Capítulo 12
Y si fuera un koala
La familia de Natasha Peter es acaudalada, pero no tienen nada que ver con la ostentisidad.
Su casa es grande, enorme si la comparamos con el cucurucho de apartamento al que Robin, está obligada a llamar hogar; sin embargo, en esta mansión, la sencillez le dio un golpe de estado al lujo que le habían impregnado sus anteriores dueños: los Rigo.
Sí, como lo oyen. Antes, esta fue una propiedad de la familia de Jonás. De hecho, así se habían conocido esos dos, mientras sus padres discutían los términos de la venta.
El señor y la señora Peter habían tenido que mudarse para estar más cerca de la abuela paterna de Naty, quien lamentablemente había fallecido un año después de ellos haberse instalado aquí.
Si se quedaron fue por Natasha, su única hija, que a esas instancias, ya se había enamorado de John, de su universidad y de su carrera; y tampoco quería separarse de sus amigos.
La idea de quedarse le había agradado mucho igualmente a Natalia, su madre, que adoraba sobre todo su hermoso jardín de orquídeas, lirios, margaritas, crisantemos y peonias (sus favoritas); aunque también dedicaba tiempo a su invernadero, fundamentalmente a su colección de cactus.
A Rudy, su papá, no le había importado en lo más mínimo tener que quedarse. El era un hombre sabio, y ni loco contradecía o se oponía a los deseos de sus mujeres. En definitiva, era un escritor de Best-seller muy exitoso y cualquier lugar le venía bien para echar a producir la imaginación.
En aquella casa siempre se le trataba a Robin como si fuera una hija más. Se lo había ganado siendo una buenísima amiga para Naty.
Ella nunca había fallado en ese rol y no pensaba hacerlo jamás.
Por eso estaba allí, porque como buena amiga que era, tenía que sarandear—aunque fuera tomándola por las greñas rubias esas que tenía—, a su Natasha, a ver si de esa manera se le descongestionaban las neuronas y podía pensar por fin con claridad y darse cuenta de que estaba siendo víctima de una relación tóxica y que tenía que salirse de eso ahora, que aún estaba a tiempo.
Pero su poder de convencimiento no estaba funcionando. Cada argumento que Robin utilizaba era rebatido por Natasha con facilidad.
Ella siempre con una justificación para todo.
Al final, la morena terminó rindiéndose ante la rubia. No era la primera vez que sucedía y, para qué crearse falsas expectativas, tampoco sería la última.
Ya era otro el tema de conversación cuando a Naty le llegó un mensaje al móvil: era de John. Robin puso cara de pocos amigos enseguida, pues sabía de sobra, por cómo se le estaba iluminando el rostro a su compañera, de qué se trataba el mensaje y por supuesto, quién era el remitente.
Siempre era la misma historia con ellos: una gran pelea, gritos, llanto (de ella obviamente), cabreo por medio día, una disculpa, un regalo y sexo.
—Con ustedes siempre llueve sobre mojado, que digo yo que llueve, diluvia, y yo la verdad que es que casi nunca saco el paraguas de casa. Así que me voy por donde mismo llegué—informó.
—Qué vas a hacer ahora. Por qué no te quedas a almorzar, ya casi es la hora y Jonás no viene a recogerme hasta entrada la tarde—propuso la anfitriona.
—No gracias, no puedo quedarme—se excusó Robin dejando un beso en la mejilla de su amiga—intentaré llegar a la conferencia de la tarde. Alguien tiene que recibir la materia para que luego los niños puedan estudiar y graduarse ¿no crees?
Natasha le enseñó la lengua en señal de protesta por su comentario y ella le hizo un guiño, un poco para que supiera que no estaba enojada, que la entendía y la apoyaba, a pesar de todo.
****
Cuando Robin llegó a los predios de la universidad ni siquiera se detuvo a comer algo, tenía la mala costumbre de saltarse las comidas, a veces por las dietas que empezaba y casi nunca terminaba, otras veces por vagancia, otras tantas por descuido y en su mayoría, por falta de tiempo, como hoy.
Fue derecho al salón de conferencias. Todavía faltaba hora y media para que comenzara el turno pero no le importó, eso le serviría para dormir un poco.
