capitulo 15: El escarabajo
Por la mañana, una ligera brisa de aire se colaba por las rendijas de las cristaleras de la parroquia, llenándola de un frescor renovador.
Los tamales prometidos la noche pasada también les servirían como desayuno, y el delicioso aroma de los mismos se alcanzaba a percibir desde el interior de la pequeña habitación donde habían dormido.
Ameyali, Atzin y Leo se encontraban afuera, en la sección principal de la parroquia. Ameyali, con una expresión de curiosidad pintada en su rostro, giraba la pluma de quetzal entre sus dedos, observando cómo los colores cambiaban con la luz.
—¿De dónde dices que la sacaste? —preguntó Ameyali, sin apartar la vista de la pluma.
—Apareció en mi bolsillo —respondió Leo, encogiéndose de hombros.
—¿No serás cleptómano, verdad? —inquirió ella, levantando la vista hacia él con una ceja arqueada.
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué pensarías que lo robaría? —Leo parecía genuinamente indignado, sus ojos se abrieron un poco más de lo normal
—Pues con esas fachas… —se burló la muchacha recorriendo con la mirada desde sus botas desgastadas hasta su camisa roja deshilachada.
Leo resopló con indignación, cruzando los brazos sobre su pecho.
—Pues al menos, yo no parezco versión tuneada de la monita de la michoacana —replicó con un tono infantil mientras le sacaba la lengua.
Ameyali frunció el ceño, claramente no impresionada por el comentario.
—Esto es una vestimenta tzotzil, no purépecha —dijo ella, su voz llevaba un filo cortante de fastidio contenido—. Pendejo.
—Si, luego podrán discutir sobre cuáles son las reglas de moda en estos casos —intervino Atzin, colocándose entre los dos, luego miró a Ameyali—. Dices que Leo se la pudo haber robado, ¿porqué?
—¿Porqué? —repitió Ameyali con un tono de obviedad, alzando la pluma ante ellos para que la vieran bien—. Pues porque tienen razón. Ésta es la fuente de magia que ha provocado los sucesos que han descrito.
—Si, bueno. Eso era obvio —asintió Leo.
—Callate pues—Ameyali hizo girar la pluma entre sus dedos, admirándola—. La verdad hace tiempo que ya no entiendo mucho de esto, pero hay algo... poderoso en ella.
Con un simple vistazo a los dos muchachos, era evidente para Ameyali que estaban tan confundidos como ella. Y aunque se los hubiera explicado, no habría encontrado las palabras adecuadas para ello.
Al tocar la pluma, sentía como si una corriente eléctrica emanara de los filamentos de la misma y recorrieran desde sus dedos al resto de su cuerpo.
No lo pensó demasiado antes de sacar su celular del bolsillo, tomarle una fotografía a la misteriosa pluma y mandársela a su madre. Ella sabría más al respecto, seguramente. La chica le explicó eso a los dos muchachos.
—Mientras descubrimos qué es exactamente, es mejor que la guardes muy bien —Ameyali tendió la pluma a Leo, que la tomó de regreso—. Y trata de mantenerte calmado, ¿bien? Lo que hiciste con la butaca esa… no sé con qué otros materiales puedas hacerlo. O con quiénes.
Atzin y Leo cruzaron sus miradas, alterados… y emocionados. Ambas cosas al mismo tiempo, disparándoles la adrenalina.
—Y les prohibo experimentar con ella —sentenció Ameyali, adivinando sus intenciones—. Es peligroso.
—Tampoco planeaba hacerlo —mintió Leo.
Ameyali abrió la boca para darles otra indicación, pero se calló al notar que el párroco se les acercaba.
—¿No tienen hambre? —cuestionó el hombre amablemente—. Los tamales se van a enfriar.
Leo guardó disimuladamente la pluma de quetzal en su bolsillo, agradeciéndole al párroco a la vez que Atzin salió corriendo en dirección a la habitación donde estaban repartiendo el desayuno. Cuando notó que Leo no venía con él, regresó, lo tomó del brazo y lo arrastró tras él.
Ameyali suspiró negando ligeramente con la cabeza mientras el párroco miraba con una ceja levantada a la pareja de muchachos alejarse.
