Capitulo 32: El Abuelo

—¿Qué...? —Atzin sintió que su voz se apagaba antes de terminar la frase.

Miró hacia el restaurante, intentando vislumbrar un rostro que le resultara familiar, pero sabía que eso era imposible. No había ninguna imagen de su abuelo en su mente, ningún recuerdo que le diera una pista de lo que le esperaba tras esas puertas.

El profesor, a su lado, parecía estar buscando la manera correcta de explicarse, su expresión era casi de disculpa. Finalmente, rompió el silencio.

—Perdóname, Atzin —dijo con suavidad—. Sé que esto es... inesperado. No era mi intención ponerte en una situación incómoda. Solo pensé que, dadas las preocupaciones que tienes sobre el grupo, sobre lo que está sucediendo con Genetix, esto podría ser una oportunidad. —Hizo una pausa, observando a Atzin con cautela—. Pero depende completamente de ti. No quiero forzarte a hacer nada que no quieras.

Atzin lo escuchó, pero su mente estaba en otro lugar, dividida entre dos caminos. Por un lado, el instinto de protegerse, de huir, le gritaba que diera la vuelta y volviera al departamento, a la seguridad de su grupo. Fingir que todo esto nunca había ocurrido. Pero, por otro lado, la curiosidad comenzaba a ganarle terreno. ¿Qué podría querer su abuelo después de tantos años?

Suspiró, sin poder ocultar el nerviosismo que le invadía. Giró hacia el profesor, su expresión era una mezcla de inseguridad y miedo.

—¿No me va a dejar solo ahí, verdad? —preguntó, su voz temblorosa, más de lo que habría querido.

El profesor lo miró sorprendido, y por un momento, creyó que Atzin le estaba pidiendo que se retirara, que no quería verlo más implicado en esto. Dio un paso atrás, incómodo.

—Si prefieres que me quede afuera, puedo hacerlo... —empezó a decir con cierta duda en su voz.

—No, no, no —interrumpió Atzin rápidamente, apenado de inmediato. El calor subió a sus mejillas al darse cuenta de lo que había dado a entender—. No quiero que se vaya, al contrario. ¿Podría... podría acompañarme? —preguntó, intentando no parecer demasiado asustado, aunque su corazón latía con fuerza.

El profesor lo miró con una mezcla de alivio y ternura. Sabía que la situación era difícil para Atzin, y aquella petición solo le mostraba cuán vulnerable se sentía. Su mirada se suavizó, y una pequeña sonrisa apareció en su rostro.

—Por supuesto, Atzin.

Atzin asintió, sintiéndose un poco más tranquilo con la idea de no enfrentar a ese desconocido solo. Miró una vez más hacia el restaurante, tratando de encontrar el coraje para seguir adelante.

—Está bien, vamos —dijo, aunque su tono aún era titubeante.

Atzin sintió la mano firme del profesor Zabaleta en su hombro, un gesto que le transmitía apoyo, pero también lo mantenía en movimiento, como si le diera la fuerza necesaria para seguir caminando entre las mesas del restaurante.

El aire estaba cargado con el olor a comida recién hecha, y el murmullo de las conversaciones a su alrededor era constante, pero todo parecía distante, casi irreal. Atzin bajó su gorra, cubriendo su rostro hasta casi ocultar sus ojos. Ahora que su rostro era reconocible, no podía permitirse el lujo de ser visto, no aquí, no ahora. Todo era una distracción comparado con el torbellino de emociones que le asaltaban: la ansiedad, la duda, e incluso la curiosidad.

Finalmente, el profesor lo condujo hacia la esquina más apartada del restaurante, donde una mesa estaba ocupada por un solo hombre. Atzin sintió una corriente de tensión recorrer su cuerpo cuando la mirada del hombre mayor se posó en ambos.

El hombre, sentado con una postura rígida pero relajada, tenía un porte imponente, a pesar de su edad. Su piel curtida por el sol y el trabajo al aire libre contrastaba con la camisa blanca que llevaba, bien planchada y de un tejido que delataba su buena calidad. Las manos grandes y fuertes, apoyadas sobre la mesa, mostraban callos, como si estuviera acostumbrado a labores pesadas, pero también había un anillo en uno de sus dedos. Su cabello canoso estaba bien peinado hacia atrás, y sus ojos oscuros, profundamente hundidos bajo unas cejas pobladas, seguían cada movimiento de Atzin con una intensidad que hacía que el chico se removiera incómodo.

Atzin lo observó de pies a cabeza. No tenía ningún parecido con su padre, ni física ni en lo que proyectaba. Si su padre siempre había sido alguien tranquilo y bondadoso, este hombre, su abuelo, irradiaba una fuerza contenida.

El profesor Zabaleta rompió el silencio primero.

—Ricardo, gracias por aceptar vernos —dijo, con una inclinación de cabeza.

El hombre, Ricardo, se levantó lentamente de la mesa, sus movimientos deliberados, sin prisa. Miró a Zabaleta solo por un breve segundo, su saludo apenas fue un leve asentimiento, y su voz, cuando habló, fue baja y controlada.

—Gracias por traerlo —respondió, sin quitar la vista de Atzin, como si lo estuviera evaluando.

Atzin, por su parte, desvió la mirada hacia el suelo, sintiéndose pequeño bajo esa mirada escrutadora. El silencio que siguió fue pesado, incómodo. Podía sentir cómo el aire entre ellos se cargaba de algo que no podía definir.

El hombre dejó escapar un suspiro, profundo y pesado, casi como si estuviera hastiado de la situación. ¿Estaba molesto?

