Capitulo 23: Visitas
Atzin abrió los ojos, sintiendo el calor de Leo a su lado. La sonrisa de su compañero le llenó el corazón antes de que Atzin se levantara para buscar un vaso de agua. El sol de la mañana se filtraba por las cortinas, pintando rayos dorados en la habitación. Sin embargo, el sonido de golpes en la puerta interrumpió la tranquilidad.
Atzin se incorporó, confundido. ¿Quién podría estar tocando a esta hora? Se deslizó fuera de la cama y se colocó unas crocs de plástico rosa antes de dirigirse hacia la puerta. Al caminar por el pasillo, se encontró con la señora Iztli quien le sonrió ligeramente y señaló hacia las dos figuras que estaban de pie junto a ella a la entrada de la puerta.
—Atzin —dijo la señora Iztli con voz suave—, tengo a alguien que quiere conocerte.
Los dos hombres de apariencia joven, ambos altos y de tez morena, de cabello negro, se presentaron con una calma que contrastaba con la confusión de Atzin. Uno llevaba el cabello largo hasta los hombros, con una camisa sin mangas, shorts y tenis para correr. Su rostro irradiaba una sonrisa risueña y amable, aunque con un toque infantil. El otro hombre tenía el cabello corto y sin peinar, usaba lentes y vestía un traje formal pero barato. Su expresión era más seria, casi amargada.
Atzin frunció el ceño, con desconfianza visible en su rostro. ¿Qué hacían dos desconocidos ahí? ¿Por qué la señora Iztli los hacía pasar como si nada? ¿Por qué les permitía verlo como si fuera algo normal?
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Atzin, dirigiéndose a la señora Iztli con cautela.
—Son amigos, Atzin. No te preocupes —respondió ella con una sonrisa tranquila—. Ellos tienen algo importante que decirte.
Antes de que Atzin pudiera reaccionar, el hombre de cabello largo se abalanzó sobre él con una rapidez sorprendente.
—¡Oh, mírate! —exclamó Quetzal mientras tomaba las mejillas de Atzin y las estiraba suavemente—. Sep, definitivamente eres mucho más interesante en persona, Atzin Ríos.
Atzin se quedó petrificado por un momento, sintiendo una mezcla de incomodidad y sorpresa mientras ese hombre inspeccionaba cada parte de su anatomía con curiosidad infantil.
—¿Y esto? —dijo, tocando las branquias de Atzin con delicadeza—. ¡Impresionante! ¡Y tu cola es tan... hidrodinámica!
Atzin, incómodo y algo alterado por el escrutinio, se apartó de un tirón y se frotó las mejillas.
—¿Qué... qué están haciendo? ¿Quiénes son ustedes? —preguntó, tratando de mantener la calma—. ¿Están aquí por el vídeo? ¿Quién les habló de mí?
—Ah, si, claro. Presentaciones —el tipo de cabello largo alzó una mano a manera de saludo—. Hola, Atzin. Me llamo Quetza —dijo con voz amistosa—. Y este es mi hermano, Xólotl.
Entonces el otro hombre, Xólotl, se dirigió a la señora Iztli con una expresión de fastidio.
—Señora Iztli, ¿podría regalarnos un vasito de chocolate caliente para los tres? —dijo, su voz cortante pero educada—. Va a ser una charla larga.
La señora Iztli asintió con una sonrisa y se dirigió a la cocina, mientras los tres hombres se sentaban en el sofá de la sala. Quetza seguía mirando a Atzin con una mezcla de curiosidad y alegría, mientras Xólotl se acomodaba con una expresión de exasperación.
—Vamos, Atzin, no te preocupes tanto —dijo Quetza con un tono despreocupado—. Solo estamos aquí para ayudarte.
Atzin los miró con desconfianza, sintiendo que la situación era demasiado surrealista para relajarse.
—¿Ayudarme? ¿Cómo? —preguntó, su voz llena de escepticismo.
—Bueno, para empezar, necesito enseñarle a Leo a usar su pluma —dijo Quetza, sonriendo ampliamente—. ¡Es un don muy especial, sabes! Puede transmutar materia. Imagina todas las cosas geniales que podría hacer con eso.
Atzin abrió mucho los ojos y su boca quedó entreabierta mientras procesaba lo que estaba escuchando de ese hombre.
—¿Y tú cómo sabes lo de Leo y la pluma esa?
Quetza se encogió de hombros con una sonrisa antes de responder:
—Porque yo se la dí, claro.
El reconocimiento golpeó a Atzin de pronto, y el rostro de ese extraño hombre le trajo dos recuerdos en específico:
—¡Tú!
—¡Yo!
—¡El tipo de la cafetería!
—¡Ese mero!
—¡El pendejo que le estaba lanzando pestes a la danza de mi amigo!
—¡Si!
Xólotl suspiró, masajeándose las sienes con frustración.
—Quetza, podrías intentar ser un poco más... serio —dijo, mirando a su hermano con irritación.
—Oh, vamos, Xólotl, solo intento relajar el ambiente —respondió Quetza, encogiéndose de hombros.
Atzin los observaba, sin poder evitar sentir que todo esto era demasiado extraño. Se recostó en el sofá, su desconfianza aún evidente en su postura. Miró a los dos hombres con ojos entrecerrados.
—Necesito buenas razones para confiar en ustedes —dijo finalmente, su voz firme—. No sé quiénes son ni qué quieren realmente.
Quetza lo miró incrédulo.
—¿Y la pluma que le dí a Leo?
Atzin negó con la cabeza, su expresión endureciéndose.
—Hasta donde sé, esa pluma no nos ha servido para nada. Leo ni siquiera sabe cómo usarla. Así que no, no es suficiente —respondió con frialdad.
La señora Iztli regresó en ese momento con tres tazas de chocolate caliente. Quetzal y Xólotl intercambiaron miradas, asintiendo en un mudo acuerdo. Tomaron las tazas y Quetzal sonrió ampliamente, dejando la taza a un lado con un gesto decidido.
—Muy bien, Atzin. Quizás esto te ayude a entender —dijo Quetzal, mientras tanto él como Xólotl levantaban las manos al unísono.
Atzin sintió una oleada de energía recorrer su cuerpo. Sus ojos se cerraron por un instante y, cuando los abrió, el mundo a su alrededor había cambiado.
