Capítulo 18: Lazos
Atzin murió.
Cuando murió, el híbrido abrió los ojos de golpe.
Y de inmediato notó que algo extraño envolvía el mundo a su alrededor, aunque no podía precisar qué era.
El cielo tenía el color del vino. ¿Siempre había sido así?
Un astro invisible apenas lo iluminaba.
La luz del cielo no llegaba al suelo, que permanecía en una oscuridad más profunda que cualquier noche.
El suelo no era tierra firme. Era una arena que cortaba y pinchaba. A su alrededor, una bruma grisácea se elevaba del suelo, formando remolinos que danzaban a su alrededor.
En la distancia, un río se comportaba de manera extraña. No fluía en una corriente lineal, sino que se retorcía en remolinos, como si cada corriente quisiera seguir su propio camino. Además, era tan ancho como un lago.
El aire estaba impregnado con el olor a humedad, un aroma terroso y penetrante que se mezclaba con la fragancia intensa y dulce de algún tipo de flor, ¿cempasúchil quizás?
No había viento. El silencio era casi absoluto, salvo por el sonido del río corriendo en rebeldía, y el de las respiraciones de Atzin.
Antorchas dispersas iluminaban tenuemente el paisaje, proyectando sombras imposibles que se dirigían hacia direcciones contrarias las unas a las otras. Estas antorchas parecían enmarcar caminos, delineando rutas posibles a través de la penumbra.
Tratando de levantarse, Atzin sintió una punzada de dolor en sus músculos, como si hubiera estado inmóvil durante mucho tiempo. No podía recordar cómo había llegado allí, ni dónde estaba exactamente. Todo lo que recordaba eran fragmentos, imágenes difusas de momentos pasados, pero nada concreto.
A pesar de la extrañeza del entorno, Atzin se sorprendió al descubrir que no sentía miedo. Había una calma inexplicable en su interior, una sensación de paz que no parecía corresponder con el paisaje a su alrededor.
Quizás se había vuelto loco.
Mientras caminaba, la bruma parecía aclararse y, en ocasiones, se condensaba en figuras vagamente humanas que se desvanecían tan pronto como aparecían. Visiones fugaces.
Llegó a la orilla del río. El agua era oscura, casi negra. No pudo ver el fondo, ni siquiera en la zona más baja. Porque incluso ahí, tuvo la sensación de que el río no tenía fondo.
Alzó la vista, tratando de divisar la orilla contraria. La bruma sobre el río dificultaba la visión. Con esfuerzo, pudo distinguir la silueta de la orilla opuesta. Fue entonces cuando vio algo que le hizo detener la respiración: miles y miles de ojos brillantes, resplandeciendo en la penumbra.
Criaturas recostadas en la arena negra de la otra orilla. No podía ver claramente sus formas, pero los destellos de sus ojos eran inconfundibles. Eran como estrellas reflejadas en un mar oscuro, pero con una intensidad que parecía observarlo fijamente. Atzin sintió un escalofrío recorrer su espalda, no por miedo, sino por la extrañeza de la visión. ¿Qué eran esas criaturas? ¿Estaban esperando algo? ¿O alguien?
-Cuidado -la voz de su padre lo detuvo quedamente, una mano firme posándose en su hombro.
Atzin se volvió hacia él, encontrando en su mirada una paz que nunca había visto en él.
-Mira -dijo su padre, señalando el río.
Atzin volvió la vista hacia el río, siguiendo el gesto de su padre. Los ojos brillantes en la distancia continuaban observándolo, inmóviles, expectantes.
-Es hermoso, ¿verdad? -dijo su padre, su voz un eco de la tranquilidad que reinaba en aquel lugar.
Atzin asintió lentamente, sin apartar la vista del río. Había algo hipnótico en las aguas oscuras, una belleza serena que lo atraía y lo intimidaba al mismo tiempo.
-¿Qué son esos, papá? -preguntó Atzin, su voz un susurro apenas audible. Permitió que su padre lo abrazara pasando su brazo por sus hombros y apegándose a él.
-Son los guardianes del río. Espíritus antiguos que vigilan y guían el paso de las personas que llegan aquí. No debes temerles, pero tampoco debes subestimarlos. Observan, juzgan, deciden..
-¿Deciden?
-Así es.
-¿Qué es lo que deciden?
-Si cruzas el río o si te quedas de éste lado.
Atzin asimiló las palabras de su padre, sintiendo el peso de la decisión que estos guardianes tenían sobre su destino. Sin embargo, el abrazo de su padre lo alejó de la orilla.
-Vamos, hijo -dijo su padre suavemente-. Te he preparado algo.
Atzin siguió a su padre, quien lo llevó por un sendero que se alejaba de la orilla del río. La bruma comenzaba a disiparse ligeramente, revelando más detalles del paisaje. Árboles retorcidos y flores luminosas adornaban el camino, creando un ambiente casi mágico.
Tras unos minutos de caminata, llegaron a un claro donde una manta estaba extendida sobre la hierba, y sobre ella había comida recién preparada. Un picnic. Atzin se detuvo, sorprendido.
-Ven, siéntate -le dijo su padre con una sonrisa, guiándolo hacia la manta.
Atzin se sentó, observando la comida: frutas frescas, panes suaves y una jarra de agua cristalina. Su corazón se sintió ligero. Conocía ese momento. Lo recordaba.
Miró a su alrededor con un sobresalto. ¿Acaso...?
Los árboles se transformaron en verdes y frondosos, la bruma se disipó por completo y el aire se llenó del cálido aroma de un día soleado. Atzin parpadeó, y de pronto, se encontró en un paraje campestre, viviendo un recuerdo con sus padres. Estaban en un picnic en el parque hace muchos años, y él era un niño.
. . .
-Mira, Atzin, preparé tus favoritos -dijo su madre con una sonrisa, extendiéndole un plato lleno de duraznos cortados.
-Gracias, mami -respondió el pequeño Atzin, tomando el plato con entusiasmo.
Su padre se sentó a su lado, observándolo con amor y orgullo. Era un día perfecto, con el cielo azul y el sol brillando cálidamente. La risa de su madre y el murmullo de las hojas al viento creaban una melodía que parecía envolver todo el momento en una burbuja de felicidad.
-¿Te gusta, hijo? -preguntó su padre, alcanzando una de las frutas del plato de Atzin y dándosela.
-Sí, está muy rica -dijo Atzin, mordiendo una jugosa rebanada de mango-. ¿Podemos hacer esto más seguido?
Su padre sonrió y asintió. -Claro que sí
Atzin asintió con entusiasmo, disfrutando de cada bocado. Mientras comían, su padre comenzó a contarle historias de su juventud, aventuras en lugares lejanos y lecciones aprendidas.
-Recuerdo una vez, cuando tenía tu edad -comenzó su padre, mirándolo con una expresión pensativa-. Fui al río con mi padre. Era un río grande y caudaloso por ahí en las afueras, y me enseñó a nadar. Me decía que siempre debía respetar el agua, pero no temerle.
-¿Y qué pasó después? -preguntó Atzin, intrigado.
