Adriana alzó la vista y lo miró, encontrando en sus ojos una comprensión profunda y un cariño incondicional. Sonrió débilmente y asintió, agradecida por su apoyo.

—Gracias... No sabes cuánto significa para mí saber que te tengo aquí, a mi lado —dijo en un susurro.

David se inclinó un poco hacia ella, sin soltarle la mano. Su mirada era suave, llena de afecto y seguridad.

—Siempre, Adriana. Siempre estaré aquí para ti y para Alondra.

Un ligero rubor apareció en las mejillas de Adriana, y por un instante, se permitió dejar de lado las preocupaciones y disfrutar del momento. Ambos se quedaron en silencio, sosteniéndose la mirada. David se inclinó suavemente y, con un gesto lleno de cariño, unió sus labios a los de ella en un beso tierno. No fue un beso apresurado ni lleno de urgencia, sino uno profundo y sincero, en el que ambos parecían querer transmitir todo el apoyo, el amor y la tranquilidad que se habían prometido.

Desde el asiento del conductor, Esteban observaba la escena a través del espejo retrovisor. Durante todo el trayecto se había mantenido en silencio, dándoles la privacidad que intuía que necesitaban. Esteban apenas conocía a David y Adriana, y no había sido fácil para él aceptar la cercanía de su sobrino Leo con esa gente. Los había señalado en más de una ocasión, culpándolos de las desapariciones, de los peligros, de las inestabilidades. Sin embargo, al ver el amor sincero que David y Adriana compartían, al ver cómo él le ofrecía consuelo y seguridad a esa joven y a su hija, comenzó a replantearse sus pensamientos.

Se dio cuenta de que, en cierto modo, David hacía con Adriana y Alondra lo mismo que él había tratado de hacer con su propia familia: protegerlos. Sus ojos se dirigieron al asiento del copiloto, donde su esposa dormía, con el pequeño Toño acurrucado en sus brazos.

Esteban observó el reflejo de David y Adriana en el espejo retrovisor de nuevo, y se encontró reflexionando sobre el joven que ahora, sin reservas, parecía haberse convertido en el pilar de aquella pequeña familia. Sin importar el pasado de cada uno, sin importar los secretos que aún pudieran guardar, era evidente que David estaba comprometido a cuidarlas. En ese momento, Esteban dejó de ver a David solo como un chico problemático envuelto en situaciones extrañas; ahora lo veía como un hombre que, pese a todo, había elegido cargar con una responsabilidad que muchos evitarían.

Se llevó una mano al volante con una renovada sensación de propósito, sabiendo que, igual que él, David tenía a personas que proteger y amar. Al final, no eran tan distintos, y el deseo de cuidar de los suyos los unía en algo más grande que cualquier desconfianza que hubiera tenido.

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Más tarde, Atzin dormitaba en el asiento junto a Leo, la cabeza apoyada contra la ventana del bocho mientras el paisaje nocturno pasaba en una sucesión de sombras borrosas. Luchaba por mantenerse despierto, tratando de memorizar cada giro y cada recta del camino por si, en el peor de los casos, necesitaba recordar la dirección. Pero hacía rato que había perdido el sentido del rumbo, y el cansancio acumulado de los últimos días comenzaba a vencerlo.

De pronto, el bocho redujo la velocidad, y Atzin abrió los ojos, desconcertado. Sacudiéndose la somnolencia, miró alrededor, intentando ubicarse. La oscuridad los envolvía todavía, y solo los faros del auto iluminaban un alto muro de ladrillo que se alzaba frente a ellos.

—¿Qué pasa? —preguntó, su voz aún ronca por el sueño mientras se incorporaba en el asiento.

—Llegamos —anunció su abuelo con entusiasmo, deteniendo el bocho frente al imponente portón.

Atzin estiró una mano para sacudir suavemente el hombro de Leo, que seguía dormido. Leo abrió un ojo, aún aturdido, y se desperezó mientras Atzin se estiraba, sintiendo el entumecimiento del largo viaje. Al salir del bocho, vio que la camioneta de su tío Esteban se estacionaba al lado, y, uno por uno, los demás comenzaban a bajar.

Leo se apresuró a caminar hacia la camioneta de su tío, donde su tía Sandra intentaba reacomodar a un Toño profundamente dormido. Sin decir nada, Leo tomó al niño en brazos con suavidad, arropándolo bien mientras este seguía profundamente sumido en sus sueños. David hizo lo mismo con Alondra, cargándola con cuidado mientras la pequeña, envuelta en su abrigo, descansaba en su hombro.

El abuelo Ricardo se adelantó, caminando hacia el portón con paso seguro y decidido. El lugar donde se encontraban era mucho más impresionante de lo que esperaban.

La hacienda, escondida tras los muros altos, se alzaba como una fortaleza. Atzin y el resto del grupo se detuvieron en el patio, fascinados por la escena ante ellos. La luz de la luna bañaba el lugar, revelando la elegancia y el misterio de una construcción colonial que parecía detenida en el tiempo. En el centro, una fuente de piedra blanca burbujeaba suavemente, el agua cayendo de una estatua de mármol que brillaba como si fuera etérea bajo el reflejo de la luna. El sonido del agua era tranquilizante, casi como un murmullo invitándolos a relajarse después del largo viaje

—¡Chingada madre! —murmuró el abuelo Ricardo al ver la fuente en el centro del patio, aún en funcionamiento—. Me fui tan rápido que olvidé cerrar esta cosa.

Con un suspiro resignado, el abuelo los invitó a pasar, dándoles la bienvenida con un ademán amplio.

—Bienvenidos a la Hacienda de los Abedules —dijo su abuelo, con una pizca de orgullo en su voz—. Este es uno de los hogares de nuestra familia desde hace generaciones. Consideren este lugar su humilde morada.

Leo, al lado de Atzin, no pudo evitar soltar un comentario en voz baja mientras miraba con incredulidad el tamaño del lugar.

—Si esto es humilde, entonces yo soy indigente —murmuró a Atzin, provocando que este casi soltase una risilla, que apenas logró contener.