Se encontró de pie en una vasta llanura bajo un cielo de colores inimaginables. Los tonos de azul, púrpura y dorado se mezclaban en un espectáculo de luces que parpadeaban y danzaban en el firmamento. Sentía una brisa suave y cálida acariciando su piel, y el aire estaba impregnado de un aroma dulce y refrescante.
A su alrededor, gigantescas flores exóticas se abrían y cerraban lentamente, como si respiraran. Cada flor era un espectáculo en sí misma, con pétalos de colores brillantes que parecían hechos de cristal. Los tallos se mecían al compás de una música inaudible pero palpable.
En el cielo, aves de plumas iridiscentes volaban en círculos, dejando estelas de luz a su paso. Eran más grandes y majestuosas de lo que cualquier pájaro terrenal podría ser, y sus cantos resonaban en el aire como melodías antiguas llenas de sabiduría. Atzin podía sentir cada nota reverberar en su pecho, llenándolo de una paz inexplicable.
En el centro de este paisaje, Quetza estaba de pie, rodeado de un halo dorado que brillaba con intensidad. Sus ojos, ahora brillando en color esmeralda, lo miraban con una mezcla de alegría y seriedad. A su lado, Xólotl se mantenía firme, envuelto en sombras que se movían y cambiaban, pero su presencia era reconfortante y protectora, aunque su silueta se había transformado, ahora revelaba una especie de perro calvo antropomorfo.
Quetza levantó una mano, y una pluma de Quetzal apareció flotando ante Atzin. La pluma emitía una luz suave, y Atzin pudo ver cómo cambiaba de color y forma, transformándose en diferentes objetos antes de regresar a su forma original. Sentía una conexión con esa pluma, como si pudiera alcanzar y tocar la esencia misma de la creación.
—Esta es la pluma que le di a Leo —dijo Quetzal, su voz resonando en la mente de Atzin—. Con ella, puede moldear el mundo a su alrededor, transformar lo imposible en posible.
Xólotl dio un paso adelante, sus ojos serios pero llenos de compasión.
—Y yo estoy aquí para guiarte, Atzin. Como te lo prometí, ¿lo recuerdas? Tu camino es difícil, pero no estás solo. Tienes un propósito más grande del que imaginas —dijo, su voz resonando como un eco en la vastedad del paisaje.
Atzin sintió una oleada de emociones mientras observaba la visión. Sentía asombro, paz, y una profunda comprensión de que estos hombres… estos seres, estaban más allá de lo que podía imaginar. Sus palabras no eran solo promesas vacías; eran verdades ancestrales, grabadas en el tejido mismo del universo. Lo sabía, no entendía el cómo, pero lo sabía.
La visión comenzó a desvanecerse lentamente, y Atzin sintió que su corazón se aceleraba. No quería que terminara, no quería perder esa conexión con algo tan magnífico y trascendental. Pero, al abrir los ojos, se encontró de nuevo en la sala de la casa de la señora Iztli, respirando con dificultad.
—¿Qué... qué fue eso? —preguntó, sus ojos abiertos de par en par, su voz un susurro cargado de emoción.
Quetza y Xólotl intercambiaron miradas antes de que Quetza respondiera.
—Era una pequeña muestra de quiénes somos realmente —dijo Quetza con una sonrisa, aunque ahora su tono era más serio—. Tenemos mucho que enseñarte a ti y a Leo.
Atzin seguía respirando con dificultad, sus pensamientos eran un remolino de preguntas sin respuesta.
—Yo te conocí en un sueño... —murmuró Atzin, mirando a Xólotl con reconocimiento.
Xólotl asintió, su expresión se suavizó un poco.
—No fue un sueño, Atzin. Fue una visita al Mictlán. Y como ya dije, he venido para ayudarte a dar esos primeros pasos que te prometí.
La señora Iztli, observando la escena con calma, intervino.
—Atzin, puedes confiar en ellos. Xólotl y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Ellos genuinamente están aquí para ayudar.
Atzin respiró hondo, asimilando la información. A pesar de sus reservas iniciales, algo en su interior le decía que debía confiar en estos extraños visitantes. Sentía una conexión inexplicable con ellos, como si fueran parte de un destino mayor que aún no comprendía por completo.
—Está bien... —dijo finalmente, su voz más tranquila pero aún llena de asombro—. ¿Qué necesitan de mí?
Quetza dio un paso adelante, su sonrisa se ensanchó.
—Leo tiene un don que aún no sabe usar —dijo—. Estoy aquí para enseñarle a usarlo.
—Si, ya lo dijiste —señaló Xólotl, su tono irritado. Miró a Atzin en silencio.
Atzin asintió lentamente, aceptando lentamente la realidad de sus palabras.
—De acuerdo. Pero esto es mucho para procesar. Necesito hablar con Leo —dijo Atzin, su voz más firme ahora.
Quetza asintió, su expresión comprensiva.
—Por supuesto. Tómate tu tiempo. Estaremos aquí cuando estés listo.
Atzin se deslizó apurado hasta la habitación, sus pies apenas rozando el suelo. El corazón le latía con fuerza mientras sacudía a Leo, quien gimió y parpadeó, confundido por el repentino despertar.
—Leo, ¡Leo! —susurró Atzin, su voz urgente y llena de ansiedad.
Leo se incorporó, frotándose los ojos con las manos. Su cabello alborotado y su expresión somnolienta le daban un aspecto vulnerable. Miró a Atzin, sin comprender del todo lo que estaba sucediendo.
—¿Qué…? —murmuró Leo, su voz ronca por el sueño.
Atzin no perdió tiempo. Se inclinó hacia él, sus ojos brillando con una mezcla de ansiedad y curiosidad.
—Hay dos…dioses en la sala —dijo Atzin, su voz apenas un susurro—. Y uno de ellos te busca a ti.
Leo parpadeó, tratando de procesar la información. Aún medio adormilado, su mente luchaba por comprender lo que Atzin le estaba diciendo.
—¿Qué? —Leo frunció el ceño—. ¿Estás loco?
Atzin negó con la cabeza, su expresión seria.
—¡No! —exclamó en un susurro— La señora Iztli los trajo. Uno es el tipo ese que te dió la pluma mágica.
Leo se pasó una mano por el cabello, su confusión evidente.
—¿La pluma? ¿La del café?
—¿Pues cuál otra? ¡Si, la pluma del café!
Leo parpadeó de nuevo, su mente luchando por despertar por completo. Pero Atzin sabía que no tenía tiempo que perder.