-Aprendí a nadar, aunque me llevó tiempo. Pero más importante, aprendí a enfrentar mis miedos¡A ser fuerte!
-Yo soy muy valiente -exclamó Atzin, inflando ligeramente el pecho.
-¿Ah si?
-¡Si!
Aunque su madre no participaba activamente en la conversación, su presencia era reconfortante. Estaba ocupada disponiendo más comida, cortando pan y sirviendo agua. De vez en cuando, miraba a Atzin y su padre con una sonrisa, feliz de verlos tan unidos.
-Gracias mamá -dijo Atzin en un momento, mirándola con gratitud.
-De nada, cariño -respondió su madre, acariciando su cabello brevemente antes de volver a sus tareas.
El picnic continuó, y Atzin se dejó llevar por la nostalgia. Recordaba cada detalle: la textura del pan, el sabor dulce de las frutas, la risa de su madre y la mirada protectora de su padre.
Un perro calvo estaba tumbado a poca distancia, observándolos fijamente. Eso no lo recordaba.
Después de comer, Atzin y su padre se levantaron para jugar. Corrieron por el campo, riendo y disfrutando del sol. Su padre lo levantó en el aire, girándolo mientras ambos reían a carcajadas. El pequeño Atzin gritaba de alegría, sintiendo el viento en su rostro y la seguridad de los brazos fuertes de su padre.
-¡Más alto, papá! ¡Más alto! -exclamaba Atzin, riendo.
Su padre lo bajó suavemente, todavía riendo. -¿No te da miedo?
-¡No! ¡Más alto!
- Ojalá nunca no se te quite lo valiente,¡Vas! -gritó el padre alzándole a los aires otra vez.
Con el paso de las horas, el sol comenzó a descender en el horizonte, bañando el campo con una cálida luz dorada. Las sombras se alargaron, y el aire se volvió más fresco. Atzin y su padre regresaron a la manta, donde su madre había estado observándolos con una sonrisa serena.
-Es hora de descansar un poco -dijo su madre, arreglando la manta para que todos pudieran acomodarse cómodamente.
Atzin se dejó caer sobre la manta con un suspiro de satisfacción, sintiendo el suave cosquilleo de la hierba bajo él. Miró hacia el cielo, que empezaba a oscurecerse, cambiando del azul brillante a tonos de púrpura y rosa.
El cielo se transformó gradualmente, y las primeras estrellas comenzaron a brillar, pequeñas luces titilantes en la inmensidad del espacio. Atzin se recostó sobre la manta, observando con fascinación cómo las estrellas aparecían una a una, como si alguien estuviera encendiendo diminutas lámparas en el firmamento.
-Mira, Atzin, la primera estrella de la noche -dijo su padre, señalando una brillante estrella solitaria que destacaba en el cielo.
Atzin siguió la dirección del dedo de su padre y sonrió. -Es hermosa, papá.
Su padre se recostó a su lado derecho, acomodándose junto a él. -Sí, lo es. Las estrellas siempre han sido nuestros guías, mostrando el camino cuando todo parece oscuro.
Poco después, su madre también se recostó a su lado izquierdo, completando el círculo familiar bajo el manto estrellado. Atzin se sentía completamente seguro y amado, rodeado por sus padres y envuelto en la belleza de la noche.
El pequeño Atzin comenzó a sentir el cansancio del día de juegos y risas. Se giró ligeramente y usó el hombro de su padre como almohada. Su padre, en respuesta, lo abrazó con ese mismo brazo, acercándolo más y brindándole una sensación de protección infinita.
-Te quiero -murmuró Atzin, sus ojos ya medio cerrados.
-Yo también te quiero, hijo -respondió su padre, su voz baja y cálida-. Descansa ahora. Hoy ha sido un buen día.
Atzin cerró los ojos, dejándose llevar por la paz del momento. El suave murmullo de la brisa nocturna y el canto de los grillos se mezclaban con la respiración tranquila de sus padres a su lado. Era un momento perfecto, una burbuja de amor y serenidad en medio de la vastedad del universo.
Sentía el brazo protector de su padre alrededor de él y la presencia cálida de su madre cerca. Era como si nada malo pudiera alcanzarlo mientras estuviera con ellos. El cielo seguía llenándose de estrellas, cada vez más brillantes, como un manto de luces que cubría el mundo entero.
...
Atzin parpadeó y se encontró de nuevo en el claro, con la manta extendida y la comida ante él. Su padre seguía a su lado, pero el paisaje había vuelto a su estado original. No había rastro de su madre, aunque el perro que había estado merodeando a su alrededor durante toda la jornada si estaba ahí aún. Su padre acariciaba al mismo detrás de sus orejas.
Atzin se sentó a su lado, y dejó que el animal se le acercara y lamiera sus manos. Rió y acarició al animal mientras recostaba su cabeza en el hombro de su padre.
Él lo abrazó por los hombros.
Entonces Atzin hizo la pregunta que estuvo evitando durante todo el día. Aunque más que pregunta, fue una afirmación cuando la dejó salir de sus labios: -¿Estoy muerto?
Su padre afianzó su abrazo sobre Atzin antes de responder.
-¿Porqué lo estarías?
-No lo sé. Pero estás aquí, conmigo.
Su padre rió por lo bajo. Lo supo cuando lo sintió sacudirse levemente bajo él.
-No, hijo. No estás muerto.
-¿Entonces porqué estoy aquí?
-Error burocrático.
-No es gracioso pa'.
Su padre volvió a reír. Entonces se giró y depositó un amoroso beso sobre la frente de su hijo.
-Aún eres muy joven como para venir a este lugar, Atzin. No es tu momento aún.
Atzin asintió, triste y desalentado. Qué curioso, se suponía que tenía que sentir lo contrario, ¿no?
-Mi niño -continuó su padre-. Quiero que sepas que estoy orgulloso de ti. Y lo estaré más cuando hagas las maravillas que tu madre espera de ti.
El corazón de Atzin, ya de por sí herido, se estrujo dentro de su pecho.
-¿Mamá?
-Si, mi niño -volvió a besar su frente, y entonces se apartó-. Me encantó volver a estar contigo. Pero es hora de seguir tu camino
Atzin se quedó en silencio por un momento, procesando las palabras de su padre. Sabía que este encuentro había sido un regalo, una oportunidad para reconectar con una parte de su vida que pensaba perdida para siempre.
-Papá, ¿volveré a verte? -preguntó, su voz temblando ligeramente.
Su padre lo miró con una ternura infinita y asintió.
-Siempre estaré contigo, Atzin. En tu corazón, en tus recuerdos. Y cuando llegue el momento adecuado, nos volveremos a encontrar. Pero ahora, debes regresar.
El perro negro, que había estado observando en silencio, se acercó más a Atzin, empujando suavemente su mano con el hocico. Atzin entendió el gesto.
Se levantó lentamente, sintiendo la calidez del abrazo de su padre desvanecerse mientras se alejaba. El perro negro se levantó también, mirándolo con sus ojos brillantes.
