Capitulo 25: Insomnio

La noche en Xochimilco se desplegaba como un lienzo oscuro, salpicado de estrellas tímidas. El calor era palpable, envolviendo el ambiente con un manto sofocante que se adhería a la piel. Los canales, normalmente frescos, reflejaban el calor del día, sus aguas quietas bajo la luz de la luna.

Los sonidos de la noche se amplificaban: el croar de las ranas, el zumbido de los insectos y el ocasional chapoteo de un pez. Las trajineras, coloridas de día, ahora flotaban en letargo silencioso, sus colores apagados por la penumbra.

Una brisa cálida hacía crujir las hojas, pero su alivio era efímero. Las luces de las casas a lo lejos parpadeaban, algunas ventanas abiertas en un intento desesperado por invitar la brisa nocturna.

Atzin se removía entre las cobijas de la cama de sus padres, incapaz de encontrar descanso. Las palabras de Ameyali, el señor Esteban y la señora Sandra resonaban en su mente, una y otra vez, como un martilleo constante.

"¡¿Es este el mutante del que hablaban las noticias?!"

"Maldito monstruo"

"Todos ustedes parecen tan normales con dejar todo por un desconocido"

"Ahora estás en un lío contra Genetix y el gobierno por un rarito que llegó a tu puerta"

"¿Por qué te estás arriesgando por Atzin?"

Envuelto en las cobijas, abrazaba su rana de peluche con fuerza, sintiendo un frío que le impedía dormir y que calaba hasta los huesos. A fin de cuentas, Leo había dormido a su lado en las últimas noches, y no podía evitar extrañar la calidez de sus abrazos, la suavidad de sus besos, la sensación inigualable de su corazón latiendo junto al suyo para dormir.

Pero entonces, la realidad lo golpeó con una fuerza brutal. ¿Qué derecho tenía él, un "maldito monstruo", a desear el consuelo de alguien tan puro como Leo? ¿Qué podía ofrecer él, más que problemas y peligros? La vergüenza y la autocompasión se mezclaban, formando un nudo en su estómago. ¿Por qué Leo arriesgaría todo por él? ¿Por qué cualquier persona lo haría?

Dejó escapar un suspiro resignado y cerró los ojos, tirando su rostro sobre la almohada, intentando acallar su mente, que parecía pensar en el chico como la única manera de callar la ansiedad... o al menos, reemplazar el enfoque de esta. Pero incluso ese pensamiento era un refugio temporal.

Su existencia misma era una carga, una amenaza. No solo para él, sino para todos aquellos a quienes amaba. Esa era la realidad. Una que no se esfumarìa milagrosamente si la ignoraba el tiempo suficiente.

Levantó la mirada hacia la ventana, buscando algún consuelo en la brisa nocturna que entraba delicadamente por la rendija abierta. El aire fresco acariciaba su piel, proporcionándole un alivio momentáneo, pero no era suficiente para disipar lo peor de su mente.

Intentando buscar alivio en la noche Atzin emergió de la casa, envuelto en una chamarra negra de su padre, como un espectro deslizándose entre las sombras en busca de refugio en la soledad de la oscuridad. La noche lo recibió con una brisa suave, y sus pies, ágiles y seguros, lo llevaron hasta el techo. Allí se detuvo para contemplar su entorno.

La luna, el ojo plateado en el cielo, iluminaba precariamente los tejados y las calles de las chinampas. La brisa nocturna acariciaba su cabello y sus branquias con un toque suave, trayendo consigo el aroma lejano de cempasúchil, como si aquel dios que lo había acogido estuviera intentando reconfortarlo, susurrándole tranquilidad a través de los vientos de parte de su papá desde el más allá.

Se sentó al borde del tejado, dejando que sus piernas colgaran en el vacío. Desde allí, podía ver la ciudad extendiéndose ante él, un tapiz de luces y sombras. El aire fresco llenaba sus pulmones, ofreciendo un alivio temporal al tumulto que sentía por dentro. Sus ojos se dirigieron a la distancia y, entre las sombras, distinguió la silueta conocida de aquella taquería.

La casa estaba completamente a oscuras, excepto por una pequeña luz que se encendía y apagaba una y otra vez en la ventana de arriba. Atzin se quedó observando, su corazón latiendo con fuerza reconociendo al chico sin necesidad de verlo.

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Leo estaba en su habitación, encendiendo y apagando una linterna. La luz titilante atravesaba la ventana abarrotada de su cuarto, proyectando sombras danzantes en las paredes. Sus tíos le habían castigado la computadora y el celular, impidiéndole cualquier comunicación con sus amigos como una lección. Los adultos insistían en que era por su bien, pero él se sentía atrapado y aislado, como un prisionero en su propia casa.

Suspiró, cansado, y apagó la linterna por última vez, guardándola con resignación. Se dio la vuelta, dándole la espalda al vidrio, cuando de repente escuchó un golpeteo. Giró rápidamente y encontró a Atzin, colgado cabeza abajo del otro lado de la ventana con sus largos cabellos albinos cayendo y dándole un aspecto chusco. Su cuerpo se apoyaba en el techo, permitiéndole mantenerse en esa posición sin tener que apoyar todo el peso de su cuerpo en el agarre de los barrotes.

Leo no pudo contener una sonrisa de emoción y abrió la ventana.

—¡Atzin! —exclamó, pero Atzin le tapó la boca a través de los barrotes, indicando con una seña que guardara silencio antes de destapar su boca.

—Shhh, shhh, vas a hacer que nos escuchen —susurró Atzin.

—Perdón —respondió el chico, bajando el volumen de su voz.

Leo, aún sonriendo, intentó acercar su rostro entre los barrotes lo más que pudo.

—¿Estás bien? —preguntó Atzin.

—Bien castigado —bromeó Leo, suspirando un poco de su frustración—. No creo poder salir pronto de esta... ¿Y tú?

—Pues... No puedo dormir —confesó el peliblanco con simpleza.

Leo se acomodó al lado de la ventana, su sonrisa atenuada pero presente. El aire fresco de la noche acariciaba su rostro, pero la presencia de Atzin era lo que realmente le aliviaba.

—¿No puedes romper los barrotes, verdad?

—No lo sé, quizás —respondió Atzin con una sonrisa juguetona, tentado por el reto—. Pero tus tíos ya me odian de por sí.

Leo suspiró resignado, apoyando la cabeza en los barrotes, sentándose al borde de la ventana mientras Atzin le sonreía.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Leo con un tono de esperanza, buscando una chispa de aventura en los ojos de Atzin.

—Seguir buscando —respondió Atzin, encogiéndose de hombros—. Quizás si regreso por las alcantarillas pueda encontrar otra forma de entrar.

Leo pensó por un momento y luego lo miró con una idea en mente.

