Capítulo 17: Reflejos de carmín

TW: Este capítulo contiene
• Sangre
• Heridas
• Angst
• Violencia intrafamiliar

No es con el propósito de enojar a Yara,pero si eso pasa que sepa que no nos arrepentimos de NADA.

Pequeño Preview de cuando le dije a mi amix de una escena:

Para cualquier lector que se sienta incómodo con estos temas les recomiendo mantener discreción con este capítulo y colocaré un señalamiento en la escena(TW Inicio - Final de escena TW) que podría ser cruda para algunos lectores. Para evitar problemas,colocaré el señalamiento para que sepan donde comienza y donde acaba por si gustan omitirlo para que puedan seguir la lectura.  No creo que haya problema con leerlo en stream porque no es explícito como tal pero como ustedes vean.

Y sin nada más que decir,comencemos
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Leo subió las escaleras de dos en dos, con un peso aplastante en el pecho. No sabía qué había pasado, tan solo sabía que le dispararon a Atzin.

Era todo lo que sabía, era todo lo que David había podido decirle por teléfono mientras llevaba a Atzin al refugio más seguro que tenían. La casa de Ameyali.

Al alcanzar la puerta del apartamento, sus manos golpearon la misma con premura una vez, miró a sus espaldas con nerviosismo, volvió a golpear la puerta a los pocos segundos. Apenas era consciente del constante golpeteo en sus oídos de su corazón desbocado.

Ameyali, venía detrás de él y se había quedado rezagada. Cuando finalmente apareció al final de las escaleras, se apresuró a abrir la puerta del apartamento antes de que Leo volviera a golpear la puerta.

Ella entró primero. Leo tomó aire antes de dar un paso al frente y entrar, y al hacerlo se quedó congelado en el umbral de la puerta al observar la escena frente a él.

La señora Iztli había movido sus muebles a los laterales del cuarto, y había dispuesto toallas y mantas sobre el suelo. Atzin estaba tendido sobre ellas, con David arrodillado a su lado, sin camisa, presionando su costado.

Le habían quitado la ropa de la cintura para arriba y subido el pantalón en la pierna derecha, dejando al descubierto la herida de bala. La señora Iztli no la había tratado adecuadamente, ya que el disparo en el costado era el más preocupante.

—Ameyali —llamó la señora Iztli al verlos entrar en la casa. Venía saliendo de la cocina con gasas, vendas y un bote de alcohol—. Que bueno que llegas. Rápido, atiéndele la pierna mientras David y yo nos encargamos de esto.

La señora Iztli extendió los materiales de primeros auxilios sobre el suelo, aún envueltos en plástico, y se arrodilló junto a David. Ameyali la imitó, colocándose al otro lado del cuerpo del híbrido.

La joven se apresuró a tomar paquetes de gasas y sacarlos de sus envolturas, mientras que su madre roció una buena cantidad de alcohol sobre unas pinzas delgadas.

Leo se desplazó contra la pared lentamente, mirando fijamente el cuerpo de su amigo. Sintió su cuerpo temblar, sintió su respiración contenida. No le importó. Su atención se centró en su amigo.

Siguió caminando con su espalda contra la pared hasta que pudo ver el rostro de Atzin. Él estaba despierto.

Los ojos de Atzin, aún brillantes a pesar del dolor, buscaron los suyos, y Leo sintió un dolor en el pecho. Era como si un peso invisible le aplastara el corazón, dificultándole la respiración.

Atzin tenía el rostro pálido y sudoroso. Su cabello blanquecino estaba desordenado, pegado a la frente por el sudor. Tenía los ojos entrecerrados, con una expresión de dolor contenido. Sus labios, normalmente de un tono saludable, estaban pálidos y temblorosos. Cada respiración de Atzin era un esfuerzo evidente, y su cuerpo, normalmente fuerte, ahora se veía frágil y vulnerable.

—Muy bien —suspiró la señora Iztli, alzando las pinzas—. Atzin, esto dolerá. Y mucho. Así que quiero que muerdas esto.

Tomó un trapo limpio de los tantos que había tendido en el suelo y se lo acercó al rostro. Atzin abrió la boca después de un breve titubeo y permitió que le colocaran la improvisada mordaza.

—Bien —murmuró la señora Iztli a la vez que le indicaba a David que quitara las gasas ensangrentadas de la herida—. Aquí vamos.

