✿ Capítulo 36 ✿
Luis
Me quedé estupefacto.
—¿Qué dices?
Ada agachó la cabeza.
—¿Te acuerdas de Augusto?
Ladeé la cabeza, para hacer memoria. Según me habían contado tiempo atrás, mi concepción no fue una común.
Antes de que yo naciera, tuve un hermano mayor que se llamaba Augusto. Durante toda su vida fue bastante enfermizo. Posteriormente, se enfermó de una leucemia muy agresiva y necesitaba con urgencia un trasplante de médula para seguir viviendo. Como ni mis padres ni mi hermana eran compatibles con él, finalmente, mi hermano murió a los diez años. Demás está decir que su fallecimiento dejó a mi familia destrozada, pero si se creía que esto sería todo, estaban equivocados.
Años después, la bruja también desarrolló leucemia. Para buscar una cura, los médicos les dijeron a mis papás que la única solución para que ella sobreviviera era que tuviera otro hermano que le pudiera trasplantar una médula, ante la incompatibilidad que tenía mi hermana con la de ellos.
Como Ada ya no tenía hermanos vivos, mis papás estaban ante una disyuntiva. Fue ahí que se arriesgaron y decidieron concebirme, aun cuando no había un 100% de probabilidad de que fuéramos compatibles. Sin embargo, para la buena suerte de todos, luego de yo nacer y al hacerme las pruebas respectivas, era compatible con mi hermana. Finalmente, ni bien se pudo, le hicieron un trasplante de mi médula.
Desde que me enteré de aquello, tuve un motivo más para que mi autoestima llegara al tope, al considerarme a mí mismo como una especie de «niño milagro» para la familia. Incluso, más de una vez, cuando tenía una pelea con Ada, le sacaba en cara que me tuviera más respeto porque gracias a mí ella vivía, a lo que me respondía con un almohadazo en la cara. ¡Qué injusto!
—¿Y qué tiene que ver nuestro hermano mayor con lo de papá?
Había tratado de hacer memoria con todo lo que me habían contado y sería que algo se me escapaba o tenía Alzheimer juvenil, pero no recordaba nada que tuviera relación con la enfermedad de corazón de mi viejo.
—Hasta donde sé, Augusto no solo murió por la leucemia, sino también por complicaciones al corazón, entre otras cosas.
—¡Mierda! —Enarqué la ceja—. Sí que tuvo mala suerte el pobre, ¿no?
Ella asintió, triste.
—Siempre me dije que Augusto no era para este mundo, era tan bueno y lindo, con su pelo ensortijado y sus ojitos azules... Parecía de esos angelitos que hay en las imágenes religiosas.
La vista de Ada se volvió brillosa al tiempo que volví a pensar que me hubiera gustado tener la oportunidad de conocer a mi hermano mayor. Y hubiera seguido en esos pensamientos, de no ser porque me urgía saber qué relación tenía la muerte de Augusto con lo que le había pasado a papá. Fue así que le formulé la pregunta a mi hermana y ella me puso al tanto de todo:
—Se puede decir que la leucemia de Augusto provocó que los médicos no le dieran la suficiente importancia a otras enfermedades que él tenía, entre ellas, la del corazón. Y no fue hasta que papá tuvo un preinfarto que...
—¡Dios santo! —exclamó Margarita, compungida.
—¡Espera, bruja! ¿Cuándo fue que el viejo tuvo un infarto?
Ada me miró, indecisa.
En este instante, mamá se asomaba por el pasadizo. Pero, antes de que se acercaba donde estábamos, le pedí a Margarita que se hiciera cargo de ella.
—¿C... cómo?
Le informé a mi enamorada que no quería que mi viejita esté sola en un momento como el que estábamos pasando, pero que yo necesitaba de la privacidad y tiempo necesario con mi hermana para enterarme de lo de papá.
—¿Pero de qué le voy a hablar?
—¡Yo que sé! Tú eres cotorra y mi mamá también. Algo se te ocurrirá.
—Pero...
—¡Confío en ti!
Cuando Margarita se llevó a mi mamá al fondo de la sala de espera, volví a mi cuestionario de la bruja:
—¿Y? ¿Cuándo le dio a papá un infarto? ¿Por qué yo nunca me enteré?
—Porque nuestros papás no quisieron preocuparnos —hizo una mueca —, decían que era algo que se podía contener siempre que papá fuera a sus controles médicos y tuviera una vida sin sobresaltos. Es por eso que pidió su jubilación anticipada, luego nos venimos a Lima y...