-Te amo, papá -dijo Atzin, su voz quebrada por la emoción.
-Y yo a ti, ranita -sonrío débilmente el hombre entre lágrimas
Atzin asintió una vez más, con lágrimas en los ojos, y se giró para comenzar a caminar de regreso al río. Cada paso era pesado, pero sentía una fuerza renovada en su interior. No sabía porqué, pero eso era lo correcto.
...
El paisaje de aquel lugar, aunque oscuro y misterioso, ya no le parecía tan intimidante. El perro negro caminaba a su lado, su presencia reconfortante y constante.
Luego de un rato, llegó a la orilla del río, el agua oscura aún se movía en remolinos inconexos. Observó el paisaje a su alrededor, notando los detalles que antes habían pasado desapercibidos. Árboles retorcidos con hojas negras y flores blancas luminosas se erguían como guardianes silenciosos. Aquí y allá, espíritus vagaban sin rumbo fijo, sus formas etéreas apenas visibles a través de la bruma.
Las criaturas de ojos brillantes que había visto antes seguían recostadas en la arena negra de la otra orilla, observándolo con una intensidad casi hipnótica. Perros similares al que lo acompañaba se movían cerca del río, sus ojos brillando con una inteligencia inquietante.
Atzin se paseó de aquí para allá, sin saber exactamente qué hacer. La bruma y el paisaje misterioso lo mantenían en un estado de alerta tranquila. Se preguntaba si debía cruzar el río, pero algo lo detenía. La sensación de que aún había algo que debía entender, algo que debía descubrir antes de continuar.
Se detuvo un momento para observar el río, recordando las palabras de su padre y el sentimiento de seguridad que había sentido en su presencia. El perro negro que lo había guiado hasta ahora se mantenía cerca, observándolo con sus ojos brillantes.
De repente, Atzin notó que el perro que lo había acompañado durante todo el trayecto comenzaba a alejarse. Se alarmó momentáneamente y corrió tras él, temeroso de perder a su guía en este mundo extraño.
-¡Espera! -llamó, pero el perro no se detuvo.
Atzin lo siguió a través de un sendero que se adentraba en una pequeña colina. Mientras subía, vio cómo el perro se acercaba a otra figura.
Era otro perro, pero este tenía una apariencia diferente, más imponente y majestuosa. Era antropomórfico, con una presencia que irradiaba autoridad y sabiduría.
El perro se detuvo ante la figura, y Atzin se quedó atrás, observando con cautela. El perro antropomórfico estaba sentado sobre unas rocas, esperando pacientemente. Sus ojos brillaban con una luz intensa. Lo más inquietante era que, aunque sus labios no se movieron, Atzin escuchó su voz resonar en su mente, potente y clara.
-He estado esperando por ti, Atzin.
Atzin dio un paso atrás, asustado por la visión y la voz que reverberaba en su cabeza sin que la figura pronunciara palabra alguna. Miró al perro a su lado, buscando consuelo, pero el perro solo observaba con calma.
El ser extendió una mano y acarició suavemente la cabeza del perro guía de Atzin. El perro cerró los ojos y meneó la cola, mostrando una rara expresión de tranquilidad y confianza. El ser siguió acariciando al perro, sus movimientos fluidos y llenos de afecto.
-¿Quién eres? -preguntó Atzin, su voz temblorosa.
-Soy una sombra y una luz -respondió la figura, sin mover los labios, su voz resonando en la mente de Atzin-. Soy el guardián y el observador, el que camina entre mundos.
Atzin trató de calmar su corazón acelerado.
-¿Por qué estoy aquí?
El ser continuó acariciando al perro, su mirada fija en Atzin. -Cada paso que das es una pregunta, cada aliento una respuesta. El propósito no es un destino, sino el camino mismo.
-No entiendo -dijo Atzin, su frustración mezclándose con la curiosidad.
-La comprensión es un río, siempre fluyendo, nunca detenido. A veces debemos navegar sin ver la orilla, confiando en que el curso nos llevará donde debemos estar.
Atzin se quedó en silencio, asimilando las palabras del ser. Finalmente, la figura se levantó de las rocas y se acercó a él. Su presencia era imponente, pero también tranquilizadora.
-Debes saber, Atzin, que tu viaje en este mundo no ha terminado porque aún no ha comenzado verdaderamente. No es aquí donde tu destino se desenvuelve. Seré tu guía, pero no por estos senderos del Mictlán, pues aún no es tu hora de recorrerlos.
Atzin lo miró, sus ojos llenos de preguntas sin respuesta.
-¿Entonces, qué debo hacer? -preguntó, buscando desesperadamente una dirección clara.
La figura inclinó la cabeza ligeramente, como si meditara sobre la mejor manera de responder.
-Vigilaré tu andar en el mundo de los vivos -dijo finalmente, su voz resonando con una gravedad que parecía llenar el aire-. Tus acciones serán observadas, cada elección un hilo en el vasto tapiz de tu destino que se está entretejiendo con cada alma que estás tocando,aún si tarde o temprano esos caminos se verán obligados a separarse... Ve ahora, y vive con el conocimiento de que tus pasos son seguidos con atención.
Atzin sintió una mezcla de alivio y responsabilidad, pero también una gran confusión. Tartamudeó, sintiéndose abrumado.
-No entiendo nada. ¿Qué significa todo esto? No sé qué hacer -dijo, su voz temblando.
El ser misterioso comenzó a acercarse, mientras hablaba con profundidad.
-Confía en mí, pues soy tu sustento. Soy tu fuerza en la oscuridad. Cuando sientas que te pierdes, recuerda que soy tu sostén. En cada duda, en cada temor, yo estoy contigo. Ahora eres mío,y siempre cuidaré de los míos.
Con cada palabra, Atzin sintió una ola de calma y fortaleza invadir su ser. Las palabras resonaban en su mente y corazón, dándole el valor que necesitaba. Finalmente, el ser se detuvo frente a él y lo abrazó. Atzin, conmovido y al borde de las lágrimas, sintió una profunda paz.
Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas, no de tristeza, sino de una mezcla de alivio y gratitud.
Se sintió protegido y amado, como no lo había sentido en mucho tiempo.
El ser inclinó su cabeza y, al igual que su padre antes, besó su frente con ternura.
-Recuerda siempre, Atzin -susurró el ser-. Tu camino es observado, y tu corazón es conocido. Vive con valentía y propósito, y nunca estarás solo.
Porque tú,sangre mía,estás destinado a la grandeza..
El ser se separó de Atzin, palmeando sus hombros con suavidad y limpiando las lágrimas de sus mejillas con sus pulgares. Atzin sintió el toque cálido y reconfortante, como si todo su ser estuviera siendo fortalecido por la presencia del ser.
-Necesitará un guía terrenal, un guía canino, algún día -murmuró el ser para sí mismo, como si ya planeara los próximos pasos del viaje de Atzin.
Entonces, enderezándose, el ser habló con una voz llena de autoridad y poder que resonó en todo el entorno:
-¡DESPIERTA YA, MI NIÑO!