Los demás comenzaron a bajar de la camioneta, cargando maletas y observando el lugar con curiosidad.

—Pásenle, muchachos. La casa es amplia, así que estarán bien repartidos en las habitaciones —explicó Ricardo—. Esta hacienda ha estado en la familia por generaciones. No es tan lujosa como parece, pero siempre ha sido un buen refugio.

Mientras el grupo seguía avanzando, Ameyali y la señora Iztli se detuvieron abruptamente al cruzar el umbral del portón. Ameyali tenía al pequeño Huitlacoche en sus brazos, quien también parecía inquieto, mirando alrededor con las orejas erguidas. Las dos mujeres intercambiaron una mirada de preocupación, ambas claramente alertas ante algo que solo ellas parecían percibir.

Sayuri, que iba un poco detrás, notó que se habían quedado atrás y se giró para preguntar:

—¿Todo bien? ¿Pasa algo?

Ameyali miró a su alrededor con una expresión seria, como si tratara de entender aquello que le incomodaba. Finalmente, con una ceja arqueada y su tono de voz bajo, respondió:

—Sentí una... perturbación en la fuerza.

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El grupo entró a la hacienda en silencio, sus pasos resonando en el suelo de cantera rosada, como si cruzar el umbral hubiera sido una transición a otro tiempo. Los arcos y columnas talladas que adornaban los pasillos de la entrada se alzaban imponentes, y la luz suave de las lámparas parecía proyectar sombras que danzaban en las paredes, acompañando a los recién llegados en su marcha.

Cuando se adentraron en la sala, la primera impresión fue la de un espacio detenido en el tiempo, con muebles de caoba de un rojo profundo que reflejaban la luz de las lámparas y mostraban un cuidado pulcro y casi obsesivo. El estilo de la sala recordaba a los años cuarenta, con curvas elegantes y líneas pulidas que daban al espacio una atmósfera serena y sofisticada.

El abuelo Ricardo los observó con una sonrisa apenas perceptible, satisfecho al ver las expresiones de asombro de todos. Aunque su propio estilo de vida fuera sencillo, se notaba que la hacienda le inspiraba un orgullo profundo.

—Aquí se van a acomodar sin problemas —dijo, señalando hacia la escalera de caracol que llevaba al segundo piso—. Hay habitaciones de sobra en ambos pisos, en un rato los acomodamos.

Adriana, que miraba con curiosidad hacia la puerta entreabierta del comedor, no pudo resistirse a preguntar:

—¿Puedo ver?

—Por supuesto, adelante —respondió Ricardo, haciendo un ademán con la mano.

Adriana empujó la puerta del comedor y se encontró con una mesa larga de madera oscura, suficientemente amplia para acomodar a toda la familia. Las sillas estaban decoradas con intrincados diseños tallados a mano, y un gran ventanal dejaba entrar la luz de la luna, iluminando el jardín exterior.

Mientras todos exploraban el lugar, el abuelo comenzó a explicar con un tono paternal y confiado:

—La cocina está al fondo, del lado derecho, justo pasando el comedor. Es bastante grande, aunque con todos ustedes aquí seguro que se va a llenar rápido.

Leo se acercó a una de las ventanas, mirando hacia el jardín bajo la luz de la luna, y soltó un bajo silbido de asombro... aunque fue silenciado rápidamente por un sape de su tía Sandra. Con un rubor ligero, se acomodó de nuevo junto a Atzin, quien también se encontraba observando la grandeza del lugar.

Mientras el resto del grupo continuaba su recorrido, Ameyali y la señora Iztli cruzaron el umbral del portón principal, solo para detenerse en seco. Ameyali cargaba a Huitlacoche en sus brazos, quien miraba a su alrededor, inquieto. Las dos mujeres intercambiaron una mirada de reconocimiento, una comprensión silenciosa que no necesitaba palabras.

—No estamos solas aquí —dijo Iztli en voz baja, su tono grave y cargado de advertencia.

Pero las dos mujeres decidieron no alarmar al grupo. Con un último vistazo al entorno, continuaron su camino hacia el interior de la casa, aunque ambas mantenían sus sentidos alerta.

Dentro, Atzin paseaba por los pasillos de la hacienda, su mirada atrapada en las fotografías antiguas que adornaban las paredes. Cada imagen parecía guardar un fragmento de la historia familiar, rostros de tiempos pasados que lo miraban desde el papel descolorido. En especial, una foto enmarcada en madera tallada le llamó la atención. Se acercó y se inclinó ligeramente para ver mejor.

La fotografía mostraba a un niño de unos ocho o nueve años, con una sonrisa amplia y una mirada traviesa, el cabello rizado y oscuro alborotado como si hubiera estado corriendo. A su lado, una mujer de rostro sereno lo abrazaba con ternura. Sus ojos grisáceos reflejaban una dulzura que atrapaba la vista de cualquiera, y su cabello rizado caía en ondas suaves hasta sus hombros.

Atzin sintió un nudo en la garganta; reconocía al niño de inmediato. Aunque más joven, con esa misma chispa de travesura en los ojos, ese era su papá.

—Esa es tu abuela —dijo una voz a su lado.

Atzin se sobresaltó al escuchar la voz de su abuelo Ricardo a su lado. Se había acercado en silencio, y ahora lo miraba con un destello de nostalgia en los ojos.

—Pilar, tu abuela. Era una mujer dedicada a su familia, como debe ser —comentó Ricardo, su tono bajo—. Y sí, a tu padre lo tenía bien consentido.

Atzin esbozó una sonrisa ligera. Era la primera vez que veía una imagen de su abuela. Recordaba haber escuchado su nombre en algunas conversaciones entre sus padres, siempre en tono de respeto y cariño, pero nunca había tenido la oportunidad de saber más.

—Se ve que eran muy cercanos —murmuró Atzin, sin despegar la mirada de la fotografía.

Ricardo soltó una risa seca.

