Capítulo 16: Fotografías

Atzin, sentado en una fría silla metálica, entrelazó sus dedos nerviosamente sobre su regazo. La habitación donde lo habían llevado era estéril y funcional, sin ningún tipo de decoración. Su respiración era superficial, su cabeza caída y su mirada fija en el suelo.

Sentía la pesada y fría mirada de la detective clavada en su ser, analizando. La sensación de estar siendo observado, con quién sabe qué intenciones, le provocaba algún tipo de aversión a moverse, como si de hacerlo se sellaría su destino se forma inclemente.

Después de pedirle a los oficiales que la acompañaban y que habían detenido a Atzin que los dejaran solos, la detective arrastró una silla y se sentó frente a Atzin. Sus ojos marrones se movieron a lo largo de la figura del muchacho, no perdiendo detalle alguno del mismo.

Las conclusiones de la mujer respecto al chico eran un misterio, quizás vería en él a una potencial víctima de terceros, que era precisamente lo que Atzin era.

—Quítate el gorro —indicó con firmeza la mujer.

O no.

Atzin obedeció, retirando el gorro con manos temblorosas. Sus branquias saltaron al verse liberadas de la prisión que su gorro representaba. La mujer lo observó, su rostro era inexpresivo.

—¿Cómo me encontró? —preguntó Atzin sin levantar la mirada, voz era apenas un susurro.

La mujer siguió con sus ojos clavados en las branquias anfibias en los costados de su cabeza, sin cambiar de expresión o sin mostrar ningún otro signo de sorpresa o incredulidad. O era alguien muy estoica, o no era la primera vez que se topaba con algo como Atzin.

—Tu amigo, el fortachón —comenzó a explicar la mujer después de un largo silencio, cuando Atzin empezó a creer que su pregunta quedaría sin respuesta—, le dio la dirección de la cafetería a Rafael. Yo iba a interceptarlos en su lugar, pero después de su espectáculo en el hospital, mis superiores se adelantaron.

La mujer hizo una breve pausa en sus explicaciones al ponerse de pie y dirigirse al sobrio escritorio que había al fondo de la habitación, del lado opuesto a la puerta. Atzin miró de reojo a la salida, la puerta cerrada. Los guardias estarían vigilando del otro lado, preparados para atraparlo en cuanto saliera corriendo.

—Conociendo la zona, solo tuve que esperar y seguir a tu amiga de lentes hasta la biblioteca —continuó hablando la mujer, regresando a su asiento frente a Atzin, ésta vez con una carpeta amarillenta, una libreta y un lápiz en sus manos—. Mi plan original era encontrarla a ella para llegar a ti.

Atzin apretó las manos entrelazadas, la realidad de la situación cayendo en él como una losa pesada. Nunca estuvieron fuera de la mira.

—Muy bien, niño, hagamos algo —la detective abrió la pequeña libreta y se preparó para escribir— ¿Has visto la película de Hannibal? ¿El silencio de los Inocentes?

—No —Contestó el peliblanco con sinceridad, ni siquiera sabía de qué hablaba.

—Lástima —suspiró con decepción, una sombra de frustración cruzando su rostro inexpresivo por un instante—. Hagamos algo. Te hago preguntas, respondes, y tú eres libre de hacerme preguntas igualmente, un quid pro quo. ¿Te parece bien?

Atzin no respondió, tan solo levantó la mirada ligeramente, ahora mirando la libreta, el lápiz y las manos de la mujer en lugar del suelo blanco. Era un juego de dar y recibir, y tal vez, solo tal vez, podría tomar alguna ventaja de la situación.

La detective tomó el silencio del chico como una aceptación a la dinámica, se inclinó hacia adelante, sus ojos fijos en Atzin.

—Bien entonces, empiezo yo —dijo con firmeza—. ¿Exactamente qué eres?

—Yo...  —comenzó, su voz vacilante—. No estoy seguro.

—¿No lo sabes?

—¿Debería?

La mujer se quedó callada, bajó la mirada a su libreta y empezó a garabatear notas en ella. No había terminado de escribir cuando volvió a hablar.

—¿De dónde saliste, entonces?