En ese sentido ella era como un topo, más bien como un koala. Ese marsupial podía dormir hasta 22 horas al día.
¡Increíble!
Quién pudiera haber nacido en Australia, ser de color gris plateado y estar repleto de pelos alimentándose con hojas de eucalipto.
En serio. A Robin le encantaba dormir. Sólo que desde que nació Tadeo, hace casi 8 años, eso de poner la cabeza en la almohada y visitar la tierra de los sueños por dos horas seguidas, era un lujo que no disfrutaba mucho. Por eso aprovechaba la menor oportunidad, siempre que se le presentaba, y esta, era una de ellas.
Al llegar el salón todavía estaba a oscuras.
—Genial, podré conciliar el sueño mucho más rápido—pensó, y comenzó a caminar a tientas por una de las filas de atrás (aquí dormiría y luego se movería hacia adelante, para escuchar mejor). Ya iba por el medio de la hilera cuando un bulto la hizo tropezar, y hubiera perdido el equilibrio si los brazos de ese bulto humanoide, no la hubieran asido con fuerza de sus muñecas y la hubieran obligado a sentarse sobre sus piernas.
Fue solo una fracción de segundo, pero resultó el tiempo suficiente para que ella reconociera su olor y él su voz, cuando empezó a maldecir hasta a las vacas que habían muerto para que se pudieran confeccionar los forros de las butacas.
—Silver por Dios, me vas a matar de un susto, qué haces aquí en la oscuridad. Pareces una trampa a la espera de que caiga un ratón—dijo ella todavía sin levantarse de su «asiento» con olor a menta.
—Ya vez, yo esperando un ratón y resulta que lo que atrapo es una ratita—respondió él enseñándole una sonrisa malévola.
—Vete al carajo—se defendió ella y ahora sí que intentó pararse, pero él se lo impidió tomándola por la cintura y tirando hacia abajo. Volvió a caer sentada, esta vez, un poco más sobre sus muslos.
—No te vayas—le ordenó.
—¿Por qué no?—replicó ella, aunque ya no forcejeaba para liberarse.
—Porque no quiero. Además, soy una trampa. Tú misma lo dijiste.
—Silver no seas inmaduro. No tengo nada que hacer aquí encima de ti. Eso es por un lado, y por el otro, yo vine a dormir, lo necesito, y en casa no puedo hacerlo, ¿me dejas por favor?—sí, le estaba suplicando, pero no porque tuviera ganas de echarse una siesta, hubiera prescindido de eso con sumo gusto; lo que no quería era sucumbir a los deseos que le provocaba él estando así, con sus cuerpos tan pegados.
—Vale, te dejo ir, pero antes tienes que aclararme una duda.
—Cuál, dispara, venga ya.
—Por qué me trataste así esta mañana. Quiero la verdad—dijo en un tono seco, frío. La sonrisa burlona no andaba por todo aquello.
Ella meditó un rato, un impás que él aprovechó para dejar caer una caricia en la piel desnuda de su antebrazo.
—Porque me tienes confundida. Hace días que no sé a qué atenerme contigo y la verdad es que cuando se trata de ti, prefiero dar la patada yo, antes de que me la des tú a mí. Es lo que me has enseñado estos años que llevamos en esta guerra.
—Pensaba que lo de anoche había sido una tregua en esa guerra—dijo él mientras colocaba una mano sobre la parte baja de su espalda.
—Si te digo que la retomamos, me dejas ir a dormir—propuso ella. A él le pareció un trato justo y levantó los brazos en señal de rendición.
Robin le dio las gracias y se alejó un par de asientos con la idea de poder, al menos, descansar los ojos, porque ponía en duda que después de aquella escena y sabiéndolo a él tan cerca, pudiera encontrar el camino a los dominios de Morfeo. Lo siguiente que Silver le gritó desde su lugar, fue la confirmación de que definitivamente, ya no podría descansar como había planeado.
—Oye, la tregua todavía no es oficial, así que como ronques, te gravo y lo subo a mi Instagram. Estás advertida.
No sabe si lo vio con toda la oscuridad que los envolvía, pero de que le ha sacado el dedo del medio, de eso que no les quepan dudas.
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