Capitulo 2: Comida

El grito desgarrador del muchacho resonó en los cristales de la zona de confinamiento. Era un sonido que los científicos habían escuchado tantas veces que ya no les afectaba.

¡Suéltenme! -suplicaba el muchacho, con una voz rota por el miedo y la angustia, mientras estaba atado a una camilla, llena de cables, agujas y tubos que invadían su cuerpo. Los científicos seguían con sus tareas en el laboratorio sin hacer caso a sus ruegos y sollozos, solo concentrados en sus hallazgos.

-Núñez, ¿me alcanzas el bisturí? -Se oyó la voz distorsionada de la doctora Ariza en su cabeza, que le pidió a su colega que le entregara el instrumento sin dudar.

El muchacho miró con pavor cómo la doctora se acercaba a su mano derecha. Trató de zafarse, pero era inútil. La doctora le sujetó la mano con firmeza y le acercó el bisturí a los dedos, empezando a cortar la piel y los músculos con fuerza, provocando un grito desgarrador desde los pulmones del chico, que se empezaba a ahogar en sus propias lágrimas de la desesperación.

-¡No lo vayas a desangrar! -escuchó a una voz más aguda, como un zumbido en el oído, que le recriminaba a su compañera-. Que se regenere no significa que sea inmortal.

-Si tus datos son correctos, en menos de una semana estará como nuevo -dijo una tercera voz más grave y severa, que se escuchaba cansada de la charla que el chico, en su pánico, no distinguía.

-Solo digo, si la doctora Lorena se entera de esto... -susurró la voz aguda.

-La echaron por incompetente, es muy distinto -replicó la voz grave-. Estamos haciendo un gran aporte a la ciencia. Podríamos aprender mucho de él. Tal vez hasta encontrar la cura para el cáncer o el envejecimiento.

-¿Y qué le importa eso a él? -preguntó la mujer-. ¿Crees que le agrada ser un conejillo de indias? ¿Crees que a Lorena le gustaría ver que para esto usamos su tecnología?

-Si quisiera a su hijo, lo hubiera dejado morir, ¿sabes? Gracias a Lorena estamos aquí, ella desafió a la selección natural y mira -se mofó en un estruendo la voz-. Nos ha dado un tesoro.

Dicho esto, una mano pesada le clavó una aguja en el cuello, inyectándole una sustancia que le causó un espasmo violento. El chico sintió que se le paralizaba el cuerpo, que se le oscurecía la vista, que se le cortaba el aliento. El hombre le quitó la máscara de oxígeno y le metió un tubo por la garganta, conectándolo a una máquina que le bombeaba un líquido espeso.

Risas siniestras y estridentes, como si rasgaran su mente, retumbaban a su alrededor mientras sentía que se le quemaba el interior. El ardor era insoportable, como si fuera ácido. Quiso llorar, gritar, maldecir y hasta morir, pero no pudo. Solo pudo soltar gemidos ahogados, sintiendo su cuerpo destrozado y en pena, deseando morir con tal de librarse del dolor por el que pasaba y seguiría pasando, quizás hasta el fin de sus días.

Entonces, una voz resonó:

¡Atzin!

El chico abrió los ojos de golpe, sintiendo un dolor punzante por todo el cuerpo. Se llevó las manos a la cara, esperando ver la sangre y cicatrices, pero solo encontró su piel y manos intactas.

- Solo una pesadilla... - murmuró para sí mismo cabizbajo, aun sintiendo la pesadez que apretaba su pecho como asfixiándolo.

Tras unos segundos, se incorporó en la cama, temblando y jadeando antes de comenzar a frotar sus ojos, tratando de borrar las imágenes que lo atormentaban.

Atzin se levantó de la cama con dificultad, sintiendo un vacío en el estómago. No sabía qué hora era, ni cuánto tiempo había dormido. Solo sabía que tenía hambre, mucha hambre. Se dirigió a la cocina, arrastrando los pies, sin importarle el frío del suelo ni el barro que se le pegaba.

La cocina es sencilla pero acogedora. Las paredes estaban cubiertas de mosaico blanco, que contrastaba con los pedazos de cerámica vidriada intercalados de tonos azules y turquesas que imitaban la Talavera poblana, de dónde sabía era su abuelo. En la vitrina, que llevaba años sin abrir, aún estaban los platos de porcelana, pintados delicadamente a mano en tonos lavanda y dorado, con pequeñas pinturas dignas de museo en el centro. Sinceramente, de todo lo que llevaba de vida, nunca había tenido oportunidad de tocarlos. Siempre le decían que eran solo para ocasiones importantes, pero nunca las sacaban.