—¿Tú eres Atzin Ríos Medina? —preguntó Ricardo, su tono bajo, sin adornos, directo.

Atzin asintió lentamente, sin levantar la vista del suelo. Las palabras no le salían, como si su lengua se hubiera atascado en la garganta. Sentía que cualquier cosa que dijera podría romper el frágil equilibrio que sostenía ese encuentro.

Y entonces, sin previo aviso, Ricardo dio un paso adelante y lo abrazó.

El gesto fue rápido, pero no apresurado. El hombre lo rodeó con sus brazos fuertes, apretándolo contra su pecho. No era un abrazo cálido o suave, sino uno lleno de una fuerza, como si quisiera asegurarse de que Atzin sintiera su presencia, su peso, su realidad.

Atzin quedó rígido, sin saber cómo responder. No esperaba ese tipo de gesto, mucho menos de alguien que, para él, era prácticamente un desconocido, y además, un hombre que aparentaba ser ajeno a ese tipo de muestras de afecto.

—Tienes el rostro de tu padre —murmuró Ricardo, sin soltarlo, su voz ronca, pero con un matiz que Atzin no pudo identificar del todo.

Atzin, aún aturdido, no supo cómo responder. Su corazón latía rápidamente, mientras sus pensamientos se enredaban en su cabeza. ¿Era este hombre realmente su abuelo?

El hombre finalmente se separó, aunque mantuvo sus manos sobre los hombros de Atzin, observándolo con la vista hacia arriba.

—Pinche chamaco, ¿por qué creciste tanto? —dijo Ricardo en tono de reclamo, con una mezcla de burla y frustración.

Atzin no pudo evitar sonreír ligeramente, pero antes de que pudiera articular una respuesta, el hombre mayor ya estaba examinándolo de nuevo. Sus ojos se posaron en las manchas blancas que cubrían parte del rostro de Atzin.

—¿Y eso? —cuestionó el hombre—. ¿Te salió vitíligo o qué?

Atzin abrió la boca, pero antes de que pudiera decir algo, el hombre cambió de tema bruscamente. Sus ojos se fijaron en el cabello blanco de Atzin, que asomaba ligeramente por debajo del gorro.

—¿Y qué puterías son esas? —dijo Ricardo, su tono cargado de una crítica que sonaba más a un regaño.

—Señor Ríos —dijo el profesor Zabaleta, interrumpiendo al hombre—, es obvio que ambos tienen muchas cosas de las que hablar. ¿Porqué no nos sentamos?

El profesor se adelantó un paso, poniendo una mano sobre el hombro de Atzin como un recordatorio sutil de que no estaba solo en esto. El gesto fue suficiente para que Atzin respirara profundamente y tratara de calmarse.

—Ah, si, si, claro —dijo el hombre, dedicándole una gran sonrisa a su nieto—. ¿Te gustan las hamburguesas?

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Arturo Godoy disfrutaba de matar. No se trataba de los espasmos de las criaturas en sus últimos momentos, ni de sus chillidos o el patético intento de escapar. Eso le resultaba mundano. Lo que realmente le fascinaba era el poder que tenía sobre ellos. El control absoluto sobre la vida de otro ser, la capacidad de decidir cuándo terminaría. Era un poder que no todos entendían, pero para él, ese control era adictivo.

Nunca lo había discutido con un psicólogo, claro. Ser diagnosticado con psicopatía habría complicado su carrera empresarial. Un informe médico así podría haberlo destruido antes de llegar a donde estaba ahora, y no podía permitirse un desliz de esa magnitud. De por sí, su situación ya pendía de un hilo. Los otros ejecutivos, los directivos... todos parecían listos para arrancarse la garganta unos a otros. Y eso, de algún modo, lo divertía.

Se encontraba en una sala de juntas de aspecto opulento, con grandes ventanales que ofrecían una vista panorámica de la ciudad. Las cortinas estaban cerradas, sin embargo, como si el caos que se desarrollaba dentro no tuviera lugar a la luz del día. Las luces blancas frías del techo iluminaban el rostro tenso de cada hombre y mujer allí presente.

—¡Esto es una puta broma! —gritó uno de los ejecutivos, un hombre corpulento con el rostro rojo de furia—. ¡Tenemos a los medios encima de nosotros! ¡El ejército está en posesión de uno de nuestros activos más valiosos, y la culpa es de todos los que permitieron esto!

—¡No es mi culpa que sus jodidos sistemas de seguridad sean tan fáciles de hackear! —replicó una mujer al otro lado de la mesa, su cabello castaño desordenado, reflejo de las horas sin dormir—. ¡Si hubiéramos tomado las precauciones adecuadas con esos híbridos, ninguno de ellos habría escapado!

—¿Y lo de la maldita águila? —saltó otro ejecutivo, un hombre más joven con el rostro pálido por el estrés—. ¿De quién fue la brillante idea de soltar a una puta criatura bícefala en pleno zócalo?

—Pues de Báez, ¿de quién si no? —bufó otro hombre, cruzándose de brazos—. El idiota entró en pánico y activó la señal de alerta para que el animal fuese a él.

—Y aún así, no evitó que se lo llevaran. Creo que hablo por todos cuando digo que bien podemos darlo por muerto.

La mujer asintió, frotándose las sienes.

—¡Y ahora tenemos a todo el país hablando de "mutantes" en las noticias, por el amor de Dios!

Godoy los observaba en silencio, sentado en la cabecera de la mesa. Sus ojos se movían de un lado a otro, siguiendo la discusión como quien mira un espectáculo grotesco. Podía ver el miedo en sus ojos. Todos sabían que esto no era solo una crisis. Era un desastre. Y ninguno quería cargar con la culpa.