La señora Iztli tomó las pinzas con manos firmes y las introdujo con cuidado en la herida de Atzin. El muchacho soltó un gemido ahogado cuando las pinzas penetraron la carne. Su cuerpo se tensó, los músculos marcándose bajo la piel, y sus ojos se cerraron con fuerza mientras intentaba soportar el dolor.

Leo podía sentir el frío del piso bajo sus pies, una frialdad que se extendía hasta su alma a tal grado que realmente comenzó a congelar el suelo por obra de la pluma. Observó con el corazón en un puño cómo la señora Iztli trataba de extraer la bala de la herida de Atzin.

Dudó antes de dar un paso al frente, inseguro de si su presencia podría estorbar en las atenciones de la señora Iztli y de su hija, que ya vendaba el muslo del Híbrido. Finalmente, con una profunda respiración y un impulso de valentía, se arrodilló al lado de Atzin y tomó su mano.

La Señora Itzli se inclinó sobre Atzin, su semblante era una isla de calma en la tormenta de tensión que inundaba la habitación.

—Se está moviendo demasiado —se quejó, negando ligeramente la cabeza. Alzó la mirada hacia David—. Sostén sus hombros, que se quede quieto.

David, que había estado observando atentamente, se colocó rápidamente junto a la cabeza de Atzin, sujetando sus hombros contra el suelo con manos fuertes pero cuidadosas.

—Leo —dijo David con premura—. Tú sostén sus brazos.

Leo tardó un par de segundos en procesar que le estaban hablando a él. Parpadeó un par de veces y luego miró a David, confundido.

—Sus brazos —repitió David con firmeza—. Toma sus muñecas y que no mueva ni levante los brazos.

Leo asintió, inseguro de lo que tenía que hacer con exactitud. Tomó ambas muñecas de su amigo y las presionó contra el suelo a los costados de su cuerpo.

La señora Iztli estaba a punto de retomar su tarea, pero entonces el cuerpo de Atzin dió un respingo y empezó a agitarse, haciendo que David y Leo lucharan por contenerlo.

—¡Oye, oye! —exclamó David, con los dientes apretados—. ¡Cálmate!

Para ese punto, la mente de Atzin daba vueltas en un abismo de agotamiento, dolor y confusión. El peso de su cuerpo se volvió abrumador, cada músculo gritando con un dolor sordo que lo envolvía como una manta pesada. Trató de orientarse en medio de la neblina de su mente, pero todo lo que pudo vislumbrar fue el destello de luces fluorescentes y el eco distante de voces desconocidas.

De repente, sin previo aviso, se vio a sí mismo en una camilla metálica, rodeado por la esterilidad de un laboratorio. Las cadenas frías y crueles inmovilizaban sus extremidades una vez más.

El pánico se apoderó de él como una ola furiosa, haciendo que su corazón martillease en su pecho con una intensidad frenética. No, no podía ser verdad. No podía estar de vuelta en ese lugar.

La expresión de Atzin pasó de la confusión al pánico en un abrir y cerrar de ojos. Su respiración se volvió agitada, entrecortada por gemidos ahogados que resonaban en la habitación. La señora Iztli, al ver la angustia de Atzin, intercambió una mirada rápida con los demás. Con voz suave pero firme, intentó calmarlo, pero sus palabras parecían perderse en el torbellino de delirio que consumía a Atzin.

David apretó los dientes, tratando de mantenerlo quieto. Ameyali ahora tuvo que unirse a sus compañeros, dejando las vendas de lado y tomando las piernas del híbrido, que habían empezado a patalear.

—No, no —maldijo la señora Iztli por debajo—. Tenemos que calmarlo o no podré sacarle la bala antes de que la herida se cierre.

Cada vez era más difícil controlar a Atzin, y cada vez más difícil someterlo cuando su fuerza física era mucho mayor a la de todos ellos.

Y entonces, entre los gritos ahogados de Atzin contra la mordaza, finalmente lograron entender una sola palabra de lo que vociferaba:

—¡Leo!

Todos los presentes miraron al mencionado, el cual no dudó en inclinarse sobre su amigo sin soltar sus muñecas. Sus ojos se encontraron con los de Atzin, los cuales se movían dilatados de un lado a otro con angustia.

—Atzin, escúchame —dijo Leo con firmeza, aunque al mismo tiempo con voz temblorosa—. Estoy aquí, estamos aquí. Contigo, y tratamos de ayudarte.