—¡Espera! ¿No fue porque se había peleado con el general de su base?
Me refería a que un día, cuando yo estaba de visita en Arequipa, papá vino enojado a casa y, de improviso, nos dijo que nos mudaríamos a Lima. Yo salté en un pie de alegría porque eso supondría no ponerme en peligro de cruzarme otra vez con Diana, que aún me buscaba para regresar. Pero, luego de transcurrida la euforia inicial, cuando pregunté el motivo de su pronta jubilación, dijo que ya no soportaba hacerse a la vista gorda a las corrupciones del jefe de la base de La Joya. Si algo nos caracterizaba a Luis padre y Luis hijo era que teníamos un sentido de justicia que nos impedía quedarnos callados y de brazos cruzados cuando nos enterábamos de algo chueco.
—¿Con lo perspicaz que siempre eres, te tragaste su justificación sin dudar ni siquiera un segundo?
Arrugué la frente, herido en mi orgullo.
—¿Y por qué iba a no creerle? Ya otros de sus amigos se habían jubilado.
—Pero ellos eran mayores que papá, no de su promoción.
Ladeé la cabeza. Sabía Ada que tenía razón, pero no quería dar mi batalla por perdida.
—Pero tampoco es que papá hubiera pasado una temporada en el hospital, como para ponernos en alerta, ¿no? —contraargumenté.
—Le dio un preinfarto, que solo requirió que lo atendieran ambulatoriamente, le dieran indicaciones y medicinas. Luego de eso, cuando le hicieron otros exámenes y dieron con su diagnóstico, concluyeron que lo mejor era que se retirara del ejército. Ya en Lima, papá buscó una segunda opinión y, con los antecedentes de la enfermedad de Augusto, concluyeron que tenía una enfermedad al corazón que incluso podrían nunca haberla detectado si no hasta después de que le diera un infarto fulminante, por lo que le recomendaron llevar una vida más sana y tranquila. —Ada estrujó sus manos—. Debí recordar esto cuando Elizabeta se presentó en la casa, pero...
Tragué saliva.
El discurso de mi papá en mi fiesta de cumpleaños... La condescendencia que había tenido Ada con mi él, a pesar de su infidelidad a mamá... El pedido de ella en nuestra última charla para que lo perdonara... Todas las señales de que algo no marchaba bien con el viejo las había tenido frente a mí. ¡Ahora todo tenía sentido! ¿Cómo no había podido verlas? ¿O sería que no había querido verlas?
Meneé la cabeza. Sea como fuera, nada cambiaría el hecho de que ahora mismo mi padre estaba siendo sometido a una operación para salvarle la vida. Y que, si salía de esta, yo aprovecharía la oportunidad que me daba el destino para pedirle perdón por mis groserías, prometerle que ya no sería tan terco en mis acciones y que procuraría ser más dócil en sus requerimientos. Aunque eso supondría que yo... que yo... ¡Mierda!
Si lo pensaba bien, lo que papá me había pedido ese día más temprano, y que fue motivo para que ambos discutiéramos de nuevo, no era tan descabellado. Mas, esto requería cambiar los planes que yo me había trazado semanas atrás... Pero, si ponía de mi parte, así no me naciera en un principio, podría fingir e intentar que las cosas salieran bien para todos... Yo debía ceder, papá estaba en una situación que requería que no le diera más dolores de cabeza... Peor todavía, yo estaba en deuda con él, no obstante...
¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Abatido como me hallaba con mis reproches y autoculpas, no me di cuenta de que la bruja había puesto su brazo sobre mi hombro.
—Vamos con mamá —dijo Ada.
Alcé la cabeza para mirarla de reojo. Había escondido mi rostro en el hueco de mis manos porque no quería que nadie me viera derramar alguna lágrima. Un nudo me apretaba la garganta, queriendo obligarme a llorar, pero no cedería
—Creo que tú y Margarita necesitan tener una charla a solas, ¿no?
—¿Eh? —dije mientras todavía me hallaba en el mundo de los reproches.
—Margarita... tú... —movió su cabeza hacia ella—, el motivo de su pelea.
—Ahhh. —Me levanté de la silla—. ¿Te dijo algo? —Ella asintió—. ¿Qué cosa? ¿Está embarazada? ¿Voy a tener otro hijo? —hablé casi gritando.