—Creí que era una pregunta y una respuesta a la vez —gruñó Atzin, la cabeza gacha aún—. Es mi turno.

La mujer tensó la mandíbula, analizando las palabras del chico probablemente.

—Eso dije, si —dijo con una voz confiada—. Haz tu pregunta.

Atzin finalmente levantó la mirada, sus manos entrelazadas sobre el regazo. Analizó detenidamente a la detective, desde su cabello corto y práctico hasta su postura firme y decidida, que hablaba de años de entrenamiento y experiencia. Su mirada se detuvo en la carpeta desgastada y amarillenta sobre su regazo.

—¿Qué tiene ahí? —preguntó Atzin con cautela, pero directo.

La detective asintió, reconociendo la pregunta como un paso hacia la apertura. Con movimientos rápidos, abrió la carpeta, revelando su contenido. Actas de nacimiento, fotografías antiguas y papeles oficiales se desplegaron ante Atzin.

El muchacho solo tuvo que echar un fugaz vistazo sobre los papeles para comprender de que se trataba aquello. Desvió la mirada, sintiéndose de repente desnudo por alguna razón.

—Es turno de mi pregunta —dijo con firmeza, luego se inclinó hacia delante en su silla—. ¿Eres tú Atzin Ríos Medina?

Atzin apretó los labios. Hacía mucho tiempo que no escuchaba su nombre completo, y le parecía incorrecto que se dirigieran a él de esa forma. Porque él no se sentía como esa persona, ya no más.

Asintió, y le dolió afirmar aquello. Que él era la misma persona registrada en aquellos papeles.

—Desaparecido hace cinco años —afirmó la detective, bajando la mirada a los documentos y hojeándolos, buscando el indicado—. Estuviste en el accidente de la Tratadora de agua Tlalocan.

—Yo... —titubeó Atzin. Lo estuvo, pero lo recordaba muy difusamente, los recuerdos que le había robado a un niño.

—Tu padre, Josué Ríos del Castillo, era el subdirector de la planta.

Otra puñalada. El nombre de su padre. Se le cortó la respiración. Recuerdos y visiones que su mente había reprimido por su propio bien. Recuerdos y visiones más desgarradores que los experimentos sobre su cuerpo.

—Habías ido a ver a tu en una pequeña visita, según el reporte de tu madre, Lorena Medina Rojas —continuó hablando la mujer, verificando la información.

Atzin tomó una profunda bocanada antes de hablar.

—Le llevé su desayuno —dijo en un hilo de voz apenas audible.

—¿Disculpa?

—Le llevé el desayuno —repitió Atzin, luchando para que su voz no se quebrara—. Lo había olvidado en casa, y yo fuí a... a...

Atzin sacudió la cabeza. ¿A qué había ido?

¿Ido a dónde?

Su papá. Había ido con su papá.

—Bien —asintió la mujer después de un corto silencio—. Así que confirmas que eres éste mismo niño desaparecido. Atzin Ríos Medina.

La mujer tomó una de las tantas fotografías de la carpeta y la alzó frente a ella, mostrándola a Atzin. Él dudó antes de fijar la mirada en aquella imagen. Era un retrato de una niñez llena de inocencia y alegría. En el centro, un niño de siete años, él mismo, con cabello negro y corto, sonreía a la cámara. Sus ojos marrones brillaban con la emoción del momento, y su piel clara estaba libre de marcas. Vestía un disfraz de bombero, el casco ligeramente grande para su cabeza y torcido, pero llevado con orgullo.

A su lado, sus padres lo flanqueaban con sonrisas afectuosas. Su madre, de estatura media, tenía el cabello castaño recogido en un moño sencillo, y sus ojos mostraban la misma calidez que los de Atzin. Vestía un vestido celeste, cómodo y formal, que le llegaba hasta las rodillas. Su padre, un hombre de hombros anchos y sonrisa fácil, tenía el cabello un poco más oscuro que su hijo, cortado de forma práctica. Vestía una camisa de manga corta y pantalones de vestir, y su mano descansaba sobre el hombro de Atzin.