—Y ni hablemos de la fuga de Lorena Medina —murmuró otro hombre, uno de los más viejos del grupo, con las manos temblorosas—. Las investigaciones que se llevó... si llegan a las manos equivocadas...

—Las manos equivocadas ya las tienen —interrumpió la mujer, su voz crispada—. La información sobre los híbridos ya está fuera.

Godoy apretó ligeramente los labios, conteniendo una sonrisa. Los dejaba hablar, dejaba que se desgastaran, que se desesperaran. Le fascinaba cómo la gente, bajo presión, revelaba sus verdaderos colores. Se culpaban unos a otros, se lanzaban acusaciones como si eso fuera a solucionar algo.

—¿Y qué hay de Tiszoc? —dijo el ejecutivo más joven, visiblemente más alterado—. Ese desgraciado fue un error desde el principio. ¡Nos advirtieron que era inestable y aún así lo enviaron! ¡Insubordinado!

—¿Insubordinado? —rio irónicamente la mujer—. Eso se queda corto.

Godoy no podía contenerse más. Su pasivo rostro se distorsionó en una mueca de satisfacción, aunque sus ojos seguían fríos como el hielo. Finalmente, habló, su voz suave pero letal.

—Ya basta —dijo, su tono cortante como una navaja—. Todos ustedes están comportándose como un montón de malditos niños.

El silencio cayó de golpe en la sala. Todos lo miraron, algunos con miedo, otros con una mezcla de resentimiento. Pero ninguno se atrevió a hablar.

Godoy se levantó lentamente de su asiento y se inclinó sobre la mesa, apoyando las manos en la superficie de cristal, su mirada recorriendo a cada uno de los presentes.

—Ya no podemos recular —continuó, su voz ahora más baja, pero cargada de veneno—. Nos metimos en esto hasta el cuello. Y cuando no puedes dar marcha atrás... lo único que queda es embestir.

Los otros lo miraron, algunos tragando saliva, otros asintiendo lentamente.

—¿Creen que el ejército va a quedarse con el cadáver de esa águila sin más? —prosiguió, sus ojos brillando con una ferocidad contenida—. Están locos. En este país, todo tiene un precio. Y nosotros... nosotros somos los mejores en negociar. Usaremos nuestros recursos, nuestros contactos. Y ese cadáver, y todo lo que venga con él, volverá a nuestras manos.

—¿Y los híbridos? —preguntó la mujer, su voz ahora más controlada, aunque claramente seguía asustada—. Ya han revelado a muchos de ellos.

Godoy sonrió.

—No importa cuántos híbridos se revelen. Lo que importa es que nosotros controlamos la narrativa. A partir de ahora, no serán criaturas escapadas de un laboratorio. Serán un avance científico, algo que beneficia a la humanidad. Necesitamos empezar a pensar en cómo usamos esto a nuestro favor.

—¿Y Tiszoc? —preguntó el hombre mayor, cruzando los brazos—. ¿Qué hacemos con él?

Godoy lo miró, su sonrisa desvaneciéndose.

—Tiszoc ya está muerto. Solo que él aún no lo sabe.

Hubo murmullos escandalizados, pero ninguno alzó la voz en su contra. Godoy podía sentir el miedo en la sala. Y eso le daba aún más poder, una vez más.

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David se había despertado esa mañana con la cabeza llena de preguntas. La noche anterior había sido un torbellino de emociones y eventos extraños, pero lo que más lo perturbaba no era la criatura reptiliana, ni el caos en el que todos se habían visto envueltos. Lo que lo mantenía despierto era lo que él mismo había hecho.

Los demás lo describieron como una luz anaranjada, brillante y cálida, que había salido de su espalda, tomando la forma de un enorme cánido, algo amenazante y protector al mismo tiempo. Él apenas lo había notado en el momento, solo recordaba un calor recorriendo su cuerpo, su piel vibrando con energía. Pero todos coincidían en que esa luz no solo había emergido de él, sino que parecía haber sido activada desde su collar.

El mismo collar que le había regalado el señor Xipil.

Desde temprano había intentado llamar al señor Xipil, deseando encontrar respuestas. Su mentor, en cambio, le había dado solo una respuesta enigmática. David casi podía visualizar la sonrisa burlona del anciano al otro lado de la línea cuando dijo:

—Tómalo con calma, muchacho. Solo aprende lo que tengas que aprender haciendo lo que mejor sabes hacer... Y ten cuidado.

Luego, sin más explicaciones, colgó. Otro misterio más para resolver.

Ahora, unas horas más tarde, David estaba en la azotea del departamento junto a Adriana, Ameyali y Sayuri. minutos después de la partida de Atzin y el profesor Zabaleta.

Sayuri estaba sentada en el borde de la azotea, tomando notas con una libreta y un bolígrafo mientras observaba a David de reojo, como si fuera un sujeto de laboratorio. Ameyali, por su parte, se concentraba en el collar, haciéndolo rodar entre sus dedos, intentando descifrar su naturaleza.

—Lo curioso es que no parece haber nada especial en él —murmuró Ameyali—. Es solo ámbar y granate, pero el coyote tallado... eso me inquieta.

David, que había estado sentado en silencio, observando el horizonte, dejó escapar un suspiro. Había estado escuchando la conversación, pero su mente estaba en otra parte, intentando procesar todo lo ocurrido.

—Yo ni siquiera hice nada especial —dijo, mirando el collar con desconfianza—. Solo... calor. Como si algo dentro de mí se encendiera, pero no fue algo que controlara. Simplemente pasó.

