✿ Capítulo 35 ✿
Margarita
—Margarita, soy yo, Luis. Necesito hablar contigo. ¡Es importante!
¡Luis me estaba llamando! El solo escucharlo provocaba que cada vello se me erizara de la emoción. Pero, la felicidad me duró poco. Cuando menos me di cuenta, el temblor en su voz me hizo darme cuenta de que algo iba mal.
—¡Luis!
—Margarita, yo... —Su respiración estaba entrecortada.
De inmediato, me levanté de la silla. Algo no marchaba bien y tenía que cerciorarme de que mis sospechas fueran ciertas.
—¿Qué...? ¿Qué pasa? —le pregunté.
—Estoy en el Hospital... —Volvió a respirar de manera entrecortada—. ¿Puedes venir? ¡Necesito verte, por favor!
—Pero ¿qué te ha pasado? ¿Por qué estás ahí? ¿Estás bien?
—Sí... yo estoy bien.
—¡Qué alivio! —dije para luego soltar un suspiro muy fuerte, tanto que creía que media vida se me había ido con aquel.
—¡Es mi viejito! —Me pareció que lloraba—. ¡Puta madre! ¡Es mi viejito! Se muere, Margarita, ¡se me muere! —Volvió a llorar.
—¿Cómo?
—¡Está grave! Yo lo maté, mierda, ¡YO LO MATÉ!
—Luis...
—¡Soy un desgraciado!
—Pero ¿qué es lo que ha ocurrido? —traté de sonar tranquila.
Aunque mi corazón había dado un vuelco por lo que me acababa de enterar, no podía desesperarme ahora. Si Luis había acudido a mí, aún a pesar de seguir peleados, era porque la situación lo superaba.
—A mi viejo le ha dado un infarto y...
—¿Luis? —grité. Insistí en decir su nombre, pero no me contestó—. ¿Sigues ahí?
No me contestó. Solo voces al fondo, secundadas por un grito femenino que me congeló el cuerpo, eran el cruel corolario a una situación que de por sí no pintaba nada bien.
—¿Luis? ¿Luis?
—¡Carajo, Margarita! ¡Carajooo!
—¿Luis, ¿qué ocurre?
—Mi viejo está grave, nos lo ha dicho el doctor. ¡Deben operarlo de inmediato! Se lo acaban de llevar a la sala de operaciones.
—¡Dios mío! —ahogué un chillido.
—Si se me muere, yo no me lo perdono, Margarita, no me lo perdono.
—Pero, no es tu culpa.
—¡Claro que es mi culpa! Le dio un infarto por pelearse conmigo.
—¡Ay no!
—Él tiene su carácter, cierto, pero yo ahí, siempre dándole la contra solo por joderlo y...
Rompió a llorar. Era la primera vez que escuchaba su voz de esa manera. Ni aun cuando nos habíamos peleado, su voz me había congelado el alma y corazón. No me quería ni imaginar cómo debería estar sintiéndose por dentro.
Rápido, me dirigí hacia mi cuarto para buscar mi cartera. Luego de verificar que todo lo que necesitase antes de salir, estuviera en su sitio, cogí la perilla de la puerta principal.
—¿Estás en Emergencias del Hospital Militar, cierto?
—Sí.
—Ok, ya estoy yendo estoy allá —le informé antes de dirigirme al ascensor.
—Margarita...
—Tu papá saldrá de esta, Luis, ya verás que sí.
De nuevo, su respiración se entrecortó tan fuerte, que solo quería tenerlo en mis brazos para acunarlo y decirle que todo saldría bien, todo iría bien. Finalmente, antes de que se cerrara la puerta del ascensor, su voz tan necesitada de mi apoyo acudió imaginariamente hasta a mí, transmitiéndome toda la angustia y miedo que su corazón necesitaba que yo le calmara.
—Gracias.
✿✿✿✿✿✿✿
Al llegar al hospital, el cuadro que tenía delante de mí superaba en creces las escenas que había imaginado durante el trayecto.