—Quizás en la casa del señor Ruiz puedas encontrar algo que se nos haya pasado con lo de la jaguar esa.

—¿Te sabes la dirección? —preguntó Atzin.

Leo asintió y fue por una pluma, anotando la dirección en la mano de Atzin. El contacto entre ellos, aunque breve, era una conexión que ambos anhelaban.

—Y creo que memoricé el número del profesor Zavaleta. Si no, pregúntale a Sayuri —añadió Leo, mientras escribía. Se aseguraba de que Atzin tuviera toda la información posible, sintiendo la urgencia de ayudarlo aunque fuera desde su confinamiento.

Atzin sonrió ligeramente viendo a Leo. Observaba cada movimiento, sintiendo la sensación de la pluma recorrer su piel y un ligero calor en su pecho, hipnotizado por la presencia de Leo. Cuando Leo terminó de escribir, levantó la mirada y notó la mirada fija de Atzin.

—¿Qué? —preguntó Leo con una sonrisa entretenida.

—Nada, nada —respondió Atzin, sonriendo suavemente e inclinando su rostro entre los barrotes—. Te extraño.

Leo sonrió, sonrojándose ligeramente.

—Exagerado, no nos hemos separado ni un día.

Atzin rodó los ojos y rió suavemente sujetando el rostro de Leo con delicadeza, acariciando suavemente su piel y con cuidado, inclinó su rostro entre los barrotes de la ventana, acercándose lentamente.

Sus labios se encontraron en un beso tierno y lleno de cariño. Fue un contacto suave, apenas un roce al principio, como si ambos temieran romper la cercanía del momento. Luego, el beso se profundizó ligeramente, transmitiendo todo el afecto y la añoranza que habían acumulado en esas horas de separación.

Cuando se separaron, ambos se quedaron quietos por un momento, disfrutando del silencio compartido y la cercanía del otro aunque fuese temporal. Atzin sonrió, sus ojos brillando con una mezcla de alegría y tristeza.

—Nos veremos pronto —murmuró Leo, sus ojos reflejando una mezcla de esperanza y tristeza.

—Claro —dijo Atzin, pero sus palabras llevaban un peso que Leo no pudo pasar por alto.

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Atzin se deslizó silenciosamente hacia el canal. Con un salto ágil y grácil, se sumergió en las aguas tranquilas de Xochimilco. La sensación del agua gélida acariciando su piel le dió la bienvenida, y de inmediato se sintió renovado. Sus branquias se abrieron, permitiéndole respirar bajo el agua con la misma facilidad que en la superficie.

Nadaba con velocidad y precisión, sus movimientos fluidos y naturales. A cada impulso de sus brazos y piernas, avanzaba con una rapidez impresionante, cortando las aguas oscuras con destreza. Los peces y las plantas acuáticas parecían formar un camino ante él, guiándolo en su trayecto hacia la ciudad.

Al llegar al final del canal, emergió del agua con una elegancia casi sobrenatural. El aire fresco de la noche acarició su rostro mientras se impulsaba hacia el borde, saliendo del agua con la misma facilidad con la que había entrado. Se sacudió ligeramente, dejando caer las gotas de agua antes de comenzar su ascenso.

Con un salto ágil, alcanzó el primer tejado, aterrizando sin hacer apenas ruido. Sus músculos, fuertes y elásticos, se tensaban y relajaban con cada movimiento. Comenzó a correr, sus pies deslizándose sobre las tejas con una precisión increíble. La luna iluminaba su camino, guiándolo mientras saltaba de tejado en tejado.

Sus habilidades mejoradas le permitían cubrir grandes distancias con cada salto. Con una fuerza sobrehumana, se impulsaba desde los bordes de los tejados, volando brevemente por el aire antes de aterrizar en el siguiente. Su elasticidad le permitía adaptarse a cada superficie, sus músculos se ajustaban y respondían a los cambios en el terreno sin perder ritmo.

Los tejados de Xochimilco dieron paso a edificios más altos a medida que se acercaba al corazón de la Ciudad de México. Las luces de la ciudad brillaban a lo lejos, una constelación artificial que competía con las estrellas en el cielo. Atzin continuó su carrera.

Llegó a un edificio más alto y se detuvo un momento para evaluar la distancia al siguiente. Con una determinación firme, se impulsó hacia adelante, su cuerpo extendiéndose en el aire. Atravesó el vacío con una gracia felina, aterrizando con precisión en la siguiente estructura.

La ciudad parecía estar dormida, pero Atzin sabía que en las sombras acechaban peligros desconocidos. No obstante, su velocidad y agilidad eran sus aliados. Continuó avanzando, sus movimientos rápidos y fluidos. Saltaba de edificio en edificio, adaptándose a las diferencias de altura y estructura.

Sus sentidos estaban agudizados, percibiendo cada detalle a su alrededor. Podía escuchar el murmullo distante del tráfico, el zumbido de los transformadores eléctricos y el ocasional ladrido de un perro. Pero nada de esto lo distraía. Continuó corriendo.

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»Buenas noches, estimados televidentes. Bienvenidos a Sucesos, soy Javier al Edificio. Esta tarde, en la alcaldía de Tlalpan, se reporta una explosión que sacudió un complejo departamental, dejando a todos conmocionados.

»No se reportan heridos hasta el momento. Sin embargo, las autoridades buscan a dos personas desaparecidas; La propietaria de la casa, Iztli Técpatl Cundapí, quien es invidente, y su hija, Ameyali Rosario Técpatl, las cuales no han sido localizadas.

»Testigos en la escena afirman haber visto al individuo no identificado, quien ha sido el centro de otros incidentes recientes en el IMSS y la UNAM. Las autoridades lo catalogan como el principal sospechoso de esta explosión. Se insta a la comunidad a mantener la calma y tomar precauciones. Si tienen información sobre esta persona o el paradero de las susodichas desaparecidas, por favor, comuníquese con las autoridades más cercanas.

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Miró hacia abajo, observando a la gente que se reunía al exterior de una tienda cuyos mostradores ofrecían televisores a bajo costo, sus rostros iluminados por la luz de los mismos mientras el famoso presentador daba la nota. Los murmullos generados entre la pequeña multitud llegaron hasta él.

Entre la multitud, Atzin localizó al profesor que le había dado una visita en la última ocasión, que había salido de una panadería cercana con una bolsa de papel en la mano antes de unirse al resto de curiosos frente a los televisores en oferta, hasta que el gerente del local salió para ahuyentarlos.

El profesor se dirigió entonces hacia una casa cercana, sin notar la presencia de Atzin en el techo. Atzin siguió al hombre con la mirada durante un minuto hasta que, luego de colocarse la capucha sobre su cabeza, fue tras él.