Atzin, entre gemidos entrecortados y jadeos angustiados, pareció responder al llamado de Leo. Sus ojos, llenos de una mezcla de dolor y confusión, se encontraron con los de Leo, y por fin los fijó en él.

—Estoy aquí —repitió Leo, sonriéndole cuando sintió que las lágrimas desbordaban sus propios ojos—. Estoy contigo.

Los gritos se fueron apagando, reemplazados por la suave cadencia de la voz de Leo, un faro de calma en medio de la tormenta.

La mano de Atzin, que antes temblaba con violencia, se relajó lentamente bajo la sujeción reconfortante de Leo. Se aferró a esa conexión, a esa presencia tranquilizadora que lo anclaba al presente, mientras el torbellino de recuerdos turbios empezaba a despejarse.

—Mantenlo así —indicó la señora Iztli antes de continuar con su labor.

Atzin volvió a bramar contra la mordaza, pero no se movió. Mantuvo sus ojos fijos en los de Leo, y éste le regaló una sonrisa triste mientras algunas lágrimas caían de su rostro.
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El constante goteo era el único sonido que rompía con el silencio. No había encendido el foco al entrar, así que lo único que iluminaba el reducido baño era la escasa luz natural que se colaba por el pequeño tragaluz.

Lentamente, David comenzó a frotar sus manos y antebrazos con agua del lavabo, donde la sangre seca se había incrustado en su piel. Algo de esa sangre pertenecía a Atzin, otra, la que manchaba sus puños, de su padre. El agua que caía en el lavabo, al principio transparente, se tornó roja al mezclarse con la sangre.

Al terminar, dejó que sus antebrazos cayeran sobre el lavabo, y los notó temblar. Su torso descubierto aún estaba teñido de rojo.

Dejó escapar el aire retenido en sus pulmones, y sintió su estómago hacerse nudo en su interior, y el corazón aplastarsele. El mundo se le había venido encima en un periodo corto de tiempo.

Quiso culpar a Atzin. Quiso creer que si no hubiese sido por él, nada de aquello hubiese pasado. Que le dispararan si tenía que pasar, no importaba. Pero involucrarlo a él, a Sayuri, a Alondra, a Adriana.

Eso quiso creer. Eso se quería obligar a creer.

No pudo mentirse a sí mismo, sin embargo. Sabía perfectamente que la raíz de sus demonios no nacían en Atzin ni en el momento en que salvó al chico en aquel callejón.

La raíz nació mucho antes de él. Y lo sabía.

Se aferró a los bordes del lavabo y se aferró a ellos hasta que sus nudillos se tiñeron de blanco, su mandíbula tembló y reprimió el aliento en sus pulmones una vez más.

Escuchó pasos fuera del baño. Y después alguien llamó a la puerta con tres suaves toques.

David tardó un par de segundos en responder.

—Adelante —dijo en voz baja, con un hilo de voz apenas. Tuvo que repetirlo en un tono más alto para hacerse oír.

Ameyali abrió la puerta y se asomó al interior del baño.

—Atzin se quedó dormido —informó—. Y Adriana llamó de un teléfono público. Sayuri y ella ya vienen para acá.

David asintió, dando a entender que había escuchado y entendido todo. No volteó a verla.

—¿Cómo está Alondra?

—Encerrada en la habitación aún, como le dijiste. Quiere saber cuándo podrá salir.

—Cuando limpiemos la sangre del suelo y las paredes. Y de mí. No tiene porque ver todo eso.

—No puedo decirle eso —frunció el ceño Ameyali.

—No, no —asintió David—. Dile que debemos resolver cosas de adultos primero. Ella lo entenderá.

—Bien —Ameyali pareció dudar antes de continuar hablando—. Deberías bañarte, estás...

—Si, lleno de porquería.

—Si. Eso.

—No tengo ropa aquí.

—Iré a conseguirte algo. ¿Qué talla eres?

Después de proporcionarle a Ameyali la información necesaria, fue a la habitación donde Alondra estaba escondida, la suya. Le preguntó a la niña si quería que le trajera algo.

—Quiero pulparindos —dijo una inocente niña, balanceando su cola reptiloide de lado a lado.

Ameyali volvió a cerrar la puerta cuando salió y fue a revisar a Atzin, a quién habían recostado en la cama de la habitación para invitados. Leo se encontraba sentado al lado de la cama, sobre una silla que había traído del comedor.