David tomó el collar de las manos de Ameyali, sus dedos recorriendo las piedras de ámbar y granate mientras lo observaba en silencio. Lo giró un par de veces, notando nuevamente el grabado del coyote. Sus pensamientos se hundieron en la profundidad de las sorpresas que la vida le había lanzado. Durante años había pensado que ya nada lo sorprendería. Después de todo, ¿qué podía ser más impactante que descubrir que los humanos mutados existían? Se había acostumbrado a ellos, ayudando a Adriana con Alondra. Luego, estaba la magia. Había visto de cerca lo que Ameyali, la señora Iztli y Leo podían hacer, cosas que desafiaban las leyes de la naturaleza y la lógica. Y, para colmo, los dioses prehispánicos... ya estaba casi asimilando que las leyendas eran reales.

Pero, al parecer, la vida tenía otra sorpresa reservada para él.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Adriana.

—Al menos el señor Xipil nos dio una pista —comentó, cruzando los brazos mientras miraba a David—. Dijo que aprenderías a usar el collar haciendo lo que mejor sabes hacer.

Sayuri, que había estado garabateando en su libreta, levantó la mirada con curiosidad.

—¿Y eso qué significa exactamente? —preguntó, dejando de escribir—. ¿Qué es lo que mejor sabe hacer David?

David se encogió de hombros, aún contemplando el collar.

—Bueno, según yo, lo que David mejor sabe hacer es ser un buen papá para Alondra —dijo Ameyali con una sonrisa, dirigiendo una mirada cómplice hacia Adriana.

David parpadeó, sorprendido por el comentario, y luego miró a Adriana, que de inmediato rodó los ojos, aunque no pudo evitar sonrojarse un poco.

—¡Ameyali, por favor! —protestó Adriana, cruzando los brazos con un ligero tono de molestia—. No empieces con esas cosas.

—¿Qué? Es cierto. Si alguien aquí ha demostrado ser un excelente padre de familia, ese es David.

David sacudió la cabeza con una sonrisa tímida, aunque también algo incómoda.

—Bailar —dijo Adriana con convicción, cortando los comentarios de la chica—. Lo que mejor sabe hacer David es bailar.

David se quedó en silencio un momento, sorprendido por la respuesta. Nunca había pensado en eso como algo más allá de una pasión personal, pero... ¿podría ser? Bailar era lo que lo mantenía centrado, lo que lo hacía sentir más libre, más en control.

Ameyali, sin embargo, no perdió la oportunidad de lanzar otra broma.

—Ah, claro, porque anoche, cuando el coyote apareció, estabas ahí echándote una bachata, ¿no? —se burló, riendo por lo bajo.

David negó con la cabeza haciendo una mueca.

—No, no estaba bailando. Pero... —hizo una pausa, pasando los dedos por el collar nuevamente—. Tal vez tenga que intentarlo de alguna manera. No lo sé, todo esto es muy raro.

Se colocó el collar alrededor del cuello, sintiendo el peso familiar del ámbar y el granate contra su piel. Cerró los ojos por un momento, respirando profundamente mientras intentaba encontrar algún tipo de conexión con el objeto, como si de alguna manera pudiera invocar esa energía misteriosa de la noche anterior.

—Habrá que intentarlo —murmuró, más para sí mismo que para los demás.

Sayuri, que había estado observando con atención, se acercó un poco más, con curiosidad.

—¿Cómo lo harás? —preguntó—. ¿Vas a bailar aquí, en la azotea, a ver si pasa algo?

David abrió los ojos, mirándola.

—Supongo que sí. No tengo otro plan —respondió encogiéndose de hombros.

Adriana, con una sonrisa alentadora, dio un paso atrás, dándole espacio a David para moverse.

David cerró los ojos y trató de aislarse del bullicio de la ciudad: el sonido incesante de los coches, las voces lejanas de transeúntes, y el zumbido constante de la vida urbana. Por más que lo intentaba, no conseguía encontrar la paz que necesitaba. Los ruidos se amontonaban en su mente, creando un caos que le impedía concentrarse.

De repente, un sonido sobresalió en medio del tumulto: una gotera. Su goteo suave y regular marcaba un ritmo constante, como el compás de un metrónomo. David se aferró a ese sonido. Poco a poco, los demás ruidos comenzaron a organizarse, casi como si siguieran el patrón de la gotera. El caos de la ciudad se transformó en un fondo armónico, mientras el goteo seguía dominando.

Ya lo tenía.

Respiró hondo y abrió los ojos. Dio un paso al frente, su cuerpo moviéndose con una agilidad sorprendente, como un coyote al acecho. Sus movimientos eran fluidos, elegantes, cada salto y giro ejecutado con precisión. A medida que avanzaba, el calor dentro de él crecía. Una chispa que se avivaba en su interior, llenándolo de una energía vibrante.

Desde un rincón de la azotea, Adriana sonreía orgullosa. Ameyali observaba con atención, analizando cada movimiento, cada cambio en la energía que emanaba de David. Estaba absorta, intentando ver más allá de lo evidente.

Entonces, algo cambió en el aire. Una bruma etérea comenzó a rodear a David, densa y cálida, como si la propia atmósfera se animara con vida propia. El vapor formaba una llama que bailaba a su alrededor, creando una extraña expectación. Ameyali sacudió a Sayuri del hombro para que prestara atención, y esta comenzó a tomar notas, su pluma deslizándose rápidamente por la libreta.