—Oh, tu padre y ella... inseparables. Pero eso también complicó las cosas —respondió Ricardo, quien ahora observaba la foto con algo de melancolía—. Ella le enseñó a ser noble y leal, tal vez demasiado para su propio bien.

Atzin notó una leve dureza en las palabras de su abuelo, como si en esa afirmación hubiera algo de desaprobación.

—¿Complicó las cosas? —preguntó, buscando más información.

Ricardo suspiró, y por un instante pareció titubear, como si no estuviera seguro de qué tanto compartir.

—Bueno, las cosas nunca fueron fáciles. Tu padre siempre fue idealista, soñador. Pensaba que el mundo podía ser un lugar más justo, y aunque eso suena bonito en teoría... la vida no siempre es así, mijo. —El abuelo lo miró de soslayo, su ceño fruncido.

Atzin frunció el ceño al escuchar eso, tratando de entender el significado de las palabras de su abuelo. No era exactamente un reproche, pero sí percibía en ellas una leve crítica hacia la manera en que su padre había decidido vivir.

—¿Qué pasó con mi abuela? —preguntó Atzin, su voz baja y cautelosa, sintiendo que pisaba terreno delicado.

Ricardo apretó los labios y apartó la mirada, su expresión oscureciéndose por un momento.

—Esa es una historia que prefiero guardar por ahora, Atzin —dijo, su tono ahora mucho más frío.

Atzin se sintió tentado a insistir, pero notó la tensión en la voz de su abuelo y decidió dejar el tema, al menos por el momento.

—De cualquier forma, será bueno que descanses —dijo Ricardo, cambiando el tono a uno más neutral.

El abuelo Ricardo los guió a través de los pasillos de la hacienda, señalando las habitaciones.

—Aquí, David, Adriana y la niña —dijo al abrir una puerta que daba a una habitación espaciosa, con camas alineadas como en un cuarto de hotel antiguo.

David asintió, agradecido, mientras Adriana inspeccionaba el espacio, asegurándose de que Alondra estaría cómoda.

—Y ustedes dos —continuó Ricardo, señalando a la señora Iztli y Ameyali—, van en esta otra. Hay espacio suficiente para ustedes y... ¿el perro? —agregó, mirando a Huitlacoche con resignación.

—Es un cachorro de ahuízotl, en realidad... —empezó Ameyali.

—Perro, ajolote, lo que sea, mientras no destroce nada —dijo el abuelo, agitando la mano para restarle importancia.

Finalmente, señaló otra puerta para Sayuri, quien soltó un suspiro aliviado al saber que tendría una habitación para ella sola.

Ricardo, satisfecho con su reparto, abrió la última puerta y miró a Atzin.

—Esta es para ti, muchacho. La mejor habitación de la casa, y que se note quién es el nieto del patrón —dijo con una sonrisa orgullosa.

Atzin, un poco sorprendido, entró al cuarto, observando la cama enorme y la decoración tradicional, cada detalle demostrando que era una de las mejores habitaciones de la hacienda.

Leo se acercó a Atzin y carraspeó.

—Bueno... entonces, yo podría compartir esta habitación con Atzin —dijo, tratando de sonar casual, pero lanzando una mirada cómplice a su novio.

El abuelo Ricardo se giró lentamente, arqueando una ceja y fijando su mirada en ambos con una expresión tan escéptica que casi les hacía retroceder.

—¿Y eso? —preguntó, ladeando la cabeza con un brillo de sospecha en los ojos.

En ese momento, el resto del grupo —David, Adriana, Ameyali y Sayuri— se quedaron mirándolos, algunos cruzados de brazos y todos con expresiones de "no puedo creer que estos dos se atrevan a pedirnos que les guardemos su "secreto" si ni ustedes mismos pueden hacerlo".

Atzin tosió, lanzando una rápida mirada a Leo, como si intentara coordinar alguna respuesta coherente.

—Es que... Leo y yo siempre hemos sido buenos amigos, abuelo. Como... como hermanos, ¿verdad? —dijo Atzin, sonriendo torpemente.

Leo asintió rápidamente, esforzándose por parecer convincente. —¡Exacto! Hermanos del alma —añadió, pero su tono nervioso y una sonrisa demasiado forzada lo traicionaban—. Así que pensé, pues... ya sabes, por la costumbre.

Ricardo entrecerró los ojos, estudiando a ambos con una expresión aún más sospechosa.

—¿Hermanos, ah? —dijo, cruzando los brazos y observándolos con escepticismo.

Los demás observaban la escena con divertidos murmullos y risitas apenas contenidas. Sayuri se cubrió la boca, sin poder evitar una sonrisa burlona, mientras David y Adriana intercambiaban una mirada cómplice.

Finalmente, Leo suspiró, rindiéndose al peso de las miradas.

—Está bien, está bien, duermo con mis tíos —dijo, alzando las manos en señal de rendición, y dirigiéndose al cuarto que compartían Sandra, Esteban y Toño.

Ricardo asintió, satisfecho, mientras Leo caminaba hacia el cuarto, lanzándole una mirada significativa a Atzin antes de cerrar la puerta.

El abuelo, tras un último vistazo aprobador a la distribución de todos, se giró hacia el grupo.

—Bueno, espero que todos estén cómodos. Tienen lo que necesitan, y si falta algo, me buscan —dijo, asegurándose de que cada uno estuviera instalado antes de despedirse para la noche.

En cuanto el abuelo se fue, Sayuri no pudo contener la risa.

—"Hermanos del alma", ¿en serio? —dijo, imitando la voz de Leo con tono burlón—. Ni mi abuelita se cree ese cuento.

Ameyali sonrió, divertida, mientras Atzin se encogía de hombros, intentando ocultar su vergüenza.

—Hey, funcionó, ¿no? —dijo, tratando de sonar seguro, aunque sus mejillas estaban ligeramente rojas.

David solo sonrió de medio lado.

—Con tal de que no se despierte en mitad de la noche y lo encuentre metiéndose en tu habitación —dijo, riendo mientras se dirigía a su cuarto, seguido de una Adriana con una sonrisa cómplice.