Atzin yacía dormido, o más bien desmayado, sobre la cama, con una manta liviana cubriéndolo hasta la cintura. La madre de Ameyali comprobaba los vendajes. Debajo de los mismos, sobre la herida, había aplicado una preparación de hierbas y ungüentos que le ayudarían a su recuperación, por lo que el olor a pino y eucalipto impregnaban el ambiente.

—Ma —llamó desde fuera de la habitación, asomándose al interior—. Iré a conseguir ropa a los muchachos. Me llevo el dinero de debajo del colchón.

La señora Iztli sencillamente asintió distraída mientras sus manos seguían trabajando. Ameyali se retiró.

Leo miraba fijamente el rostro de su amigo, el cual había recuperado un poco de su color habitual y se veía apacible. Él mismo se sentía más aliviado.

Inconscientemente estiró su mano derecha y la posó sobre la mano izquierda del híbrido, que reposaba inerte sobre el colchón.

—Estará bien —le dijo la señora Iztli—. Lo peor ya pasó.

Leo sonrió tristemente.

—De hecho, tengo el presentimiento de que lo peor aún está por venir...

—Ahora está estable, su factor curativo hará el resto con ayuda de las hierbas, el descanso y los cuidados que le daremos estos días.

—Si, lo sé. Pero me refería a otra cosa.

—¿A qué, exactamente?

Leo negó con la cabeza, y tardó un poco en responder. Acarició el dorso de la mano de Atzin con su pulgar.

—Todas esas personas lo vieron. David dijo que al menos eran cincuenta cuando pasó todo. Y algunos estaban grabando.

—Si —asintió la señora Iztli—. Lo escuché...

Leo tomó aire, y miró a Atzin en su totalidad. No solo la persona, sino su cuerpo. Sus branquias, si piel marcada, su cola anfibia que descansaba a un lado de su cuerpo.

—Ahora todos lo sabrán —susurró tristemente, como una sentencia de muerte.

—Las cosas se complicarán —dijo la señora Iztli en acuerdo—. Sin embargo, esto también podría ser ventajoso.

—No veo cómo esto podría...

—Lo verás —lo interrumpió la mujer, entonces se puso de pie—. Pero ha sido un día largo. De momento, tú también debes descansar.

—Lo haré aquí —dijo con firmeza. Luego miró a Atzin—. Con él.

La señora Iztli sonrió ligeramente y se dispuso a salir de la habitación cuando Ameyali volvió, bloqueando el paso.

—Adriana y Sayuri volvieron.

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Después de salir de la habitación donde reposaba Atzin, Adriana se dirigió al baño del pasillo mientras se limpiaba un par de lágrimas que caían de sus ojos.

Se acercó con decisión al cuarto de baño y llamó a la puerta. Tuvo que tocar una segunda vez al no recibir respuesta.

—Un momento —dijo David con tono de fastidio desde dentro.

Ameyali ya había vuelto con un nuevo cambio de ropa para David y se la había dado para que tomara un baño. Pero hacía mucho rato de eso.

David tardó otro tanto en abrir, y al hacerlo ya estaba vestido y con el cabello medianamente seco.

—Adri... —dijo él, se le notaba avergonzado—. Salgo en un momento, perdón.

—¿Cómo estás? —preguntó ella en cambio, entrando al baño junto a él.

—Bien. Si, bien —respondió él después de un breve momento de duda.

Adriana, sin embargo, notó algo más en él a pesar de sus palabras. Se acercó despacio, observando cada detalle. Los nudillos de David estaban blancos de tanto apretar los puños, y su mandíbula estaba tensada de una manera que parecía casi dolorosa. Pero lo que realmente la inquietó fueron sus ojos.

Sus ojos, aunque dirigidos hacia adelante, estaban vidriosos y perdidos, como si su mente estuviera muy lejos de allí. Era una mirada que no podía esconder el cansancio, el dolor, y algo más profundo que parecía a punto de romperse.

David forzó una sonrisa, una que terminó de convencer a Adriana de que su amigo se estaba derrumbando.

Tomó la mano del muchacho y entrelazó sus dedos con los de él. David la miró a los ojos, pero no dijo nada.

—No tienes que esconder nada, David —susurró ella mientras cerraba la puerta tras ella con su mano libre—. Estás en un lugar seguro...Puedes contarme.