La gotera, que hasta entonces había mantenido un ritmo constante, aumentó su cadencia. David sintió cómo su corazón latía al compás del agua, y su cuerpo respondió. Giró y saltó, sus pies moviéndose al ritmo de esa música invisible. El calor en su pecho se intensificaba, pero no le dolía. Era una fuerza que lo empujaba hacia adelante.

Conocía ese ardor; era la misma energía que lo había salvado antes. Te tengo, pensó.

De repente, el calor dentro de él se desbordó. La bruma se condensó y, a su espalda, emergió la figura de un coyote, materializándose a partir de la energía que David había desatado. Era el mismo coyote que lo había protegido antes.

David se detuvo, exhausto pero satisfecho. Miró a la criatura etérea a su lado y sonrió con triunfo.

La figura, aunque borrosa en los bordes, tenía un detalle sorprendente en sus ojos brillantes y su postura atenta. El coyote parecía observarlos.

—Es increíble... —susurró Adriana, incapaz de apartar la vista de la criatura.

Ameyali se acercó un poco, examinando la figura con detenimiento. Había algo en su energía que no podía explicar, algo que parecía reaccionar a su presencia. El coyote giró su cabeza hacia ella, sus ojos fijos en los de la chica, como si reconociera su atención.

—Es... —Ameyali comenzó, pero se detuvo al ver cómo la figura del coyote movía sus orejas en su dirección, casi como si estuviera escuchando lo que iba a decir.

David, curioso por la reacción de la criatura, extendió una mano hacia ella. Al acercarse, notó que aunque no era sólida, sí podía sentir una leve resistencia, como si su mano atravesara algo vaporoso pero denso.

—Puedo sentirlo —dijo David en voz baja, sorprendido.

Su mano traspasaba el cuerpo del coyote, pero no del todo. Era como tocar humo denso o vapor que apenas ofrecía resistencia.

—No es completamente físico, pero tampoco es solo una ilusión —murmuró, fascinado. El coyote lo observaba fijamente a su vez.

Adriana se acercó lentamente, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera dispersar la figura. Estaba completamente fascinada.

—Es... asombroso —dijo, sus palabras llenas de admiración.

—¿Te gusta? —preguntó David con una sonrisa juguetona, aunque su concentración seguía en la figura etérea.

Adriana asintió, observando cómo el coyote parecía emitir un leve resplandor que palpitaba suavemente con el ritmo de la respiración de David. Ameyali, que seguía mirando con atención, no pudo evitar bromear:

—No es justo. ¿Por qué ustedes tienen poderes tan geniales?

—Tú puedes hacer magia —le recordó Sayuri, cruzándose de brazos—. ¿De qué te quejas?

—Solo mover el aire —se quejó Ameyali con un puchero—. ¡Esto es otra cosa!

—Ojalá yo pudiera mover el aire —rió Sayuri, sacudiendo la cabeza.

Pero antes de que la conversación pudiera avanzar, una voz infantil resonó en la azotea.

—¡Mami!

Alondra apareció corriendo por las escaleras, seguida de Leo. Ambos llegaron justo cuando la figura del coyote comenzaba a desvanecerse, pero aún era lo suficientemente visible para que sus ojos se abrieran de par en par.

—¡Woa! —exclamó Alondra, señalando al coyote con asombro. La pequeña estaba boquiabierta, y su emoción era palpable—. ¡Es un coyote! —dijo, tirando suavemente de la ropa de Adriana, esperando una explicación.

Leo, que ya tenía algunas semanas de lidiar con sus propios poderes, se quedó observando en silencio, sus ojos fijos en la figura etérea que lentamente se disipaba.

—Je, nada mal —murmuró Leo, casi para sí mismo, su mente trabajando para entender lo que estaba viendo.

El coyote, ahora desvaneciéndose en volutas de bruma, giró su cabeza hacia Leo antes de desaparecer por completo, como si lo reconociera también. La energía en el aire se disolvió lentamente, dejando a David jadeante, pero triunfante.

—Lo hizo otra vez —dijo Alondra, emocionada—. ¡David lo hizo otra vez!

David, aún sintiendo el calor residual de la energía que había invocado, sonrió débilmente. Se sentía agotado, pero la satisfacción lo llenaba.

—Es impresionante —dijo Adriana, acariciando suavemente la cabeza de Alondra.

Ameyali, aún pensativa, se cruzó de brazos y observó a David.

—¿Qué se siente? —preguntó finalmente.

David se tomó un momento para responder, mirando el espacio donde el coyote había estado.

—Es como si... no fuera completamente mío, pero al mismo tiempo, es parte de mí —dijo, buscando las palabras adecuadas—. Puedo sentirlo, pero no lo controlo del todo. Es como si respondiera por sí mismo.

Ameyali asintió, su mente procesando lo que acababa de escuchar.

—Es increíble —murmuró Leo, todavía impresionado. Se acercó a David y le dio una palmada en el hombro—. Bueno, los raritos en el grupo estamos creciendo en números.

David sonrió.

—Bueno, será mejor que entremos —intervino Sayuri, mirando el cielo que comenzaba a oscurecer—. Ya se está haciendo tarde, y seguro hay que hacer la cena.

—¡Salchipulpos! —gritó Alondra, dando pequeños saltos de emoción.

David dejó escapar una risa, y se giró hacia el resto del grupo.

—Está bien, vamos.

Mientras se dirigían hacia las escaleras, Leo miró su reloj y frunció el ceño. Habían pasado dos horas desde que Atzin se había ido, y aún no había dado señales de vida.

—Atzin ya se tardó —murmuró, su voz llena de preocupación.