Mientras el hombre buscaba las llaves de su puerta en el bolsillo de su pantalón, una sombra cayó detrás de él, sobresaltándolo.

—¡Ah! —gritó, girándose rápidamente con el corazón latiéndole a mil por hora.

—¡Soy yo, soy yo! —dijo Atzin, levantando las manos en alto de manera tranquilizadora.

El profesor Zavaleta suspiró aliviado al reconocer al joven.

—Me vas a dar un infarto, niño ¿Qué quieres? —dijo, intentando recuperar la compostura mientras ajustaba la bolsa de pan bajo su brazo.

—¿Podemos hablar? Solo unos minutos —pidió Atzin, con una mezcla de urgencia y súplica en su voz.

—¿Hablar? ¿Has venido hasta aquí... para hablar? —dijo el profesor, mirando su reloj con cansancio y luego la calle tras el híbrido para asegurarse de que no viniera nadie.

—Por favor —insistió Atzin, sus ojos reflejaban una necesidad apremiante.

El profesor Zavaleta observó al joven por un momento, evaluando la situación. Finalmente, asintió con resignación.

—Está bien... —dijo, abriendo la puerta de su casa y haciendo un gesto para que Atzin lo siguiera dentro.

Al final del pasillo del quinto piso, el profesor Zavaleta buscó la llave adecuada en su argolla y abrió la puerta, permitiendo el paso a Atzin. Con un suspiro de cansancio, se quitó el abrigo y lo colgó en un perchero cercano, mientras Atzin entraba en el hogar.

El híbrido fue recibido por el cálido aroma a café recién hecho y una ligera fragancia a madera vieja. El espacio estaba iluminado suavemente por lámparas de mesa y una gran lámpara de pie. Las paredes estaban decoradas con estanterías repletas de libros de biología, botánica y ecología, así como algunos volúmenes de literatura clásica y contemporánea.

Entre los libros, pequeños adornos de animales disecados, frascos con especímenes y plantas en macetas de cerámica aportaban un toque de naturaleza viva y preservada al espacio. Una gran mesa de madera en el centro de la sala funcionaba tanto como escritorio de trabajo como punto de reunión, cubierta con papeles, exámenes a medio revisar, herramientas de laboratorio y una laptop abierta.

Atzin miró el lugar, recordando el hogar de su madre, que también estaba lleno de libros y especímenes de plantas y animales. La nostalgia lo invadió por un momento, y se sintió transportado a su infancia, cuando pasaba horas explorando los estantes de su madre, llenos de volúmenes de biología y botánica, y admirando las plantas y reconocimientos que decoraban las paredes.

Tras un rato se aclaró la garganta y se sentó en la silla del comedor, intentando sacudirse la nostalgia y centrarse en el presente. Al poco tiempo se le unió el profesor, que volvió de la cocina con una taza de café con leche, la cual dejó al lado del híbrido, y después abrió su bolsa de papel, extrayendo un pan de la misma y dejándosela sobre la taza.

El profesor sacó una oreja de pan de la bolsa y la sumergió en su propio café, dándole una mordida mientras organizaba su manojo de papeles, exámenes sin calificar.

—Bueno, ¿qué es lo que se te ofrece entonces? —preguntó el profesor, sin levantar la vista.

—Tenía dudas sobre mi... bueno, sobre mi mutación —respondió Atzin.

El profesor sonrió.

—No creo que pueda ser de mucha ayuda, pero supongo que puedo intentarlo. ¿Qué quieres saber?

—¿Existirá un límite para mi regeneración? Digo, sé que los ajolotes pueden regenerarse hasta cerebro o corazón, pero... tampoco es que sea enteramente un ajolote, ¿sabe? —preguntó Atzin, buscando una respuesta.

El profesor se detuvo un momento, pensando en la pregunta antes de responder.

—Supongo que debería haber un límite —dijo finalmente—. A fin de cuentas, si tu cuerpo se regenera o no, sufres heridas y aunque te sanes, de seguro te quedarían secuelas.

—¿Secuelas?

—Desde un punto de vista biológico, la regeneración es un proceso complejo que implica la activación de células madre y la diferenciación de nuevas células para reemplazar las dañadas. Sin embargo, este proceso no es ilimitado y puede estar influenciado por factores como la edad, el estrés y la exposición a toxinas. Además, hacerlo múltiples veces puede ser riesgoso.

—¿Riesgoso en qué sentido? —preguntó Atzin, inclinándose ligeramente hacia adelante en su silla.

—Pues podrías generar cáncer —respondió el profesor Zavaleta, frunciendo el ceño—. La regeneración constante de tejidos puede llevar a mutaciones genéticas que pueden desencadenar el crecimiento de células cancerígenas. Además, tu sistema inmunológico podría verse afectado, lo que te haría más susceptible a infecciones y enfermedades.

Atzin tuvo que tragarse el nudo que se le había formado en la garganta antes de seguir hablando.

—¿Cáncer, dice? —repitió Atzin, su voz llena de preocupación. Su rostro palideció ligeramente, y sus ojos se abrieron de par en par, como si estuviera tratando de procesar la gravedad de la advertencia.

—Y también podrías experimentar problemas de desarrollo —continuó el profesor dejándose llevar por su mente—. La regeneración constante de tejidos puede interferir con el crecimiento y desarrollo normales de tus órganos y sistemas. Y no olvidemos el riesgo de sobre-regeneración —agregó el profesor—. Si tu cuerpo regenera tejidos demasiado rápido, podrías experimentar crecimientos anormales o deformidades. Podrías perder la función de algunos órganos o sistemas, o incluso experimentar problemas de identidad corporal.

Atzin se quedó callado en la silla, abrumado por la cantidad de información que el profesor le había soltado. El profesor Zavaleta lo miró con confusión, procesando su reacción causando que su mirada pasara de intriga a pena.

—¿Estás bien? —preguntó, con una nota de preocupación en su voz.

Atzin se sobresaltó, como si hubiera sido sacado de un trance. Miró al profesor con una expresión confundida, y su sonrisa tembló ligeramente.

—Ah, bueno... eh... —tartamudeó, como si estuviera tratando de encontrar las palabras adecuadas.

El profesor Zavaleta se masajeó la sien avergonzado y miró a Atzin, con una expresión de vergüenza en su rostro.

—Perdóname por sobreanalizar, no quería asustarte y no debería haber soltado todo así —dijo, con una nota de arrepentimiento en su voz.

Atzin sacudió la cabeza, como si estuviera tratando de aclarar sus pensamientos.

—Ah, no, no está bien... me lo busqué por preguntar... —respondió, con una sonrisa nerviosa.

Atzin cruzó su cola angustiado, ya imaginándose la respuesta. Miró al profesor Zavaleta con una mezcla de miedo y resignación.

—Y... No hay manera de revertir la mutación... ¿Verdad? —preguntó, su voz llena de desesperanza.