—Adriana —dijo David, desviando la mirada—. No, no tienes que hacer esto. De verdad.

Adriana, sin embargo, extendió los brazos alrededor de él, envolviéndolo en un fuerte abrazo reconfortante.

—Oh, por Dios Adri —dijo David, correspondiendo el abrazo. Se le escapó un sollozo—. Por favor, por favor, no quiero que me veas así, por favor...

—Ya te lo dije —dijo Adriana, palmeando su espalda—. Este es un espacio seguro. Tu espacio seguro. Y quiero que me hagas parte de él, igual que tú lo fuiste del mío.

David finalmente se destrozó. Afianzó su abrazo a Adriana, como un náufrago que se aferra a un salvavidas que lo mantiene a flote en medio de una tormenta en altamar, y sollozó contra su hombro comenzando a sentir sus piernas flaquear.

—Vi a mi padre... —la voz de David se perdía entre el goteo persistente del grifo, un sonido que parecía marcar el ritmo de su dolor.

(TW INICIO DE LA ESCENA)

La presión en su cuello era casi palpable, como si las manos de su padre aún lo sujetaran con fuerza, amenazando con robarle el aliento. La sensación era tan real que David casi podía sentir los dedos gruesos y callosos apretando, la desesperación de la lucha por cada bocanada de aire.

Era un niño de nuevo, su cuerpo golpeado yacía en el frío suelo de la cocina, la sangre de su nariz se mezclaba con las lágrimas y el polvo, creando un mapa de desesperación, un patrón constante en su infancia, en el linóleo desgastado. Cada mancha, cada marca, era un recuerdo, una historia, un día más en el calendario de su sufrimiento.

La figura de su padre, distorsionada por el miedo y el alcohol, se cernía sobre él con una botella rota en la mano. El vidrio astillado brillaba con una luz malévola, reflejando los fragmentos de una vida que se desmoronaba. Las gotas de alcohol se esparcían como lágrimas sobre el suelo, mezclándose con su propia sangre, una unión amarga de dolor y abandono.

—El... no se supone que debería... —David temblaba, las manos le vibraban como hojas al viento, una manifestación física del terror y la angustia que lo consumían. Recordaba, con una claridad que dolía, cómo su madre lo miraba desde el sofá. Sus ojos, fríos y distantes, eran dos pozos de indiferencia, reflejando una apatía que cortaba más profundo que cualquier palabra de desprecio.

Ella se hundía en los cojines, su figura inmóvil, como si fuera una estatua tallada en hielo, ajena al caos que se desataba a su alrededor. El sonido de la televisión se elevaba, un crescendo de voces y música que se mezclaba con los gritos de David, una cacofonía diseñada para ahogar sus súplicas, como si pudiera silenciar la violencia con un simple botón.

– Ellos...Yo...

Entonces su mente lo llevó a aquel día ,se encontraba en el suelo del garaje, una repetición de la historia que parecía su destino diario. El eco de los pasos de su padre que se abrochaba el cinturón teñido de carmín resonaba en el espacio confinado del garaje, cada golpe contra el suelo como un martillo en su conciencia. David yacía allí, su cuerpo una amalgama de dolor y desesperación, sintiendo cómo el frío del suelo de piedra le robaba el calor, cómo la sangre que se escapaba de sus labios pintaba un rastro carmesí sobre la superficie gris.

El olor a gasolina y aceite quemado se mezclaba con el hierro dulzón de su propia sangre, una fragancia que se había convertido en demasiado familiar. Las sombras se alargaban, proyectadas por la única bombilla que colgaba del techo, oscilando ligeramente y creando figuras danzantes en las paredes que parecían burlarse de su impotencia.

La cólera se acumulaba dentro de David, una tormenta furiosa que crecía con cada latido de su corazón herido. Notó la caja de la pistola, mal cerrada. Con cada respiración dificultosa, con cada latido doloroso de su corazón, la idea de tomar el arma y reescribir el final se hacía más fuerte. El muchacho cerró los ojos por un momento, deseando que al abrirlos, todo fuera diferente. Pero cuando sus párpados se levantaron, la realidad seguía siendo la misma, y la decisión yacía ante él, pesada y definitiva. Con manos temblorosas, alcanzó la caja, su mente inundada por un torbellino de emociones que amenazaban con consumirlo.