Tras husmear un poco, abrió el refrigerador y buscó algo que comer con la esperanza de que algo se hubiera quedado olvidado ahí, pero para su mala suerte no había nada, por lo que terminó por cerrar la puerta con decepción.Apenas iba a optar por buscar en el congelador, se paralizó al ver su reflejo opaco en el metal.

Observó su tez morena de color bronce manchada por pigmentos rosados que le cubrían el cuerpo irregularmente, como si de una enfermedad se tratase. De los costados de su cabeza sobresalían branquias con aspecto de plumas enmarañadas color rosa mexicano. En su espalda, una especie de tejido transparente, largo y delgado, recorría la extensión de su columna, terminando por completar una cola albina que ahora lo acompañaba, la cual se movía angustiada conforme los ojos la iban analizando. Sus manos, manchadas como el resto de su cuerpo, tenían dedos palmeados, como los de un anfibio. Su ojo derecho era marrón, como el de su madre, pero el izquierdo era gris, parecía hasta vacío. Su cabello, que antes era castaño y ondulado, ahora era un tono de blanco hueso. Aún conservaba de alguna manera su consistencia, pero aun así no podía evitar sentirse viejo a sus 17 años.

Rápidamente, apartó la mirada del reflejo, avergonzado de sí mismo, sintiendo su corazón estrujarse para luego salir de la cocina, abrumado, sintiendo en un escalofrío el rechinido de risas. Había logrado lo que en todos sus años cautivó anhelo: huir de Genetix. Pero ahora, estaba atrapado en el cuerpo que le dejaron, estaba atrapado en la pesadilla aún.

A pocas cuadras, se oía cómo un hombre abría su negocio amarillo y la gente entraba en grupos a comer tacos de don Esteban.
La taquería se lenaba de vida, color y sabor. El olor de las tortillas, la carne, el adobo, la salsa y la cebolla se sentía desde lejos. El ruido de los utensilios, las órdenes, las risas, las charlas y la música de la radio se combinaba. La gente esperaba en fila para pedir sus tacos de diferentes tipos de barbacoa. Los taqueros eran rápidos y hábiles, y hacían los tacos con maestría, poniendo la carne en la tortilla, y luego el cilantro, la cebolla, el limón y la salsa que quisieran, mientras los otros cocineros hacían un rico consomé de color naranja. Los clientes se sentaban en las mesas de plástico que les regalaban una marca de refrescos famosos. Comían sus tacos, que estaban deliciosos, y los tomaban con un refresco, un agua, un café o una cerveza.

Atzin entró al negocio con unos pantalones marrones demasiado grandes, anteriormente de su abuelo,que le servían para esconder su cola. Llevaba también un suéter de rayas azul marino, amarillo y blanco que apenas le cabía de cuando era pequeño y un gorro de invierno en pleno agosto para tapar sus branquias y su cabello. Sus manos estaban cubiertas con guantes de cocina y sus pies con tenis blancos en un intento ridículo por esconder sus extremidades,pero no le importaba, solo quería esconderse.

A su mesa llegó rápidamente un chico joven, aproximadamente de su edad, de cabello marrón oscuro esponjado, quien utilizaba un mandil color rojo con el logotipo del local.

- Buenos días, ¿qué va a querer?

Atzin tuvo interés por voltear a mirar, pero no quería revelar sus ojos, por lo que limitó a levantar levemente la cabeza para responder en voz baja.

- 6 de maciza.

- Ok, ¿y de tomar?

- Ehmm agua de horchata.

- Muy bien, ya salen.

Atzin asintió levemente mientras el chico marchaba hacia la cocina para agregar la orden.

-Siete tacos de maciza para la mesa, siete - anunció el mesero al llegar a la cocina, donde el renombrado taquero picaba la carne.

- ¿Seis? -preguntó don Esteban con una sonrisa divertida -. Ese muchacho debe tener buen apetito. Espera un par de minutos y te los doy.

- Oye, Leo - lo saludó Sandra, su tía, que entraba con la jarra de Jamaica para rellenar la barra -. ¿A qué hora sale Luis?

- Me dijo que a las cinco - respondió el chico mientras cambiaba la bolsa de los platos sucios que habían traído los otros clientes.