Atzin extendió su mano para tomar la fotografía familiar, pero se detuvo a mitad de camino dándose cuenta de que la detective no le había permitido hacer aquello. Nuevamente, la extraña sensación de "no te muevas" lo invadió de nuevo. Siendo así, fue grata su sorpresa al ver que la detective no solo no retiró la fotografía de su alcance, sino que se la tendió para que la tomara.

Así lo hizo, sin pensar. Ni siquiera se percató que su mano temblaba al tomar la foto y al acercarla a su rostro.

Y ahí estaban los rostros que, sinceramente, había olvidado. Y aún así, los rasgos que describía la fotografía se le antojaban difusos y distantes, extraños. Pero su propia cara infantil, esa sí que podía afirmar como suya. De hecho, recordaba el trajecito de bombero. Se rió, se rió por no llorar, y ésta vez era de forma literal.

Se le vino a la mente Leo. Si viera sus fotografías de niño, o de bebé, seguramente se partiría de risa. ¿La detective traería sus fotos en la bañera de bebé con ella?

—Tu turno —dijo la detective.

—¿Qué? —preguntó Atzin, levantando su llorosa mirada de la fotografía.

—Es tu turno para hacer una pregunta.

—Oh... si —asintió Atzin, bajando la fotografía y apretándola entre sus manos.

Se quedó callado. Estaban pasando muchas cosas en muy poco tiempo. La voz de su madre, el arresto, ver el rostro de sus padres, rememorar... lo que había pasado.

Pero había resistido más, mucho más, incluída la soledad, en Genetix. Así que volvió a tomar aire y miró a la mujer, que esperaba paciente a que Atzin acomodara sus pensamientos.

—¿Qué busca de mí?

La detective se recostó en su silla, mirando a Atzin fijamente.

—Qué no busco de ti, querrás decir —soltó la mujer, como si tal cosa.

Atzin se quedó callado, para variar. Dejando que la detective continuara explicando.

—Primero, y lo más obvio —señaló sus branquias—. No sé ni siquiera qué eres, y pienso averiguarlo.

A Atzin se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Experimentos? —preguntó nerviosamente.

—¿Experimentos? ¿en ti? —repitió una confundida detective, para luego soltar una risilla—. ¿Quién crees que somos, niño?, ¿La zona cincuenta y uno?

La mujer volvió a reír. Atzin no encontró humor alguno en su comentario. De hecho, se ofendió.

—No, no —continuó la mujer—. Si, quiero saber qué eres. O en qué te convertiste, para ser más específica.

La detective alzó los documentos, mostrándole a Atzin actas de nacimiento con su nombre en ellas.

—El niño desaparecido hace cinco años. En pleno hospital después de sobrevivir a un terrible y agresivo incidente.

Atzin apretó los dientes. Incidente. Provocado.

La mujer continuó:

—Y ahora reaparece sin más, convertido en algo que nadie ha acertado en describir. Y secuestrando a un chico, ni más ni menos.

—¿Secuestrar? —la interrumpió Atzin bruscamente.

—Leonardo Escobedo García, señorito Ríos —respondió la detective, en un tono que denotaba obviedad—. Sus tíos, que sufren la desaparición de su otro sobrino, reportaron que la última vez que vieron al menor fue cuando salió de su casa para ir contigo.

—Leo está bien, y yo no lo secuestré ni lo obligué a venir conmigo —bramó Atzin.

—Sus tíos y los investigadores del caso opinan lo contrario.

—No me importa —gruñó el híbrido—. La verdad es la que es, y Leo podrá volver con su familia y contarles la verdad.

—Así que sabes donde está.

—No pienso decírselo.

—-Pensé que no lo habías secuestrado.

—¡No lo hice!, yo... agh- no hablaré más sobre él.

—No estás en posición de decidir ni negociar sobre eso, Ríos.

—Si, si que puedo. Es mi turno de preguntar.

La detective se quedó callada. Atzin asintió, tomándolo como una aceptación.

—¿Qué planea hacer conmigo?

—Eso depende de qué tanto colabores con nosotros —se encogió de hombros—. Puedo ayudarte si lo haces.