—Yo... —la voz de David se quebró, interrumpida por el recuerdo de una noche sin estrellas.

Se veía a sí mismo, borroso en el espejo del pasillo, el arma pesada en su mano temblorosa. Se apoyaba en la pared, arrastrándose hacia el cuarto de sus padres, cada paso un eco de su dolor. La oscuridad en su corazón, nacida de la desesperación y el dolor de su cuerpo y alma, lo guiaba hacia un acto irrevocable.

Se acercó a la cama donde dormían, la almohada bajo sus cabezas, un blanco silencioso. El cañón de la pistola temblaba en su mano, una danza macabra de sombras y dudas.

— Yo solo quería que todo acabara... —Las palabras se ahogaron en su garganta, sofocadas por los olores de pólvora y carmín que lo envolvían nuevamente tras equivocarse de cabeza.

(Fin de la escena,eres libre de seguir leyendo)

Adriana murmuraba palabras de consuelo, cada una impregnada de la promesa de seguridad y comprensión. David, con la voz quebrada por el peso de sus recuerdos y la culpa que lo asfixiaba, apenas podía articular su arrepentimiento.

—Lo siento... lo siento tanto —susurraba David, su voz un hilo delgado en la quietud del baño.

—Shh, está bien... no tienes porque explicarme nada..—respondía Adriana, su voz un bálsamo en la penumbra.

David se aferraba a ella, su cuerpo temblando con cada sollozo que luchaba por contener. Adriana sentía su corazón apretarse al verlo así, su propio dolor reflejado en su amigo. Lo envolvía en un abrazo, un gesto que trascendía las palabras, ofreciendo refugio en la tormenta de emociones.

Adriana recordaba aquellos días en el refugio, cuando David era solo un adolescente asustado, con los ojos llenos de una angustia que parecía demasiado grande para su joven edad. Ella, apenas unos meses antes de dar a luz y con sus propias heridas aún frescas tras haber huido de aquel hombre, encontraba en David un espíritu afín, alguien que entendía el sabor amargo del miedo.

Rememoraba las noches en que las luces del refugio se apagaban y los demás residentes se retiraban a sus espacios personales, dejando a Adriana y David despiertos, a menudo sentados en el suelo frío de la cocina comunal, compartiendo antojos nocturnos y confidencias.
Y ahora, aquí estaban, en un baño desconocido, abrazados, sintiendo la respiración entrecortada del hombre en el que David se había transformado. Frágil en sus brazos, como si el tiempo no hubiera pasado desde aquellos días de refugio. Adriana podía sentir el corazón de David latiendo con rapidez, cada pulsación un eco de aquellos días de antaño.

En la proximidad de sus rostros, sus alientos se mezclaban, quebrados por el llanto, pero comenzando a sincronizarse en un ritmo compartido. La distancia entre ellos era tan corta que cada exhalación temblorosa de David era respondida por una inhalación compasiva de Adriana. En sus ojos, en aquel intercambio silencioso, encontraban una paz que las palabras no podían ofrecer comenzando a calmar su alma limitándose a existir en los brazos de la pelinegra.
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Leo se encontraba sentado en la penumbra de la habitación, observando la figura de Atzin que yacía en la cama, su respiración irregular marcando el silencio ocasionalmente interrumpido por un murmullo inquieto. La luz de la luna se filtraba a través de la ventana, bañando la habitación con un brillo etéreo que apenas delineaba las formas en la oscuridad.
La angustia se había asentado en el pecho de Leo como una losa pesada, una sensación que no había experimentado desde aquellos días confusos y dolorosos tras la desaparición de su padre. Aquella incertidumbre, el no saber, el imaginar escenarios cada vez más sombríos, había dejado una cicatriz en su alma que ahora parecía reabrirse.

Y aunque pudiera sonar cruel, ni siquiera la preocupación por Luis, su hermano, había logrado evocar tal grado de terror en su corazón. Con Luis, había sido un miedo distante, una preocupación que se mantenía al margen de su vida diaria. Pero con Atzin, era diferente; era visceral, un miedo que lo consumía desde dentro, que lo hacía sentir cada segundo de silencio como una eternidad, cada suspiro como un presagio.

Atzin se revolvía en la cama, su frente perlada de sudor, las mantas en desorden a su alrededor. Leo podía ver las sombras que la inquietud pintaba en el rostro de su amigo, las líneas tensas de su cuerpo que se agitaba ligeramente con cada pesadilla que lo asaltaba hasta que en un instante,se comenzó a calmar tras un murmullo que no escapó los labios del moreno.