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Leo se sacudió de su sueño abruptamente, una brisa inesperada rozó su rostro, arrancándolo de las profundidades del sueño. Por un instante, permaneció inmóvil, sumergido en la confusión; el sillón donde se encontraba no era el lugar donde había elegido descansar. Se suponía que debía estar en el cuarto de invitados, velando por Atzin. ¿Cómo había terminado en ese sillón?
Con la mente aún embotada por el sueño, se levantó lentamente, observando cómo la luz del amanecer se filtraba a través de las ventanas, bañando la casa con tonalidades de naranja y rosa. Se movió en silencio, cada paso marcado por el despertar de la ciudad.
Al pasar junto a la puerta entreabierta del cuarto de Ameyali, una escena tierna capturó su atención: Ameyali y Sayuri, enredadas en un abrazo de sábanas, dormían en paz, ignorantes del calor que comenzaba a invadir la habitación. Ameyali murmuraba en sueños, sus palabras se perdían en el silencio.
Continuó adelante, pasando por el estudio repleto de libros que contaban innumerables historias. Alondra descansaba en el sillón, su respiración tranquila contrastando con el reciente caos, y en el suelo, Adriana y David yacían envueltos el uno en el otro, cubiertos por sábanas desordenadas.
Leo se detuvo un momento para observarlos, una sonrisa fastidiosa cruzó su rostro antes de dirigirse al cuarto de invitados.
Entonces se detuvo en seco, una bofetada de sorpresa lo sacudió al ver la escena ante él. En la habitación, iluminada por la luz suave del amanecer que se colaba por la ventana, se revelaban las figuras de la señora Iztli y un hombre alto, de piel bronceada, cabello corto y negro sin peinar, y lentes redondos, de presencia tranquila al lado del colchón donde yacía Atzin, murmurando cánticos con unas velas encendidas que resguardaban al muchacho como una danza de llamas controladas por la mujer.
-Ya está... -dijo el hombre con voz serena, tocando suavemente el mentón de Atzin, asegurándose de su comodidad- Necesitará unos días para recuperarse, pero va a estar bien, más fuerte que nunca.
-Gracias... -murmuró la señora Iztli, su voz llena de gratitud y alivio.
Atzin, bajo la cuidadosa vigilancia del hombre y la señora Iztli, empezó a mostrar signos de recuperación. Su piel, antes pálida, iba recobrando poco a poco su color natural, un rubor que indicaba el regreso de la vida a su cuerpo. Sus párpados temblaron, y un suspiro se escapó de sus labios, como si estuviera dejando atrás el peso de un sueño oscuro y agitado.
El hombre permanecía inmóvil, observando con serenidad, como si pudiera percibir el proceso de curación interna de Atzin. La señora Iztli, con una mano sobre el pecho del joven, sentía el latido constante de su corazón, cada pulsación un canto silencioso a la vida.
Desde su escondite, Leo sintió un alivio tan profundo que casi lo delata. Atzin estaba vivo, se estaba sanando, y eso era todo lo que importaba en ese momento.
El hombre se puso de pie con una compostura que parecía emanar la serenidad de la madrugada.
-Es mejor que me retire, señora -dijo con una voz que, aunque suave, llevaba la certeza de un eco en la quietud- No quisiéramos causar una conmoción con tantos macehuales en la casa a punto de despertar.
-Le estoy muy agradecida...
Con un asentimiento que parecía sellar un acuerdo tácito, el hombre se giró y caminó hacia la puerta, acompañado por la mujer.
Leo, oculto en el baño contiguo, observaba a través de la rendija de la puerta semiabierta. Su respiración se contuvo cuando notó algo peculiar: las huellas enlodadas de un perro que parecían seguir al hombre. Eran claras, marcadas en el suelo, como si un animal invisible caminara junto al desconocido. Leo se quedó quieto, su mente luchando por comprender la visión de las huellas que acompañaban al hombre hasta que ambas figuras, el hombre y las huellas, se desvanecieron de la habitación.
Entonces su mente regresó a Atzin. Se apresuró hacia el cuarto de invitados, donde el muchacho yacía en proceso de recuperación.
Al acercarse, Atzin emitió un leve gruñido, signo de que estaba despertando. Sus ojos se abrieron ligeramente, y con voz ronca y débil, murmuró:
-¿Leo...?
La emoción invadió a Leo, y sin poder contenerse, lo abrazó con fuerza.
-¡Atzin!
exclamó, su voz temblorosa por la intensidad del momento. Pero el abrazo fue demasiado para las heridas aún sensibles de Atzin, quien gimoteó suavemente por el dolor repentino.
Inmediatamente, Leo aflojó su agarre, consciente de su error.
-Lo siento, lo siento -se disculpó, su voz ahora un susurro lleno de preocupación.
Se apartó ligeramente, mirando a Atzin con ojos llenos de alivio y gratitud.
-Dios santo, yo pensé que... que... - Las palabras se le escapaban, incapaz de expresar el torbellino de miedo y alivio que había sentido.
-Leo, estoy bien -dijo Atzin.
-¡No me espantes así! -exclamó Leo con un tono molesto, dándole un sape —¡No te puedo dejar solo ni diez minutos porque ya estás dejando que te maten!
-¡EY! - protestó Atzin, aún adormilado aunque sin poner resistencia
Leo se calmo y dejo salir una sonrisa aliviada, apartó con cuidado el cabello de la frente de Atzin, permitiéndole ver mejor su rostro. Los latidos de Atzin se aceleraron ligeramente ante el tacto de Leo, quien parecía realmente emocionado de verlo despierto. La perspectiva de Leo era de puro alivio, sintiendo a Atzin ante él como un milagro, mientras con ternura acariciaba su rostro, retirando los mechones sudorosos que se adherían a su piel.
Las branquias de ajolote de Atzin se inclinaban a sus lados, vibrando suavemente, como si estuvieran a la espera de algo, anticipando la cercanía con Leo. Atzin tomó un respiro profundo, intentando reunir la energía para reincorporarse tratando de ignorar sus mejillas coloradas. Miró a Leo con ojos que aún reflejaban el velo del sueño y preguntó con voz ronca:
-¿Qué día es hoy...?
Leo, que había estado tan absorto en el alivio de ver a Atzin despierto, parpadeó sorprendido antes de responder apartando sus manos de su rostro.
-Hoy... ¿Hoy? 24 de agosto.
Un momento de silencio se extendió entre ellos, un instante suspendido en el tiempo. Luego, casi al unísono, sus ojos se encontraron y una comprensión mutua los iluminó. Una sonrisa se dibujó en sus rostros al darse cuenta de que fecha se trataba
Era el cumpleaños de Atzin
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La mañana se desplegaba tranquila y acogedora en la cocina, donde Adriana daba los últimos toques a una serie de cafés personalizados. La luz del amanecer se filtraba a través de la ventana, bañando la habitación con un brillo dorado que realzaba los colores vibrantes de las tazas de barro pintadas.
Para ella misma, Adriana eligió una taza azul marino con girasoles, llenándola con un café aromático espolvoreado con canela y suavizado con leche, una combinación que prometía calidez y confort.
