8- Un nuevo Plantagenet (#ETAPA 8 , LA HORA DEL TERROR 2).
Felipe y él partieron de Mesina en fechas distintas y, también en tiempos diferentes, arribaron a Acre para ayudar a los que durante dos años sitiaban la ciudad. Ricardo sabía que estaba celoso de sus éxitos, puesto que había conquistado la isla de Chipre y los juglares cantaban sobre su valentía, fama y riqueza, exaltando su prosperidad. El matrimonio con Berenguela coronaba estos logros. Una situación ridícula en lo personal. Encima, ellos rodeaban a los sarracenos y Saladino y sus hombres los encerraban a ellos.
El instinto le advirtió que era hora de vengarse. Escuchó que en ese preciso segundo los musulmanes rompían las murallas. Las sienes le palpitaron. Percibió hasta el más diminuto aroma de las aceitunas y el hedor de todos los muertos, en tanto caminaba hasta un pequeño bosque de olivos.
A la sombra de un árbol su mente poco a poco se fue apagando, había llegado el momento de desaparecer. Sucedía igual que siempre. En el último instante, antes del baño de sangre y de perder el conocimiento, tomaba conciencia de que se transformaba en una bestia asesina. Era la maldición de su estirpe y la rechazaba, horrorizado.
Sin embargo, en esta oportunidad fue diferente: por primera vez se sentía a gusto en su piel. Olisqueó el aire. Uno de los suyos se hallaba cerca y había marcado el territorio ofreciéndole ayuda. Comprendió que, hasta ahora, lo había ignorado, al darle una última oportunidad a su humanidad y a la ilusión del amor. Aulló con toda la fuerza de la que era capaz, como se suponía que debía hacerlo el líder de la manada. Enseguida un león moteado, con pelaje similar al de los leopardos, se le acercó a la carrera. Tenía los ojos de Enrique el Joven. Se recostó frente a él, en posición servil.
—Lo siento, hermano —se disculpó, mientras le palmeaba la cabeza—. ¡Seguidme!
Fue hacia donde lo esperaba Felipe, al que citó para hablar sobre continuar con la relación. El amante le protegía las espaldas. Lo hacía por despecho, para recordarle su debilidad. En respuesta, delante de ambos, permitió que sus garras creciesen, que una melena dorada le rodease el cuello y que colmillos descomunales le desbordasen la boca.
—¡Despedíos de vuestro caballero! —le advirtió, antes de que la transformación fuese completa.
Luego, junto con Enrique, se tiraron encima del infortunado, cuyo último grito clamaba piedad. Mientras lo desgarraban en pequeños trozos, que engullían con placer. Después Ricardo mordió al rey en la pierna, a la altura de la rodilla.
Cuando terminaran aquí acudirían a París, para liberar a Godofredo de su prisión en la tierra consagrada de Notre Dame. Y, de paso, castigarían de nuevo al monarca francés, quien lloraba como un bebé.
Nunca volverían a ser pareja, pero, como los jefes de los clanes más poderosos de bestias, serían rivales por toda la eternidad. Porque, como revancha, lo había condenado a la maldición de los Plantagenet, algo que Felipe aún no intuía...
https://youtu.be/2pikZV2z0dk
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