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En el entramado de sueños de Atzin, la realidad se diluía en un murmullo, abriendo paso a una memoria difusa, teñida de tonos más cálidos. Se encontraba sentado en la cama, abrazando un peluche de rana que, en comparación con su pequeño cuerpo, parecía gigante. La camisa grande de campaña que llevaba como pijama le colgaba de los hombros, demasiado amplia, pero reconfortante por el aroma familiar que conservaba.

Atzin observaba con ojos grandes y curiosos mientras su padre colocaba cuidadosamente las estrellas en el techo. Cada una se adhería con un pequeño gesto de la mano, como si estuviera sembrando luz en la oscuridad de una caverna.

—Papá, ¿y si los monstruos vienen? —preguntó Atzin, su voz temblorosa revelando el miedo que intentaba esconder.

Su padre se detuvo y se giró hacia él, una sonrisa tranquilizadora en su rostro.

—No te preocupes. Ningún monstruo se acercará conmigo aquí.

Atzin apretó más fuerte su peluche, buscando consuelo en su suave textura.

—Pero... ¿y si aún así quieren venir por mí?

—Te prometo que no lo harán.

—¿Y qué pasará cuando tú no estés?

—Pues... para eso están las estrellas.

El padre de Atzin se acercó y se sentó al borde de la cama, extendiendo su brazo para abrazar al niño y al peluche en un solo gesto protector.

—Si alguna vez no estoy aquí, te prometo que ellas seguirán cuidándote, como yo siempre lo haré, Aquí o Allá

—Mamá va a llegar hoy...?

El padre de Atzin suspiró, una expresión de ternura y resignación cruzando su rostro. Era un hombre de aspecto atractivo, con una sonrisa que podía iluminar la habitación. Su cabello, oscuro y ligeramente ondulado, enmarcaba un rostro de rasgos bien definidos y ojos que reflejaban una inteligencia juguetona. Cuando sonreía a Atzin, lo hacía con una calidez que desmentía cualquier preocupación.

—Me temo que no, ranita —dijo, su voz suave pero llena de una promesa implícita—. Aunque eso significa más tiempo para seguirte dando helado en la noche sin que tu mamá nos regañe...Ya le llegará algún día su hora

Mientras Atzin se sumergía en la escena, un aroma a cempasúchil comenzó a impregnar el aire, y los colores del entorno se fundían en matices anaranjados. El sueño se tornaba cada vez más vívido, y aunque él creía estar aún en su habitación, pequeñas incongruencias empezaban a surgir. La textura de las paredes se volvía rugosa, como piedra antigua, y las estrellas en el techo parecían moverse con una vida propia como candelas entre la oscuridad.

Atzin se recargó contra el hombro de su papá, su mente bullendo con pensamientos que intentaban apartar las anomalías que percibía confiándose que solo era un sueño. Se concentró en el peluche, en la sensación de seguridad que le brindaba, pero un escalofrío lo sacudió al notar que el abrazo de su padre carecía de calor. La frialdad del contacto lo desconcertó, una sensación inesperada que contrastaba con el recuerdo cálido y protector que tenía de él.

—Papá, estás muy frío —murmuró Atzin, su voz apenas audible en la quietud de la habitación.

El hombre sonrió, pero su sonrisa no alcanzaba a disipar la inquietud que ahora nublaba los ojos de Atzin.

—A veces, los sueños mezclan cosa... No todo es como parece —respondió con calma, aunque su voz parecía venir de lejos.

La frescura de la habitación se acentuaba, un eco del abrazo que compartían, mientras el aroma a cempasúchil se intensificaba, entrelazándose con los ladridos de perros que resonaban a lo lejos. Atzin sintió una vibración sutil bajo sus pies, un temblor que crecía en intensidad hasta que el suelo parecía ondular como la superficie de un estanque tocado por la brisa. La habitación, su refugio de sueños y estrellas, comenzó a desmoronarse en una lluvia de pétalos de flores, cada uno flotando en el aire con la gracia de una pluma llevada por el viento.Un escalofrío recorrió la espalda de Atzin, un río helado que se deslizaba por su columna vertebral y le hacía erizar la piel.

–¿Dónde estoy?

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