David, con una preferencia por lo clásico, recibió su café en una taza de barro puro adornada con detalles rojos y negros en un patrón intrincado, conteniendo café puro, fuerte y sin adulterar.
Sayuri, cuya taza amarilla con colibríes evocaba la dulzura y la ligereza, disfrutaría de su café con leche, endulzado generosamente con tres cucharadas de azúcar, una bebida que parecía danzar al ritmo de su espíritu alegre.
Leo, con una taza que llevaba la cara de Chayanne impresa, recibiría un café con canela y dos de azúcar, una mezcla que seguramente le arrancaría una sonrisa con cada sorbo, recordándole el carisma del famoso cantante.
Para Atzin y Alondra, las tazas rosas no contenían café, sino chocomilk, una bebida dulce y reconfortante que prometía ser suave para Atzin y perfectamente adecuada para la jovialidad de Alondra.
Adriana se movía con una gracia cuidadosa entre la cocina y la sala, sus manos sosteniendo las tazas de barro pintadas con la delicadeza de quien conoce el valor de los pequeños detalles. Una a una, entregaba las tazas, cada gesto un acto de servicio y cariño, hasta que finalmente llegó a Atzin.
Con una suavidad especial, colocó la taza rosa frente a él, su mirada cargada de una preocupación matizada por la esperanza. La transición fue suave, del aroma reconfortante del chocomilk a la tensión palpable en la sala.
Atzin, aún frágil, reposaba en el sillón, el centro del grupo de niños. Adriana se acercó a él, sus ojos reflejaban una disculpa sincera mientras sus manos se entrelazaban nerviosamente.
-De verdad lo siento tanto, Atzin. Si hubiera sabido, jamás te hubiéramos dejado ir solo -dijo ella, su voz cargada de remordimiento.
Atzin, intentando aligerar la atmósfera, le ofreció una sonrisa débil y respondió:
-No te disculpes, no pasó nada.
Pero antes de que pudiera continuar, Ameyali intervino, su tono era firme y su mirada directa:
-¿¡Cuál nada?! Atzin, recibiste dos disparos.
Atzin se encogió de hombros, tratando de restar importancia a sus heridas, mientras una sonrisa juguetona asomaba en su rostro.
-Bueno, pero... ¡ya estoy bien!
Ameyali, con un gesto teatral, cruzó los brazos y lo miró con una sonrisa burlona.
-A ver, párate tú solo si estás tan bien -lo desafió, sabiendo que aún no estaba listo para hacerlo.
-...Caes mal
La señora Itzli se aclaró la garganta, captando la atención de todos en la sala.
-De hecho, justo quería hablar con ustedes al respecto -comenzó, su voz firme y calmada-. Como ven, Atzin va a necesitar varios días de reposo y para que sane bien vamos a tener que ayudarlo en lo que se va recuperando.
Atzin abrió la boca para protestar, pero la señora Itzli levantó una mano, pidiendo silencio.
-Shh! -la mujer lo calló, y Atzin se encogió de hombros, resignado, llevando su taza de chocomilk a los labios.
-El punto es que lo mejor sería repartirnos las actividades para cambiar los vendajes
-Eso lo puedo ayudar yo -intervino Ameyali rápidamente, dispuesta a asumir esa responsabilidad.
-Las comidas
-Eso puedo ayudar yo-comentó Adriana cargando a su niña
- Y a Bañarlo
-¡Safo! -gritó Sayuri
Lo que dejaba a Leo y a David como las únicas opciones restantes.
Atzin dirigió su mirada hacia Leo, y en ese intercambio silencioso, un rubor sutil tiñó las mejillas de ambos. Atzin, con un tono de independencia forzada, comenzó a intervenir.
-¡No hace falta! ¡Yo puedo solo! -exclamó, intentando disipar la situación vergonzosa.
-Necesitamos asegurar que las heridas no se infecten, además necesitarás ayuda para cambiarte y secarte -insistió la señora Itzli, con una voz que mezclaba preocupación y firmeza.
-¡De verdad, yo puedo solo! -repitió Atzin, su voz subiendo un poco de tono.
Leo, sentado en el sillón, se encontraba visiblemente sonrojado y Ameyali, captando la tensión y el evidente rubor de Leo, no pudo contener una risa y le dio un codazo juguetón.
-Ándale -dijo con una sonrisa burlona, provocando que Leo soltara un "¡Shst!" apresurado, pidiendo silencio y tratando de ocultar su vergüenza con una mano sobre su rostro.
David, que había estado observando la escena con una sonrisa contenida, no pudo evitar una breve risa al ver a Leo y Atzin tan apenados. Así que para salvarlos un de su propia vergüenza, levantó la mano
– Yo lo hago
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El baño estaba impregnado de vapor, una neblina suave que se elevaba del agua caliente de la bañera, creando un ambiente cálido y relajante. La luz era tenue, filtrada a través de una cortina que difuminaba los rayos del sol, otorgando al espacio una sensación de intimidad y calma. Los azulejos reflejaban el brillo húmedo, y el aire llevaba el aroma limpio y fresco de jabón.
Atzin estaba sentado en la taza del baño, envuelto en una toalla con una llamativa imagen de tiger de whinnie Pooh que le daba un toque de color y vitalidad al entorno. Su postura era tensa, una mezcla de incomodidad y resignación en su expresión mientras sostenía la toalla firmemente alrededor de su cintura.
David, por su parte, estaba inclinado sobre la bañera, su mano sumergida en el agua, ajustando la temperatura. Se movía con una eficiencia tranquila, asegurándose de que el agua estuviera justo en el punto de calor adecuado para no ser ni demasiado caliente ni incómodamente fría para Atzin,no quería hacer ajolote ya sea hervido o a la titanic.
– Muy bien,ya está. Al agua
—Oh —murmuró Atzin, mientras sus mejillas se encendían—. No, no. Gracias por ayudarme, pero a partir de ahora puedo hacerlo solo.
—No seas payaso —replicó David, sentándose en el borde de la tina y comprobando la temperatura del agua.
—Enserio, David, no necesito ayuda para esto —insistió Atzin, rascándose el brazo con incomodidad.
—No puedes agacharte —señaló el mayor, mirándolo—. Solo con eso no podrás desvestirte, secarte y vestirte de nuevo.
Atzin cerró la boca.
—Quizás, pero...
–Además, ¿qué tiene? —David se encogió de hombros—. Los dos somos hombres. Tengo un pito igual que tú.
—¡David! —las mejillas de Atzin se tiñeron aún más.
—¿Qué? No estoy diciendo mentiras —David se detuvo, y después pareció dudar cuando bajó la mirada—....Porque aún lo tienes, ¿verdad?
Atzin se le quedó mirando con los ojos muy abiertos, los labios apretados, con la cara tan roja que auténticamente parecía un ajolote.
Entonces le soltó un pequeño puntapié en la espinilla, inofensivo.
—Claro que tengo, tarado —bufó Atzin, aunque una sonrisita nerviosa salió a relucir en su rostro.