El profesor Zavaleta suspiró con pena y lo miró con compasión.

—No, me temo que no... —comenzó a explicar, su voz llena de tristeza. —La mutación que has sufrido es el resultado de una alteración genética profunda. Si se supone que era imposible mutarte en primer lugar, es imposible o sería sumamente complicado revertir los efectos.

Se detuvo un momento, como si estuviera buscando las palabras adecuadas para explicar la complejidad de la situación.

—Piensa en ello como un rompecabezas —continuó. —Una vez que se ha alterado la estructura genética, no hay manera de volver atrás. Los cambios son demasiado profundos, demasiado complejos. Incluso si pudiéramos identificar los genes específicos que se han alterado, no hay garantía de que pudiéramos revertir los efectos sin causar daños colaterales.

Atzin escuchó la explicación, su rostro cada vez más desanimado. Sabía que la respuesta sería negativa, pero había esperado que hubiera alguna posibilidad, alguna esperanza.

Se quedó sentado, pensando un poco en su situación, su mirada se desvió hacia el suelo, como si estuviera tratando de encontrar una solución en el patrón de la madera.

Después de un momento, levantó la vista y miró al profesor Zavaleta nuevamente, su expresión era inquisitiva.

—¿Y habría alguna manera de prevenir los efectos o, no sé, reducir las secuelas? —preguntó, su voz llena de curiosidad.

El profesor Zavaleta se inclinó hacia adelante, su rostro se iluminó con una idea.

—Pues evitar tener que regenerarte con tanta frecuencia —comenzó a decir, pero se detuvo, como si estuviera pensando en algo.

Su lenguaje corporal cambió, se inclinó hacia atrás en su silla, su mirada se desvió hacia un lado, como si estuviera visualizando algo. Su ceño se frunció ligeramente, y su labio inferior se mordió, como si estuviera pensando intensamente.

—Quizás si consiguieras algún soporte se podría intentar reducir tus riesgos... —dijo finalmente

Atzin se inclinó hacia adelante

—¿Soporte? —preguntó, su voz llena de curiosidad.

El profesor Zavaleta asintió, su rostro se iluminó con una idea.

—Si... Si, podríamos intentar encontrar una manera de estabilizar tu condición, reducir la frecuencia de las regeneraciones... —comenzó a explicar, su voz llena de entusiasmo.

—¿Cómo?

El profesor Zavaleta se inclinó hacia adelante, su rostro se iluminó con entusiasmo.

—Bueno, hay varias opciones que podríamos explorar —dijo, su voz llena de energía—. Una posibilidad es desarrollar un tratamiento que ayude a estabilizar tus células, reducir la necesidad de regeneración constante.

Se levantó de su silla y comenzó a caminar por la habitación, su mente parecía estar funcionando a toda velocidad.

—Otra opción es un dispositivo o tecnología que pueda ayudar a controlar tus regeneraciones, algo que pueda detectar cuando estás a punto de regenerarte y ayudar a estabilizar tus células en ese momento.

—¿Eso existe?

—Por supuesto que no —le profesor lo señaló con entusiasmo—, lo inventaríamos nosotros mismos.

Se detuvo frente a una estantería llena de libros y comenzó a buscar algo.

—También podríamos explorar la posibilidad de encontrar algún tipo de patrón o ciclo en tus regeneraciones, algo que nos permita predecir cuándo ocurrirán y prepararnos para ellas.

Se volvió hacia Atzin, su rostro estaba lleno de interés.

—Lo que necesitamos es encontrar una manera de trabajar con tu condición, en lugar de contra ella.

—¿Y cómo haríamos eso?

El profesor Zavaleta sonrió, como si hubiera estado esperando esa pregunta.

—Un traje —repitió, su voz llena de entusiasmo—. Sí, un traje que pueda monitorear tus signos vitales, detectar cuando estás a punto de regenerarte y proporcionar la estabilidad necesaria para reducir las adversidades de las regeneraciones.

Se acercó a un tablero de dibujo en la pared y comenzó a esbozar un diseño.

—Algo así —dijo, trazando líneas y curvas con un marcador—. Un traje que se adapte a tu cuerpo, que pueda monitorear tus signos vitales en tiempo real y proporcionar la estabilidad necesaria para reducir el estrés en tus células.

Atzin se levantó de su silla y se acercó al tablero, su mirada se fijó en el diseño.

—¿Y cómo funcionaría? —preguntó, su voz llena de curiosidad.

El profesor Zavaleta sonrió.

—Eso es lo mejor de todo —dijo—. Creo que puedo adaptar tecnología que desarrollé con un colega para otro proyecto. Un material que puede cambiar su forma y estructura en respuesta a los signos vitales del usuario.

Se volvió hacia Atzin, su rostro estaba lleno de entusiasmo.

—Imagina un traje que se adapte a tus necesidades, que te proporcione la estabilidad y el soporte que necesitas para controlar tus regeneraciones. Creo que podemos hacer que funcione.

Los ojos del híbrido se iluminaron con una chispa de emoción, y su boca se curvó ligeramente hacia arriba, como si estuviera intentando esbozar una sonrisa. Aunque su expresión también estaba teñida de cautela, como si estuviera temiendo que la esperanza fuera demasiado buena para ser cierta.

Mientras miraba el dibujo, su cola comenzó a moverse ligeramente, como si estuviera vibrando con emoción. A pesar de que estaba intentando contenerse, su apéndice extra lo traicionó.

El profesor Zavaleta notó el movimiento de la cola de Atzin y sonrió ligeramente, como si estuviera entendiendo la emoción que su ahijado estaba intentando contener. Se acercó a Atzin, su rostro estaba lleno de entusiasmo.

—Creo que podemos hacer que funcione.

El reloj del apartamento marcó las doce. La melodía alegre del carrillón resonó en la estancia, llenando el ambiente de un aire festivo. Atzin reaccionó de inmediato, como si algo importante le hubiera recordado el sonido del reloj.

—Parece que me tengo que ir —dijo Atzin, intentando ocultar la prisa en su voz, aunque sus ojos brillaban con una mezcla de emoción y urgencia.

El profesor despegó la vista del pizarrón y observó a Atzin con una mezcla de curiosidad y preocupación.

—¿A dónde vas? —preguntó, dejando caer suavemente el marcador sobre el escritorio.

—A seguir investigando —respondió Atzin, encogiéndose de hombros de manera casual, aunque la seriedad en su mirada lo delataba—. Tengo unos asuntos que atender.

El profesor asintió lentamente, comprendiendo la prisa en su ahijado.

—Cuídate —dijo con una sonrisa cálida—. Si necesitas algo, acá estoy.