Sayuri se acercó a él, tratando de tranquilizarlo.

—No te preocupes, estará bien —dijo, su tono calmado—. Sabes que siempre tarda en regresar cuando sale.

Pero Leo no parecía convencido. Miraba a la distancia, como si esperara que Atzin apareciera de un momento a otro. Había algo en el aire esa noche que lo inquietaba.

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Atzin movía nerviosamente los pies bajo la mesa. Frente a él, una hamburguesa de queso y champiñones, a medio comer, aún despedía un olor tentador. Sin embargo, a pesar del sabor irresistible, su mente estaba lejos de disfrutar la comida. Sentía el peso de la mirada de su abuelo sobre él, observándolo con una intensidad incómoda.

Mantuvo la cabeza baja, esperando que su abuelo no fuera de los que veían las noticias. La imagen del 16 de septiembre seguía demasiado fresca en su mente, y no estaba listo para enfrentar esa conversación.

Discretamente, volvió la cabeza hacia el profesor Zavaleta, que estaba sentado a su lado, sosteniendo un refresco de manzana. El maestro intentaba mantener una apariencia calmada, pero Atzin notaba el nerviosismo en la rigidez de su postura. Si hasta él estaba nervioso, quizá todavía había tiempo para escaparse al baño y no regresar. Sin embargo, cualquier plan que estuviera formulando fue interrumpido cuando la voz de su abuelo resonó en el aire.

—¿Y qué ha sido de ti todos estos años? —preguntó el hombre, su tono firme.

Atzin sintió un nudo formarse en su estómago. Tartamudeó, buscando algo que decir.

—Eh... bueno, todo ha estado bien. Me va bien en la escuela y...

Su abuelo lo interrumpió con un gesto brusco, negando con la cabeza, claramente impaciente.

—No me vengas con eso —dijo, su voz subiendo un tono—. No me quieras ver la cara de tonto, ¿sí?

Atzin se quedó congelado, sin saber cómo responder. Intentó excusarse, pero su abuelo continuó antes de que pudiera decir algo.

—Estoy hablando de tu desaparición, del accidente en la purificadora —insistió, su mirada fija en Atzin como si quisiera arrancarle la verdad de cuajo.

El estómago de Atzin se contrajo al escuchar esas palabras. El accidente. El recuerdo lo golpeó de inmediato: el estruendo, el olor a humo, los gritos de pánico. Y, sobre todo, la imagen de su padre. Sentía su corazón acelerarse solo de pensarlo, como si el trauma volviera a apoderarse de él en ese instante.

El profesor Zavaleta, percibiendo el cambio en la tensión, intervino, intentando calmar los ánimos.

—Señor, con calma —dijo, su voz mesurada—. Es un tema delicado para Atzin. Debe entender que no es fácil hablar de lo que ocurrió.

Sorprendentemente, el abuelo de Atzin pareció tomarle la palabra. Soltó un largo suspiro y asintió, su expresión suavizándose ligeramente.

—Tienes razón... disculpen —murmuró.

El silencio que siguió era tenso, pero para Atzin fue un pequeño respiro. Al menos, su abuelo parecía dispuesto a escuchar, aunque eso no hacía más fácil lo que tenía que decir.

Atzin levantó la mirada, inseguro, pero sabiendo que había llegado el momento de enfrentarlo. Miró a su alrededor, verificando que estaban en un rincón lo suficientemente aislado. Aún así, no podía correr el riesgo de hablar abiertamente. Sus branquias, las cicatrices de lo que Genetix le había hecho, seguirían ocultas.

—No es fácil de explicar aquí —comenzó Atzin, su voz baja y cautelosa—. Pero, a grandes rasgos, después del accidente en la fábrica... —hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—, fui llevado por unas personas que... que me hicieron daño.

El nudo en su garganta creció, pero siguió adelante. Necesitaba que lo entendieran.

—Me sometieron a cosas terribles. Cambiaron mi cuerpo...

Las palabras casi se le atragantaron. El recuerdo del dolor, de las mutaciones, estaba aún muy vivo en su mente. Las imágenes de su piel regenerándose, de sus dedos cortados y vueltos a crecer, lo asaltaron. Era un monstruo.

Se obligó a continuar, forzando una sonrisa apagada.

—Me dejaron mal. Tengo problemas de memoria y, como verás, me cuesta hablar de esto como debería. Pero... estoy bien. Me escapé y ahora estoy mejor.

Zavaleta arqueó una ceja al escuchar eso último, claramente incrédulo. Atzin lo miró, confundido.

—¿Qué? De verdad estoy bien.

El profesor suspiró, su expresión cargada de preocupación.

—Atzin —dijo con suavidad—, los chicos de tu edad se preocupan por si gastar el dinero del pasaje en un Gansito o si comer tres veces Maruchan al día cuenta como una comida decente. No por tener que esconderse 24/7 en su propia casa.

Atzin hizo una mueca. Sabía que Zavaleta tenía razón, pero no estaba dispuesto a admitirlo. En lugar de contestar, bajó la mirada y se concentró nuevamente en su hamburguesa, ahora completamente fría.

Atzin levantó la mirada lentamente, tratando de leer en el rostro de su abuelo qué estaba pensando. ¿Estaba creyendo lo que le acababa de contar? El hombre lo miraba fijamente, parecía estar uniendo las piezas en su mente, como si estuviera a punto de llegar a una conclusión.

De repente, su abuelo soltó un resoplido y, con una sonrisa socarrona, dijo en voz alta:

—¡Ya decía yo! ¡Sabía que ese chiquillo que andaba haciendo desmadres por ahí eras tú!