- ¿Le puedes mandar un mensaje a tu hermano? Checa si no puede ir por Mateo, hoy tiene entrenamiento de basquet.

- Si quieres, yo me encargo.

- ¿De verdad? - se giró la mujer, que se agachaba a sacar hielos del refrigerador.

- Sí, no hay problema. Lo recojo en la bici y vuelvo enseguida.

- Está bien, pero no te demores, que ya sabes cómo se pone el tráfico.

- Sí, tía, ¡ah! ¿Me das una horchata? Es para el de la siete.

- ¿De litro o de medio?

- Ay, se me olvidó preguntarle, voy a ver.

Leo volvió a la mesa del desconocido, de aspecto descuidado.

- Disculpe - le dijo al joven, que se sobresaltó al oírlo -. ¿Qué tamaño quiere su horchata? Tenemos de un litro y de medio.

- Eh, de litro.

- Está bien, gracias - dijo el de cabello oscuro volviendo a la cocina -. Será de litro.

- Va - confirmó la mujer llenando un vaso de Unicel con el agua y los hielos antes de entregárselo.

- Leo, ya están listos - avisó don Esteban extendiendo un plato con los seis tacos solicitados.

- ¡Gracias!

El chico fue rápido a la mesa y le sirvió el plato y el agua al cliente.

- Aquí tiene buen provecho.

- Gracias - murmuró el moreno antes de que Leo regresara a la cocina.

Atzin no podía creer lo que tenía frente a él: seis tacos de maciza, jugosos y humeantes, con salsa verde y cebolla picada. Hacía tanto tiempo que no probaba algo tan delicioso, que se le hacía agua la boca. Recordó los días en el laboratorio, donde solo le daban sueros insípidos y pastillas amargas. No había comparación posible entre eso y el sabor de los tacos más populares de la zona.
El muchacho hambriento tomó uno de los tacos y le dio un gran mordisco. El sabor de la carne, el maíz, la salsa y la cebolla explotó en su boca, haciéndolo suspirar de placer. Se sintió como si volviera a la vida, como si recuperara algo que le habían arrebatado. Siguió comiendo con rapidez, devorando los tacos como si fuera un animal hambriento. No le importaba si se manchaba la ropa o si lo miraban raro. Solo quería disfrutar, de ese momento, de esa sensación de felicidad.

Después de acabar con los tacos, Atzin tomó el vaso de horchata y lo bebió de un trago. El agua de arroz con canela y vainilla le refrescó la garganta y le calmó la sed. Se limpió la boca con una servilleta y suspiró, satisfecho. Miró el plato vacío y sonrió pensando: "Valió la pena huir, aunque sean solo por unos tacos", se dijo así mismo el mutante.

Entonces se quedó pensando en algo que, entre que por el sueño y el hambre, no consideró: el dinero, a lo que rápidamente comenzó a buscar entre los bolsillos de la ropa buscando algo de valor.

- ¿Va a ser todo? - preguntó el mesero, quien había regresado tras unos minutos de que el chico terminó de comer.

- Sí, emm... Oiga, emm, ¿Ustedes fían?

El castaño levantó la vista de su libreta frunciendo el ceño hacia el chico molesto y señaló el cartel amarillo chinga pupila que se encontraba por la entrada. "Hoy no se fía, mañana sí"

- Ok, emm ¿y cuánto va a ser?

- El taco está a 3, así que serían 18 y más el agua que está en 30 serían 48 ¿Va a ser en efectivo o tarjeta?

- Efectivo, mira, ten.

-¡ Gra...!- el chico se detuvo cuando vio incrédulo el billete morado de papel de monopoly que para colmo estaba arrugado y roto de la esquina - ¡¿Oiga qué-?!

Atzin no esperó a que el mesero reaccionara. En cuanto vio la cara de sorpresa y enojo del chico, se levantó de la silla y salió corriendo del local. No le importaba dejar atrás el plato vacío y el vaso de horchata. Solo quería escapar de ese lugar y de la furia del taquero.

- ¡Hijo de su-! ¡Ven, acá! -Sin pensarlo dos veces, Leo dejó el billete sobre la mesa y salió tras el fugitivo a toda velocidad, dejando atrás el mandil, comenzando a correr cuán rápido su cuerpo le permitía.

Atzin corría como podía, sintiendo sus piernas cansarse después de tanto tiempo, que no había siquiera acelerado el paso a tanta velocidad, pero la adrenalina lo movía y más al ver al chico persiguiéndolo.

