✿ Capítulo 34 ✿
Luis
Me quedé pegado al suelo. No sabía qué hacer.
Pero ¿qué hacía esta mujer aquí? ¿Acaso mi hermana no había terminado su relación con el tal Humberto? ¡¿Qué mierda estaba pasando?!
—Tú... —afirmó la señora con un tono de desprecio mientras se encaminaba hacia donde estaba Ada. La mezcla de rabia y odio que había en sus ojos era palpable, a pesar del largo flequillo que le cubría aquellos.
Como acto reflejo, retrocedí para cubrir a mi hermana. Bendije que se me hubiera ocurrido bajar antes que ella por las escaleras.
—Veo que no tienes reparos en usar a tu familia; primero, para mentirles y luego, esconderte —masculló la mujer—. Obvio, alguien como tú no tiene la dignidad de afrontar las consecuencias de ser una vulgar robamaridos.
—¡No le permito que se dirija así a mi hija y menos en mi casa! —alzó la voz papá mientras me secundaba en proteger a Ada—. ¡Váyase de aquí!
—Me iré, claro que me iré —la tipa retrocedió—, pero luego de que ponga en su lugar a esta...
—¡Señora, modere sus palabras!
Mamá se colocó al lado de papá, pero la señora no se intimidaba. Al contrario, la furia en sus ojos combinada con sus lágrimas parecía un río de lava.
—¡A mi casa no va a venir con esas actitudes, menos a insultar a mi hija! ¿Quién se cree que es usted?
—A tus padres podrás engañarlos, pero yo sé muy bien quién eres de verdad, Ada Villarreal: alguien a quien no le importó encamarse con un hombre casado, mi marido. ¡Eres una perra!
De pronto, un sonido que retumbó en todas las paredes me obligó a cerrar los ojos. Cuando los abrí, lo que tenía frente a mí era tan surrealista, que tuve que pestañear los ojos para confirmar lo que veía.
Mamá quería lanzarse encima de la mujer, pero era contenida por mi viejo. El gesto en su rostro de ella era la fiel representación de la rabia, pero no podía decir lo mismo de mi papá: tenía el ceño fruncido y la cabeza ladeada, pensativo.
—¡Mamá! —dijimos Ada y yo al mismo tiempo.
Mi hermana se había zafado de mi agarre para dirigirse hacia la extraña.
—¡Vamos afuera! —le ordenó.
—Solo por sus años, no le respondo como debe, señora —afirmó la mujer mientras se sostenía la mejilla en donde había recibido la cachetada—. Yo, al contrario de su hija, sí tengo educación.
—Elizabeta —Ada insistió al tiempo que sostenía la puerta principal de la calle—, vamos afuera.
—Tienes suerte de tener unos padres que te defienden, a pesar de ser quién eres.
—¡Que te he dicho «afuera»! —alzó Ada la voz ligeramente.
—¿Qué pasa? —Se rio, sarcástica—. ¿No quieres que se enteren tus padres de quién eres de verdad...?
—¡Aquí no! ¿Está claro? —habló mi hermana con un pavor que le congeló todo el rostro.
—...Que eres una que no tuvo remordimientos de meterse con mi marido, a pesar de mi embarazo.
La mujer se levantó la blusa. Todos nos quedamos boquiabiertos.
A simple vista, uno no podría intuir su estado. Elizabeta era una mujer bajita, más que Ada inclusive. De contextura gruesa, podría confundir a más de uno, pero ahora ya no había mayor duda. Lo que se apreciaba en ella no era por motivo de su sobrepeso. Y aunque yo no sabía nada de embarazos, su abultado estómago era más grande que el que había visto en las fotos que me mandó Diana hacía unos días. Aquella debería tener unos seis o siete meses de embarazo.
—Porque eso es lo que eres, Ada Villarreal —ella la señaló con el dedo al tiempo que volvía a cubrirse con la blusa— una que no le ha importado meterse con mi marido, a pesar de que yo esté esperando un hijo suyo. ¡Eres una perra y no me importa que tus padres lo sepan!
Sentí cómo si un baldazo de agua fría me cayera.
Ok, yo ya sabía de la situación porque Ada me lo había adelantado, era cierto. Pero esto era una cosa, y otra ver la prueba palpable de que mi hermana era la tercera en discordia en una familia. Peor todavía, ver la tensión sobre el rostro de mis padres, en especial, cuando papá se cubrió el rostro con la mano derecha, provocó un sudor frío que bajaba por mi espalda.
—Dime que de lo que acusa esta mujer es una mentira, Ada —susurró mi viejo, en un tono que parecía más un ruego que una pregunta.
—Papá...
—¡DIMELO! —Él la tomó de las manos y la sacudió varias veces con las pocas fuerzas que le quedaban.
De inmediato, me acerqué para interponerme entre ellos. El brillo de la furia con la que mi padre la miraba solo era apagado por el de las lágrimas que caían por las mejillas de mi hermana.
Quise zafarla de su agarre, pero papá me lo impidió alzando el brazo durante un segundo para luego volver a prestar atención donde mi hermana.