Atzin suspiró y entró en su habitación, cerrando la puerta y sintiendo el alivio de poder finalmente descansar, aunque una sonrisa divertida se asomaba en sus labios, pensando en que, a pesar de todo, Leo y él encontrarían una forma de verse. Colocó sus dos maletas sobre la cama: una, con la ropa variada que sus amigos le habían conseguido en esas últimas semanas, y la otra con el traje de Axolotl, aunque ahora que lo pensaba, Axoman también hubiera quedado chido.

Comenzó a sacar su ropa, doblándola con cuidado antes de colocarla en una de las repisas. Estaba concentrado en ordenar las pocas camisetas, los pantalones y las camisas que había acumulado, cuando un sonido sutil lo hizo girar la cabeza.

De uno de los muebles junto a la cama, un marco había caído al suelo con un suave "clink." Atzin frunció el ceño, extrañado.

Se inclinó y recogió el marco, mirándolo con curiosidad. Era una fotografía, y aunque el vidrio del marco tenía algunas grietas, pudo ver la imagen con claridad.

Era su papá, aunque mucho más joven, quizás un adolescente. La misma expresión tranquila y mirada decidida, aunque los ojos reflejaban un toque de rebeldía juvenil. En la foto, llevaba el cabello algo alborotado, los lentes cuadrados, y una camiseta vieja que parecía ser de alguna banda de rock.

Mil pensamientos y sentimientos amenazaban con asaltarlo al instante, pero los hizo a un lado. Volvió a colocar el marco en el mueble, ajustándolo cuidadosamente en su lugar. "Mañana le pediré al abuelo que cambie el cristal," pensó.

Se detuvo un momento, analizando sus propios comentarios. La palabra "abuelo" se le hacía extraña, casi ajena. Hasta hacía unas horas, ni siquiera sabía que el hombre existía, y ahora aquí estaba, aceptando su ayuda, compartiendo un espacio que le pertenecía, con la extraña sensación de que un vínculo se afianzaba, aunque aún le costara asimilarlo. Qué rápido había asimilado la situación.

Suspirando, Atzin se despojó de su calzado, los jeans, y la camiseta, dejándolos en una silla junto a la cama. La habitación era fría, pero la cama, vieja pero cómoda, lo invitaba a dejarse caer en su suavidad. Se recostó, mirando el techo de madera, los detalles de las vigas antiguas y los rastros de pintura que se asomaban en las esquinas.

El silencio de la noche lo envolvía, pero a medida que se acomodaba, su mente comenzó a llenarse de pensamientos que se arremolinaban, intrusivos, como fantasmas que no le dejaban en paz. Todo se entrelazaba en su cabeza, convirtiéndose en una cacofonía silenciosa que no lo dejaba descansar.

Atzin dio vueltas en la cama, buscando una postura que lo ayudara a relajarse. Pero los recuerdos, los miedos, y las preocupaciones seguían ahí, atrapándolo, manteniéndolo despierto en esa mezcla de incertidumbre y agotamiento. Sin embargo, el peso del viaje y el cansancio acumulado terminaron por vencerlo, y poco a poco, sintió cómo su cuerpo se entregaba al sueño, aunque su mente siguiera inquieta.

Entonces, algo cambió.

Primero, una extraña pesadez invadió su pecho y se extendió por todo su cuerpo. Su mente permanecía despierta, consciente, pero su cuerpo no respondía, como si estuviera paralizado. Un pánico familiar comenzó a acumularse en su pecho, una sensación de estar atrapado, igual que en Genetix, cuando le inyectaban algo que lo sumía en esa especie de trance, donde era incapaz de moverse, pero completamente consciente.

Sintió cómo esa sensación de inmovilidad se transformaba en algo más... un vértigo inesperado, como si estuviera al borde de un precipicio. De repente, su cuerpo entero se sintió suspendido en el aire, y en un instante, comenzó a caer.

Y entonces, todo se desvaneció.

.

.

.

Atzin murió por segunda vez.

¿De qué otro modo se explicaría que estuviera ahí nuevamente?

Abrió los ojos, sintiendo el frío de la neblina que lo envolvía, y supo de inmediato dónde estaba. A su alrededor, el paisaje se desplegaba en sombras y una niebla espesa, impenetrable. El suelo bajo sus pies era arenoso, polvoriento, y apenas visible entre la bruma. Todo a su alrededor era gris, desprovisto de vida.

Recordaba haber estado aquí antes, aunque la sensación era diferente esta vez. No era una visión; era tangible, real. Sentía el aire frío en sus pulmones y el sabor metálico en el ambiente. Un leve murmullo resonaba a la distancia, como si miles de voces se entrelazaran en el silencio, formando una especie de bienvenida sin palabras. Escuchó también la corriente del río, pero no lograba verlo por ningún lado.

A unos metros de distancia, una figura se dibujaba en la niebla, esperando en silencio. Al principio, parecía una sombra más, una silueta negra e inmóvil entre la bruma. Pero a medida que sus ojos se ajustaban a la penumbra, distinguió la forma poderosa y enigmática de Xólotl.

El dios estaba sentado en una roca, su cuerpo robusto, de piel oscura, moteada. Su rostro, mitad canino y mitad humano, parecía tallado en piedra, con ojos de un rojo profundo que lo miraban con la calma de alguien que conoce los secretos más oscuros del universo. El dios llevaba adornos de jade y plumas en torno a su cuello y brazos, y la manera en que la luz de la niebla se reflejaba en ellos hacía que brillaran de manera casi etérea.

—Atzin Ríos —saludó Xólotl con voz profunda. Una sonrisa se dibujó en su boca de colmillos.

Qué curioso. El dios no se parecía en nada al hombre que se había reunido con Atzin en la casa de la señora Iztli y que le enseñó a luchar. Aún así, el híbrido lo habría reconocido de inmediato.

Atzin, todavía en el umbral entre el asombro y la confusión, dio un paso adelante, sintiendo la arena crujir bajo sus pies.