—Ah, bueno —suspiró con alivio David—. Buenas noticias para el Leo, entonces.
—¡David!
—Ya, ya. Deja de chillar —suspiró y se puso de pie, mirando a Atzin a los ojos—. No pasa nada, carajo. Deja de actuar como un niño y empieza a colaborar. Los hombres nos vemos así todo el tiempo.
—¿Si? pues yo no.
—Porque eres un niño.
—No soy un niño —Atzin se cruzó de brazos– Es más,hoy cumplo 18
—Entonces recoge tus canicas, ponlas en su lugar, y compórtate como el hombre que eres.
Atzin exhaló un suspiro de fastidio, la frustración por su situación temporal de dependencia era evidente en su expresión. Con un movimiento decidido, se despojó de la toalla con estampado de tigre y, con resignación, entró en la bañera.
Y mientras lo hacía, David lo miraba con una sonrisita fastidiosa en el rostro.
—Pensándolo mejor, son maravillosas noticias para Leo.
—¡David!
El contacto inicial con el agua fresca le arrancó otro suspiro, pero esta vez fue de alivio, el frescor del agua acariciando su piel le brindó un momento de confort inmediato.
David, mientras tanto, había tomado el shampoo de niños, una elección hecha con precaución dada la mutación única de Atzin. No querían arriesgarse con productos químicos fuertes que pudieran afectar adversamente su condición. Con cuidado, David comenzó a aplicar el shampoo en la cabeza de Atzin, sus dedos trabajando con suavidad entre los cabellos y las branquias, asegurándose de limpiar sin causar molestias.
El agua caliente caía en cascada, envolviendo a Atzin en una sensación de seguridad y confort que contrastaba con el recuerdo que emergía en su mente, un recuerdo que lo arrastraba de vuelta a aquel día caótico y ensangrentado.
Mientras yacía allí, en la penumbra del baño, el vapor del agua caliente envolviéndolo como un manto, Atzin se encontraba en una encrucijada de emociones. Los recuerdos del enfrentamiento de David con su padre asaltaban su mente con la fuerza de una tormenta inesperada, cada imagen una punzada de ansiedad que le robaba el aliento. La furia desatada de David, la sangre, el sonido sordo de los golpes, todo se reproducía en su cabeza con una claridad aterradora.
Y ahora, mientras David cuidaba de él en la bañera, Atzin luchaba con el conocimiento de que David estaba siendo perseguido por un crimen atroz pero que a su vez fue el quien lo salvó. De no ser...
—Prometo que no diré nada —susurraba Atzin, su voz apenas audible sobre el murmullo del agua—Pero... ¿Podría saber qué pasó?
—¿De qué? —preguntaba David, su atención fija en la tarea de cuidar las heridas de su amigo.
—De lo de tu madre... —la confesión colgaba en el aire.
David frenó en seco, un suspiro ronco escapó de sus labios mientras dejaba de tallar a Atzin. La tensión se apodero de su cuerpo, y por un momento, solo el sonido del agua perturbaba el silencio.
—¿Cómo sabes tú de eso?
Atzin sintió un nudo en el estómago, su mente giraba frenéticamente buscando una excusa. Era como si una ruleta de mentiras girara en su cabeza, cada opción más arriesgada que la anterior. No podía revelar la verdad sobre la detective; eso complicaría las cosas aún más.
—Bueno, es... —Atzin tartamudeó, sin embargo, por milagro logró retomar la compostura—No iba a ir de un lado a otro con unos desconocidos. Yo... Eh... Usé el celular de Leo para investigar sobre ustedes... Y sobre ti, pues... Hay muchas cosas en internet, casi ninguna buena.
A David se le erizó la piel y su agarre sobre Atzin se volvió firme. Ahora Atzin temía que tuviera que evitar ser ahogado en la bañera... ¿Aunque sería viable siendo ajolote? Sin embargo, notó las manos de David estirándose y doblándose, se estaba regulando, y poco a poco pudo escuchar su voz hablar con pesadez.
—...Mis padres... eran violentos... principalmente mi padre, mi madre lo dejaba pasar... —Su voz se quebró ligeramente, y por un instante, pareció que las palabras se negaban a salir— Pedí ayuda, pero... nunca pasó nada.
—¿Por qué...? —Atzin interrumpió, su voz apenas un susurro.
—Son... es capitán en la policía. —David desvió la mirada, como si el simple hecho de decirlo en voz alta le causara cólera.
Un silencio incómodo se instaló entre ellos, roto solo por el goteo del agua. David tomó una respiración profunda antes de continuar.
—Hubo un día que... él dejó la caja de su pistola abierta... y yo estaba harto de todo...
David se detuvo, su respiración se hizo más pesada, como si cada palabra le costara un esfuerzo sobrehumano.
—...A quien yo quería matar era a él... pero era de noche y... —David tragó saliva, su voz un susurro tembloroso— ...y confundí las sombras en la cama...
Atzin evaluó la sensación cuando pensaba en las compañeras de David, sobre todo en esta Adriana.
—¿Adriana lo sabe...? —preguntó Atzin, su voz apenas audible sobre el murmullo del agua.
David negó con la cabeza, apartando la mirada, su expresión era un torbellino de culpa.
—...Lo del asesinato no, todavía no bien... pero planeo decirle... —Su voz se forzó, y por un momento, pareció que las palabras se negaban a salir— Pero no he encontrado el coraje.
Atzin observaba a David, sus ojos reflejaban una comprensión profunda. A pesar de la dureza que David mostraba al mundo, Atzin podía ver la bondad subyacente, la fuerza protectora que emanaba de él y era esa misma fuerza la que había salvado a Atzin.
—David
—¿Si..?
-...puede que no lo creas de ti mismo, pero no eres mala persona. ...
David quedó quieto, y por un momento, el peso de su cuerpo pareció aligerarse.
-Y me da paz, saber que, a pesar de todo, nos protegerías... Y se que Adriana también opina lo mismo
David se quedó callado, la tensión en sus hombros evidenciaba la carga emocional del momento que no se terminaba de disipar completamente. Atzin, sin mirarlo directamente, escuchó lo que parecía ser un sollozo contenido;
Estaba a punto de hablar cuando David, con un movimiento repentino, abrió la manguera de la regadera a presión apuntando directamente sobre la cabeza del chico.
El agua golpeó a Atzin, sorprendiéndolo y cortando cualquier intento de conversación. Las gotas salpicaban, llenando el baño con el sonido de un aguacero improvisado. Atzin cerró los ojos, dejando que el agua limpiara no solo su cuerpo, sino también el aire pesado entre ellos. A veces, el silencio y el simple acto de continuar con la rutina eran la mejor forma de apoyo que podían ofrecerse el uno al otro.
.
.
.
Tras terminar Atzin salió del baño, el calor del agua aún persistía en su piel, dejando una sensación de limpieza y renovación. Se apoyó en David para caminar hacia el cuarto de invitados donde se cambiaría, moviéndose con cuidado debido a las heridas que aún le dolían.