Ella meneó la cabeza en dirección a mamá, para hacerme recordar en donde estábamos. Para mi buena suerte, ella seguía distraída mientras se limpiaba la cara con un pañuelo y era consolada por Margarita.
Una vez que encargué a mamá con la bruja, con Margarita nos habíamos ido a las máquinas expendedoras. La veía más flaca que de costumbre, por lo que le pregunté si se le antojaba comer algo. Aunque me dijo que no, siendo lo tarde que era, insistí en, por lo menos, invitarla a tomar un café para que la ayudara a mantenerse despierta.
—Capuchino con sacarina, ¿cierto? —le pregunté. Ella asintió—. No creo que hayas cambiado tus hábitos en los días en los que no nos hemos visto. —Sonreí.
—¡Qué va!
—Compraría jugo de naranja de la otra máquina expendedora —indiqué a la del costado— de los que sé que eres adicta, de no ser porque es tarde y, si quieres mantenerte despierta, necesitas otra cosa.
Ella sonrió ante mi ocurrencia. Tomó el vaso entre sus manos y nos dirigimos a unas sillas cercanas, pero lo suficientemente lejos de mamá.
—Y bueno... —la interpelé mientras ella movía con una pajita su vaso de café.
—¿Qué te dijo Ada? ¿Es grave lo que tiene tu papá? ¿Se pondrá bien?
—Hasta donde sé, es una afección al corazón que mi viejo ya sabía que tenía, pero todo depende de cómo salga en la operación y... —Tragué saliva. Ella me miraba, aprensiva—. Si te he traído hasta acá es porque considero que debemos hablar... de nosotros... de...
Suspiré profundo. Margarita, con sus ojos abiertos de par en par, estaban tan a la expectativa de lo que le iba a decir, que sentí un nudo en el estómago porque sabía que, lo que ella me respondiera a continuación tendría relevancia para lo que sería mi vida futura. Sin embargo, no pude evitar sentir un poco de ternura. Mi mano fue más rápida que mi cerebro, y cuando menos me di cuenta, aquella estaba sobre el estómago de ella:
—¿Estás...? ¿Estás embarazada? —pregunté mientras aún tenía mi mano sobre ella.
Ella hizo una mueca, no sé si de tristeza o de alegría. Me pareció que fue de lo primero, por lo que me apuré en enmendarme.
—¡Dios! ¡Soy un idiota! —Retiré mi mano—. Antes que todo, debo disculparme por reaccionar como lo hice la otra vez. ¡Fui un imbécil, lo sé! —Tomé sus dos manos con las mías—. Tú estás aquí, apoyándome en un momento tan difícil, mientras yo reaccioné como un energúmeno, hui espantado de tu departamento y...
—No lo estoy —dijo al tiempo que retiraba sus manos de las mías y bajaba la mirada.
—¿Eh?
—Me hice varios exámenes. —Siguió cabizbaja—. No estoy embarazada.
—Uffff. —Solté un gran suspiro—. ¡Qué bueno!
—¿Te alegra no tener un hijo mío? —ella preguntó con la frente arrugada.
—Bueno, ya te dije antes, Margarita —me rasqué la cabeza—: solo tengo diecinueve, Diana está esperando una hija mía, tener otro hijo solo complicaría más mi situación, ¿no crees?
Mi enamorada me contemplaba con la cabeza ladeada. Todo su rostro estaba como congelado y con la mirada vacía. Por primera vez, en lo que yo recordaba, era incapaz de descifrar qué pensaba o sentía con solo observarla, situación que no me gustó en un comienzo, pero que luego deseché. Estábamos en un escenario poco habitual, Margarita estaba cansada de trasnochar, no había cenado... por lo que era normal que tuviese esa expresión. Aparte, había otro asunto más importante que abordar, así que me centraría en ello:
—Luego de que se sane mi viejo, porque sé que saldrá de esta, él es fuerte —asentí con la cabeza— pues yo... yo... —pasé saliva—, yo...
Volteé a mirarla de reojo. Ella me seguía contemplando con ese gesto inexpresivo.
Ok, todo marcharía bien. Margarita no se enojaría. Ella antes ya se había mostrado muy comprensiva, cuando tuvimos nuestra primera pelea. Ahora no debería cambiar nada, ¡por supuesto que no! Pero, si yo quería plantearle lo que haría a continuación, debía mirarla de frente, porque esto nos afectaría a los dos:
—Margarita...
—¿Sí?
—Deberé viajar a Arequipa pronto para estar con Diana.
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