—Xólotl... —murmuró—. Oh, eh... ¿Maestro?

—Xólotl —confirmó la deidad, asintiendo—. No me hagas sentir viejo, muchacho.

Atzin se balanceó sobre sus pies, nervioso.

—¿No lo eres?

—Si, pero no me gusta que me lo recuerden.

Atzin, desconcertado, parpadeó un par de veces, intentando asimilar la situación. Su voz se quebró ligeramente cuando habló.

—¿Estoy muerto... otra vez?

Xólotl esbozó una sonrisa tranquila, negando con la cabeza.

—No, muchacho, aún no. —Su voz resonó profunda y apacible—. Discúlpame si he sido tan intrusivo, pero necesitaba hablar contigo y... bueno, el tiempo apremia.

Atzin, sin pensarlo mucho, asintió con firmeza, como si se encontrara ante un superior. Su postura rígida, los hombros tensos y la mirada fija en el dios, eran reflejos de una obediencia casi automática.

Xólotl lo miró divertido, dejando escapar una risa suave.

—Tranquilo, Atzin. No eres un soldado. —Hizo un gesto con una de sus manos, invitándolo a sentarse junto a él en la roca—. Vamos, siéntate aquí conmigo.

Atzin obedeció, aunque algo titubeante. Se acomodó con cuidado en la roca, su cuerpo aún tenso, pero al voltear a ver al dios a su lado, una mezcla de asombro y fascinación se reflejó en sus ojos. Estaba sentado junto a un dios... eso sería algo difícil de explicar en cualquier otro contexto. Aunque, pensándolo bien, él también era una anomalía, un híbrido, alguien que ya había cruzado las fronteras de lo común.

Xólotl sostenía una taza de barro entre sus manos, de la que emanaba un humo suave y un aroma inconfundible. Atzin sintió cómo aquel olor despertaba en él un deseo cálido y acogedor. Era chocolate, espeso y oscuro, y su aroma dulce y amargo se mezclaba con la atmósfera mística del lugar.

—¿De dónde...? —comenzó a preguntar Atzin, pero Xólotl, anticipándose, le extendió la taza.

—Toma, es para ti.

Atzin aceptó la taza con cuidado, notando el calor agradable que irradiaba. Llevó el chocolate a sus labios, tomando un sorbo que le dejó un regusto profundo y exquisito. La bebida pareció calmar sus nervios, y poco a poco, se sintió más relajado.

Pasaron unos instantes antes de que el dios retomara la palabra.

—Bueno, antes de que hablemos de lo que realmente me ha traído a buscarte, cuéntame, ¿cómo te han ido las cosas desde que no nos vemos?

Atzin, aún saboreando el chocolate, sintió una calidez que parecía llenar todo su cuerpo. Sus pensamientos se atropellaban, y al principio no supo bien por dónde empezar.

—Pues... —comenzó, como si estuviera enumerando un informe—, después de que hablamos la última vez, Genetix nos encontró y... —pausó un momento, recordando la intensidad de aquel día—. Bueno, explotaron la casa de la señora Iztli. Tuvimos que escapar de inmediato a la casa de mis padres en Xochimilco y...

Xólotl levantó una mano, interrumpiéndolo, su expresión tranquila.

—Todo eso ya lo sé, muchacho —dijo el dios, esbozando una sonrisa sutil—. Siempre he estado observándote.

Atzin bajó la mirada, algo avergonzado.

—Lo que quiero saber es cómo te sientes —aclaró el dios, con una voz tan suave como profunda.

Atzin se quedó en silencio un momento, la mirada baja mientras organizaba sus pensamientos, intentando hallar las palabras adecuadas.

—No lo sé muy bien, la verdad —confesó al fin—. Estos días han sido... intensos. Es como si no tuviera tiempo para pensar. Un día estoy huyendo, al siguiente peleando, luego buscando respuestas... Es como si, en cualquier momento, algo fuera a salir mal. Siento que apenas logro mantenerme a flote. —Tomó un respiro, sus palabras cargadas de una sinceridad cruda—. Pero más allá del miedo, siento que... estoy aquí por algo. Por algo importante. No sé exactamente qué, pero si todo esto que está pasando tiene un sentido, quiero estar a la altura.

Xólotl escuchaba con atención, sus ojos oscuros y profundos reflejando una empatía que se sentía casi tangible.

—Y tus amigos, tu familia... —preguntó Xólotl en un tono calmado—, ¿sienten lo mismo?

Atzin sonrió levemente.

—Es una mezcla —respondió—. Algunos quieren que dejemos de correr y solo... nos escondamos. Otros están dispuestos a arriesgar todo, como Leo, o Ameyali... Adriana y David también, aunque más por sus propias razones. La señora Iztli y su hija han perdido tanto como nosotros, pero, aún así, sé que esto no es lo que todos querrían para sus vidas. Yo mismo lo dudo a veces.

Xólotl asintió, con una expresión comprensiva y reflexiva.

—Esa duda, Atzin, no es un obstáculo, es tu guía. Significa que, a pesar de lo que seas, de lo que puedas hacer, sigues siendo humano.

Atzin inclinó la cabeza, procesando las palabras de Xólotl, pero pronto recordó algo que el dios había mencionado al principio.

—Dijiste que querías hablar conmigo, que había algo importante... —lo miró, con los ojos cargados de expectación.

Xólotl dejó la taza de barro a un lado y se volvió hacia Atzin, su rostro tomando una expresión grave. El aire parecía haberse vuelto más denso a su alrededor, y la mirada del dios se intensificó, como si estuviera preparándose para comunicarle algo de suma relevancia.

—Así es, Atzin. Hay dos cosas que necesito decirte —comenzó Xólotl, su voz profunda resonando en el ambiente—. La primera, es sobre tus acciones. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras penetraran antes de continuar—. Has comenzado a mostrarte, quizás sin querer, al mundo. Tú y los tuyos están exponiendo una parte de lo que yace oculto, algo que debería seguir así. No solo híbridos; estoy hablando de cosas mayores, fuerzas y seres que la humanidad ha olvidado, o prefiere olvidar.

