Capítulo 21

Para eso están los amigos

—Buenos días Don Gonzalo, su hijo se encuentra en casa—Logan siempre que está delante del señor Mur, empequeñece. No puede evitar que se le paralice hasta el sudor cada vez que tiene que verle o hablarle, pero esta mañana no le ha quedado de otra.

Es sábado y pensó encontrarse a Silver en el campo de fútbol, pero al parecer era muy temprano y todavía la cancha permanecía desierta, quieta, como aguardando que unos niños revoltosos y un balón, comparezcan a perturbar su paz.

La verdad es que el flaco de cabello delicado ni se ha fijado en la hora cuando ha salido desprendido de su casa, en busca de su amigo.

—Claro que Silver está en casa, dónde más estaría a estas horas si no es durmiendo. Un poco más y llegas de madrugada—espetó el hombre mientras le infundía pavor con la mirada severa y pedante.

Sin embargo se hizo a un lado para que el joven escuálido pasara al interior de la vivienda, y de mala gana y con un gesto de la cabeza, lo invitó a subir hasta la habitación donde su hijo mayor descansaba.

Logan le pasó por el lado con los ojos clavados al piso, dejándose envolver por la penumbra de aquel viejo caserón al que casi nunca había visto iluminado en las mañanas, y eso que prácticamente había crecido ahí.

A Lo jamás le había gustado el ambiente de ese lugar. Era una casa triste, oscura, falta de vida, a pesar de que estaba habitada, pero él siempre ha pensado que una casa es el reflejo de sus moradores y en vista de las malas pulgas del dueño, la apatía del hijo y la amargura de la señora Mur, era entendible en parte que aquello diera más sensación de estar en una cueva que en una vivienda espaciosa, con detalles arquitectónicos admirables y por tanto, con una belleza que estaba siendo, a su modo de ver, desperdiciada.

Eso sí, a Logan siempre le ha fascinado el olor que se respira una vez te dan permiso de penetrar los dominios del ogro. Huele a limpio, a comida deliciosa y a mujer.

De eso se encarga Doña Silvia, que no deja que el tufo a alcohol y a tabaco de su marido, se propague dentro del hogar como pesticida sobre cultivos de maíz.

Al joven le ha costado un poco encontrar las escaleras. No sabe si es por la hora o por la oscuridad del salón, siempre lúgubre, en vista de que por decreto de Don Gonzalo, está prohibido abrir las cortinas.

Cosas de viejo hermitaño, supone él.
Cuando por fin da con los escalones, comienza el ascenso. A sus espaldas escucha los murmullos de su anfitrión, quejándose de que la juventud actual, ya no está educada como en sus tiempos y unos cuantos lamentos más que no alcanzó a entender, o mejor dicho, no quiso prestarle oídos.

El desquiciante perfume de la planta baja abandonó su nariz inmediatamente después que abrió la puerta del cuarto de su amigo.

Una vez en el interior de la pieza, los buenos olores fueron sustituidos por otros, no tan agradables, que provenían de la ropa sucia desparramada en el suelo, de las colillas de cigarros en el cenicero, de las latas de cerveza vacías debajo de la cama y de un cuerpo inerte que yacía sobre la cama y que si no hubiera sido por los ronquidos, él habría jurado que estaba empezando a descomponerse.

El contraste entre el resto de la casa y aquellas cuatro paredes era abrumador. Era como una zona de guerra. Pero Silver no permitía que su madre entrara a su santuario. Todos, excepto Logan, tenían vedado el paso, pero sobre todo ella.

Su amigo decía que si la dejaba entrar, querría limpiarlo todo, ordenarle sus cosas, lavarle su ropa, y esa era una carga que él ya no quería poner sobre ella. Era su manera de ayudarla, de darle un respiro de su esclavizada vida. Aunque las consecuencias eran nefastas para la salud de quien se atreviera a penetrar su fortaleza, porque Silver limpiaba sí, solo que en Navidades.

—Parece que anoche la fiesta estuvo buena—fue el saludo que le dio al que dormía apenas este abrió los ojos. Lograr que despertara le había costado a Logan tanto esfuerzo como cargar pesas en el gimnasio. Menos mal que tiene el sueño ligero, según se jacta, si lo llega a tener pesado ni con grúa reacciona.

—De qué hablas, qué fiesta dices—contestó Silver dándole la espalda y tapando su cabeza con la almohada.

—De la que armaste aquí ayer por lo que se ve. Se valía invitar a tu amigo—le recriminó.

El trigueño se sentó de mala gana sobre la cama.

—No fue una fiesta. Fue mi manera de canalizar la ira—resopló con fuerza, como si quisiera que el suspiro le borrara los recuerdos. —Anoche intentó pegarle de nuevo, o creo que lo hizo, no sé si logré llegar a tiempo a su cuarto. Sabes que ella no me cuenta nada y se deshace en discursos para justificarlo—le contó.

—¿Te golpeó a ti?—sonó preocupado el visitante.

Silver alargó una sonrisa que quiso ser de triunfo, pero acabó siendo de total pesadumbre.

—Sólo ganchos al aire. Es a lo más que atina a darle cuando me le enfrento, al vacío. Su borrachera no es rival para mis habilidades—se mofó.

Logan lo miró con dolor, aunque se esforzó por no demostrárselo.
Nadie mejor que él sabe las vicisitudes por las que está obligado a pasar su amigo. Nadie mejor que él comprende, valora y admira la resistencia de su casi hermano, quien no ha querido nunca dejar abandonada a su mamá a merced de un marido maltratador, aunque eso signifique sufrir la agonía de tener que vivir junto al padre que le tocó.

Ya su hermano menor era un disidente declarado de aquella dictadura implantada por Don Gonzalo, pero él estaba decidido a resistir. Su madre lo merecía.
En medio de sus pensamientos Logan recordó lo que lo había llevado a ver a Silver tan temprano en la mañana y procedió a informarle a su compañero.

—Colega, tenemos que ir a ver a John—soltó.

Silver le puso cara de espanto.

—Ahora yo sí sé que tú te volviste loco. ¿Te abducieron acaso?—ironizó. —Solo un buen lavado de cerebro te pudo haber hecho olvidar que Jonás no te quiere ver ni en copia de cine, mucho menos en vivo. ¿Para qué quieres ir a verlo?—lo cuestionó mientras encendía un cigarrillo. El del desayuno.

—Nos necesita tronco. Naty me pasó un mensaje—todavía no se anima a hablarme—me dijo que John le confesó en los días que pasaron juntos, después de nuestro «desliz», que la noche de la casi pelea en el club tuvo un problema y que la policía lo andaba investigando. Dice ella que él tiene miedo de que pueda ser detenido y que está muy preocupado. Nat parece que también está asustada con el asunto y sí, ya sé que soy la última persona que seguro él quiere ver ahora mismo, pero no puedo dejarlo solo con esto. No deberíamos. Sigue siendo nuestro amigo, haya hecho lo que sea que haya hecho, que por cierto, no tengo idea de qué podrá ser—acotó el melenudo.

—¿Tendrá que ver con el tío que amaneció muerto ese día en el club?—se cuestionó el fumador.

Ambos se miraron atemorizados.

Silver aplastó el cigarro a medio recorrido y comenzó a vestirse.

No había nada más que decir. Irían donde Jonás a darle apoyo, aún a riesgo de perder algún miembro en el proceso.

Para eso estaban los amigos.

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