—Tenemos que hablar con ellos —dijo Atzin, su voz firme—. Dicen que quieren ayudarte con tu pluma o algo así.
Leo se pasó una mano por la cara, su expresión mezcla de incredulidad y agotamiento.
—Y yo creí que me despertabas para un rapidín mañanero.
Atzin le agarró el brazo con fuerza.
—Ay, ¡Ven!
Leo, a regañadientes, se puso los tenis, apurado por el peliblanco que parecía impaciente y estresado. Atzin lo arrastró hacia la sala, donde los dos hombres aguardaban.
…
—Así que ustedes dos —Leo señaló a uno y a otro hermano, con humor plasmado en el rostro—, son Dios.
—Dioses —corrigió Xólotl con un asentimiento—. Dos de muchos otros.
Leo miró a Quetza, Quetzalcóatl, supuso. Un ente al cual recordaba de sus libros escolares de primaria. Siempre lo había percibido como un dragón oriental, más similar a cierto personaje de un anime popular que a una divinidad como, por ejemplo, Jesús.
Y ahí estaba, sonriendo como niño chiquito mientras se metía a la boca un puñado de galletas que la señora Iztli le había facilitado a las visitas.
—Si, bueno, es difícil de creer.
—A tu lado tienes a un muchacho modificado genéticamente con ADN de axolotl —señaló Xólotl antes de añadir:—, y frente a ti tienes a una mujer con la capacidad de hacer uso de facultades mágicas.
Finalmente, Quetzalcóatl lo señaló.
—Y tú mismo puedes hacer magia, ya lo has comprobado.
Leo frunció el ceño, aún tratando de asimilar todo lo que estaba ocurriendo. Se sentía como si estuviera en una especie de sueño delirante del que no podía despertar. Atzin, a su lado, mantenía una postura tensa.
—Entonces, ¿qué son ustedes exactamente? —preguntó Atzin, su voz teñida de incredulidad—. Más allá de la vaga descripción de "dioses", ¿qué significa eso realmente?
Quetzalcóatl se limpió las migas de galleta de la boca y sonrió ampliamente.
—Bueno, eso es un poco complicado, pero intentaré explicarlo —dijo, acomodándose en el sofá—. Somos seres muy antiguos, tanto como la creación misma, y una parte fundamental de ella también. Somos guardianes de diferentes aspectos de la existencia. Yo, por ejemplo, soy el dios del viento, la sabiduría y el conocimiento.
—Y yo —agregó Xólotl, su tono más serio—. Soy el guía de los muertos y guardián del Mictlán.
Quetzalcóatl asintió con entusiasmo.
—El mundo es mucho más vasto y complejo de lo que la mayoría de la gente cree. Hay fuerzas y seres que operan en segundo plano, influyendo en el destino de todos —explicó, tomando otra galleta—. Pero no estamos aquí para asustarte. Estamos aquí para ayudarte a entender y enfrentar lo que viene.
—¿Enfrentar qué exactamente? —intervino Leo, sintiéndose un poco mareado por la magnitud de la conversación.
—El mundo está lleno de peligros y desafíos que van más allá de lo que han conocido hasta ahora —respondió Xólotl—. Genetix es solo una pieza en un tablero mucho más grande. Hay otras fuerzas en juego.
Ambos jóvenes se quedaron mudos por un momento. Con todo lo que había pasado hasta el momento, ¿y resultaba ser sólo la punta del iceberg?
—¿Y cómo se supone que hagamos eso? —preguntó Atzin finalmente, su tono lleno de escepticismo—. Somos solo... personas normales. Bueno, más o menos.
Quetzalcóatl rió, un sonido ligero y despreocupado.
—Primero, no eres "solo" una persona normal. Tienes habilidades únicas, Atzin. Y Leo, tú también tienes un don especial —dijo, mirando a Leo con una sonrisa—. La pluma que te di es solo el comienzo. Puedes aprender a usarla para transformar la materia, para crear y cambiar el mundo a tu alrededor.
Leo miró la pluma que llevaba consigo, recordando cómo nunca había entendido realmente su propósito.
—Pero no sé cómo usarla —dijo, su voz llena de frustración—. He intentado, pero...
—Por eso estoy aquí —interrumpió Quetzalcóatl, su tono lleno de entusiasmo—. Para enseñarte. Todo toma tiempo y práctica. Pero tienes el potencial, solo necesitas orientación.
Xólotl miró a Atzin con una expresión más seria.
—Y tú, Atzin, tienes una conexión con el Mictlán. Tienes una fuerza interior que aún no has descubierto completamente. Estoy aquí para ayudarte a encontrar ese camino y a entender tu verdadero potencial, además de poner en práctica y perfeccionar las habilidades que ya sabes que tienes pero que te niegas a reconocer y usar —dijo, sus palabras llenas de una gravedad que no podía ser ignorada.
Atzin sintió un escalofrío recorrer su espalda. Las palabras de Xólotl resonaban con una verdad inquietante, como si tocaran algo profundo dentro de él.
—Esto es... mucho —admitió finalmente, su voz más suave.
Quetzalcóatl se inclinó hacia adelante, su sonrisa reconfortante.
—Nadie está realmente "listo" al principio, chicos. Pero eso no significa que no puedas enfrentarlo. Estamos aquí para ayudarte, para guiarte en este camino. No estás solo.
Leo suspiró, sintiendo la tensión en sus hombros disminuir un poco. Miró a Atzin y luego a los dos hermanos.
—Está bien.
—De acuerdo, ¿por dónde empezamos? —preguntó Leo, su voz llena de determinación.
Quetzalcóatl y Xólotl intercambiaron una mirada y luego se volvieron hacia los chicos.
…
Ameyali salió de su cuarto, sus pies descalzos rozando la losa gastada del pasillo. La luz de la mañana se filtraba por las rendijas de las persianas, pintando un patrón de sombras azuladas en el suelo.
Al llegar a la sala, encontró a su madre sentada en el sofá, una sonrisa enigmática en sus labios. La mujer tenía sus ojos ciegos enfocados hacia la cocina, como si estuviera atenta a algo. La chica frunció el ceño y se acercó sigilosamente.
—¿Mamá, qué haces? —susurró, tratando de no romper el silencio que envolvía la casa.