Atzin sintió cómo el color abandonaba su rostro. De inmediato se llevó las manos al cuello de su abrigo y lo subió hasta cubrirse la mitad de la cara.

—¡No hables tan fuerte! —susurró, mirando alrededor con nerviosismo—. No estamos solos.

El abuelo de Atzin lo ignoró por completo, como si su advertencia no significara nada. Dio una palmada sobre la mesa y continuó, más entusiasmado que antes.

—Te veía en la tele, en las noticias, y decía: "¡Este chamaco me recuerda a alguien!". Pero no me imaginé que fueras tú, Atzin. ¡Ya se me hacía raro! —El hombre soltó una carcajada—. ¡No me digas que te andas metiendo en problemas con el gobierno también!

Atzin, desesperado, se encogió más en su abrigo, como si eso fuera suficiente para hacerse invisible. Cada palabra de su abuelo resonaba demasiado fuerte para su gusto, y empezaba a notar algunas miradas curiosas de las pocas personas en las mesas cercanas.

—Abuelo, en serio, baja la voz. No quiero llamar la atención —murmuró, mirando de reojo al profesor Zavaleta—. Es complicado...

—¡Pues claro que es complicado! Si no fuera complicado, no estaríamos aquí hablando de cómo te fuiste a hacerle competencia al Chapulín Colorado —respondió el hombre, riéndose de nuevo.

Atzin miró a su alrededor nuevamente, rojo de vergüenza. Sentía que todos los presentes en el restaurante ya estaban enterados de su vida.

El abuelo se detuvo por un momento, mirándolo como si por primera vez en toda la conversación notara el nerviosismo de su nieto. Luego soltó un largo suspiro y cruzó los brazos sobre la mesa, su mirada ahora un poco más seria.

—Está bien, está bien —dijo, bajando la voz un poco—. No te preocupes. No voy a contarle a nadie... por ahora.

—Demasiado tarde para hacer esa declaración —murmuró el profesor, llevándose su taza de café a los labios.

—Pero que quede claro —añadió el abuelo, señalando con un dedo—, si algo se pone feo, vienes a mí primero. No quiero que te metas en más problemas sin que yo me entere. ¿Entendido?

Atzin asintió rápidamente, más con la intención de calmarlo que porque realmente quisiera involucrar a su abuelo en lo que estaba ocurriendo. La última cosa que necesitaba era más caos en su ya complicada vida.

El profesor Zavaleta intervino en ese momento, inclinándose hacia la mesa.

—Creo que sería bueno que habláramos más tranquilos otro día —sugirió, mirando al abuelo de Atzin—. En un lugar más... discreto.

El abuelo de Atzin lo miró, alzando una ceja.

—¡¿Discreto?! ¡Si soy lo más discreto que hay!

.

.

.

Atzin iba callado en el aquel bocho verde de su abuelo su mirada perdida en la ventana mientras la noche caía sobre la ciudad acompañada por el zumbido constante del motor.

Desde el espejo retrovisor, Atzin observaba a su abuelo, sentado en el lugar del piloto. Erguido, con su cabello canoso y rostro sereno, calmado, sin la rigidez que Zavaleta había descrito. Aun así, Atzin no se fiaba del todo, pues había aprendido a desconfiar de las apariencias.

Su abuelo notó su mirada y esbozó una sonrisa satisfecha, como si supiera que Atzin lo estaba evaluando.

—Lamento que la comida se haya pasado muy rápido —dijo su abuelo, su voz suave y pausada, contento el tiempo compartido—. Pero muchas gracias por venir.

Atzin se volvió hacia él, ligeramente sorprendido por la sinceridad en su voz. Asintió con simpleza.

—Sí, no hay problema.

Su abuelo volvió su vista al frente, concentrándose en la carretera, sus manos firmes sobre el volante, guiando con destreza el pequeño coche por las calles oscuras

—Lo digo en serio —continuó su abuelo, su voz llena de sinceridad—. Prácticamente soy un desconocido para ti, y con la idea que posiblemente Josué te dejó... pensé que huirías.

Atzin bajó la mirada, sintiendo un ligero remordimiento. Sí, había considerado huir, y ahora se sentía un poco mal por ello. Su abuelo había percibido sus dudas y miedos.

—No tiene de qué preocuparse —dijo Atzin, intentando suavizar la tensión—. Siendo honestos, nadie, y supongo que menos mi papá, imaginaba que este día llegaría.

Su abuelo volvió la vista al frente, su mirada perdida en la oscuridad de la carretera. Dejó escapar un suspiro frustrado, como si mirara hacia atrás, recordando momentos pasados

La expresión de su abuelo se suavizó, y por un momento, Atzin vio un trazo triste en sus ojos.

—Lástima que no le tocó verlo —comentó su abuelo, con un dejo de melancolía en su voz.

Atzin se sumió en el silencio, pensando en su padre, en el accidente que se lo había arrebatado, sin darle la oportunidad de enmendar asuntos pendientes. La tristeza lo envolvió.

Su abuelo rompió el silencio, su voz directa y curiosa.

—Sé que dijiste que te es difícil hablar sobre todo lo que te sucedió, pero debo preguntar ¿Qué fue de tu madre?

Atzin y Zavaleta se tensaron, la mención de su madre evocando recuerdos complicados. Atzin titubeó.

—Mi madre... es complicado —comenzó, su voz baja y cautelosa—. No he sabido de ella desde prácticamente el accidente, o al menos ninguna información actual.

El ceño de su abuelo se frunció, confundido.

—¿Cómo? ¿Te dejó sin más? —preguntó, incredulidad en su voz.