La pelinegra dirigió su mirada a los vitrales,cuando vio entonces a la figura de Sayuri emergiendo de la biblioteca al otro lado de la calle. Llevaba consigo unos papeles y una sonrisa que iluminaba su rostro, como si hubiera encontrado exactamente lo que buscaba. Cruzó la calle con un paso ligero y seguro, su sonrisa aún intacta, y entró a la iglesia sin darse cuenta de la mirada que la seguían desde el vitral.
El silencio de la iglesia se rompió con el suave tintineo de las campanas al abrirse la puerta principal. Sayuri entró, su presencia como un soplo de aire fresco en el ambiente solemne. Sus pasos resonaban con determinación en el suelo de piedra mientras buscaba a Ameyali con la mirada.
—¡Ameyali! —exclamó Sayuri, su voz llena de una emoción que no podía contener. La encontró cerca del altar, y sin perder un segundo, la sangoloteo efusivamente—. ¡Encontré algo!
Ameyali, sorprendida por la súbita aparición y el entusiasmo de su amiga, no pudo evitar sonreír ante la energía contagiosa de Sayuri.
—¿Qué cosa? —preguntó
—
Hay que buscar a los demás —dijo Sayuri, tomando de la mano a Ameyali y guiándola hacia la sacristía.
Sayuri y Ameyali pasaron por el comedor, donde el aroma de los tamales aún flotaba en el aire, mezclándose con el olor a café recién hecho. Leo y Atzin estaban allí, disfrutando de su desayuno, cuando las vieron acercarse.
—¡Chicos! —llamó Sayuri pasando del lado para ir a las habitaciones
Leo miró su tamal a medio comer y luego a Sayuri, su curiosidad despertada por el tono urgente de su voz. Sin más preguntas, Leo y Atzin se levantaron de un salto, dejando atrás sus platos y siguiendo a las chicas fuera del comedor.
Juntos, subieron las escaleras hacia la recámara donde Adriana y David seguían dormidos, enredados en un abrazo que parecía protegerlos del mundo exterior. La luz del sol se colaba por la ventana, bañando la habitación en tonos dorados y cálidos.
Sayuri se acercó a la cama con pasos suaves pero decididos y, con una gentileza que contrastaba con su emoción, tocó el hombro de Adriana.
— Cinco minutos más...—Murmuro la pelinegra hundiendo la cabeza en el pecho del mayor.
—Adriana, David, despierten —susurró, aunque su voz vibraba con la emoción contenida.
Los dos se removieron, abriendo los ojos lentamente, aún atrapados en los hilos del sueño.
—¿Qué pues? —murmuró David de mala gana, frotándose los ojos.
— ¡Miren! — Exclamó la morena con movimientos que denotaban una mezcla de cuidado y urgencia, extendió su tesoro sobre la cama más cercana. Papeles con notas manuscritas, recortes de periódico que hablaban de descubrimientos y méritos universitarios, y, lo más destacado de todo, un voluminoso libro de tesis adornado con el sello dorado de la UNAM
—¿Qué es eso? —preguntó Atzin con curiosidad, asomándose al lado de Sayuri para revisar las hojas.
—“Entrelazando Especies: El Papel de las Quimeras en la Avanzada Ingeniería Genética” —leyó Sayuri en voz alta— Una tesis colaborativa por Gabriel Zavaleta, Lorena Ríos y Emiliano Ruíz.
Atzin se inclinó sobre la tesis con urgencia. Sus ojos se fijaron en la portada, y al leer el nombre de Lorena Ríos intentando cerciorarse no haber escuchado mal, su respiración se detuvo por un instante. Con manos firmes, extendió su brazo para tomar el libro, su mirada aún clavada en el nombre que reconocía tan bien: el de su madre.
—Esta tesis ya tiene unos 20 años —comenzó Sayuri, su voz reflejaba el respeto por el documento que tenían en frente—. Pero Gabriel Zavaleta es profesor en la UNAM, Imparte clases en Genética de la Conservación.
Adriana, con una mezcla de sorpresa e interés, se volvió hacia Sayuri.
—¿Lo conoces? —preguntó, esperanzada.
Sayuri negó con la cabeza, una sonrisa ligera asomándose en sus labios.
—No, mi especialidad será en contaminación ambiental y Ecología de comunidades—confesó—. Aunque no lo conozca personalmente, podríamos tratar de localizarlo. Además,podría aprovechar para pasar y revisar la sangre de Atzin
Atzin levantó la vista, encontrando los ojos expectantes de sus amigos.