Gente con la cara agachada y la mirada sombría. Rostros llorosos en busca de una alegría. Personas ojerosas que habían estado en continua vigilia. Al chocarme con una de ellas y pedirle disculpa, cuando mis ojos se toparon con los suyos, un halo frío me envolvió el cuerpo
—¿Es usted la hija de don Venancio? —dijo la mujer de rolliza figura.
—¿Perdone?
—La estábamos esperando para que haga el reconocimiento del cadáver. Como ninguna de nosotras es su pariente —movió la cabeza para indicar a un grupo de tres mujeres que estaban detrás de ella—, los médicos no nos dejan.
—Estábamos llamando al número de contacto que él dejó al vigilante de la cuadra, en caso de una emergencia —intervino otra de las señoras —, pero al no respondernos nadie, le dejamos el mensaje en la contestadora.
—Lo siento —acoté—. Creo que se equivocan. No conozco a ese señor.
Las mujeres me contemplaron, decepcionadas. Finalmente, sin emitir palabra alguna, pero con la solidaridad que el dolor por la pérdida de alguien provocaba en un momento como estos, intercambiaron miradas de desilusión para luego dirigirse a una habitación de la derecha, que tenía la puerta cerrada.
Aún pensativa por lo que acababa de atestiguar, me di cuenta de que mi objetivo estaba en otro lado. Aquellas señoras se dirigían al mortuorio. Hasta donde yo sabía, el padre de Luis todavía se hallaba vivo, ¿cierto?
«¡Por Dios, Margarita! ¡No andes pensando en lo peor!», me dije antes de llegar al fondo del pasillo.
Frente a mí tenía dos largos pasadizos interminables.
«¿En dónde será la sala de Emergencias?», me pregunté mientras trataba de recordar el mapa que había visualizado en la entrada del hospital. No obstante, después de volver a dar vueltas aquí y allá, y solo regresar al depósito de cadáveres, ninguno de Emergencias.
Rendida, decidí preguntarle a una enfermera que pasaba. Finalmente, luego de caminar por otros pasadizos e ir al ala contraria de donde había entrado, cuando unas trenzas rastas se asomaban a lo lejos, sonreí por unos segundos.
—¡Luis! —lo llamé a lo lejos. Como tenía la cabeza gacha, moví los brazos para captar su atención mientras volvía a decir su nombre.
Cuando una enfermera me miró de reojo y mis ojos se toparon con un cartel que tenía la señal de silencio, me di cuenta de que yo había sido inoportuna, aunque demasiado tarde.
—¡Margarita! —contestó Luis.
Él se paró para acercarse a mí. Sus ojos estaban brillosos, tan necesitados de apoyo, amor y autoperdón.
Tuve unas ganas inmensas de abrazarlo como hacía días que no lo hacía, decirle que todo estaría bien, que no se torturara porque no había matado a nadie porque las peleas entre padres e hijos eran de lo más normal, a mí también me pasaba. Pero, justo cuando nuestras manos se tocaron para dar paso a todo el amor y perdón que se habían estado guardando durante días, mi vista se dio cuenta de que no estábamos solos:
—¿Margarita? —preguntó la mamá de Luis.
—Señora Blanca...
—No sabía que mi Ada te hubiera avisado. —Me tomó de ambas manos. ¿Ada? ¿Ella también estaba aquí? —. Gracias por venir.
Asentí mientras con la vista buscaba a la hermana de Luis.
¡Qué pregunta más tonta me había hecho yo! Era obvio que Ada también estaría aquí. Cuando la divisé, sentada metros más allá, no pude evitar compararla con un pichón abandonado.
—¿Maggi? —Se acercó hacia mí—. ¡Qué sorpresa tenerte por aquí!
Tragué saliva.
—¿Qué? —Blanca Villarreal miró a su hija y luego a mí—. ¿Tú no la llamaste, Ada?
—N... no. —Me miró mi amiga con el ceño fruncido.
—Bueno, yo...
—Fui yo —intervino Luis—. Ella es su mejor amiga, casi de la familia, ¿no?
Él me guiñó el ojo. Bendije que, aún en un momento tan crítico con este, tuviera la capacidad de salir bien airado de cualquier situación.
—Bueno, sí... —dijo Blanca, poco convencida.