La señora Iztli levantó una mano, indicándole que guardara silencio. Sus ojos brillaban con una mezcla de emoción y orgullo. Ameyali siguió su mirada y vio que la puerta de la cocina estaba entreabierta y vio a Adriana, David y Sayuri amontonados detrás de la puerta mal cerrada, intentando escuchar lo que sucedía dentro.
—¿Qué está pasando? —preguntó Ameyali en un susurro, acercándose a ellos.
—No estamos seguros, pero parece que Leo está haciendo magia o algo así —murmuró Sayuri, con incredulidad en su voz.
—¿Magia? —repitió Ameyali.
Se acercó con cuidado, empujándose entre los demás para poder ver mejor. Entonces, su mirada se posó en Quetzalcóatl, quien estaba frente a Leo.
El ambiente parecía cargado de energía. Leo, con los ojos cerrados, luchaba por concentrarse. Su mano temblaba mientras sostenía una manzana. El aire se volvía denso, como si la realidad misma se resistiera a su voluntad. Leo abrió los ojos y miró la manzana. Su superficie estaba marcada por vetas oscuras, como si la madera estuviera tratando de emerger desde dentro. Pero al verla, estas se volvieron a ocultar entre la piel verdosa de la fruta.
—Agh… —murmuró Leo, frustrado, mirando la manzana con desánimo.
Quetzalcóatl se acercó a él, sujetándolo de los hombros con firmeza pero gentileza.
—Mira, ibas bien —le dijo, su voz llena de aliento—. Transformar cosas orgánicas es más complicado que objetos inanimados, pero para ser de tus primeros intentos lo haces de maravilla.
Leo lo miró con el ceño fruncido.
—¿Entonces porqué no lo intentamos con otro objeto?
Quetzalcóatl negó con una sonrisa.
—Piénsalo; si logras doblegar la materia orgánica a voluntad, el resto será facilísimo. Ahora, continuemos.
Ameyali quedó atónita, sus ojos oscuros como pozos de asombro. La magia, esa fuerza ancestral que siempre había sido parte de su linaje, se manifestaba ante ella de una manera que nunca había presenciado, y eso siendo hija de una mujer tan poderosa como lo era su madre.
Adriana, por su parte, estaba maravillada. Sus ojos brillaban como estrellas en la noche, alumbrados por ver cosas que solamente había leído en cuentos ocurrir ante ella. Sacudió emocionada del brazo a David, quien parecía desconectado de la escena.
—¡Mira,mira! —susurró Adriana, su voz llena de emoción— ¿¿Si viste??
David, aún con la mirada perdida, apenas asintió. Su mente racional luchaba por encontrar explicaciones, pero sus ojos no podían negar lo que veían. La madera que intentaba emerger de la manzana desafiaba todas las leyes naturales. Se pasó una mano por el cabello, como si quisiera arrancar la incredulidad de su mente.
Sayuri, sin embargo, era la más grave, su mente parecía tambalearse al borde de un precipicio. Sus conocimientos académicos se retorcían, como si las células de su cerebro estuvieran en pleno caos mitótico por culpa de una manzana. Cada concepto que había aprendido, cada ecuación, cada análisis microscópico, parecía insuficiente para explicar lo que estaba ocurriendo. Empezó a murmurar rezos que alguna vez llamó tontos, como si estuviera presenciando brujería.
Quetzalcóatl se giró hacia el grupo, sus ojos centelleando con una mezcla de diversión y complicidad, causando que dieran un brinco nervioso al ser descubiertos.
—¡Vaya, vaya! —exclamó con una sonrisa traviesa—. Tenemos público. Vengan, entren, yo no muerdo.
El grupo se miró entre sí, nervioso. Antes de que Ameyali pudiera reaccionar, sintió el empujón de la firme mano de David, quien la empujó al frente del grupo. Girándose para verlo, ella se tensó y frunció el ceño con ganas de meterle un sape por la micro traición.
—¡Ay! Eres un… —comenzó a decir, pero su voz se apagó cuando volvió a mirar a Quetzalcóatl, quien la observaba con una sonrisa entretenida.
—Vamos, no se queden ahí parados —dijo Quetzalcóatl, haciendo un gesto para que se acercaran—. Tenemos mucho que hablar y aprender juntos.
El grupo, aunque nervioso, se acercó lentamente. La señora Iztli les ofreció tazas de chocolate caliente y se sentaron en las sillas del comedor. Quetzalcóatl seguía sonriendo.
—Ameyali Pactecatl, Adriana Rojas, Sayuri Martinez y David Reyes. Sí, me da mucho gusto conocerlos a todos ustedes en persona finalmente —dijo Quetzalcóatl con una voz suave y melodiosa—. He oído bastantes cosas de ustedes.
La chica, visiblemente estresada, no pudo evitar preguntar.
—¿Cómo sabe quiénes somos?
Quetzalcóatl simplemente se encogió de hombros.
—Tu mamá me contó.
El pánico se esfumó de Ameyali, y lanzó una mirada de pistola a su madre, quien simplemente sonrió y siguió bebiendo de su taza. El nerviosismo en el grupo era palpable, pero, al contar con la presencia de la señora Iztli, pareció darles más confianza, al menos en parte.
—Bueno, ¿qué preguntas tienen? —preguntó Quetzalcóatl, sentándose en el borde de la mesa—. Estoy seguro de que deben estar llenos de curiosidad.
Ameyali fue la primera en hablar, aún con cierto recelo en su voz.
—¿Qué tipo de hechicería es esta? —preguntó—. ¿Cómo es posible?
Quetzalcóatl rió suavemente, su risa era como el tintineo de campanillas.
—No es exactamente hechicería. Es más bien una manipulación de la energía y la materia. Cada cosa en el universo está hecha de energía, y con la habilidad adecuada, puedes aprender a moldearla a tu voluntad.
Adriana levantó la mano como si estuviera en una clase.
—¿Y cómo se puede hacer eso? ¿Hay algún tipo de amuleto o ,no se,escuela mágica?
—No es tan sencillo como ir a una escuela mágica. Requiere disciplina, paciencia y una comprensión profunda de ti mismo y del mundo que te rodea. Y antes de todo eso, necesitas tener acceso directo a… para no complicarme con la terminología, lo llamaremos magia.
Sayuri, aún en estado de asombro, murmuró.
—...He vivido engañada toda la vida
La señora Iztli intervino, su voz suave pero firme.
—Sé que esto es mucho para asimilar, pero confíen en mí. Este hombre ha venido aquí para ayudarlos, lo entenderán todo con el tiempo.
