Capítulo 38

Tú, yo, ella...y él

Cuando despunta el alba el sábado, los tres chicos se reúnen en el salón de la casa y deciden darse un baño en el mar antes de desayunar en vista de que Natasha seguía durmiendo y Robin le había hecho saber a Silver que saldría temprano a correr un rato y que lo esperaría en la playa.

Al llegar a la orilla todos comenzaron a despojarse de sus vestimentas pero justo cuando iban a entrar al agua, a esa hora totalmente despejada, una figura bien conocida para ellos comenzó a emerger de entre las olas.

Todos quedaron absortos con la aparición, pues realmente parecía que presenciaban en vivo y en directo, un anuncio publicitario.

Robin vestía otro traje de baño de una sola pieza, de color carne que, con el agua, se le pegaba al cuerpo cual si fuera una segunda piel. Sus curvas al descubierto por primera vez ante el grupo de amigos, sus movimientos inconscientemente sensuales y su pelo libre al viento, le daban vida a un cuadro que estaba dejando mudos a los tres hombres mientras la chica se acercaba poco a poco a ellos, luchando contra las olas que parecían no querer dejar que se marchara.

—La puta madre que parió a María Magdalena. Colega, ¿dónde carajos esta mujer tenía escondido ese cuerpazo?—se animó a hablar Logan antes de que la aludida, llegara al encuentro con su novio, a quien saludó con un efusivo beso que puso a protestar al flaco y motivó a Jonás a adentrarse en el mar sin siquiera mirarlos o decir nada.

Silver agarró de la mano a la morena.

—Nos vamos de aquí—le informó.

—Pero por qué, ¿no ibas a bañarte?—cuestionó la chica sin entender el repentino cambio de planes.

—Mejor no, no te quiero a merced de estos buitres—confesó.

—Pero de qué buitres hablas si aquí solo están Lo y John—dijo divertida la muchacha mientras esperaba que Silver recogiera la ropa de ambos.

—Pues precisamente a ellos me refería—aseveró él con cara de pocos amigos.

Se fueron a la casa con prisas, como si estuvieran huyendo de algo o de alguien. Robin no pudo evitar sentir una pequeña decepción. Creía que a Silver le iba a gustar verla en ese plan, sin preocuparse de guardar su cuerpo entre telas, como era habitual en ella. Pero ahora, al verlo así, tan empeñado en sacarla de la vista pública, se sentía desnuda y comenzaron a nacerle unos deseos incontrolables de cubrirse de nuevo, a refugiarse en sus armaduras.

Ya en la habitación, sin dirigirle la palabra a Silver, corrió a bañarse y cerró la puerta con seguro. Estaba molesta.

Cuando salió, Silver la enfrentó.

—Se puede saber qué te pasa ahora—preguntó.

—Nada en particular. Sólo creí que iba a darte una linda sorpresa saliendo a la playa sin mis vestidos de señora como tú mismo los llamas, pero parece que metí la pata, que no debí hacerlo.

Él se acerca a ella y la abraza por la cintura, la pega a su cuerpo y la lleva a la cama. Ella se deja manipular, así que la sienta en su regazo y le habla al oído.

—Sí que me impresionaste. Te digo más, me impactaste. Me hiciste sentir orgulloso, te lo juro.

—¿Entonces por qué me obligaste a salir de la playa como si hubiera cometido un crimen?

—Porque cuando vi a esos dos mirándote así, como si quisieran devorarte con los ojos, me volví loco de celos. No me logré controlar, disculpa. En serio que aspiro a que tengas la confianza para mostrarte al mundo tal cual eres, sin culpas ni complejos, pero no sabía que me iba a costar tanto compartirte.

Robin se levantó de su asiento y se quedó de pie delante de Silver, que permaneció sentado sobre el colchón. Se alejó unos pasos y comenzó a desabrocharse el albornoz que la cubría.