Atzin frunció el ceño, un ligero escalofrío recorriendo su espalda.

—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó.

—Los híbridos, como tú, son solo el comienzo. Con cada aparición, con cada incidente público, se está haciendo evidente que hay algo más allá de lo que la gente entiende como "normal." —El dios lo miró con intensidad—. Pero con ustedes también están volviendo otras cosas... criaturas, poderes, fuerzas que pertenecen a nuestro mundo, no al de los humanos. Magia que llevaba siglos contenida y ahora está llamando la atención de muchos.

Atzin tragó saliva.

—¿Entonces... debería detenerme? —preguntó, sintiendo la responsabilidad crecer en su pecho.

Xólotl negó lentamente, manteniendo sus ojos fijos en él.

—No te pido que dejes de luchar, muchacho. Solo que seas consciente de lo que estás haciendo. En este momento, tu vida es mucho más grande que tus propios problemas o deseos. Tienes que aprender a moverte en las sombras cuando sea necesario, a proteger tanto a tus amigos como a quienes no saben de este mundo.

Atzin asintió, comprendiendo el peso de las palabras de Xólotl, pero una pregunta lo inquietaba.

—¿Y cómo... cómo se supone que haga eso?

Xólotl sonrió, con un aire enigmático.

—Esa, muchacho, es una lección que aprenderás en el camino. Pero no estás solo; confía en tu instinto y en aquellos que te rodean. Cada uno tiene un papel en esta historia, incluso si no lo han descubierto aún.

Atzin bajó la mirada, asimilando las palabras del dios, su mente aún luchando por entender todas las implicaciones. Xólotl, por su parte, se inclinó ligeramente hacia él.

—La segunda cuestión es algo más inmediata y peligrosa —advirtió el dios—. Te están siguiendo, Atzin. Alguien te sigue desde hace tiempo.

Atzin lo miró, alarmado.

—¿Alguien de Genetix?

Xólotl negó.

—No. No se trata de ellos. Es otra híbrida, y lo más preocupante... —Xólotl hizo una pausa, el peso de sus palabras aumentando—, es que ella también está apadrinada por un dios.

El rostro de Atzin reflejó confusión y temor.

—¿Un dios...? —murmuró, intentando procesar esa información—. Pero... ¿por qué? ¿Quién es ella?

—Eso es algo que tendrás que descubrir por tu cuenta. —Xólotl lo miró con una seriedad inquietante—. Pero te advierto que seas cuidadoso. A diferencia de ti, ella no sigue las mismas reglas, ni tiene el mismo respeto por el equilibrio que tú intentas mantener.

—¿Y tú? —preguntó, su voz cargada de esperanza—. ¿No puedes ayudarme a enfrentarla?

Xólotl lo miró con una expresión mezcla de tristeza y determinación.

—No puedo intervenir directamente en esta disputa, Atzin. —Sus ojos se suavizaron, su tono bajó—. Si me involucrara, eso provocaría algo mucho más grave. Significaría un enfrentamiento con otro dios, y las consecuencias serían impredecibles.

Poco a poco, la mente del chico empezó a organizar las piezas. Los híbridos que conocía eran pocos; estaban Tiszoc, Xaman, y el reptil… todos bajo el control de Genetix, sin capacidad de moverse a voluntad. Sin embargo, había una híbrida más de la que había oído hablar. Una que parecía tener sus propios objetivos, y que no estaba en las instalaciones de Genetix.

Atzin respiró hondo y miró a Xólotl.

—¿De casualidad... es un jaguar?

Xólotl dejó entrever una leve sonrisa.

—Eres perspicaz —dijo el dios, su voz baja y calmada, casi como si estuviera evaluando la reacción del chico.

Atzin asintió, recordando las historias que sus amigos le habían contado sobre ella.

—No la conozco en persona aún —dijo—, pero Tiszoc la busca y mis amigos ya se han enfrentado a ella.

—Así es —dijo—. Su camino no sigue las mismas reglas que el tuyo. Su fuerza viene de otro lugar, y está marcada por la influencia de quien la apadrina, una influencia que, como te mencioné, no puedo contrarrestar sin que eso desencadene conflictos mayores.

Atzin sonrió.

—Perfecto. Es decir, no me hace gracia tener que pelear con esa híbrida. Pero ahora viene ella a nosotros, en vez de tener que buscarla —afirmó Atzin con entusiasmo.

Su entusiasmo, sin embargo, se evaporó con rapidez al recordar la razón por la que habían estado buscando a Xiomara; Tiszoc. Encontrarla a cambio de información. Sin él, no valdría de nada.

Xólotl observó a Atzin con una leve expresión de compasión, notando la inquietud que cruzaba su rostro.

—Me preocupa lo que pase con Tiszoc —admitió Atzin, su voz baja, casi derrotada—. Sé que el caos que causamos... se va a reflejar en él. Genetix no perdona, y él... quizás hasta les dio información sobre nosotros.

Xólotl negó despacio, un gesto tranquilo que transmitía certeza.

—Ese muchacho no ha mencionado nada sobre ustedes —respondió Xólotl con voz calmada y segura—. No, Atzin, Tiszoc mantiene sus secretos.

Atzin lo miró, confusión y escepticismo cruzando sus facciones.

—¿Cómo... cómo puedes estar tan seguro? —preguntó.

Xólotl le dirigió una sonrisa enigmática, su rostro iluminado por un brillo sereno.

—Voy a mostrarte, Atzin —respondió, su voz un murmullo bajo que parecía reverberar en el ambiente. El dios se inclinó y posó suavemente su mano sobre la cabeza de Atzin. Un torrente de energía comenzó a fluir, una fuerza antigua y poderosa, que se extendió desde la palma de Xólotl, descendiendo sobre él como una corriente templada y envolvente.

En un instante, la visión de Atzin cambió. Los colores y la textura del paisaje se desvanecieron a su alrededor, y en su lugar apareció un espacio que él conocía demasiado bien: los pasillos estériles de Genetix.