Atzin tomó el pan que el profesor le había ofrecido al llegar y que groseramente había ignorado hasta ese instante, agradecido por el gesto y por el apoyo del profesor. Antes de salir, pareció recordar algo importante.

—Por cierto, ehm... nosotros ya no estamos en la casa de la señora Iztli —dijo, su tono ahora más serio.

El profesor entrecerró los ojos, recordando las noticias que había visto recientemente.

—Ah... sí, vi la situación en las noticias. ¿Están todos ustedes bien?

—Sí, sí... —respondió Atzin rápidamente, intentando tranquilizar al profesor—. Pero estamos en la casa de mis papás en Xochimilco.

El profesor asintió, aliviado por la confirmación de que estaban a salvo. Una leve sonrisa cruzó su rostro.

—Ah, ya sé dónde —dijo, sus ojos brillando con un toque de nostalgia y diversión pasada—. Supongo que iré a visitarlos pronto.

Atzin, sintiéndose más tranquilo con la conversación, sonrió ampliamente. Tomó la concha con más firmeza y se dirigió hacia la puerta. Abrió la puerta y, antes de salir, miró al profesor una vez más.

—Adiós, profe —dijo con gratitud en su voz.

—Adiós, Atzin —respondió el profesor, observando cómo el joven salía del apartamento y cerraba la puerta tras de sí.

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Atzin avanzaba con determinación por las calles de las Lomas de Chapultepec, moviéndose con agilidad entre las imponentes fachadas que caracterizaban el exclusivo barrio. Las casas, majestuosas y adornadas con detalles arquitectónicos de lujo, parecían vigilantes silenciosos del entorno. Los amplios jardines y altos muros de piedra ocultaban la vida de sus moradores, proporcionando una privacidad casi absoluta.

Con cada paso, Atzin se aseguraba de no ser visto, manteniéndose cerca de las sombras y evitando las cámaras de seguridad que salpicaban las entradas de las mansiones. El aire fresco de la noche le proporcionaba una brisa reconfortante mientras se acercaba a la dirección que Leo le había dado.

Finalmente, llegó a su destino: una elegante casona rodeada por un muro alto y robusto. Desde su posición, Atzin pudo vislumbrar la parte superior de la casa, con sus ventanales amplios y el tejado de teja roja que le confería un aire de sofisticación y antigüedad.

Atzin se detuvo al borde del muro que rodeaba la propiedad, evaluando cuidadosamente la mejor manera de descender al patio sin ser detectado. Con la agilidad de alguien acostumbrado a moverse sin ser visto, trepó el muro con destreza, utilizando las irregularidades de la piedra como puntos de apoyo. Una vez en la cima, se tomó un momento para observar el patio interior.

El jardín que se extendía ante él estaba meticulosamente cuidado, con arbustos podados en formas geométricas y senderos de grava que serpenteaban entre parterres de flores exóticas. En el centro, una fuente de mármol negro emitía un suave murmullo de agua, añadiendo un toque de serenidad al ambiente nocturno.

Con un último vistazo para asegurarse de no ser visto, Atzin descendió hábilmente al patio, aterrizando silenciosamente sobre el césped esponjoso. Frente a él se alzaba la casona, un edificio de dos plantas con una fachada de piedra clara y grandes ventanales enmarcados por elegantes cortinas. La entrada principal, flanqueada por columnas dóricas, emanaba una invitación silenciosa y majestuosa. Las luces cálidas del interior se filtraban a través de las ventanas, iluminando parcialmente el exterior y destacando la riqueza de los detalles arquitectónicos.

Simplemente respiró hondo, sintiendo la mezcla de emoción y nerviosismo que lo había acompañado durante todo el trayecto rezando de no encontrarse a la jaguar en la casa.

Una vez dentro, el híbrido se movía con cautela dentro de la casa, moviéndose precavido con cada paso calculado y silencioso. El eco de sus pisadas era el único sonido que rompía la quietud de la noche, resonando suavemente contra las paredes de mármol y los suelos de azulejo pulido. La atmósfera, a pesar de la pulcritud y modernidad del lugar, tenía un toque escalofriante, acentuado por la oscuridad que dominaba la mayoría de las habitaciones.

Mientras avanzaba, Atzin no pudo evitar notar que las cámaras de seguridad, usualmente omnipresentes en una casa de este calibre, estaban destrozadas. Los cables colgaban de los techos y paredes como serpientes desmembradas, y las lentes de las cámaras yacían en el suelo, rotas y sin vida. Alguien había estado aquí antes que él, y claramente no había querido ser observado.

Las sombras jugaban trucos con la mente de Atzin, proyectando formas que parecían moverse en los rincones oscuros. A pesar de la modernidad y el orden del lugar, había algo en la atmósfera que lo hacía sentir como si no estuviera solo, como si ojos invisibles lo observaran desde la penumbra.

Finalmente, llegó a una puerta de madera maciza, ligeramente entreabierta. Con cuidado, empujó la puerta y entró en lo que parecía ser una oficina. La habitación era amplia, con una gran ventana que daba al jardín trasero, permitiendo que la luz plateada de la luna bañara parcialmente el espacio. Un escritorio de madera oscura dominaba el centro de la habitación, cubierto de documentos y una computadora. Las estanterías a los lados estaban llenas de libros y carpetas cuyos contenidos yacían desparramados por el suelo.

Atzin avanzó con cautela, sus ojos recorriendo cada detalle. La pulcritud del lugar contrastaba con la sensación de abandono y desorden que emanaban los papeles y las cámaras destrozadas. Y aún si no existiera un desorden,había algo inquietante en la organización de la oficina, como si todo estuviera en su lugar esperando a alguien que hacía tiempo no llegaba.

Se acercó al escritorio, sus dedos rozando los papeles, buscando cualquier pista que pudiera dar sentido a su búsqueda. Se inclinó ante la computadora con la esperanza de encontrar alguna pista que pudiera ayudarlo en su búsqueda. Sus dedos temblorosos rozaron el botón de encendido, y esperó ansiosamente a que la pantalla cobrara vida. Sin embargo, tras varios intentos, se dio cuenta de que algo andaba mal. No había ningún sonido de arranque, ningún parpadeo en la pantalla. Al inspeccionar alrededor, notó que el CPU estaba ausente. La computadora, sin su componente esencial, era solo una carcasa vacía.

—Me lleva la... —Suspiró con frustración, dejando caer sus manos a los costados.

Con la paciencia comenzando a abandonarlo de a poco, se giró sobre sus talones para comenzar a examinar la oficina con más detalle y poder continuar su búsqueda.