Al pasar por el pasillo, notó al final del mismo a Leo, Adriana y Sayuri, quienes estaban inmersos en una conversación. No podía oír lo que decían, pero la energía de su interacción era palpable incluso a la distancia. Atzin les dedicó una mirada curiosa antes de entrar al cuarto de invitados, preguntándose qué estarían tramando sus amigos. Con un suspiro suave, cerró la puerta detrás de él, listo para vestirse y enfrentar el día que le esperaba.
Con la ayuda de David, Atzin se vistió cuidadosamente, sintiendo la tela fresca de una nueva camisa de manta deslizarse sobre su piel. La camisa era de un blanco puro, con detalles bordados en tonos azulados que simulaban el fluir del agua, un diseño que parecía cobrar vida con cada movimiento. Las mangas holgadas llegaban hasta sus codos, permitiéndole una libertad de movimiento que apreciaba especialmente dada su condición.
Al terminar de abotonarse la camisa, Atzin encontró una nota cuidadosamente doblada sobre la cómoda. Con letras elegantes, la señora Iztli había escrito "Feliz cumpleaños". La sencillez del mensaje llevaba consigo un calor que trascendía el papel, y Atzin no pudo evitar sonreír al leerlo.
Completó su atuendo con un brinca charcos color azul marino, igualmente holgado, que complementaba a la perfección la camisa, dándole un aire de comodidad y sencillez. Al mirarse en el espejo,
David se despidió con un gesto amistoso, cerrando suavemente la puerta detrás de él. Atzin, sentado en el colchón, le ofreció una sonrisa de gratitud.
—Gracias, David— dijo con sinceridad. Una vez solo, su sonrisa se desvaneció y su mirada se perdía en el espacio vacío de la habitación.
Rodeado por las paredes silenciosas, Atzin se hundió en sus pensamientos. Había esperado con ilusión su visita al acuario con Leo para celebrar su cumpleaños, imaginando los corredores llenos de vida marina, el azul profundo que lo rodearía, casi podía oír el murmullo del agua y ver los peces deslizándose graciosamente en sus tanques. Pero ahora, las heridas que llevaba en su cuerpo le recordaban la cruda realidad: no habría acuario ese día.
La tristeza se asentó en su pecho, pesada como el océano mismo. Atzin cerró los ojos, respirando hondo, tratando de aceptar la situación. "Será para la próxima," se dijo a sí mismo,
Atzin se recostó en el colchón, sintiendo cómo la tristeza se profundizaba en su interior. La posibilidad de haber visto a su padre ese día especial, su cumpleaños, y la ausencia de ambos padres en su vida, se convirtió en un dolor que no podía contener. Las lágrimas comenzaron a fluir silenciosamente, cada una un recordatorio de la soledad que sentía, incluso después de haberse liberado de las garras de Genetix.
El llanto se convirtió en sollozos, cada uno sacudiendo su cuerpo con la fuerza del desconsuelo. Atzin cerró los ojos, deseando que el sueño pudiera llevarse la tristeza, que al despertar, el dolor en su corazón hubiera disminuido.
La puerta se entreabrió con un leve tintineo, y la cabeza de Leo apareció cautelosamente.
—Atzin, ¿estás bien? —inquirió Leo, su tono revelaba una emoción contenida.
Atzin, tomado por sorpresa ante la inesperada visita de Leo, se apuró a enjugar sus lágrimas y recomponer su semblante.
—Si si,todo bien—respondió Atzin con una sonrisa forzada, frotándose el rostro para disimular su llanto—. Eh, ¿qué ocurre?
—Ya está la comida
Atzin, intentando dejar atrás su momento de desánimo, asintió y tendió su mano hacia Leo.
—¿Podrías ayudarme a levantarme? —solicitó con un hilo de voz aún tratando de retomar la compostura
Con delicadeza, Leo asistió a Atzin a erguirse, brindándole su hombro para sostenerse. Avanzaron con paso lento hacia el comedor, con Atzin apoyándose más en Leo de lo que quisiera reconocer. Al entrar al salón, Atzin se detuvo en seco, sus ojos se ensancharon ante el espectáculo que tenía frente a sí.
La sala, ahora transformada en un acuario terrestre, estaba sumida en una penumbra acogedora. Leo había apagado las luces del techo, dejando solo unas luces cálidas que proyectaban un suave resplandor azulado sobre la escena. Estas luces, estratégicamente colocadas, creaban un efecto de luz subacuática, haciendo que las sombras de las guirnaldas se movieran ligeramente, como si fueran algas mecidas por la corriente.
En las paredes, los peces de colores brillantes parecían nadar en un océano estático, sus detalles capturados con una precisión que casi les daba vida. Corales de papel y anémonas de plástico se agrupaban en rincones, formando pequeños arrecifes que invitaban a ser explorados. Pequeñas estrellas de mar y caracoles se esparcían sobre las mesas y estanterías, añadiendo toques de la vida marina en cada superficie.
El sonido de las olas, reproducido en un bucle suave, llenaba la habitación, y por un momento, era fácil olvidar que estaban en una casa y no en el fondo del mar. La atención al detalle era impresionante, y Atzin no pudo evitar sentirse transportado a ese mundo submarino que tanto había deseado visitar.
—¿Qué te parece?
Atzin no pudo evitar que una sonrisa emocionada se dibujara en su rostro. Sus ojos brillaban con un reflejo de las luces azuladas que Leo había dispuesto con tanto cuidado.
-¿Lo hiciste tú..?- preguntó Atzin, su voz cargada de emoción y sorpresa.
—Sí, ¿te gusta?- Leo respondió, su tono humilde pero esperanzado.
La emoción y la dulzura inundaron a Atzin ante el gesto de Leo. Era más que la decoración; era el esfuerzo y la atención que Leo había puesto en cada detalle para hacerle sentir especial en un día que parecía destinado a ser sombrío.
—Es increíble, Leo... no esperaba algo así. Gracias, de verdad.- Atzin expresó su gratitud, su corazón lleno de calidez.
Mirando alrededor, Atzin notó la ausencia de los demás y una curiosidad le picó.
—¿Y los demás?
—Fueron por pastel y unas cosas más
Leo se acercó a Atzin, ofreciéndole su brazo para guiarlo con cuidado hasta la mesa. Con movimientos suaves y considerados, ayudó a Atzin a sentarse, asegurándose de que estuviera cómodo mientras esperaban la llegada de los demás.
Mientras tanto, Leo se dirigió a una bocina y puso música. Los primeros acordes de "La noche más linda del mundo" comenzaron a llenar la sala, la melodía alegre y nostálgica se mezclaba con el sonido de las olas artificiales, creando una atmósfera casi mágica.
———-
———-
—¿Bailas? - preguntó Leo, con una sonrisa juguetona.
—Ja Ja — soltó una risa sarcástica pensando que se trataba únicamente de otra broma del castaño, consciente de su incapacidad para ponerse de pie por sí solo en ese momento.— me encantaría, pero creo que por ahora tendré que ser un espectador.