Quetzalcóatl se dirigió nuevamente a Leo, quien observaba la manzana en su mano con renovada determinación.
—Vamos, Leo. Intenta de nuevo. Concéntrate en la transformación, visualiza la madera dentro de la manzana y déjala salir.
Leo respiró hondo y cerró los ojos, tratando de concentrarse. La sala quedó en silencio, todos los ojos estaban puestos en él. Los momentos pasaban con tensión palpable en el aire.
Mientras tanto, Quetzalcóatl respondía con una paciencia infinita, intercalando respuestas con instrucciones a Leo.
—¿Por qué una pluma? —preguntó David de repente—. ¿No podría ser un objeto más... no sé, tradicionalmente mágico?
Quetzalcóatl sonrió.
—¿Te parece mejor una varita mágica, danzante?
David se calló y, para sorpresa de todos los presentes, su rostro se tiñó de rojo de la pena. Quetzalcóatl palmeó su hombro musculoso.
—Una pluma es ligera, flexible y, en las manos adecuadas, puede escribir destinos y cambiar realidades. Es un símbolo de transformación y conocimiento.
Leo, con los ojos cerrados, escuchaba todas estas conversaciones mientras intentaba concentrarse. Sentía la energía fluir a través de su cuerpo, dirigiéndose a la manzana. Visualizó la madera emergiendo, sintiendo cómo la transformación comenzaba a tomar forma. La manzana en su mano se estremeció, cambiando de textura y color.
De repente, un grito de triunfo rompió el silencio.
—¡Lo logré! —exclamó Leo, alzando la manzana convertida en un pequeño bloque de madera.
Todos en la sala se levantaron de un salto, acercándose a Leo para ver su logro. Adriana exclamó emocionada, mientras David,Ameyali y Sayuri observaban con una mezcla de asombro e incredulidad. La señora Iztli sonrió orgullosa desde su lugar en el sofá.
—¡Increíble! —dijo Adriana, tocando la madera con cuidado—. ¿Cómo te sientes?
Leo sonrió, sintiendo una oleada de orgullo y emoción.
—Me siento... ¡poderoso! —respondió, mirando a Quetzalcóatl con gratitud y emoción como si se tratase de un niño con juguete nuevo—¿Qué sigue? ¡Dime qué hay más!
Quetzalcóatl asintió, su sonrisa más amplia que nunca.
—Eso es solo el comienzo, Leo. Con el tiempo y la práctica, podrás hacer cosas mucho más asombrosas.
Quetzalcóatl, entusiasmado con los progresos de Leo, se giró hacia la cocina.
—Bien, ahora intentaremos con un objeto inanimado. Será más sencillo. —Dicho esto, se dirigió a la cocina y tomó una sartén de la estufa.
La señora Iztli, que había estado observando con una sonrisa, se puso de pie de inmediato y se acercó a él con una expresión firme.
—¡Ah, no! ¡Esa sartén no! —exclamó, quitándosela de las manos con rapidez—. Es mi sartén favorita, no se toca.
Quetzalcóatl levantó las manos en señal de disculpa.
—Lo siento, señora Iztli, no quise ofenderla.
Girándose hacia el mostrador, Quetzalcóatl tomó un cuchillo de cocina.
—Entonces, probaremos con esto.
La señora Iztli volvió a intervenir, más enérgica aún.
—¡Ese cuchillo tampoco! —dijo, quitándoselo de las manos—. Es un regalo de mi abuela.
Quetzalcóatl suspiró, rascándose la cabeza. Buscó por la cocina y encontró un tarro de vidrio.
—¿Qué tal este tarro?
La señora Iztli casi se lo arrebata de las manos.
—¡No, no y no! Ese tarro es donde guardo mis ahorros.
Quetzalcóatl miró el tarro con incredulidad, y luego a la señora Iztli, tratando de no reír.
—De acuerdo, señora Iztli. Último intento. —Dijo, tomando una cuchara de madera.
La señora Iztli levantó una ceja y negó con la cabeza antes de arrebatársela.
—Esa cuchara es mi favorita para hacer salsas. ¡Ni lo pienses!
Quetzalcóatl suspiró profundamente y levantó las manos en señal de rendición.
—Bueno, parece que vamos a tener que buscar algo afuera. Vamos, Leo, a ver qué encontramos en la calle.
Leo, conteniendo la risa, siguió a Quetzalcóatl hacia la puerta.
La señora Iztli, satisfecha, les lanzó una mirada severa.
—Y no se les ocurra tocar nada de los jardines de afuera tampoco.
Quetzalcóatl y Leo salieron del departamento, dejando a los demás sumidos en sus pensamientos.
Sayuri, aún en shock, trataba de procesar la realidad de la magia que había visto.
—Esto es... más de lo que cualquier ciencia puede explicar —dijo, su voz temblando ligeramente—. Pero es real. Lo vi con mis propios ojos.
Adriana, aún maravillada por lo que había presenciado, asintió.
—Es increíble lo que Leo puede hacer. No puedo esperar a ver más.
David, con los ojos llenos de curiosidad científica, murmuró para sí mismo.
—Si realmente puede transformar materia así… —no completó la frase.
Adriana, de repente, se dio cuenta de algo.
—Oigan, ¿dónde está Atzin? —preguntó, mirando alrededor.
Los demás también miraron a su alrededor, dándose cuenta de la ausencia de Atzin.
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A falta de un lugar mejor, Xólotl y Atzin habían subido a la azotea del edificio. La brisa fresca y la vista panorámica de la ciudad les proporcionaban un entorno adecuado para su entrenamiento. Atzin miraba a Xólotl con cierta expectación y nerviosismo.
Xólotl se quitó el saco con una elegancia natural, dejando al descubierto una camisa bien ajustada que delineaba sus músculos. Arremangó las mangas lentamente, sus movimientos eran fluidos y precisos, lo que no pasó desapercibido para Atzin, quien tragó saliva, sintiendo una mezcla de admiración y algo más que no podía definir.
—Vamos a aprovechar tus habilidades físicas, Atzin —dijo Xólotl, observando sus propios puños mientras los apretaba—. Tu fuerza aumentada, agilidad y resistencia te darán una ventaja en el combate. Sin mencionar tu habilidad bajo el agua y tu capacidad de regeneración.
Atzin asintió, tratando de mantenerse concentrado mientras su corazón latía con fuerza. Xólotl continuó.