Los cajones del escritorio, sólidos y cerrados con llave, llamaron su atención. Atzin intentó abrirlos, pero todos estaban firmemente asegurados. La cerradura no cedía ante sus intentos iniciales. Determinado, agarró uno de los cajones y tiró con fuerza, a lo que el mecanismo de la cerradura cedió con un crujido seco, y el cajón se abrió de golpe, revelando su contenido. Atzin respiró hondo, aliviado por haberlo logrado, aunque consciente de que el ruido podría haber alertado a cualquiera que estuviera cerca.

Atzin comenzó a rebuscar entre el contenido del cajón con manos temblorosas, sabiendo que cada documento podría contener la clave para entender lo que estaba ocurriendo. El primer conjunto de papeles que encontró estaban organizados en carpetas etiquetadas con precisión. Al abrir la primera carpeta, sus ojos se encontraron con una serie de documentos que parecían relacionados con exportaciones.

Las páginas estaban llenas de formularios de solicitudes y permisos, todos invadidos por una cacofonía de idiomas que Atzin no podía entender del todo. Había textos en chino, con sus caracteres complejos y artísticos; documentos en alemán, con su estructura gramatical robusta; letras cirílicas del ruso que parecían encriptadas; y párrafos en inglés que, aunque más familiares, estaban llenos de terminología técnica que le resultaba confusa. Además, encontró textos en coreano, con sus caracteres distintivos y elegantes, y hasta documentos en hebreo, con su escritura de derecha a izquierda que lo dejó aún más perplejo.

Atzin trató de hallar algún patrón o lógica en medio de la diversidad lingüística, pero pronto se dio cuenta de que sin una comprensión de los idiomas, su tarea sería casi imposible.

Siguió hurgando en el cajón, sacando más carpetas y hojas sueltas. Algunas de las solicitudes tenían sellos oficiales y firmas, mientras que otras estaban llenas de gráficos y tablas que describían mercancías y destinos. Atzin pudo identificar nombres de empresas y países, pero los detalles precisos de las transacciones permanecían fuera de su alcance.

Abrió otro cajón, esperando encontrar más documentos, pero en su lugar se topó con un viejo álbum de fotos. Frunció el ceño, confundido por el hallazgo, y lo levantó para examinarlo más de cerca. El álbum estaba cubierto de polvo, como si no hubiera sido abierto en mucho tiempo. Con cuidado, lo abrió y comenzó a pasar las páginas.

La primera fotografía revelaba al propietario de la casa, Emiliano Ruiz. Al hombre de porte distinguido, vestido impecablemente con un traje oscuro, barba bien recortada y cabello negro perfectamente peinado. En cada foto, Emiliano aparecía en conferencias y ceremonias de premiación, siempre con una expresión de satisfacción y confianza. Atzin no pudo evitar rodar ligeramente los ojos y pensar «Presumidillo».

Con cada giro de página, las imágenes mostraban a Emiliano en diferentes eventos prestigiosos, rodeado de figuras notables y recibiendo honores con un porte de vanidad que iba creciendo cada vez más. Pero entonces, al llegar a una página en particular, Atzin se detuvo. La imagen que tenía ante él era diferente de todas las anteriores.

La fotografía mostraba a Emiliano Ruiz junto a seis personas de aspecto similar, todos vestidos de traje, pero el entorno no era un auditorio elegante ni un salón de conferencias. Al contrario, estaban frente a un orfanato, un edificio humilde con paredes desgastadas y un letrero descolorido. Frente a ellos, sentados en hileras, había niños de todas las edades, algunos con sonrisas tímidas, otros con expresiones serias.

Atzin observó la imagen con atención, enfocándose en los niños. Había algo inquietante en la escena. Los hombres de pie parecían fuera de lugar, y los cuidadores del orfanato, que también estaban presentes, tenían miradas tensas. Pero lo que realmente llamó la atención de Atzin fueron dos niños en particular.

En la esquina derecha inferior de la fotografía, había una niña pequeña, no más de cuatro años. Tenía el cabello negro, sedoso y largo, adornado con una diadema floreada. Vestía un uniforme azul marino que resaltaba su tez pálida. La expresión de la niña era de puro temor; sus ojos grandes y oscuros miraban fijamente a la cámara, llenos de una mezcla de miedo y desconfianza. Esos ojos le dieron escalofríos a Atzin. Los reconoció al instante.

«Xaman»

La conexión era innegable, esos ojos eran los mismos que lo habían mirado antes, tratando de asesinarlo a medio aire. Atzin continuó recorriendo su mirada a través de las fotografías del álbum, su corazón palpitando con fuerza ante la posibilidad de reconocer otro rostro. Pasó lentamente las páginas, observando a cada niño, esperando que ninguno le resultara familiar. Sin embargo, al avanzar, se encontró con otra imagen que lo dejó helado.

En una de las fotografías, un niño de aproximadamente seis años destacaba entre los demás. Tenía el cabello oscuro y desordenado lleno de raspones y curitas, mientras sus ojos marrón rojizo reflejaban un resentimiento profundo mientras miraba a la cámara. Había algo en su expresión que sugería una fuerte desconfianza, como si estuviera en desacuerdo con algo. Uno de los hombres de traje tenía su mano firmemente posada sobre el hombro del niño, en un gesto que pretendía ser protector, pero que a Atzin le pareció amenazante.

«Tiszoc»

Atzin sintió un nudo en el estómago. Levantó una mano y se la llevó a la boca, cerrando los ojos con fuerza mientras las ideas grotescas cruzaban su mente.

Con cólera subiendo por su estómago, tomó la fotografía con cuidado y la deslizó en el bolsillo de la chamarra. Luego, se dirigió al primer cajón que había revisado, recogiendo los documentos sobre exportaciones, solicitudes y permisos que había encontrado previamente. Necesitaba llevarse todo lo que pudiera ser relevante para entender la magnitud y el alcance de lo que estaba ocurriendo.

Atzin estaba a punto de abrir el tercer cajón cuando escuchó pasos rápidos acercándose por detrás. Instintivamente, se giró y esquivó el golpe de Tiszoc, quien impactó el escritorio con tal fuerza que el metal del cajón se dobló bajo sus puños. Atzin, con la adrenalina corriendo por sus venas, se levantó rápidamente, manteniendo su equilibrio mientras Tiszoc desencajaba la cola del escritorio.

—¿No me había deshecho de ti? —dijo Tiszoc, con una sonrisa que destilaba arrogancia y diversión.

Atzin frunció el ceño, mostrando una mezcla de irritación y determinación. Aunque ya conocía a Tiszoc y sabía que este disfrutaba de las confrontaciones físicas, se permitió una ligera sonrisa mientras movía su hombro hacia atrás, calentando sus músculos.

—¿No te noqueé ya una vez? —respondió Atzin, con una sonrisa desafiante.