—Vamos
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El grupo llegó a la Ciudad Universitaria de la UNAM, un vasto complejo que se extendía ante ellos como un tapiz de conocimiento y cultura. El sol del mediodía bañaba las fachadas de los edificios con una luz dorada, destacando los murales coloridos que adornaban las paredes de la Facultad de Medicina y la Biblioteca Central, obras maestras que contaban historias de México y su gente.
Las amplias avenidas estaban bordeadas de árboles frondosos, cuyas copas se mecían suavemente con la brisa, susurrando secretos académicos a quienes pasaban por debajo. Estudiantes de diversas facultades atravesaban el campus con paso decidido, algunos sumergidos en animadas discusiones, otros absortos en sus pensamientos o en los libros que llevaban bajo el brazo.
El grupo de chicos avanzaba con paso firme hacia el edificio de ciencias, un lugar donde la curiosidad y el conocimiento se entrelazaban en cada esquina. Atzin caminaba entre ellos, su sombrero de lana calado hasta las cejas en un intento por ocultarse de las miradas curiosas. La multitud que se desplazaba por el campus parecía abrumarlo, y sus ojos se movían rápidamente, buscando un refugio en el mar de rostros desconocidos.
El calor del mediodía no ayudaba a su nerviosismo. Atzin se sentía como una planta en un invernadero, el sol implacable calentando el aire hasta hacerlo sofocante. Su garganta se secaba con cada respiración, y podía sentir cómo el sudor se formaba bajo su ropa, pegajosa y caliente contra su piel
Atzin se detuvo un momento, su respiración era pesada y su frente brillaba con el esfuerzo de mantenerse en pie
— Oigan emm....creo que Voy a buscar un baño— dijo con voz cansada, pasando una mano por su rostro en un gesto de fatiga.
Leo, preocupado, se acercó rápidamente
—¿Quieres que te acompañe?—preguntó
Atzin negó con la cabeza, una sombra de sonrisa apareciendo brevemente en su rostro.
—No, está bien— respondió, intentando transmitir confianza a pesar de su evidente cansancio.—ustedes vayan con el maestro,los alcanzo al rato.
Adriana observó a Atzin con preocupación maternal. Ella se acercó y le extendió un billete de 50 pesos.
—Comprate un agua y si te dan cambio quedatelo-dijo Adriana con tono suave pero firme, como una madre asegurándose de que su hijo se mantuviera hidratado.
Atzin miró las monedas en su mano y luego a Adriana, sus ojos reflejando gratitud.
—Gracias—respondió, su voz llevando un matiz de aprecio.
Con un asentimiento, Leo observó cómo Atzin se alejaba, su figura se perdía entre la multitud mientras buscaba un lugar para refrescarse y recuperar fuerzas antes de reunirse con sus amigos en el edificio de ciencias.
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El híbrido caminaba solo por la institución, sus pasos resonaban en los pasillos casi vacíos mientras buscaba un lugar tranquilo y aireado donde poder relajarse. El bullicio del campus había quedado atrás, y ahora solo el sonido de sus propios pasos lo acompañaba. Se deslizaba entre las sombras y la luz que se filtraba a través de las ventanas altas, creando patrones en el suelo que parecían guiarlo.
Finalmente, sus pasos lo llevaron al museo Universum, un oasis de calma en medio de la agitación universitaria. La arquitectura moderna del edificio se destacaba, con sus líneas limpias y su diseño que invitaba a la exploración y al descubrimiento. Atzin se detuvo un momento para admirar la fachada, sintiendo cómo la brisa fresca acariciaba su rostro y aliviaba el calor que aún persistía en su cuerpo.
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A pocos pasos de la oficina del profesor Zavaleta, Sayuri se detuvo abruptamente, haciendo un gesto para captar la atención de todos. Su rostro reflejaba la seriedad del momento.
—Por favor, permítanme hablar primero con él a solas, así evitamos llamar la atención—dijo Sayuri, su tono era de calma autoridad, dirigiéndose específicamente a David—. Y tú, nada de amenazas, ¿de acuerdo? No quiero problemas que puedan llevar a una expulsión.
David, con una mirada juguetona como si se tratase de una hermana menor, asintió lentamente con una sonrisa.
Luego, Sayuri se volvió hacia Ameyali y Leo, quienes murmuraban entre ellos.
—Y ustedes dos, traten de no discutir con el profesor… o entre ustedes —continuó, con un tono que mezclaba la petición con la advertencia.
Ameyali y Leo intercambiaron una mirada antes de responder casi al unísono, con un aire de inocencia fingida.