—Quiero que me golpees con toda tu fuerza. Necesito medir tu poder y tu habilidad para atacar.
Atzin se preparó, sus músculos tensándose mientras se concentraba. Ni siquiera dudó en obedecer las órdenes de… eso. Lanzó un golpe con toda su fuerza, pero Xólotl se movió con una velocidad sobrenatural, esquivando el ataque con facilidad. Atzin lo miró confundido.
—Nunca dije que me quedaría quieto —dijo, sonriendo de lado revelando unos colmillos caninos—. Inténtalo de nuevo.
Atzin atacó varias veces más, cada golpe fallando al encontrar el aire donde Xólotl había estado un instante antes. La frustación empezaba a apoderarse de él, pero no se rindió. Siguió lanzando golpes, cada vez más rápidos y fuertes.
Atzin sintió el primer golpe en el rostro antes de siquiera verlo venir. La rapidez y precisión de Xólotl lo tomaron por sorpresa, haciéndolo retroceder unos pasos. Se llevó una mano a la mejilla, frotándola mientras miraba a Xólotl con renovada determinación.
—Mantén tu guardia alta, Atzin —dijo Xólotl, su voz calmada pero firme—. Siempre.
Atzin asintió, ajustando su postura y levantando los puños. Se lanzó hacia adelante, tratando de golpear a Xólotl de nuevo. Esta vez, Xólotl esquivó y contragolpeó con un golpe rápido al abdomen, haciendo que Atzin se doblara ligeramente.
—No solo ataques con fuerza. Usa tu agilidad para mantenerte en movimiento. Eres rápido, úsalo a tu favor —continuó Xólotl.
Atzin respiró hondo, tomando en cuenta las palabras de Xólotl. Comenzó a moverse más, tratando de ser menos predecible. Sus golpes eran más fluidos, pero aún así, Xólotl esquivaba con una facilidad impresionante. Otro golpe, esta vez en el costado, lo hizo tambalearse.
—Tus pies. Estás muy plantado en el suelo. Necesitas moverte como el agua, fluido y adaptable —dijo Xólotl, haciendo un gesto con las manos para ilustrar sus palabras.
Atzin trató de corregir su postura, manteniéndose más ligero sobre sus pies. Lanzó una serie de golpes rápidos, pero Xólotl se deslizó a su alrededor como una sombra, respondiendo con un golpe en el hombro que lo hizo girar.
—¡Ay! —exclamó Atzin, retrocediendo y frotándose el hombro.
—No cierres tanto los puños. Relájate. La tensión ralentiza tus movimientos —indicó Xólotl, mostrando con sus propias manos cómo mantener una postura más relajada.
Atzin intentó relajar los puños y respirar con más calma, concentrándose en cada movimiento. Comenzaba a sentir la diferencia, sus golpes eran más rápidos y precisos. Sin embargo, Xólotl seguía siendo un oponente formidable.
A mitad del entrenamiento, se escucharon pasos subiendo la escalera de la azotea. Adriana, Ameyali, Sayuri y David llegaron, observando el intenso combate entre Xólotl y Atzin. Se quedaron en silencio, fascinados por la habilidad y la velocidad de Xólotl, y por la determinación de Atzin.
—¡Vamos, Atzin! —gritó Adriana, animándolo—. ¡Tú puedes!
—¡En el torso!—Grito Ameyali con entusiasmo como si estuviera viendo una pelea de lucha libre
—¡Hacía el hígado!—Comento Sayuri—¡Justo debajo de la costilla del lado derecho!
Atzin, motivado por los ánimos de sus amigos, redobló sus esfuerzos. Sus movimientos eran más precisos, pero Xólotl seguía esquivando y contraatacando con una precisión casi sobrehumana.
David, después de observar por un rato, exclamó:
—Atzin, tu postura está demasiado rígida. Necesitas más flexibilidad en tus rodillas para reaccionar mejor a los movimientos de tu oponente.
Atzin asintió, tratando de aplicar las correcciones de David. Flexionó más las rodillas, permitiendo que su cuerpo se moviera con mayor fluidez. Sus golpes comenzaron a ser más impredecibles, y aunque Xólotl seguía esquivando, la diferencia era notable.
—Bien, eso es mejor —comentó Xólotl, bloqueando un golpe y desviando otro—. Ahora, utiliza tus habilidades naturales. Tu fuerza y resistencia te permiten aguantar más. No te preocupes tanto por esquivar, enfócate en absorber los golpes y contraatacar.
Atzin asimiló las palabras, dejando de lado el miedo a recibir golpes. Comenzó a moverse más agresivamente, utilizando su fuerza para empujar a Xólotl y forzarlo a retroceder. Xólotl sonrió, reconociendo la mejora.
—Eso es, Atzin. Ahora, trata de anticipar mis movimientos. No solo reacciona, predice —dijo Xólotl, lanzando un golpe rápido que Atzin apenas logró bloquear.
El entrenamiento continuó, con Atzin mejorando notablemente. Xólotl seguía esquivando y corrigiendo, mientras David aportaba observaciones y consejos técnicos. Los amigos de Atzin observaban con admiración, comprendiendo que este era solo el comienzo de su camino.
Atzin, cubierto de sudor pero con una expresión decidida, finalmente logró conectar un golpe limpio en el hombro de Xólotl. No lo movió ni un milímetro.
—Bien hecho, Atzin —dijo Xólotl, con una sonrisa de aprobación—. Nada mal para ser la primera vez.
Atzin, respirando con dificultad pero lleno de una renovada confianza, asintió.
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Mientras el resto del grupo continuaba su entrenamiento en la azotea, Leo y Quetzalcóatl regresaron a la casa de la señora Iztli. Quetzalcóatl, con una sonrisa traviesa, decidió que era hora de que Leo intentara algo más sencillo.
—Bien, Leo. Vamos a intentar algo clásico y sencillo.
Leo asintió obediente. Y entonces Quetzalcóatl pareció sacarse un jarrón lleno de agua de la espalda, pues así se vió para Leo; Llevó la mano para atrás y cuando la devolvió al frente ya sostenía una jícara de barro llena de agua cristalina.
—Convierte el agua en vino.
Leo contuvo una carcajada. Entonces notó que el dios hablaba en serio.
—Te dije que era un clásico —rió Quetzalcóatl, encogiéndose de hombros.