Los ojos de Tiszoc se entrecerraron, su sonrisa desapareció por un momento, reemplazada por una mueca de enfado. Atzin respiró hondo, preparándose para cualquier movimiento. Tiszoc lanzó el primer golpe, pero Atzin, ágil y defensivo, lo esquivó con facilidad. Con un rápido giro, Atzin lanzó un puñetazo hacia el costado de Tiszoc, pero este se agachó y contraatacó con una patada ascendente que hizo vibrar los huesos de Atzin.

Sin darle tregua, Tiszoc se lanzó hacia adelante con una serie de golpes rápidos y precisos que obligaron a Atzin a retroceder. La frustración y la rabia se acumulaban en su pecho. Con un rápido movimiento, Atzin agarró una silla rota cercana y la arrojó hacia Tiszoc, quien la esquivó con agilidad. Aprovechando la distracción, Atzin avanzó y asestó un golpe a la quijada de Tiszoc.

Tiszoc sujetó el puño de Atzin tras el golpe, girándolo contra la pared. Atzin sintió el frío del ladrillo en su espalda y se concentró. Con un rápido movimiento, giró y lanzó una patada giratoria que golpeó a Tiszoc en el costado. Tiszoc se tambaleó, agarró una lámpara de mesa cercana y la estrelló contra Atzin.

Atzin se agachó justo a tiempo, y la lámpara se estrelló contra la pared, dejando chispas eléctricas en el aire. Ambos se miraron fijamente, exhaustos y heridos. La frustración de Atzin se reflejaba en sus ojos mientras se lanzaba hacia Tiszoc con una ferocidad renovada.

Tiszoc sonrió y se apartó, esquivando los golpes de Atzin con facilidad. Pero con un giro repentino, Atzin logró atrapar a Tiszoc en una llave de brazo.Atzin inmovilizó a Tiszoc con una fuerza firme y controlada, presionando su espalda contra el suelo con su tenis. El peso del muchacho se distribuyó de manera uniforme sobre el cuerpo de Tiszoc, inmovilizándolo por completo. El ahuizotl se retorció ligeramente, intentando liberarse de la presión, pero Atzin mantuvo la fuerza sin ceder. Los músculos de Atzin se tensaron, manteniendo la posición sin esfuerzo aparente.La presión de su pie sobre la espalda de Tiszoc era constante, sin variaciones, como si estuviera esperando a que Tiszoc se rindiera. El cuerpo de Tiszoc se arqueó ligeramente, intentando encontrar un punto de apoyo para liberarse, pero Atzin se movió con él, ajustando la presión para mantenerlo inmovilizado.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó, su voz firme pero teñida de un cansancio que delataba su agotamiento.

—Nada de tu incumbencia, niño —respondió Tiszoc con desprecio, su tono cargado de burla y superioridad.

Atzin sintió una punzada de irritación ante las palabras de Tiszoc.

—Tch, no me llames así —replicó, su voz ligeramente tensa.

Tiszoc se burló abiertamente, disfrutando de la reacción del menor.

—¿O qué? ¿Me vas a ir a acusar con tu noviecito? —preguntó con una sonrisa burlona, intentando provocar al chico.

Irritado, Atzin tiró del brazo de Tiszoc con una fuerza contenida, causándole un dolor que se reflejó en su rostro. La mandíbula de Tiszoc se tensó y sus ojos se estrecharon, pero no emitió ningún sonido. Atzin no disfrutaba haciéndolo, no le gustaba causar dolor a nadie, pero estaba agotado por la constante lucha y la necesidad de respuestas. La frustración y la desesperación se habían acumulado en su interior, y en ese momento, solo quería obtener la verdad. La presión en su pecho era casi insoportable, y la necesidad de saber qué estaba sucediendo lo impulsaba a seguir adelante, aunque significara causar dolor a alguien.

—¿Me seguías? —preguntó Atzin, su voz suave pero firme, intentando mantener la calma.

—No, pendejo, si acaso tú me vienes siguiendo a mí —gruñó con desprecio su contrincante.

Atzin frunció el ceño, confundido por la actitud de Tiszoc.

—¿Entonces por qué me atacas? —insistió, intentando entender las verdaderas intenciones del pelinegro.

Tiszoc sonrió con socarronería, disfrutando de la reacción de Atzin

—Pues sigues siendo objetivo de Genetix, ajolotito —respondió, su voz llena de obviedad,burlándose del chico—. No se desperdician oportunidades.

Atzin apretó los labios en una línea delgada de cansancio, intentando mantener la calma.

—Pues Xaman no está contigo... tú no estás aquí por una misión de Genetix, ¿verdad?—preguntó, suavizando un poco su mirada—A lo que me consta, tú acabas de escapar de ellos también... y no piensas volver pronto.

Tiszoc se quedó callado, su rostro petrificado en una expresión de disgusto. Sus dientes estaban visibles, separados en una mueca que revelaba su descontento. Su mirada se desvió, evitando la de Atzin, como si no quisiera enfrentar la verdad que se avecinaba.

Atzin no se detuvo, su movimiento fue lento y deliberado. Sacó la fotografía de su chamarra con cuidado, como si temiera dañarla. La desdobló con delicadeza, revelando la imagen que contenía. Luego, se la mostró a Tiszoc, su mano extendida hacia él.

—¿Ese eres tú, no es así? —preguntó Atzin, su voz suave y casi insistente, como si intentara convencer a Tiszoc de responderle.

Tiszoc apartó la mirada, evitando la de Atzin, y gruñó en respuesta, un sonido gutural que revelaba su descontento y frustración. Su rostro se tensó, la mandíbula apretada, como si intentara contener una emoción que amenazaba con desbordarse.

—Quiero ayudarte —dijo con cansancio— Eres tú, ¿sí o no?

—Sí, sí, soy yo.—respondió impaciente y visiblemente molesto el ahuizotl.
.
—¿La chica de la que le dijiste a Adri, la jaguar está también aquí? ¿Cómo se llama?¿Ximena?

Tiszoc respondió con seriedad.

—Xiomara. Y no, ella no está en esa foto, llegó de otros modos.

Atzin repitió en voz baja. —¿Otros modos? —guardando la fotografía con cuidado—¿Por qué la estás buscando?

Tiszoc forcejeó con todas sus fuerzas, intentando liberarse de la presa de Atzin. Su cuerpo se retorció y contorsionó, buscando encontrar un punto débil en la gripa de Atzin.

—¡Quieto! —gritó Atzin, intentando mantener el control.

—¡Quítate de encima, imbécil! —rugío Tiszoc, forcejeando de nuevo.

Atzin por poco suelta su agarre, su mano resbaló ligeramente sobre la piel de Tiszoc, pero logró recuperar la presa, lastimando al Ahuizotl para mantenerlo a raya. La fuerza que aplicó fue suficiente para hacer que Tiszoc gruñera de dolor, pero no lo suficiente para hacer que se sometiera.