Las paredes blancas y frías, la iluminación clínica, el olor a desinfectante, todo estaba ahí, como un fantasma del pasado cobrando vida. Un nudo de pánico comenzó a formarse en su pecho, sus latidos acelerándose. Su cuerpo lo traicionó, la memoria física de esos muros retomando fuerza sobre su mente. El frío lo envolvía, y su respiración se volvía pesada, como si cada rincón de esa pesadilla volviera a cerrarse sobre él.

Pero en medio del horror, escuchó la voz de Xólotl, suave, pero inquebrantable.

—Atzin, escucha mi voz —dijo el dios, su tono firme y seguro—. Esto que ves no tiene poder sobre ti. Míralo, recuerda cada detalle, pero comprende: ya no eres un prisionero de estas paredes.

Las palabras resonaron en su interior como una cuerda de ancla, trayéndolo de vuelta. La respiración de Atzin comenzó a calmarse, su cuerpo relajándose poco a poco. Sabía que el dios tenía razón, pero enfrentarse a ese lugar en su mente era como abrir una herida.

—No... no soy el mismo —repitió, susurrando, como si se estuviera convenciendo a sí mismo.

Xólotl continuó con su tono firme y reconfortante.

—Eres mucho más fuerte ahora. Lo que ves aquí es solo un eco. Es un reflejo vacío de lo que una vez fue, y tú... —Xólotl sonrió— ahora tú eres más fuerte que cualquiera de estas paredes.

Atzin asintió lentamente, sintiendo que el peso en su pecho comenzaba a aliviarse.

—Gracias —murmuró, sintiéndose un poco más seguro, más en control.

Atzin avanzó en silencio por el pasillo, su “cuerpo” casi flotando, como si estuviera en un sueño. Todo parecía irreal, pero también increíblemente tangible, como si en cualquier momento pudiera volver a sentir la frialdad de esos muros en su propia piel. Un eco familiar de claustrofobia y temor lo recorrió, pero se mantuvo firme. Recordaba esas puertas de metal pesado, su estructura imponente que sellaba a quienes estuvieran del otro lado. Muchas veces había intentado derribarlas en su tiempo de cautiverio; eran sólidas, impenetrables. Pero ahora, siendo solo una proyección, podía cruzarla sin más.

Se acercó a la puerta y, reuniendo coraje, se deslizó a través de ella.

La celda, fría y minimalista, era casi idéntica a la que él había conocido: paredes de acero, iluminación tenue y un aire denso. Aunque, a diferencia de su celda, en ésta no había ningún estanque.

En el centro, Tiszoc estaba inmovilizado en una silla, sus muñecas y tobillos sujetos con gruesas correas de cuero reforzado, que mantenían sus extremidades rígidamente atadas. Incluso su cola estaba atada firmemente a la silla. Sus músculos, al igual que Atzin, mostraban los signos de la misma brutalidad y el mismo adiestramiento forzado, pero ahora sus movimientos eran mínimos, controlados, como los de un animal en cautiverio que sabe que cualquier resistencia es inútil. Su piel desnuda estaba marcada con pequeños cortes y cicatrices recientes, vestigios de la última sesión de “revisión” de la que había sido víctima.

Atzin sintió una oleada de horror mezclado con un recuerdo desgarrador al ver cómo una mujer en bata blanca revisaba minuciosamente el ojo derecho de Tiszoc, sus movimientos clínicos y sin emoción. Mientras tanto, otro hombre, también con la misma bata blanca aséptica, cargaba una jeringa con un líquido Azulado, viscoso y extrañamente familiar. Atzin contuvo la respiración. Sabía bien lo que ese líquido hacía. Le habían inyectado esa sustancia muchas veces.

El hombre de la jeringa avanzó hacia Tiszoc y, sin la menor advertencia, le clavó la aguja en la yugular. Tiszoc gruñó, conteniendo un alarido mientras su cuerpo reaccionaba al líquido que ahora corría por sus venas, sus músculos tensándose hasta el límite de lo soportable. A su alrededor, dos guardias se mantenían alerta, portando bastones eléctricos y usando armaduras antidisturbios que recordaban a los equipos de choque, diseñados para someter a cualquiera que intentara resistirse.

Había alguien más en la habitación.

Arturo Godoy estaba en una esquina, observando cada reacción de Tiszoc con una intensidad perturbadora. Se movía con una calma antinatural. Observaba con una expresión que cruzaba el límite entre la fascinación y la crueldad, su postura proyectando una autoridad opresiva.

—Vamos, Tiszoc —dijo Godoy, su voz suave y casi paternal, como si estuviera hablando con un niño que se negaba a confesar una travesura—. No hay necesidad de hacer esto más difícil. Solo tienes que decirnos... —Godoy se inclinó hacia él, sus ojos fijos en los de Tiszoc—, ¿qué fue lo que realmente hiciste allá afuera? ¿Con quién te reuniste?

Tiszoc lo miró, el cansancio era evidente en su expresión. Sus labios estaban apretados en una línea tensa, negándose a responder. Godoy suspiró, como si realmente lamentara la obstinación de su prisionero.

—Mira, sé que te sientes un héroe ahora mismo —continuó Godoy con una sonrisa sarcástica—, ¿pero de verdad crees que esto te va a llevar a algún lugar? —se inclinó aún más cerca de Tiszoc, bajando la voz a un susurro—. Dime, ¿cuánto crees que vas a durar antes de rogar por que todo termine?

Tiszoc gruñó, cerrando los ojos como si eso pudiera protegerlo de la presencia invasiva de Godoy. Atzin pudo ver cómo Tiszoc intentaba resistir la sustancia que le habían inyectado, y que comenzaba a desbordarse en su sistema, sus respiraciones cada vez más entrecortadas mientras luchaba por no gritar.