Hizo sentar a Leo en el comedor de la señora Iztli, con la jícara colocada frente a él sobre la mesa.
—Mientras lo haces, iré a hacer algo. Ya regreso.
Leo lo miró extrañado, pero no preguntó. Capaz le echaba una maldición o algo así por cuestionarlo.
Quetzalcóatl se movió con una exagerada cautela, agachándose y deslizando sus pies por el suelo, vigilando cada esquina como si estuviera esquivando láseres invisibles.
—Tengo una misión muy importante —susurró para sí mismo, casi como si estuviera en una película de espías y él mismo fuese el narrador—. Recuperar el tesoro perdido... las galletas de la señora Iztli.
Al llegar a la cocina, abrió lentamente la alacena, deleitándose al ver una gran cantidad de galletas.
—Bingo —murmuró, con una sonrisa triunfal.
Justo cuando iba a meter la mano en el frasco de galletas, un ruido lo hizo congelarse. Giró lentamente la cabeza y vio a Alondra, que acababa de despertar. La niña lo observaba con ojos curiosos, su cola reptiloide se balanceaba suavemente detrás de ella.
Quetzalcóatl se puso a la altura de Alondra, poniéndose de rodillas, y adoptó una expresión seria.
—Veo que he sido descubierto —dijo, con tono solemne—. Pero quizás podamos llegar a un acuerdo.
Alondra, con la misma seriedad, cruzó los brazos.
—¿Qué tipo de acuerdo? —preguntó, su cola moviéndose ligeramente, señal de que estaba interesada.
Quetzalcóatl sonrió.
—Necesito estas galletas para una misión muy importante. ¿Estarías dispuesta a compartirlas conmigo, a cambio de algo?
Alondra frunció el ceño, pensativa.
—¿Qué tipo de algo?
Quetzalcóatl se inclinó un poco más cerca, susurrando como si estuviera revelando un gran secreto.
—Te enseñaré a hacer galletas mágicas. Galletas que nunca se acaban.
Los ojos de Alondra se iluminaron de inmediato, pero su expresión permaneció seria.
—¿Cómo sé que no me estás engañando?
Quetzalcóatl asintió, admirando la astucia de la niña.
—Buena pregunta. Te lo demostraré después de que compartamos estas galletas. ¿Trato hecho?
Alondra extendió su pequeña mano, que Quetzalcóatl estrechó solemnemente.
—Trato hecho.
Ambos comenzaron a repartir las galletas, cada uno tomando una cantidad igual.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó la señora Iztli, apareciendo en la puerta de la cocina y sorprendiendo a ambos.
Quetzalcóatl y Alondra se giraron hacia ella, sus manos llenas de galletas.
—Ehhh... solo estamos… —dijo Quetzalcóatl, con una sonrisa inocente.
—¡Estamos tomando comida para darle de desayunar al señor malo que tenemos secuestrado en el baño! —soltó de la nada la pequeña Alondra.
La cara que puso Quetzalcóatl al oír aquello fue todo un poema. Se giró hacia Alondra, luego a la señora Iztli, y finalmente a la puerta del baño.
Si… ¿cómo no lo había detectado antes?
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La puerta del baño se abrió ligeramente, revelando una rendija de luz. Tiszoc, con las manos atadas con cinta adhesiva, intentaba soltarse sin éxito, su expresión de repulsión al ver a alguien al otro lado. Con cuidado, Quetzalcóatl entró, y Tiszoc gruñó en respuesta. Quetza se sentó en cuclillas frente a la tina, observando la agresividad del chico con curiosidad.
—¿Quién se supone que eres tú? —le espetó Tiszoc, su voz llena de hostilidad.
Quetzalcóatl, imperturbable, sonrió.
—Eso no es importante ahora. Pero si insistes, podrías llamarme Quetza.
Se agachó junto a Tiszoc, observando la cola atada en cinta con especial atención. La cola, delgada como la de un mono y cubierta por un pelaje azulado, se retorcía, intentando liberarse, pero la cinta adhesiva cumplió su tarea. Tiszoc intentó tirar de ella sin éxito, gruñendo de frustración.
—¡Suéltame, imbécil! —exclamó Tiszoc, su voz llena de rabia.
Quetzalcóatl se inclinó aún más cerca, su mirada penetrante.
—Uy, suena a que tienes un plan de escape. Comparteme los detalles —las palabras de Quetza no estaban acompañadas de un tono burlesco—. Te suelto, de acuerdo. ¿Y entonces qué harías? ¿arremeter contra mí?
Tiszoc gruñó nuevamente, sus ojos brillando con desconfianza.
—Claro, y luego te morderé y verás lo que es bueno.
Quetzalcóatl soltó una carcajada.
—¡Ah, me encanta tu espíritu combativo! Pero antes de que eso pase, dime, ¿de dónde viene todo esto? —preguntó, señalando la cola con un gesto—. Supongo que los que te hicieron esto fueron también los que crearon a Atzin; Genetix ¿no? ¿De dónde sacaron el ADN de Ahuízotl?
Tiszoc soltó una risa burlona.
—Quimera biológica. A diferencia del ajolotito, yo soy parte de más animales.
Quetzalcóatl frunció el ceño y negó con la cabeza.
—No. En tu caso no. El ADN que usaron para ti es de un Ahuizotl puro. Ahora bien, ¿de dónde lo consiguieron?
El dios estaba perplejo, su mente trabajando a toda velocidad para comprender el enigma que tenía frente a él. Se sumió en sus pensamientos, su mente girando como una rueda de preguntas sin respuesta. El Ahuizotl llevaba siglos extinto en el mundo humano, y los pocos que quedaban estaban resguardados en el otro plano por Tlaloc. Ningún humano, ni siquiera un brujo, podría haber tenido acceso a ellos. Debería ser imposible.
Tiszoc, viendo la oportunidad, lanzó un mordisco hacia Quetzalcóatl, que se echó hacia atrás justo a tiempo.
—¡Oye, oye! ¡Tranquilo, tiburoncín! —dijo Quetzalcóatl, levantando las manos en señal de paz—. Solo quiero hablar.
Tiszoc se encogió de hombros, tan bien como podía con las manos atadas.
—¿Y por qué debería decirte algo? No confío en ti. Ni siquiera sé quién eres realmente.
Quetzalcóatl sonrió de nuevo, con una chispa traviesa en los ojos.
—Soy el que puede ayudarte a salir de esta bañera, para empezar. Además, tengo una gran cantidad de galletas que podría compartir contigo. ¿Qué te parece?