El profesor Zavaleta intervino, intentando aliviar la carga emocional de Atzin.

—Ella está desaparecida —explicó—. Prácticamente desapareció al mismo tiempo que Atzin.

Pero Ricardo, el abuelo, lo interrumpió con molestia.

—No, no, cuando pasó el accidente yo la ví —dijo, su voz tensa—. Hablamos en el hospital, hasta me pidió dinero.

Atzin lo miró, confundido.

—¿Dinero? —repitió, su mirada interrogativa—. ¿Qué dinero?

El abuelo se sumió en un silencio tenso, su frustración palpable. Comenzó a hablar con voz baja y entrecortada.

—Maldita sea... —gruñó, su ira contenida—. Pinche Josué, ¿por qué no hace caso?

Atzin frunció el ceño, molesto por la explosión de su abuelo.

—Señor —llamó, su voz tensa—, ¿qué dinero?

Su abuelo respiró profundamente, intentando calmarse.

—Cuando pasó el accidente, los llevaron a un hospital, a ti y a Josué —comenzó a explicar, su voz llena de rabia—. El hospital se puso en contacto con nosotros, así que fui a verlos. Solo para llegar y recibir la noticia de su muerte.

Atzin sintió un escalofrío al recordar el hospital. El olor a desinfectante y medicinas llenó su mente, y su cabeza comenzó a doler. Pero entonces, una imagen borrosa emergió de su memoria.

Vio a su madre sentada junto a él, llorando desconsoladamente. En su mano, sostenía el anillo de su padre. Intentaba hablarle, pero las palabras eran ininteligibles. La imagen era nubosa, pero el dolor y la desesperación en su rostro eran inequívocos.

Atzin se sintió transportado al pasado, la escena cobrando vida en su mente. Su madre, usualmente fuerte y segura, parecía frágil y rota. Sin embargo, algo en esos recuerdos no cuadraba, algo que parecía fuera de lugar. Había una imagen persistente de su padre a su lado en la camilla, pero eso no podía ser. Su padre había muerto en el accidente.

—No estoy seguro de lo que recuerdo —admitió, su voz cargada de duda—. Todo es... confuso. A veces pienso que algunos recuerdos los inventé. Veo a mi padre en la camilla junto a mí, pero sé que eso no es posible.

Su abuelo lo observó en silencio, asintiendo con un gesto de comprensión, aunque su expresión seguía siendo dura.

—Pues ahí en el hospital, tu madre me dijo que te llevarían a Estados Unidos, a uno de esos hospitales de primer mundo —prosiguió el hombre, su tono ahora teñido de ironía—. Dijo que ahí te curarían, que te cuidarían como nadie, que necesitaba que la ayudara a costearlo todo. Me pidió una cantidad absurda de dinero para tu traslado, para pagar el hospital, las estancias, y todo el papeleo de migración. Y como un tonto, se lo di.

Atzin sintió una mezcla de incredulidad y enojo. Sabía que nada de eso había sucedido. Nunca había salido de Ciudad de México.

—Nada de eso fue verdad, señor —dijo, su voz teñida de amargura—. Nunca estuve en Estados Unidos. Después del hospital... creo que me llevaron directo a los laboratorios de Genetix.

El abuelo lo miró, y por primera vez en toda la noche, Atzin pudo ver una chispa de rabia genuina en su rostro, mezclada con algo más: desilusión.

—Sospeché que me había visto la cara en cuanto dejó de responder mis llamadas —admitió el abuelo—. Y ahora está confirmado.

Atzin asintió, incapaz de responder con palabras. Sentía cómo el peso de esa revelación aplastaba a su abuelo, que apretaba el volante con tal fuerza que sus nudillos estaban blancos.

Zavaleta, en un intento de aliviar la tensión, puso una mano en el hombro de Atzin.

—Todo esto es... complicado. Nadie pudo prever lo que sucedió después del accidente, ni lo que haría Genetix —dijo suavemente.

Ricardo soltó un resoplido, su mirada fija en la carretera mientras el silencio llenaba el coche una vez más.

—Como sea, lo que pasó, pasó —dijo finalmente, con voz seca—. Y lo que le hicieron a mi nieto, también ya pasó.

El silencio se asentó en el pequeño bocho mientras continuaban su camino por la ciudad, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Atzin observaba las luces de los edificios deslizarse, cada parpadeo haciéndose más distante a medida que se alejaban del centro de la ciudad y la oscuridad se volvía más densa.

Finalmente, su abuelo rompió el silencio.

—Dime una cosa, Atzin —dijo sin apartar la vista del camino—. El profesor, en el restaurante, dijo que tú y tus amigos se la pasan escondidos... todo el tiempo. ¿Es cierto?

Atzin tragó saliva, sin saber bien cómo responder, pero decidió ser honesto.

—Sí —admitió, su voz apenas un murmullo—. Nos escondemos para no llamar la atención. Hay... hay gente que nos busca, y no precisamente para cosas buenas.

Su abuelo asintió lentamente, como si ya lo hubiera anticipado. Tras unos segundos de reflexión, volvió a mirarlo brevemente, esta vez con una expresión decidida.

—Bueno, pues al llegar a tu departamento, les dices a todos que empacen sus cosas, lo poco o mucho que tengan. Nos vamos esta misma noche de la ciudad.

Atzin lo miró con sorpresa, su corazón saltando de incertidumbre y desconcierto.

—¿Nos vamos? ¿A dónde?

Su abuelo sonrió apenas, sus ojos brillando con emoción.

—A mi rancho. 

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