Atzin arqueó una ceja, interesado en las palabras de la mujer.

—¿Ayudarme?

La detective se inclinó hacia adelante, luego señaló a la mujer en la fotografía que sostenía Atzin.

—Tu madre —dijo, directa—. No tengo idea de estas cosas, de eso ya se encargarán los del departamento de ciencias —miró a Atzin a los ojos—. Pero tu madre, la doctora Lorena Medina, fue la que te hizo esto —señaló sus branquias—. ¿Cierto?

Atzin tardó en responder. Quería decir que no, que no lo había hecho. Que ella lo amaba, que quería lo mejor para él.

Pero decidió decir la verdad.

—Si.

–¿Tienes idea que ha sido de ella?– Cuestionó la mujer

– Solo sé que está desaparecida – Murmuró el peliblanco

La detective asintió levemente, sus labios se movieron en un murmullo inaudible mientras organizaba sus pensamientos.

La mujer asintió, confirmando las sospechas fundadas que había cargado en los últimos días. Garabateó en su libreta y luego habló.

—Tu turno.

—¿Sabe dónde está?

La mujer detuvo su escribir y miró al chico.

—Sé lo mismo que tú, al parecer.

Atzin bajó la mirada una vez más, miró la fotografía entre sus manos. La mujer inmortalizada en aquella imagen.

Turno de la detective.

—Imagino que te has metido en un buen lío al ir tras Genetix, ¿no es así? —las palabras de la detective no eran una pregunta, o al menos no sonaban como tal. Más bien parecía ser una observación.

—Si —respondió él, secamente.

—Es un caso complejo —continuó ella—. Y tu intento de hacer justicia por tu propia mano ha sido una imprudencia.

—No estoy buscando venganza, si es lo que insinúa —cortó Atzin.

—¿Entonces qué es lo que buscas?

Atzin, de nuevo, no respondió. Esa era una excelente pregunta.

Después de unos pocos segundos sin respuesta alguna, la detective continuó hablando.

—Con la colaboración adecuada, esto podría impulsar mi carrera y reducir considerablemente tu sentencia.

Atzin apretó los dientes. Claro que sí, de eso se trataba todo. Pero estaba hablando de una colaboración, con él.

—¿Qué quiere de mí?

—Tu cooperación —afirmó ella, mirándolo con ojos tan penetrantes y calculadores como los de un halcón—. Eres el testimonio clave para este caso.

—¿Y si me niego? —inquirió con descontento .

—Tengo la autoridad para arrestar a tus amigos —declaró ella, su tono sereno pero con un matiz amenazante.

—¿Mis amigos? ¿Porqué? —gruñó Atzin—. Ellos no tienen nada que ver con esto.

—No estaría tan segura de ello —señaló la mujer, para después hojear su libreta en busca de notas más antiguas—. Dados los recientes daños en el hospital del IMSS y en las alcantarillas, y los cargos contra tu amigo David Reyes, no sería difícil convencer a un juez de su peligrosidad. Involucrarlos en el secuestro de tu amigo sería aún más sencillo.

—¿David? —cuestionó Atzin.

—El asesinato de su madre a sangre fría, señor Ríos.

A Atzin se le cortó la respiración, abrió mucho los ojos. Apretó la fotografía entre sus manos y sintió un ligero mareo.

—No me digas que no lo sabías —cuestionó fríamente la mujer. Después se encogió de hombros—. Supongo que su ignorancia respecto al caso les reducirá los cargos a tus amigos, ya no tendría que incluir obstrucción de la justicia.

Atzin, una vez más, se sintió acorralado.

Cerró los ojos. No tenía muchas opciones. Antes, en el laboratorio, al menos, el único perjudicado era él y nadie más.

Ahora todas las personas que lo habían apoyado desde que escapó pendían de un hilo, y dependían de él. De él, maldición. Adriana, Sayuri, Ameyali.

David. No quería pensar en él. Ni siquiera sabía en qué pensar.

Leo...

Qué deprimente era recordar sus días en el laboratorio como tiempos mejores o más sencillos.

Levantó la mirada, como un animal amenazado, pero mantuvo la compostura, consciente de su desventaja.