Tiszoc frunció el ceño, considerando la oferta.
—¿Galletas?
Quetzalcóatl asintió solemnemente.
—Sí, galletas. De las buenas, con chispas de chocolate. Pero primero, dime más sobre los que te hicieron esto. ¿Qué sabes de ellos?
Tiszoc suspiró, la mención de las galletas había despertado algo de interés en él. Sin embargo, sus labios se mantuvieron sellados.
Quetzalcóatl decidió llevar la conversación por otro lado.
—Entonces dime. Según tú, ¿qué cadenas de ADN fueron usadas en ti?
—No te interesa, pero ya que insistes... ADN de cocodrilo, tiburón y algunos reptiles más.
Quetzalcóatl silbó, impresionado.
—Vaya, un verdadero zoológico andante. Debes ser todo un espectáculo en las reuniones familiares.
Tiszoc no pudo evitar una leve sonrisa antes de volver a su expresión hostil.
—¿Y qué vas a hacer con esa información, eh? ¿Ir a jugar al detective?
Quetzalcóatl se encogió de hombros.
—Algo así. Pero primero, te sacaré de aquí. Y no, no es porque temo que me muerdas. —Dicho esto, comenzó a quitar la cinta adhesiva con cuidado.
—Espera, ¿no estás con los tipos que protegen al ajolote? —preguntó Tiszoc, visiblemente confundido.
Quetzalcóatl asintió.
—Si, estoy con ellos.
—¿Entonces porqué me liberas?
—Porque, mi retraído y mutado amigo, Genetix hará explotar éste baño en un par de minutos.
Tiszoc lo miró, aún desconfiado, pero asintió lentamente.
—Está bien,te daré tu estúpida Tregua temporal...Pero quiero esas galletas.
Quetzalcóatl rió, ayudándolo a levantarse.
—Trato hecho. Y recuerda, si intentas morderme de nuevo, la tregua se rompe. Ahora, salgamos de aquí antes de que la señora Iztli nos descubra y decida atarnos a los dos.
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Tras unos momentos, Quetza regresó a la sala, encontrándose con Xolotl, quien lo esperaba con una sonrisa enigmática. El dios observó el bullicio en la cocina, donde el grupo celebraba a Atzin. La escena era como un cuadro en movimiento, cada personaje aportando su propia energía al ambiente.
Sayuri, con su cabello oscuro y ojos brillantes, sostenía la manzana de madera que había sido el centro de atención durante toda la tarde. Su mirada se desviaba entre la fruta y su teléfono, enviando una fotografía al profesor Zavaleta. Quetza no podía evitar preguntarse qué emoción e interés tendría el anciano sobre aquel objeto.
Leo, siempre animado y apasionado, abrazaba a Atzin por el hombro mientras discutía con Ameyali. El tema: la posibilidad de transformar el agua en vino,o mejor,en tequila y venderlo para financiarse futuramente la universidad.
Alondra, dulce y curiosa, estaba en los brazos de David, devorando galletas con entusiasmo. Sus ojos brillaban con la alegría de la infancia, y Quetza no pudo evitar sentir un atisbo de nostalgia. ¿Cuántas veces había compartido momentos así con sus propios hijos en sus propios tiempos cuando camino entre la humanidad?
Finalmente, Adriana, la observadora silenciosa, estaba al lado de la ventana. Su mirada se perdía en el chico, como si estuviera priorizando su bienestar. Quetzalcóatl solamente sonrió sintiendo cierto pesar. Estos jóvenes, Niños de la humanidad,su humanidad,eran tan vulnerables, tan efímeros.
El dios se permitió un suspiro antes de unirse a su hermano hacia la salida del apartamento, después de todo no podían intervenir. Aunque su naturaleza divina lo separaba de ellos, en ese momento, solo veía a seres llenos de vida y esperanza. Y tal vez, solo tal vez, eso era lo que más le gustaba ver en su regreso: la belleza efímera de la existencia humana.
Atzin rió mientras Leo lo abrazaba con entusiasmo. El bullicio de la celebración parecía envolverlos, pero algo estaba fuera de lugar. El silencio se cernía sobre la casa, y Atzin notó la ausencia de los dioses.
—¿Y Xolotl y Quetzalcóatl?—preguntó, su voz apenas un susurro. Ameyali giró la mirada hacia él, confundida notando la ausencia de igual forma.
—No lo sé. Déjame ir a buscarlos—, respondió, y salió de la cocina.
Atzin sintió un escalofrío recorrer su espalda mientras el mundo parecía callarse a su alrededor.
«Alto»
La explosión se originó en el cuarto de baño de la casa de la señora Iztli, destrozando la pared y esparciendo escombros por toda la sala.
La onda expansiva sacudió la casa, haciendo que los vidrios de las ventanas se rompieran y las cortinas se agitaran violentamente. Los escombros volaron en todas direcciones, y una nube de polvo llenó el aire.
—¡¿Qué diablos fue eso?! —gritó Adriana, cubriéndose la cabeza con los brazos, mientras que David saltaba frente a ella para protegerla con su cuerpo.
Leo, con los ojos abiertos de par en par, ayudó a Ameyali a levantarse del suelo, ambos tratando de procesar lo que acababa de ocurrir.
—¡¿Está todo el mundo bien?! —preguntó Sayuri, tosiendo mientras trataba de ver a través del polvo.
A través del hueco de la explosión, dos figuras emergieron, listas para atacar. La primera era Xaman, la híbrida con características de zopilote que ya conocían. Su mirada era feroz y determinada, y sus alas se extendían a ambos lados, dándole una apariencia intimidante.
El segundo híbrido era una figura masculina antropomorfa, mucho menos humana que los híbridos que habían visto hasta ahora. Su piel era escamosa y brillante, con colores iridiscentes que reflejaban la luz de una manera hipnótica. Sus ojos eran grandes y amarillos, con pupilas verticales que observaban todo a su alrededor con una frialdad reptiliana. Tenía una mandíbula prominente llena de dientes afilados, y su lengua bífida se movía nerviosamente. Sus extremidades estaban musculosas, terminando en garras afiladas que parecían capaces de desgarrar cualquier cosa en su camino. Se movía con una agilidad sorprendente, a pesar de su tamaño y apariencia imponente.
—¡¿Dónde está Tizoc?! —exclamó la zopilote.
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