— Bien — Respondió el castaño
Sayuri se paró frente a la puerta del profesor Zavaleta, su mano temblaba ligeramente al levantarla para tocar. Con un suspiro apenas audible para calmar sus nervios, dio tres golpes suaves. Un momento después, una voz desde el interior resonó con un claro “¡Pase!"
Tomando una respiración profunda, Sayuri abrió la puerta y entró en la oficina, dejando al resto del grupo esperando fuera. La puerta se cerró detrás de ella, y el silencio se apoderó del pasillo. El resto de muchachos se acercaron discretamente a la puerta, con la esperanza de captar fragmentos de la conversación.
La oficina del biólogo era un reflejo de una vida dedicada a la ciencia. Estanterías repletas de libros de biología, genética y conservación se alineaban en las paredes, intercaladas con plantas que traían un toque de naturaleza al espacio. El escritorio, grande y robusto, estaba cubierto de papeles, notas adhesivas y diagramas de complejas cadenas de ADN. Un microscopio avanzado se asomaba en una esquina, junto a tubos de ensayo y placas de Petri, evidencia de investigaciones en curso.
El biólogo, un hombre de unos 40 años, tenía la presencia de alguien que había pasado incontables horas en el campo y en el laboratorio. Su cabello, aunque cuidadosamente peinado, mostraba signos de haber sido olvidado en medio de pensamientos profundos. Sus ojos, protegidos por gafas con montura ligera, reflejaban una mezcla de inteligencia y curiosidad. Vestía de manera informal pero pulcra, con una camisa de algodón y pantalones cómodos, adecuados para moverse entre el ajetreo académico y las exigencias del laboratorio.
Sayuri entró en la oficina y saludó con un respetuoso —Buenos días —saludó Sayuri al entrar.
—Si es de las calificaciones, ya dije que no les iba a aceptar los trabajos atrasados. Tuvieron dos semestres y si no los supieron aprovechar no es mi culpa —respondió el profesor Zavaleta sin mirarla, su tono era de alguien acostumbrado a repetir esa frase.
—No se preocupe, no es de eso —dijo Sayuri, intentando disipar el malentendido.
El profesor levantó la vista, evaluándola con un ceño fruncido
—Ah… ¿Es del grupo de la mañana o de la tarde?
—Ninguno. Yo voy apenas en cuarto semestre —respondió Sayuri, manteniendo una postura segura.
—Ah… Bueno, ¿en qué le puedo ayudar? —preguntó el profesor, ahora con un tono más abierto.
—Mire, yo… tengo interés en tomar la especialidad en biotecnologías y, leyendo, me encontré con su tesis —Sayuri sacó el libro y lo colocó sobre el escritorio.
El hombre, por su parte, dejó a un lado los papeles con los que había estado trabajando, su atención ahora completamente centrada en la joven y el libro que le presentaba. Sus movimientos eran los de un académico experimentado, alguien que había manejado innumerables documentos y reconocía la importancia de cada uno. Con manos que habían pasado años entre páginas y experimentos, tomó el libro y lo abrió con cuidado, sus ojos recorriendo rápidamente las primeras páginas que alguna vez redacto.
El profesor Zavaleta, tras un breve momento de contemplación, elevó su mirada hacia Sayuri, cuyos ojos reflejaban un entusiasmo contagioso.
—¿Qué aspecto capturó su interés? —inquirió con una cadencia que denotaba su erudición.
—El el mapeo genómico —respondió Sayuri, con un brillo de admiración en su mirada—. Especialmente la sección donde aplicaron técnicas genéticas para enriquecer los nutrientes de las hojas de enebro. ¡Es sumamente fascinante! Y más aún, su enfoque dirigido a la conservación de los Chrysina alphabarrerai. De verdad,le aplaudo.
El semblante del profesor, enmarcado por una barba meticulosamente cuidada, se iluminó al percibir la pasión de la joven. Sus ojos se encendieron y una sonrisa sincera se dibujó en su rostro, como si las palabras de Sayuri hubieran resonado con recuerdos de su propia juventud.
—Los escarabajos, seres diminutos y frecuentemente ignorados, son esenciales para la biodiversidad de nuestros ecosistemas —expresó con un tono de reverencia—. Personalmente, siempre he sentido una afinidad especial hacia ellos.