—Encerrado, solo tendría mi testimonio, y eso no es suficiente para construir un caso sólido contra Genetix...

—¿Y qué sabes tú sobre estas cosas, niño?

—Yo sí sé lo que es capaz de hacer Genetix. Míreme. Yo soy uno de los pecados más leves que tienen entre sus manos —replicó, encontrando fuerza en sus palabras.

La detective desvió la mirada de sus apuntes y los fijó en Atzin, el cual continuó hablando sin darle oportunidad a responder.

—Si realmente quiere ese ascenso, necesitará algo más que mi cooperación. Necesitará pruebas, información.

La detective se quedó callada, probablemente considerando las posibilidades que le estaba dando Atzin.

—¿Cuál es tu contraoferta entonces? —preguntó finalmente la detective, cruzándose de brazos, expectante.

Atzin reflexionó, analizando la situación con desconfianza antes de responder.

—Libérame. Le enviaré todo lo que sepamos y encontremos. Y retira la vigilancia policial sobre nosotros —dijo firmemente, sin quitar sus ojos de los de ella.

La detective esbozó una media sonrisa seca y sarcástica.

—Me temo que con Reyes eso no es factible – replicó ella, inflexible.

—Al menos a los demás entonces —insistió Atzin —. Ellos solo quieren ayudar.

—¿Y cómo puedo estar segura de que tú y tus amigos no intentarán huir del país en cuanto te libere? —interrogó ella.

La expresión de la detective era inmutable, mientras Atzin se sintió ofendido.

—Si quisiera huir —respondió entre dientes—. Lo habría hecho nada más salir de las alcantarillas.

Atzin guardó silencio después de eso, su mente inundada por la imagen de Leo. Los ojos marrones y llenos de vida de su amigo resplandecían con diversión y astucia. Eran esos ojos los que ahora pesaban en su conciencia, aunque no estaba seguro del motivo.

"¿Qué es lo que buscas?", le había preguntado esa mujer. Y si tuviera que responder con sinceridad, no tendría respuesta, porque ni el mismo la conocía. Pero por algún motivo, cuando pensaba sobre ello, la imagen de Leo le venía a la mente.

Mientras hablaba, las palabras de Atzin se entrelazaban con una culpa que no podía disimular. Era como si cada sílaba estuviera cargada con el peso de una decisión que podría cambiarlo todo, no solo para él, sino para todos los que le importaban. Su voz, aunque firme, estaba teñida de una tristeza profunda, una resonancia emocional de lo que estaba negociando tratando de convencerse así mismo.

—¿Tenemos un trato? —preguntó finalmente, después de un largo silencio.

La detective asintió lentamente, su gesto de aprobación. Extendió su mano hacia Atzin, sellando el acuerdo con un apretón firme.

—Ah, una última cosa niño —Intervino la detective— Esto queda entre nosotros. Ni una palabra a tus amigos, porque créeme, lo sabré.

Atzin se contuvo, evitando responder como si fuera un perro que obedece a regañadientes. Aunque no quería, estaba atado de manos y no tenía más opción que someterse.

—Si señora... —Murmuró

—Bien —asintió la mujer, complacida. Después miró la puerta—. Y como esto debe mantenerse entre nosotros, vas a escapar de mí.

—¿Qué?

—La dinámica se acabó. Sin preguntas ésta vez.

Señaló la parte trasera de la habitación. Donde había una ventana cerrada, pero sin seguro ni candado alguno.

—Saldré, simulando un descanso. Distraeré a mis hombres, y entonces saldrás por la ventana.

—Pero...

—Dije que sin preguntas —dijo a la vez que se ponía de pie—. Quédate con esa foto. Espera dos minutos.

La mujer se dirigió a la puerta sin decir otra palabra. Salió, y cerró la puerta tras ella.
.
.
.

Leo se encontraba sentado en una silla desvencijada, su pie golpeteando el suelo de manera rítmica y nerviosa. Cada segundo que pasaba parecía estirarse en una eternidad, y su mirada se perdía en la puerta cerrada por donde se suponía debería haber llegado hace ya demasiado tiempo. Podía sentir cómo la preocupación se enroscaba en su estómago, un nudo que se apretaba con cada tic-tac del reloj en la muñeca de Ameyali.