Sin embargo, el nudo en el estómago de Atzin se tensó, una sensación de malestar que lo hizo dudar por un momento. La mirada de Tiszoc, llena de desprecio y burla, no ayudó a calmar sus nervios. A pesar del dolor, Tiszoc se burló de Atzin, su sonrisa creciendo en su rostro.

—¿Crees que puedes lastimarme?—Pregunto el ahuizotl con un tono infantil—¿Crees que puedes controlarme?

La burla de Tiszoc era como un veneno que se filtraba en la mente de Atzin, haciendo que dudara de sus propias habilidades.

Pero Atzin se negó a ceder. Mantuvo su agarre, su mirada fija en Tiszoc, buscando algo que le permitiera entender qué estaba sucediendo. Algo que le permitiera controlar la situación. Pero Tiszoc solo se burló más, su sonrisa creciendo en su rostro, como si disfrutara del dolor y la confusión de Atzin.

—Mírate. No tienes el estómago como para dañar a alguien. Eres patético —se mofó Tiszoc.

Atzin tomó aire profundamente, intentando calmarse, pero las emociones estaban tomando lo mejor de sí. Su corazón latía con fuerza, su mente estaba nublada por la ira y la frustración. Pero sabía que no podía permitir que sus emociones lo controlaran. Volvió a retomar su compostura, respirando hondo y enfocándose en el momento presente.

Miró a sus alrededores, su mirada recorriendo la habitación en busca de algo que lo ayudara a controlar la situación. Y entonces la vio: la alarma de humo, colgada del techo, esperando ser activada. Una idea se le cruzó la mente, una idea que podría darle la ventaja que necesitaba.

—¿Ves la alarma de humo? Si la hago sonar y te dejo aquí a esperar a las autoridades, ¿qué pensará Genetix de que estés en casa de uno de los superiores, eh? Eso sín contar que saldrías en las noticias—preguntó Atzin, su voz llena de astucia— ¿Estamos además cerca de lomas de Chapultepec sabes? A los policías de aquí si les interesa llegar rápido

Tiszoc gruñó, su rostro contorsionado en una expresión de dolor y frustración. Pero entonces, algo cambió en su mirada. Comenzó a sonreír, una sonrisa lenta y torcida que se extendió por su rostro. La sonrisa era molesta, como si Tiszoc disfrutara del dolor y la frustración que sentía.

—¡Eres un...!—dijo Tiszoc, su sonrisa creciendo al igual que una risa, como si estuviera disfrutando de un chiste privado. Su mirada brillaba con diversión, como si estuviera entretenido por el regateo del menor. La sonrisa de Tiszoc era contagiosa, pero Atzin se negó a caer en la trampa.

—Muy bien, suena justo, suena justo... —dijo Tiszoc, su voz llena de sarcasmo. Se inclinó hacia adelante, su rostro acercándose peligrosamente al de Atzin. —Aunque... si me arrestaran... no podría decirte dónde se encuentra el hermanito de tu novio

La sonrisa de Tiszoc se hizo aún más ancha, como si estuviera disfrutando de la reacción del menor. Atzin se detuvo, su mirada fija en Tiszoc, intentando descifrar qué estaba sucediendo. Y entonces, Tiszoc le sonrió, una sonrisa que helaba la sangre.

—¿Qué tal una tregua, ajolotito? —preguntó Tiszoc, su voz llena de sarcasmo, como si estuviera ofreciendo un regalo envenenado. Su mirada brillaba con diversión, como si estuviera disfrutando de la desconfianza de Atzin.

—¿Tregua? —repitió Atzin, su voz llena de escepticismo, como si no creyera que Tiszoc fuera capaz de mantener su palabra.

La cola de Tiszoc comenzó a vivorear con una velocidad y agilidad sorprendentes, jalando a Atzin hacia él con una fuerza inesperada. Atzin mantuvo su distancia, resistiendo el tirón, pero escuchando atentamente las palabras de Tiszoc.

—Escucha, Ajolotito... —dijo Tiszoc, su voz baja y persuasiva—. Puedes ayudarme a encontrar a Xiomara. Y cuando ella esté aquí, yo te ayudaré a tí

La propuesta de Tiszoc parecía simple, pero Atzin sabía que detrás de ella había una compleja red de motivaciones y secretos. Tiszoc no era el tipo de persona que hiciera algo por nada, y Atzin se preguntaba qué estaba ganando con este trato.

—¿Y qué se supone que gane yo?

—Bueno... Me la estaría jugando —dijo Tiszoc, sonriendo astutamente—, pero si me ayudas, quizás te pueda dar la ubicación de los laboratorios de Genetix... y quién sabe, quizás te diga dónde está ese tal Luis. —Tiszoc se encogió de hombros, como si estuviera ofreciendo un regalo—. ¿Qué te parece?

Atzin se sorprendió por la propuesta de Tiszoc. No esperaba que el Ahuizotl ofreciera semejante información, especialmente después de todo lo que había pasado entre ellos. Pero intentó mantenerse escéptico, no quería mostrar su sorpresa ni su interés.

—¿Por qué debería confiar en ti? —preguntó, soltándose del agarre de Tiszoc y dando un paso atrás.

Tiszoc se rió, una risa baja y gutural que resonó en el aire como un gruñido de un animal salvaje. Su cuerpo se sacudió con la risa, su cola se movió con una vida propia, como si estuviera disfrutando de un chiste privado. La risa de Tiszoc era inquietante, hacía que Atzin se sintiera incómodo, como si estuviera siendo objeto de una broma cruel.

—No deberías —dijo Tiszoc, su voz aún temblando con la risa. Su mirada se clavó en Atzin, sus ojos brillaban con una luz maliciosa, como si estuviera disfrutando de la desconfianza de Atzin. —Pero es la única oportunidad que tienes —añadió, su voz baja y persuasiva.

Atzin gruñó, dudando. Estaba en un callejón sin salida, rodeado de paredes de desconfianza y miedo que parecían cerrarse sobre él. Sabía que necesitaba la ayuda de Tiszoc para encontrar a Luis, pero la idea de confiar en el Ahuizotl le revolvía el estómago, le hacía sentir náuseas. Sin embargo, pensó en el castaño, en la sonrisa contagiosa de Leo y su risa que iluminaba cualquier habitación, y su corazón se llenó de dolor. Pensó en todo el sufrimiento y desesperación que había crecido en él con cada día que pasaba sin tener pista de su hermano. Odiaba verlo así, odiaba sentirse impotente.

Miró a Tiszoc, que extendió el brazo, esperando la respuesta de Atzin. El brazo de Tiszoc parecía una serpiente que se estiraba, esperando a envolver a su presa. Atzin dudó por un momento, su mano temblando ligeramente. Pero luego, con un movimiento firme, extendió su mano, sellando el trato.

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