Con movimientos medidos, el profesor Zavaleta se puso de pie y se dirigió hacia uno de los insectarios situados en un rincón de su despacho. Su atención se fijó en los escarabajos que se desplazaban con una elegancia subestimada entre la vegetación y el suelo. Comenzó a describirlos, adoptando un tono reflexivo y personal.
—Observe estos diminutos seres —indicó, señalando el insectario—. Son criaturas extraordinarias, aunque su presencia a menudo se diluye en el anonimato. Poseen una belleza singular, no siempre reconocida, y juegan un rol fundamental en el equilibrio de nuestro ecosistema. No obstante, son relegados al olvido, eclipsados por especies de mayor carisma.
Se detuvo un instante, su mirada se perdía en el lento peregrinar de los escarabajos.
—Sé que no ha venido en busca de un monólogo tedioso, de ser así, habría optado por la Facultad de Ciencias Políticas—prosiguió con una sonrisa melancólica—. Pero debo confesar que, en ocasiones, me identifico con ellos. Me pregunto si mis esfuerzos perdurarán o si, al igual que muchas especies que hemos descuidado, caerán en el olvido... ¿No le parece?
Sayuri se tomó un momento para reflexionar sobre las palabras del profesor Zavaleta, asintiendo con una comprensión que iba más allá de su juventud.
—Creo que nadie debería quedar en el olvido —dijo con una convicción suave pero firme—Estoy segura de que sus colegas le han de tener mucho aprecio
El hombre escuchó y, por un momento, una sombra de tristeza pasó por su rostro. Recuperando su compostura, respondió con formalidad.
—¿Puedo ayudarle en algo más, señorita...?
—Sayuri, Sayuri Martínez.
—Sayuri —dijo él, sonriendo amablemente.
Ella prosiguió.
—Además de su notable trabajo, me preguntaba por sus colegas, aquellos con quienes trabajó antes —observó su reacción con interés.
Al mencionar a sus ex colegas, la expresión del hombre, antes relajada por la charla sobre escarabajos, se tensó nuevamente.
—Ellos... —empezó, vacilante—. Cada uno tomó su camino. No hay mucho que decir... ¿A qué se debe el interés?
—Ehmm —Sayuri se detuvo, buscando una excusa convincente—. Es que... el hijo de Emiliano Ruíz es mi compañero de ecología y...
—Que Dios te ayude, de tal palo tal astilla, supongo.
—¿Es para tanto?
—Emiliano era como la Taenia solium, la solitaria —explicó con desprecio académico—. Un parásito que se aferra al huésped para alimentarse, sin dar nada a cambio. Así como la lombriz se aprovecha del sistema digestivo, Emiliano se aprovechó de nuestra colaboración, extrayendo conocimiento y oportunidades, pero aportando poco al bien común.
Se detuvo, eligiendo sus palabras con precaución.
—Es una pena, pero Emiliano optó por la codicia, como la solitaria que busca el huésped más nutritivo. Desperdició su talento científico por el dinero, incluso si eso significaba traicionar a quienes lo apoyaron. En la ciencia, como en la vida, esa actitud es insostenible y suele llevar al aislamiento —finalizó, dejando claro que prefería no hablar más de Emiliano.
Sayuri, mezclando respeto y curiosidad, formuló su próxima pregunta con tacto.
—¿Y qué puede decirme de Lorena Ríos? —preguntó, notando cómo el profesor Zavaleta reflexionaba en silencio.
Tras unos instantes, él respondió con tono de admiración y respeto.
—Lorena... era como un puma en su terreno —comenzó con cautela—. Noble y diligente, con una ética impecable. Ella logró modificar las hojas de enebro, un hito para nuestro proyecto de conservación.
Hizo una pausa, como si visualizara a Lorena en su mente.
—Pero, como el puma en su hábitat, Lorena hizo lo necesario para avanzar, lo cual es comprensible dadas sus circunstancias. Tomó decisiones difíciles, no todas comprendidas o aceptadas por todos...
El profesor Zavaleta suspiró, su semblante se ensombreció.
—Aunque mantuvimos contacto por años, hace tiempo que no sé de ella. La última vez que nos vimos fue...
En el bautizo de su hijo.
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Atzin había pasado el tiempo recorriendo el Universum, el museo de las ciencias de la UNAM, un lugar donde la curiosidad y el conocimiento se encuentran en cada esquina. Mientras caminaba por sus pasillos, se maravillaba ante la arquitectura moderna del edificio, con sus líneas limpias y su diseño que invitaba a la exploración y al descubrimiento.