El silencio del lugar era casi ensordecedor, interrumpido solo por el sonido ocasional de estudiantes caminando o de alguna clase a la distancia. Leo intentaba distraerse contando discretamente los lunares en los brazos de Adriana, pero su mente siempre volvía a Atzin.

Se levantó de la silla, comenzó a caminar de un lado a otro, incapaz de quedarse quieto. Sus manos se entrelazaban y desentrelazaban, y su respiración se hacía cada vez más profunda. Finalmente, incapaz de soportar la espera un segundo más, Leo miró al resto.

– Ya se tardó mucho...

Ameyali, con una calma que contrastaba con la ansiedad de Leo, intentó ofrecer consuelo.

– Ha de estar bien, quizás se fue a dar la vuelta al Universum.

Leo frunció el ceño, su inquietud evidente.

– Y si algo le pasó?

Ameyali sonrió, tratando de aligerar el ambiente.

– No dudes que va a venir corriendo hacia a ti.

Leo apartó la mirada, apenado por ese comentario, sintiendo un cosquilleo en el pecho que no supo identificar. Ameyali sonrió de forma burlona al notar su reacción.

Adriana, que había estado observando la interacción, decidió intervenir.

–...Creo que sí deberíamos ir a checar en él. Además, supongo que Sayuri va a tardar otra media hora platicando con el profe. Nos da tiempo.

Leo asintió, señalando a David para que se uniera a ellos. Giró la mirada con poco interés, pero entonces, a la distancia, vio una patrulla estacionada. La vista lo sacó de su comodidad y lo puso a la defensiva. Adriana notó su cambio de actitud y siguió su mirada, viendo a la patrulla sujetando del brazo a David.

– Ay no – murmuró en voz baja, poniéndose de pie.

Leo se tensó y miró a los otros chicos.

Tenían que ir por Atzin.

Ya.
.
.
.

Atzin guardó la fotografía en su chamarra. Tomó su gorro y se lo colocó, escondiendo sus branquias.

Esperó dos minutos, y entonces se puso de pie. Se acercó a la ventana y miró fuera. Estaba en un segundo piso, y no se veía a nadie debajo.

Perfecto.

Tomó los marcos de la ventana y trató de abrirla. Quizás fueron los nervios, quizás la premura del momento. Pero terminó arrancando el marco de la ventana.

Atzin se quedó mirando un momento el marco de la ventana entre sus manos. No sabía siquiera que poseía tanta fuerza.

Sacudió la cabeza y dejó el marco, con todo y cristal, en el suelo de la habitación para no hacer ruido, y saltó por el hueco que había dejado en la pared.

Aterrizó en el suelo, doblando las rodillas para amortiguar el golpe. Miró a un lado y al otro. No había nadie, bien. Echó a correr.

Corrió con todas sus fuerzas, el aliento escapando de sus pulmones en ráfagas entrecortadas, con el corazón palpitando en sus oídos.

Se movía con rapidez, su mirada alerta buscando cualquier indicio de peligro. Evitaba los grupos de estudiantes, rodeándolos. Aunque era inevitable llamar la atención a esas alturas.

El grito furioso de un hombre resonó a sus espaldas, haciendo que Atzin girara la cabeza sin detener su carrera.

—¡Eh!, ¡Regrese aquí!

Vio al oficial corriendo hacia él, con el uniforme azul destacando entre la multitud de estudiantes. Sin pensarlo dos veces, Atzin aceleró su carrera, haciendo uso de su velocidad híbrida. Importándole muy poco si alguien notaba ese detalle al verlo pasar.

Miró al frente, una esquina a poca distancia. Daría el giro y perdería al hombre entre los edificios del campus.

Una detonación estalló detrás de él, taladrando sus oídos. Apenas pudo reaccionar al potente estallido sonoro cuando sintió el dolor.

Un grito de dolor escapó de sus labios cuando sintió el impacto en la parte trasera de su muslo derecho. El dolor punzante se apoderó de él, haciendo que su pierna se tambaleara y su paso se volviera dudoso.