Leo se acercó a Atzin con una sonrisa alentadora y extendió sus brazos hacia él. Con cuidado, levantó a Atzin, asegurándose de que su agarre fuera firme y gentil alrededor de su cintura.
Atzin, sorprendido por la repentina cercanía, no pudo evitar sonrojarse
—O-oye..
—Vamos, no puedes perderte un baile en tu cumpleaños. - dijo Leo, su voz llena de calidez.
Con Leo sosteniéndolo, Atzin se permitió ser llevado por la música, moviendo los pies al ritmo de la canción mientras Leo lo guiaba en un suave vaivén. A pesar de la incomodidad de sus heridas, Atzin se encontró disfrutando del momento, riendo y olvidándose por un instante de las limitaciones físicas que lo habían afligido.
En el suave vaivén del baile, Atzin sintió cómo el calor ascendía a su pecho, una ola de emoción provocada por la cercanía de Leo. Sus cuerpos se movían al unísono, cada paso un testimonio de la confianza que Atzin depositaba en Leo. Con cada giro, Atzin bajaba la mirada, un intento tímido de ocultar el rubor que adornaba sus mejillas, mientras se dejaba guiar por la firmeza y seguridad que Leo transmitía.
Leo, por su parte, experimentaba un cosquilleo de anticipación ante la proximidad de Atzin. Guiaba cada paso con cuidado, consciente del precioso cargo que confiaba en sus manos. La música los envolvía, y Leo se concentraba en los movimientos, asegurándose de que cada paso fuera suave para no perturbar las heridas de Atzin.
Los dos jóvenes se movían con una gracia que desafiaba las circunstancias, sus cuerpos encontrando un ritmo común en medio de la melodía que llenaba la habitación. Atzin, apoyándose ligeramente en Leo, permitía que la música los llevara, su corazón latiendo al compás de la canción. Leo, sintiendo la responsabilidad y el honor de ser el soporte de Atzin, lo guiaba con una mezcla de cuidado y alegría, sus pasos convertidos en un baile que celebraba tenerlo a su lado.
Atzin se encontraba inmerso en la dulce melodía del baile, cuando de repente, sintió cómo Leo reforzaba su agarre alrededor de su cintura. Una oleada de sorpresa lo inundó, un destello de emoción que no esperaba sentir. La sonrisa inconsciente de Leo, tan cerca y tan genuina, era un faro de calidez en la penumbra de la habitación.
Con un movimiento casi instintivo, Atzin apoyó su cabeza en el hombro de Leo, buscando refugio en la seguridad que le ofrecía. Un suspiro escapó de sus labios, un susurro suave que rozó la piel del cuello de Leo, tan cercano y personal que provocó un rubor inmediato en las mejillas de Leo.
La risa fluía entre Atzin y Leo, un sonido suave y compartido que llenaba el espacio entre ellos. En medio del baile, sus miradas se encontraron, y por un instante, todo lo demás pareció desaparecer. Los ojos de Atzin, normalmente tan expresivos y llenos de pensamientos no dichos, reflejaban ahora una alegría pura y sincera. Leo, cautivado por la transformación, no pudo evitar acercarse aún más, reduciendo la distancia entre ellos hasta que sus cuerpos estaban pegados.
El mundo alrededor se desvanecía, dejando solo la música y el ritmo de sus corazones. En ese momento, no había heridas ni tristezas, solo dos almas riendo juntas. Atzin exhaló un suspiro, un sonido suave que se perdía en la cercanía con Leo. La proximidad de sus cuerpos era un mar de sensaciones nuevas y emocionantes, y Atzin se encontraba deseando, con una urgencia que le sorprendía, que aquel instante no tuviera fin. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y todo lo que importaba era la calidez y la presencia de Leo frente de el. Ambos, movidos por un deseo mutuo y silencioso, cerraron sus ojos, inclinándose ligeramente el uno hacia el rostro del otro.
El sonido de la puerta abriéndose resonó abruptamente, interrumpiendo el momento íntimo entre Leo y Atzin. Se separaron con rapidez, sus mejillas teñidas de un rojo intenso al darse cuenta de la proximidad que casi cruzan.
Los amigos, sin notar la tensión, llenaron la estancia con risas y conversaciones animadas. Atzin se esforzó por participar, pero sus pensamientos seguían volviendo a Leo, a la calidez de su cercanía. Leo, por su parte, se perdía en recuerdos del suave roce de sus cuerpos, preguntándose qué hubiera pasado si la puerta no se hubiera abierto..
Adriana entró primero, sosteniendo con cuidado un pastel decorado con colores vivos, su sonrisa iluminando la estancia. David seguía detrás, ayudando a Sayuri a equilibrar varias bolsas con tacos envueltos en aluminio llenando el aire con el aroma de las carnes. Alondra, con una botella de refresco que parecía casi tan grande como ella, luchaba por mantener el equilibrio, su determinación evidente en su expresión concentrada. Y finalmente, Ameyali apareció junto a su madre, sus brazos llenos de bolsas de regalo que crujían con la promesa de sorpresas y alegría.
—¡Sorpresa! —gritaron todos al unísono, mientras Adriana, con una sonrisa triunfante, colocaba el pastel en la mesa central. Las velas, aún sin encender, aguardaban el momento cumbre de la noche. La habitación se inundó de una calidez que se podía sentir en el aire, y la luz tenue bañaba cada rostro con un brillo acogedor, como si abrazara a los presentes en una bienvenida silenciosa.
La música, que había sido el alma de la fiesta, ahora se había convertido en un murmullo de fondo, una melodía suave que se entrelazaba con las risas y el sonido metálico de los tacos al ser desempacados. Sayuri, con movimientos ágiles y precisos, distribuía platos y servilletas, su eficiencia transformando la sala en un banquete improvisado. David, con una mirada cómplice, le pasó discretamente una lata de cerveza fría a Atzin, acompañada de un guiño que sellaba un pacto de silencio, lejos de la mirada inquisitiva de Adriana. Atzin, sorprendido, abrió los ojos como platos, pero optó por el silencio, escondiendo la lata bajo la mesa.
El grupo se acomodó alrededor de la mesa, cada uno encontrando su lugar en medio de charlas animadas y bromas ligeras. Atzin se sentó, eligiendo estratégicamente un asiento frente a Leo, disfrutando de la compañía y del ambiente festivo. A pesar del bullicio, su atención estaba fija en Leo, observándolo con una mezcla de nerviosismo y anticipación. Y entonces, como si el tiempo se sincronizara con su pulso, las primeras notas de "Las Mañanitas" comenzaron a elevarse en el aire, entonadas por voces amigas. Los rostros se iluminaron con sonrisas y los ojos brillaron con emoción, mientras la melodía tradicional envolvía a todos en un abrazo de felicitaciones y buenos deseos.
La señora Iztli, haciendo uso de sus pequeños trucos, encendió las velas, y la luz de las llamas danzantes se reflejó en los ojos expectantes de Atzin. Con un suspiro de alegría, sopló las velas, y los aplausos estallaron en la habitación, marcando el fin de un momento perfecto y el comienzo de una nueva vida.
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