Las instalaciones del Universum eran impresionantes, una fusión de arte y ciencia dispuesta de manera que cada exposición era una ventana a nuevos mundos. Las salas estaban meticulosamente organizadas, cada una dedicada a un tema específico de la ciencia, desde la biología y la física hasta la tecnología y el espacio exterior.
En la entrada, una gran esfera celeste colgaba del techo, girando lentamente y proyectando constelaciones en las paredes. Más adelante, una exposición de dinosaurios a tamaño real capturaba la atención de Atzin, con réplicas de esqueletos que parecían cobrar vida bajo la iluminación dramática.
Continuó su paseo y llegó a la sección de física, donde experimentos interactivos permitían a los visitantes experimentar con leyes de movimiento, electricidad y magnetismo. Cada estación era una oportunidad para interactuar directamente con los principios científicos, algo que a Atzin le resultaba fascinante.
Luego, en la sección de biología, se encontró rodeado de modelos detallados de células y organismos, paneles informativos que explicaban la complejidad de la vida en la Tierra. Una pantalla táctil mostraba animaciones de procesos celulares, permitiendo a los visitantes explorar el interior de una célula como si estuvieran en un viaje microscópico.
Fue entonces que entró en la sección de biodiversidad con los ojos muy abiertos, maravillado por la explosión de colores y la riqueza de detalles que cada exposición ofrecía. Era como si cada paso lo llevara más profundamente a un mundo donde la naturaleza era la protagonista indiscutible, mostrando la diversidad de la vida en México en todo su esplendor.
Los paneles estaban adornados con imágenes vibrantes de selvas tropicales, desiertos áridos y arrecifes coralinos, cada uno contando la historia de las distintas regiones y sus habitantes únicos. Atzin se movía de un lado a otro, su curiosidad lo llevaba a interactuar con las exposiciones con la inocencia y el entusiasmo de un niño pequeño descubriendo algo nuevo y emocionante.
Se detuvo frente a un panel interactivo que mostraba un mapa de México, salpicado de puntos que representaban diferentes ecosistemas. Con un brillo de anticipación en sus ojos, Atzin presionó uno de los botones iluminados y de repente, una voz cálida y acogedora llenó el aire. Instintivamente, tomó un teléfono de cable que colgaba al lado del panel y lo acercó a su oído.
Atzin, con los ojos llenos de la luz de la anticipación se preparaba para escuchar atentamente la narración sobre la biodiversidad de México.Pero entonces, una voz familiar comenzó a hablar. Era una voz que conocía bien, una voz que había resonado a través de los años de su infancia, llena de juventud y serenidad. Era la voz de su madre.
La sorpresa lo inundó, y por un momento, Atzin se quedó inmóvil, su corazón latiendo con fuerza. La voz continuaba, suave y reconfortante, hablando con la misma calma y claridad que recordaba. Era como si el tiempo se hubiera revertido, y él volviera a ser un niño escuchando las historias que su madre le contaba.
Un golpe emocional lo sacudió, un torrente de recuerdos y sentimientos que había mantenido a raya. Las lágrimas comenzaron a formarse en sus ojos, pero no se apartó del teléfono.
"México, una tierra de contrastes y colores, es un mosaico de biodiversidad que despierta la admiración de naturalistas y científicos por igual. Con una geografía que abarca desde las cálidas costas del Pacífico hasta las cumbres nevadas de la Sierra Madre, este país alberga una de las más ricas variedades de vida en el planeta.
En las profundidades de sus selvas tropicales, donde la humedad dibuja un velo perpetuo sobre la exuberante vegetación, se ocultan criaturas tan variadas como el jaguar, señor sigiloso de estos dominios, y el quetzal, ave de plumaje iridiscente que parece un fragmento arrancado del mismísimo arcoíris. Aquí, las orquídeas despliegan sus delicados pétalos al sol, mientras las mariposas monarca danzan en un ballet aéreo durante su migración anual, un espectáculo que desafía la imaginación.
Las áridas tierras del norte, aunque parecen inhóspitas, son el hogar de una resistencia silenciosa. Los cactus erguidos como centinelas almacenan vida en sus entrañas espinosas, y el coyote, astuto y adaptable, recorre los vastos desiertos en busca de sustento. Aquí, la vida se aferra con tenacidad, cada organismo un testimonio de la capacidad de adaptación y supervivencia.