—Y llamaría a alguno de mis patas para que me acompañara, de no ser porque es viernes y sé que deben de estar de juerga.
—¿Llamaste a tu tío Adolfo? —preguntó su madre a Luis, lo mismo con el nombre de otros parientes.
Mientras él conversaba con doña Blanca, Ada me haló a un costado del pasadizo.
—¿Cómo está tu papá? —Traté de sonar lo más casual posible.
No quería delatarme con que Luis me había tenido actualizada por chat con cada noticia. Aunque me preguntaba si tanto Ada como su mamá lo habían visto derrumbarse cuando había hablado conmigo por teléfono ya que, si lo recordaba, había repetido mi nombre más de una vez. Quizá por lo delicada de la situación, él había olvidado guardar el secreto de nuestra relación... ¡Ay, Dios!
Cuando menos me lo esperé, Ada confirmó mis sospechas:
— Estuve al lado de Lucho cuando te llamó. No tienes que actuar, Maggi. —Se cruzó de brazos—. Lo sé todo.
Se me ensancharon los ojos.
—¿Qu...? ¿Qué «todo»? ¿A qué te refieres?
—Sobre ustedes. —Señaló con el dedo a mí y después a Luis.
—No... no sé de qué me hablas.
—¡Ay, por favor! Deja ya de fingir, que se te da fatal.
Agaché la cabeza, derrotada. Empecé a jugar con mis dedos durante unos segundos que se me hicieron eternos. Finalmente, cuando reuní las pocas fuerzas que tenía, alcé mi vista para encarar a Ada.
Ella asintió con la cabeza mientras sonreía con tristeza.
—Lo sé todo, amiga mía —me acarició del hombro— y que sepas que no me desagrada tenerte como cuñada.
—¿N...? —Pestañeé varias veces—. ¿No?
—No, aunque todavía sigo sorprendida, debo admitirlo. —Volteó su vista en dirección a su madre y Luis—. ¿En serio? ¿Tú y el enano?
Me encogí de hombros.
—Es que no pegan ni con calzador. Ustedes son tan... —Arrugó la frente.
—¿Distintos?
—«Disparejos» es la palabra.
—¿Cuál es la diferencia?
—En que distintos es algo más... eh, no sé, ¿distinguido? —La miré, interrogativa—. Imagínate el tipo más diferente de ti que existe en el mundo... —Seguí contemplándola, dubitativa. Ella se encogió de hombros—. El hombre con el que menos congeniarías porque tienes -100% de compatibilidad con él...
—¡Qué exagerada!
—...Pues ese es Lucho para ti. —Se rascó la nuca—. No sé, nunca me hubiera imaginado que serías la enamorada de alguien como él.
—Ni yo. —Miré de reojo a Luis. Previamente había ido a una máquina expendedora para traer una gaseosa y galletas a su mamá, a quien se los daba en ese momento mientras le acariciaba cariñoso la cabeza—. Pero cuando menos me di cuenta, ahí estaba él, confesándome su amor y ganándose mi corazón.
—Justo después de reencontrarse, cuando estabas llorando por el idiota de César en un parque, ¿cierto?
—¿Qué tanto te ha contado él?
—Todo. —Se apoyó en la pared—. Hasta su última pelea.
Ensanché los ojos, sorprendida.
—Por cierto —añadió—, ¿vas a hacerme tía o no? —Tragué saliva. Negué con la cabeza—. ¿Lucho lo sabe? —Volví a sacudir la cabeza.
—Antes que todo —me agarré el hombro—, quiero pedirte perdón, Ada.
—¿Y eso?
—Por no haberte dicho nada.
Ella se encogió de hombros.
—¿Estás...? ¿Estás enojada?
—Bueeeno... —Ladeó la cabeza—. Más que enojada, un poco decepcionada. A lo que voy: ¿por qué creías que no te aceptaría como cuñada?
—No... no sé.
—No es algo convencional, pero...
—Creí que me verías como una aprovechada.
—¿Aprovechada?
Yo asentí.