—No tienes por qué sentir celos—dijo mientras poco a poco se despojaba de la única prenda que llevaba encima. —Este cuerpo desnudo solo quiero que lo veas tú—se acercó un tanto y le tomó ambas manos. Cubrió sus pechos con ellas y siguió hablándole. —Este cuerpo con ropas o sin ellas, solo quiero que lo toques tú—tras decir esto, se sentó a horcajadas sobre él y le susurró al oído: —Hazme tuya, porque yo no quiero ser de nadie más.
Robin sintió acto y seguido cómo una fuerza poderosa la elevaba por los aires.

Silver se había levantado cargándola en bandas, la llevó hasta la puerta del balcón e hizo que se recostara al cristal al tiempo que la depositaba en el suelo.

Lo que siguió fue un caudal de besos.

Besos asfixiantes, aunque era un sofoco placentero, tanto que cuando alguno se separaba en pos de aire, el otro procuraba volver a su boca de inmediato, como si fuera el contacto de sus lenguas y no el oxígeno del exterior, lo que necesitaban para respirar.

Sus cuerpos se volvían uno, de manera intermitente, con el cristal que los sostenía. Besándose, tocándose, sintiéndose, en una escena que parecía no tener fin.

Primero ella que se agacha ante su figura y engulle su miembro despacio; juega con él, lo acaricia, lo lame, lo chupa, lo amasa, lo mira y vuelve para tragarse lo que puede, que es mucho, casi todo.

Luego él la imita, le rinde honores echado a sus pies cual si fuera una efigie que adora, como si el suelo donde hinca ahora sus desnudas rodillas fuera su templo y la puerta de cristal que los sujeta, el altar de su diosa. Y así, en esa posición que a cualquiera pudiera parecerle de penitencia, Silver la venera.

Toma una de sus piernas y la coloca sobre su hombro. La asalta dejando un rastro de besos cálidos y húmedos por el interior del muslo, y hace que Robin se contorsione, gima y le suplique que no se detenga.

La complace.

Prosigue el ascenso, lento, muy lento, hasta el centro de su géiser y se avienta sobre él. Pero las llamas no lo consumen, al contrario, es él quien se alimenta de ese fuego abrazador y mientras lo hace, siente como ella comienza poco a poco a desvanecerse en su boca.

La sabe lista, pero no quiere que termine, no así, no todavía.

Por eso se yergue sin hacer caso a sus protestas, la vira haciendo que pegue su rostro al frío vidrio transparente y la invade con una fuerza que no sabía que tenía.

Ella lo recibe gustosa. Extiende un poco los brazos para aguantar los embates cada vez más duros, constantes y abrumadores.

La puerta se queja, Robin grita, Silver resopla, masculla frases que vuelan alrededor de ambos y hacen que a ella le explote el sentido común.

La chica no demora en abandonarse al multiverso de sensaciones que el orgasmo le provoca.

Él persiste un rato más, hasta que siente la incontrolable necesidad de rendirse y entonces ondea su bandera blanca; un símbolo de paz diferente, acuoso, parduzco, tibio, abundante, que ahora le corre a la morena por las piernas y la obliga, cuando recupera el aliento, a salir desprendida a lavarse el rastro de placer, tanto suyo como ajeno, que resbala por sus carnes.

Silver se queda allí, de pie junto a la puerta, tal vez para agradecerle por haber soportado, sin romperse, tanta bestialidad.

Por un momento mira afuera. Tiene ganas de salir al balcón a fumar, así tal cual, desnudo, sudoroso, libre, satisfecho.

Entonces lo ve.

Jonás está acostado en una tumbona frente a la piscina, justo mirando hacia su balcón, el único de la casa con vistas a la alberca. Lleva espejuelos oscuros y pudiera parecer que duerme, pero Silver no puede evitar sentir una ráfaga de viento helado que se le aloja en el pecho.

—Y este cabrón qué coño hace ahí—se habla a sí mismo y comienza a vestirse. Bajará a comprobar si los estaba espiando o si solo casualmente dormía allí. Pero cuando termina de arreglarse y mira de nuevo hacia el exterior, el anfitrión de la casa ya no está.

Ahora sí está convencido. No dormía. Robin y él acababan de ragalarle un show en vivo de sexo desenfrenado.
El frío de su pecho comienza a transformarse en furia.

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