Bajo el azul profundo de sus mares, México guarda secretos que sólo el océano conoce. Los arrecifes de coral en la Península de Yucatán son ciudades submarinas que palpitan al ritmo de las corrientes, hogar de peces de colores que nadan entre anémonas y estrellas de mar. Las ballenas grises, en su peregrinaje ancestral, visitan las aguas cálidas para dar a luz, mientras que los delfines juegan en las olas, eternos niños del mar.
La biodiversidad de México no es solo una colección de especies; es una sinfonía de ecosistemas que interactúan en una danza compleja y delicada. Cada elemento, desde el más pequeño insecto polinizador hasta el más grande de los mamíferos terrestres, desempeña un papel crucial en el tejido de la vida. Es un patrimonio natural que nos habla de interconexión, de belleza y de la responsabilidad que tenemos de protegerlo.
En México, la naturaleza es un lienzo vivo, una obra de arte que se rehace cada día con el amanecer. Es un recordatorio de que la biodiversidad es el mayor tesoro que tenemos, y su conservación es un acto de amor no solo hacia nuestro país, sino hacia el futuro de nuestro mundo."
Atzin se encontraba en el ojo de una tormenta emocional, el mundo a su alrededor se había vuelto un silencio ensordecedor mientras las palabras pregrabadas de su madre llenaban el espacio. Era como si cada sílaba, cada entonación, fuera un hilo que lo conectaba con un pasado que creía perdido. Se sentía vulnerable, como un bebé desconsolado en busca del consuelo de su madre, cada palabra un bálsamo y a la vez un recordatorio de su ausencia.
La narración continuaba, y con cada frase sobre la biodiversidad de México, la voz de su madre tejía imágenes de un hogar lleno de amor y aprendizaje. Atzin se aferraba al teléfono, su único vínculo con esa voz que tanto añoraba. Las lágrimas fluían libremente ahora, marcando el camino de una tristeza profunda que no podía expresar con palabras.
Cuando la narración llegó a su fin, Atzin se quedó inmóvil, sosteniendo el teléfono con una mano temblorosa. El silencio que siguió fue abrumador, y sin pensarlo, presionó el botón nuevamente, ansioso por escuchar la voz que le daba tanto consuelo. Una y otra vez, pulsaba el botón, cada repetición un intento desesperado de mantener viva la presencia de su madre, de no dejarla desaparecer una vez más en el silencio que ahora lo rodeaba.
Atzin estaba sumido en sus pensamientos, perdido en un mar de recuerdos y emociones que lo habían llevado a aquel museo, cuando de repente, una presencia interrumpió su ensimismamiento. Una mano se posó sobre su hombro, firme pero sin agresividad, sacándolo de su trance.
— Joven, necesito que me acompañe —dijo una voz grave.
Atzin giró sobre sus talones, encontrándose con la mirada penetrante de un guardia de seguridad. Su corazón comenzó a latir con fuerza, un tamborileo sordo en sus oídos.
—¿Qué? —balbuceó, la sorpresa pintada en su rostro pálido— ¿Por qué? No he hecho nada malo.
— Por favor, venga conmigo.
— Pero espere, usted no puede simplemente…
— De hecho, sí puedo. Vamos, no hay tiempo que perder —interrumpió el guardia, su tono dejaba en claro que no había margen para la discusión.
Con un tirón suave pero decidido, el guardia condujo a Atzin a través de los pasillos laberínticos del museo. Pasaron por salas de exposiciones silenciosas y galerías vacías, hasta que llegaron a una puerta discreta que daba a una sala de mantenimiento. La puerta se cerró con un clic sordo detrás de ellos, y Atzin se encontró en un cuarto austero, apenas iluminado por la luz mortecina de unas lámparas fluorescentes.
El aire estaba cargado de electricidad, y Atzin podía sentir el nerviosismo trepando por su columna. Sus manos temblaban, apenas perceptiblemente, mientras su mente corría tratando de anticipar el motivo de aquel encuentro forzado.
Entonces, como una aparición, una figura se deslizó ante el, revelando a una mujer que Atzin reconoció al instante. Era la detective del hospital, la misma que había estado rondando, haciendo preguntas incisivas apenas unos días antes.
—Hola, Atzin —saludó ella, su voz cortando el silencio con una claridad inquietante. Señaló hacia una mesa de plástico desgastada— Siéntate, por favor. Tenemos mucho de qué hablar.
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