—O sea, que me aproveché de ti, de tu hospitabilidad, de tu familia, de tu casa, que seduje a tu hermano aprovechándome de que es menor que yo y... —Mientras más me desahogaba, más quería esconder mi rostro entre mis manos.
Cuando terminé de contarle las mil y una razones que se me ocurrían para que Ada hubiera desaprobado mi relación con su hermano, el sentir que me agarraba de la mano me trajo a la realidad:
—¿En serio, Maggi?
—¿Qué? —pregunté, asustada.
—Yo te confié lo de Humberto (y por culpa de eso estamos aquí). —Su mirada se volvió sombría—. ¿Crees que estoy en posición de criticarte? —La contemplé, aún aprensiva—. ¿En serio te dices ser mi mejor amiga?
—Ya no somos tan cercanas como en la secundaria...
—¿Y? ¿Por eso crees que te criticaría o denunciaría al juzgado de menores o qué?
—No, pero...
—El enano es ya todo un hombre, lo quiera o no. —Sonrió al mirarlo—. Si ha estado enamorado de ti toda su vida y tú le correspondes y eres feliz, genial, ¿no?
Me acarició el brazo para luego sonreírme. Yo le devolví su gesto. De todos los escenarios posibles que me había imaginado cuando mi mejor amiga se enterara de lo mío con Luis, ninguno superaría en el sentimiento de tranquilidad que me embargaba en aquel momento.
Quizá este era el impulso que necesitaba para decidir que mi relación saliera a la luz... Quizá mis fantasmas del pasado por mi mala experiencia con César me habían marcado de tal manera que, me habían quitado la autoestima y seguridad que tuve, pero que, ahora, una amiga como Ada, me las devolvía... Quizá cuando nuestras familias lo supieran, sus reacciones no serían tan terribles como yo pensaba...
Quizá, una vez que el padre de Ada se mejorase, como rogaba que fuese, sería el momento ideal para decidirme por Luis y ser feliz.
Porque me hallaba tan absorta en esas pensamientos y emociones nuevos y positivos que me envolvían, no me percaté de que Luis ya estaba a mi lado.
—Mi boquita. —Me acarició mi mejilla. —Gracias por venir.
Asustada, volteé a los costados.
—¡¿Y tu mamá?! ¿Dónde está?
Él suspiró, derrotado.
—Ha ido al baño. —Sacudió la cabeza—. No sería tan imprudente de tratarte así, si ella estuviera cerca.
—¿«Mi boquita»? —dijo Ada, divertida. Luis frunció el ceño—. ¿No me digas que te portas así de tierno con ella?
—No empieces, bruja.
—Después de todo, eres todo un cursi, enano.
Ella le dio un golpe en la cabeza, a lo que Luis se quejó y luego se lo devolvió. Era divertido ver este momento tan típico de ellos, aún en un escenario como el actual.
Cuando terminó su típico pique de hermanos, él le preguntó si ya me había informado su hermana de que se había enterado de lo de nosotros. Ada le puso al corriente de nuestra charla y suspiró, tranquilo, para luego preguntarme cómo me hallaba:
—Bueno, aún me cuesta asimilarlo, pero... Más bien, ¿cómo estás tú? O sea —meneé la cabeza—, sé que es una pregunta estúpida siendo la situación, pero... no sé. ¿Les han dicho los doctores algo más?
—Desde que se lo llevaron a la sala de operaciones para hacerle un cateterismo, no sabemos nada más.
—Este... —intervino Ada—, eso no es así. —Su mirada se ensombreció.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Luis con el miedo cubriendo su rostro.
—No te lo queríamos decir a ti ni a Memo porque, en fin, mis papás me lo pidieron porque no querían preocuparnos (ni siquiera yo debía enterarme...).
—¿De qué hablas, bruja?
—Supongo que te lo dirá mamá tarde o temprano.
—¿Qué cosa? —Luis tomó a su hermana de ambos hombros.
—Lucho...
Luis me miró con pavor, como implorándome que el peor de sus temores no se hiciera realidad.
—¡Habla! ¿Qué cosa no nos han dicho los viejos?
—Papá tiene una enfermedad congénita al corazón que, si no le trasplantan pronto otro, puede causarle la muerte.
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