Godoy hizo un gesto breve con la mano y los científicos retrocedieron, dejando el espacio entre él y Tiszoc libre de obstáculos. Avanzó con paso lento y deliberado hasta estar justo frente a él, observándolo como un cazador que se toma su tiempo antes de infligir el golpe final. Luego, sin prisa, extendió la mano y tomó a Tiszoc del mentón, obligándolo a mirarlo.

—Mírame, Tiszoc —dijo en voz baja, su tono frío. Sus dedos apretaron el rostro del híbrido, manteniendo su cabeza inmóvil mientras le lanzaba una mirada gélida y penetrante—. ¿Es esta la criatura en la que decidiste convertirte? —preguntó, su tono lleno de reproche, como si hablara con un hijo que le había fallado profundamente—. Dime, ¿esto es lo que esperabas lograr al escapar? ¿Es así como te enseñé a ser?

Tiszoc, con una mirada llena de rabia contenida, intentó apartarse, pero el agarre de Godoy se volvió aún más firme, inmovilizándolo. La fuerza de sus dedos clavándose en la mandíbula de Tiszoc tenía algo de antinatural, una frialdad calculada que hacía que el híbrido sintiera un temor inconfesable.

—Creí que habíamos pasado todo esto —prosiguió Godoy, su voz adquiriendo un matiz casi paternal, aunque no había en ella ni un ápice de ternura—. Creí que habías aprendido tu lugar. Pero no… tú decidiste rebelarte. —Inclinó la cabeza, observándolo con una mezcla de decepción y autoridad implacable—. Como si fueras algo especial, algo más allá de mis órdenes. ¿Es que acaso piensas que puedes escapar de mí?

Tiszoc tragó saliva, sus ojos fijos en los de Godoy, pero el híbrido se mantuvo en silencio, su mandíbula tensa bajo el agarre firme del hombre. Godoy lo soltó con un gesto de desdén, apartándose apenas un paso mientras observaba al híbrido con una intensidad que parecía envolverlo en una prisión de miedo y desprecio.

—¿Quién te enseñó a traicionar a tu propia familia? —dijo Godoy, sus palabras cargadas de una amenaza latente—. ¿Es esto lo que crees que es la libertad? Ser un animal sin control, vagando sin rumbo, escapando de tu propósito. Te di un lugar, te di una identidad, y ahora… ahora eres apenas una sombra de lo que podrías haber sido.

Sus palabras resonaron en el silencio de la celda, su voz profunda y autoritaria llenando cada rincón. Godoy se acercó nuevamente, y esta vez, puso una mano en el hombro de Tiszoc. La sonrisa que esbozó era peligrosa, un gesto que proyectaba el tipo de poder que aplastaba sin remordimientos.

—No te preocupes —añadió, su tono adquirió un matiz irónico—. Vamos a corregir este error. Vamos a devolverte el sentido de propósito que has perdido… aunque sea a golpes.

Godoy finalmente se apartó de Tiszoc, limpiándose las manos como si acabara de tocar algo sucio. Miró a los guardias y a los científicos, dándoles una señal breve con la cabeza.

—Hemos terminado por hoy. Asegúrense de que no se mueva ni un centímetro —ordenó fríamente antes de girarse hacia la puerta. Los guardias asintieron, alineándose frente a la puerta. Ninguno mostró la más mínima intención de soltarlo de la silla.

En silencio, toda la comitiva salió de la celda. La puerta se cerró con un sonido metálico, y en el eco de ese cierre, el híbrido quedó solo en la penumbra.

Al quedarse solo, Tiszoc finalmente dejó salir todo el dolor que había estado conteniendo. Su cuerpo comenzó a temblar, el ardor de la inyección invadiendo cada rincón de sus venas. Respiraba con dificultad, sus ojos cerrados, sus manos atadas se tensaban como si aún pudiera luchar contra el dolor abrasador. Se mordió los labios hasta sangrar, intentando acallar el grito que amenazaba con escapar.

Pero no estaba tan solo como creía.

Atzin, en su forma espectral, observaba la escena desde una esquina de la celda, impotente y lleno de furia. El dolor y la desesperación de Tiszoc eran tan evidentes que parecían atravesar la barrera entre ambos mundos. Atzin intentó acercarse, sus manos extendidas hacia su compañero, queriendo desesperadamente hacer contacto.

—¡Tiszoc! ¡Tiszoc, estoy aquí! —gritó con voz firme, aunque sabía que él no podía escucharlo—. Oye, dime dónde están los laboratorios... Iré a buscarte, te sacaré de aquí. ¡Dime!

Nada.

Atzin sintió cómo la impotencia se transformaba en frustración. Miró a Tiszoc, a su dolor y su agonía contenida, y su desesperación aumentó.

—¡Tiszoc! —volvió a gritar—. ¡Escúchame! Xiomara… ¡estoy a punto de encontrar a Xiomara!

Nada. Su compañero continuaba arqueándose, enredado en su propio sufrimiento, sin notar su presencia.

Atzin cerró los ojos, haciendo acopio de fuerzas.

—Vamos, sé que querías arriesgarte para encontrarla, ¿verdad? —murmuró con un susurro ansioso—. Ella es importante para ti, ¿no es así? —Intentaba llegar a él por todos los medios posibles—. Ella también te está buscando… —No obtuvo respuesta.

La promesa fue tomando forma en su pecho, se solidificaba en su interior como una cadena de hierro.

—La encontraré, Tiszoc. Te lo juro… Encontraré a Xiomara y luego, luego vendré por ti. No te dejaré aquí.

En ese momento, un dolor súbito, punzante y abrasador, le atravesó el pecho. Bajó la vista, asombrado, y vio cómo cinco heridas profundas y sangrantes aparecían en su torso, como si algo invisible lo hubiera atacado. Las heridas eran nítidas, marcadas como agujeros ensangrentados en su carne.

Un sonido bajo, un gruñido gutural, llegó a sus oídos desde el borde de su cama.

Atzin abrió los ojos de golpe y, en un instante entre la sorpresa y el dolor, vio la figura de una bestia felina sobre él, sus ojos brillando en la penumbra y sus garras firmemente hundidas en su pecho.

Ella lo había encontrado antes.

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