Atzin se tambaleó alrededor de la esquina, apoyándose contra la pared para mantenerse en pie, dió el giro y se esforzó por continuar. Dió un paso en falso y cayó.

Su mente giraba en un torbellino mientras trataba de comprender lo que acababa de suceder. ¿Qué había sido ese trueno? ¿Y por qué sentía como si su pierna estuviera ardiendo en llamas?

El griterío asustado de los estudiantes a su alrededor solo aumentaba su confusión. Voces llenas de miedo y sorpresa inundaban el aire, mezclándose con el latido frenético de su corazón.

Llevó su mano al origen del dolor. Gruñó. Alzó la mano frente a su rostro, y la vió pintada de rojo. Bajó la mirada, y vió el frente de su pierna también manchada de rojo.

Su cerebro por fin ordenó sus pensamientos y los comprendió.

Le habían disparado. Y la bala le había atravesado de lado a lado la pierna.

Gruñó, asustado, cuando escuchó los pasos apresurados acercándose del otro lado de la esquina. Ahí venía ese policía.

Apretó los dientes y se aferró a la pared para obligarse a ponerse de pie y retomar su paso, ahora cojo. Cada movimiento era una agonía, pero sabía que no podía permitirse detenerse.

Giró nuevamente, consciente de que estaba dejando un rastro de sangre a su perseguidor. ¿Qué no había dicho la detective que iba a distraer a esos sujetos?

Atzin se tambaleaba mientras se alejaba, su muslo ardiendo con cada paso. Con la determinación como su única guía, se adentró entre las esquinas de los edificios, buscando desesperadamente un lugar donde refugiarse.

Se supone que lo detendrían. No era necesario dispararle.

Pero ahí estaba. Huyendo con una herida de bala.

El dolor seguía martillando en su mente, pero se negaba a dejarse vencer. A pesar de la sensación de aturdimiento que lo envolvía, se concentraba en cada paso, cada giro, como si su vida dependiera de ello.

A medida que Atzin cojeaba por el campus, las miradas de aquellos que lo veían pasar se clavaban en él como agujas. Algunos estudiantes detenían sus conversaciones y giraban la cabeza para seguir su trayectoria, con expresiones de sorpresa o curiosidad en sus rostros. Otros se apartaban apresuradamente de su camino, como si temieran verse involucrados en su situación.

El dolor punzante en su muslo se intensificaba con cada paso, hasta que finalmente se volvió insoportable. Atzin buscó desesperadamente un escondite donde pudiera derrumbarse y tomar un respiro.

Al divisar un pequeño rincón entre dos edificios, Atzin se apresuró hacia allí, su respiración agitada y entrecortada. Se dejó caer contra la pared, sintiendo el alivio momentáneo al liberar el peso de su cuerpo exhausto. La superficie fría contra su espalda ofrecía un consuelo mínimo mientras luchaba por recuperar el aliento.

El sol abrasador golpeaba el rostro de Atzin, intensificando la sensación de agotamiento que lo envolvía. El sudor empapaba su piel, haciéndolo sentir como si estuviera ardiendo desde adentro. Con manos temblorosas, se quitó el gorro de lana que llevaba puesto, dejando que el aire caliente del mediodía acariciara su cabeza, y sus branquias.

El corazón de Atzin se detuvo cuando escuchó los pesados pasos acercándose, anunciando la llegada inminente de su perseguidor. Con el aliento entrecortado, se quedó inmóvil, congelado por el miedo.

Y entonces, en la esquina, apareció el oficial. El arma en su mano brillaba bajo la luz del sol. Los ojos del oficial lo encontraron, y en ese instante, el tiempo pareció detenerse.

Vió como el oficial alzaba el arma y ahora le apuntaba con el cañón.

—¡Manos arriba, hijo de puta!

Entonces el oficial notó las branquias a los laterales de su cabeza. La multitud de estudiantes y profesores que había empezado a congregarse a su alrededor, cada uno de ellos, las notaron.

El oficial abrió mucho los ojos. Algunos sacaron sus celulares y empezaron a grabar. Hasta ahí había llegado su anonimato, pensó Atzin.