- ¡Alto, ladrón! - gritó Leo, yendo apurado tras Atzin, quien corría como alma que lleva el diablo.

- ¡Déjame en paz! - respondió Atzin, sin detenerse. Sabía que había cometido un error al pagar con un billete falso, pero es que no tenía de otra.

- ¡Vuelve acá! - amenazó Leo, acortando la distancia entre ellos.

Atzin se metió al tianguis, esperando perder al mesero entre la multitud. Pero Leo lo siguió sin dudar. Los dos se abrieron paso entre los puestos, los vendedores, los compradores y los objetos. La gente se quejaba, los insultaba, los esquivaba o los empujaba. Algunos se reían, otros se asustaban. Era un caos.

- Pinche codo, ¡ya te tengo! - exigió el más alto, alcanzando a Atzin por el brazo.

- ¡Suéltame, idiota! - se zafó Atzin, dándole un codazo en el costado.

- ¡hijo de la! ¡Ahora sí me las vas a ver, pendejo!- se quejó soltándolo, pero no se rindió y rápidamente volvió a incorporarse en la corretiza, ahora sí se había enojado en serio.

Atzin rápidamente reconoció a la distancia los ahuejotes de los canales y cambió de dirección hacia allá. Si tenía suerte, se alcanzaría a lanzar hasta los canales y perdería al chico en el agua. Sin embargo, apenas estaba a unos pasos de alcanzar el canal, fue empujado por el chico contra el suelo que se trepó encima de él, comenzando a sujetarlo para que no se le fuera a escapar.

- ¡Te tengo! Ahora sí, pinche ratero. ¡Dame el dinero!

- ¡Suéltame! ¡Loco! - le respondió asustado al ver encima al chico contra quien comenzó a forcejear.

En el forcejeo, el pelinegro fue contra el pelo del chico, tirando así el sombrero, revelando no solo el cabello albino, sino también las branquias, asustando al muchacho.

- ¿¿Pero qué??- Antes de poder reaccionar, sintió cómo el moreno, haciendo uso de su verdadera fuerza, lo tiraba y empujaba lejos de él.

Atzin se dio cuenta demasiado tarde, pero de la fuerza terminó tirando al muchacho hacia al río , dándose cuenta hasta que escuchó el salpicar de su caída en el agua.

Cuando Leo salió del agua, miró a su alrededor. El chico misterioso había desaparecido. Eso solo aumentó su furia, pero ya no podía hacer nada. Salió del canal, empapado, y caminó de vuelta al negocio. Los dueños lo vieron con preocupación.

- Leo, ¿estás b...? - empezó a preguntar don Esteban, pero Leo lo interrumpió.

- Sí, sí, estoy bien - dijo el muchacho, que se notaba de mal humor.

- Bueno - suspiró el hombre, resignado. Sabía que no convenía enfadarlo más -. Puedes irte a cambiar, nosotros nos ocupamos.

- Gracias - dijo Leo, también suspirando.

Tratando de no mojar mucho el suelo, Leo se dirigió a la cocina, que comunicaba con la casa donde vivían. La casa era pequeña y algo desordenada. Tenía una sala, una cocina, un baño y tres habitaciones: la de sus tíos, la de su primo Mateo y la que compartía con su hermano.

La entrada de luz entraba por las ventanas, que estaban cubiertas con cortinas de colores. Había muebles viejos y gastados, pero también algunos adornos y fotos que le daban un toque de calidez que se mezclaba con los aromas del negocio.

Leo llegó a su habitación, que estaba en el segundo piso. Era una habitación sencilla, con una litera donde el dormía en la zona superior, un armario compartido de manera apretada con las prendas de su hermano al lado de un escritorio y una silla que en su mayoría eran controlados por su hermano debido al uso constante que hacía de ellas, después de todo el se solía quedar dormido ahí al llegar de turnos a estudiar medicina. Leo se quitó la ropa mojada y se puso una seca. Se sentó en la cama y suspiró. Estaba cansado y frustrado por lo que había pasado pero intentaba calmarse,puesto que entendía que no había nada más por hacer. Sin embargo,no se podía quitar de la cabeza a ese chico, esas branquias,algo entonces cruzó su mente. Volteó a ver la pizarra, una serie de notas de periódico con hilos rojos y fotografías, entre ellas la de su padre y en otra el título de Genetix al centro.

¿Acaso ese chico sería la respuesta?

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