Miró a un lado, y al otro. Sin oír lo que le gritaba el oficial. Entonces notó un hueco entre la multitud, a su derecha.

.
.
.

David corría buscando alguna señal del muchacho,y al girar la mirada encontró a la multitud que se estaba reuniendo entre dos edificios, esperando no llegar demasiado tarde.

Primero había ido directamente a dónde escuchó los disparos. Se le detuvo el corazón al ver sangre regada en el suelo.

Al ver que dejaba un rastro, le dió algo de esperanza.

Siguió el rastro hasta ver la multitud a la distancia, y corrió directo a ella. Se abrió paso bruscamente entre estudiantes y profesores, y vió a Atzin apoyado contra una pared. El sol brillaba sobre su figura, destacándolo entre la multitud como un faro en la tormenta.

Su pierna derecha estaba empapada en rojo. Maldición.

Su rostro estaba pálido, y miraba a lado a lado, asustado. Tendría que intervenir. Miró al policía que le apuntaba y le gritaba... y se le detuvo el corazón al reconocer al oficial.

—¡Al suelo, tú... cosa! —gritaba un furioso aunque confundido oficial Reyes.

El padre de David.

David retrocedió, se ocultó entre los estudiantes. Estuvo tentado a darse la vuelta y alejarse rápidamente antes de que notaran su presencia.

Entonces Atzin corrió en dirección a un hueco entre la multitud.

—¡Alto! —gritó Reyes.

Una nueva detonación.

Los estudiantes gritando, dispersándose, buscando cobertura.

Atzin cayó, con su costado perforado por una bala.

David se paralizó. No de nuevo, no...

El oficial se acercó a un caído Atzin, su arma en alto aún.

–No, no...

¡NO!

David se lanzó hacia adelante, gritando.

El oficial apenas tuvo tiempo a darse vuelta antes de ser tacleado por David, soltando su arma en la caída.

Se colocó sobre su padre, que se encontraba aturdido. Alzó el puño, y aplicando toda su fuerza desde su hombro, lo dejó caer sobre el rostro de su padre.

Uno, dos, tres, cuatro golpes...,

cinco,

seis,

diez,

quince...

—David.

El llamado le llegó borroso, su cerebro no lo procesó. Estaba concentrado en la furia, la rabia.

—David...

Volvió a llamarlo, más débil. David se detuvo. No tuvo valor de mirar el rostro del hombre bajo su cuerpo. Tan solo tuvo el fugaz conocimiento de que había mucha sangre.

Giró la cabeza hacia el llamado.

Atzin, con los ojos medio cerrados. Se había dado la vuelta, estando ahora boca arriba sobre el suelo. El rostro pálido, respirando con la boca abierta. Su mano manchada de rojo presionando débilmente su costado herido.

Atzin, herido. Fue todo lo que entendió David, fue todo lo que necesitó para salir del estado de frenesí que había adquirido.

Se puso de pie y se acercó al híbrido. Se sacó la camiseta y la presionó sobre su costado. Atzin lanzó un lastimero sollozo cuando lo hizo.

—Te sacaré de aquí,vas a estar bien—afirmó David con un nudo en la garganta—. Te curarás, ya lo has hecho antes.

Hizo que Atzin colocara las manos sobre la tela ahora empapada de sangre, luego pasó los brazos por debajo de la espalda y de las rodillas de su amigo y lo levantó con facilidad.

La conciencia de Atzin se desvanecía, cada latido de su corazón retumbaba como un eco distante en sus oídos. La realidad se desdibujaba, y la sensación de flotar lo envolvía mientras sus sentidos se embotaban. Apenas podía sentir el agarre firme que lo sostenía, una presencia que le ofrecía un atisbo de seguridad en medio del caos.

La familiaridad de ser llevado en brazos lo inundó, transportándolo a un tiempo más inocente, a los días en que los brazos de su padre eran su refugio.

En un último esfuerzo por mantenerse despierto, Atzin murmuró con voz quebrada con todo el amor y la añoranza que aún guardaba en su corazón

—Papá...

.
.
.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top