—¿Lo que dice esta mujer es cierto?
—Papá... yo... —Se cubrió la cara con ambas manos.
—¡Responde, Ada! ¿SÍ O NO?
Ella agachó la cabeza. Se apoyó sobre la cornisa de la puerta. Soltó un suspiro que retumbó en todo el ambiente haciendo casi inaudible el momento en el que contestó «Sí».
—¡Es el colmo! Cuando pensé que ya no me podías avergonzar más, vas y... y...
Papá había alzado el brazo en dirección de mi hermana, quien yacía agachada y llorando. En un santiamén, la abracé para protegerla de una posible cachetada. Él ni se inmutó al ver que me interponía entre ambos. Solo la mano que tenía levantada seguía temblando, entre la indecisión y la desilusión, a la vez que aquella sincronizaba con el temblor que recorría todo su cuerpo.
¿En serio? ¿Papá sería capaz de pegarle?
En mis diecinueve años de vida, aún cuando no se pudiera calificar a la bruja de hija perfecta, nunca había visto a mi papá levantarle la mano. Según comentó mamá hacía tiempo, cuando me quejé de que el viejo me diera un golpe por negarme a peinarme como me ordenaba, papá era un hombre tan tradicional, que decía que a una mujer no debía pegársele ni con el pétalo de una rosa. Aunque claro, con la infidelidad a ella, a papá se le fueron todas las buenas maneras.
—Por lo que veo, tus padres sí parecen unas personas decentes —Elizabeta se cruzó de brazos— no como tú, que te metiste al gimnasio para poder coquetear con los hombres, toquetearle los músculos y demás vulgaridades, sin importarte si estuvieran libres o no.
—¡Yo no sabía que estaba casado contigo, cuando conocí a Humberto!
—¿Ah, no? —Se rio con desprecio.
—¡No! ¿Crees que voy por la vida queriendo destruir hogares así por así?
—Pues no lo parece. Con tus mallas ajustadas, moviendo la cintura, el culo y las piernas, toda vulgar...
—Soy instructora de gimnasio, ¿ok? ¡Es mi ropa de trabajo!
—¿Y tu ropa de trabajo incluye esta asquerosidad? —Elizabeta le lanzó a la cara lo que parecía ser un brassiere.
Ada abrió los ojos como plato.
—Mi... mi sostén. —Ella se agachó para recogerlo. De reojo, vi que mi padre apretaba su puño derecho muy fuerte al tiempo que todo su rostro sudaba—. Creía que lo había perdido hace tiempo en los casilleros del gym.
—¿Creías? ¿O lo dejaste a propósito en el carro de Humberto para que yo lo viera?
—¡Por supuesto que no!
Ada guardó su brassiere en el bolsillo de su casaca. Cuando su vista se cruzó con la de papá, agachó la cabeza al tiempo que todo su cuerpo tembló, supongo que motivada por la vergüenza de verse descubierta. Y no faltaba más. Aunque su relación con el tal Humberto ya hubiera terminado, mantuvo con él una relación cuando aún estaba casado con aquella mujer que no se cansaba de tratar con desprecio a mi hermana.
—¿Podemos continuar afuera, por favor? —Mi hermana le rogó con lágrimas en los ojos.
—Bueno, si quieres que todo tu barrio se entere de lo que haces, no tengo problema alguno. —Elizabeta se encogió de hombros—. Pensaba hacerte un escándalo en la calle, luego de ir al gimnasio y de venir aquí, pero...
—¡¿Se lo has contado a mi jefe?!
—Así es. Por cierto, dice que te pases por ahí para recoger tu carta de despedida.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Para que sepan qué clase de gentuza contratan: una que no le importa usar su trabajo para encamarse con el primer hombre que se le cruza.
—¡Te repito que yo no sabía que Humberto estaba casado cuando comencé a salir con él!
—¿Y después qué? Porque más de una vez fui a recogerlo al gimnasio, me viste con él, incluso me presentó contigo...
Ada se quedó callada. Agachó y ladeó la cabeza al tiempo que se agarraba el codo izquierdo con temblor.
—Por un segundo... —Era papá quien intervenía. Estaba frente a Ada y la sostenía de ambos hombros—. Por un segundo, quise creer que ese tipo te engañó, te dijo que estaba soltero para engatusarte y obtener lo que todos los hombres quieren de una señorita como tú: su decencia.
—¡No me haga reír!
Elizabeta se carcajeó, con desprecio. Mamá y yo la fulminamos con la mirada, logrando que detuviera su falsa risa.
—Papá...
Ada quería enunciar algo más, pero no pudo, más por la vergüenza, era por la frustración y el dolor de ver la decepción en la cara de mi padre.
—¿Cuándo te enteraste de que estaba casado? —él la interpeló.
—Ha... hace tiempo ya.
—¿Y continuaste con la relación, a pesar de eso?
Ella asintió.
—Pero ¿cómo es posible, Ada? ¡¿Qué valores te hemos dado?! —gritó papá con todo el rostro esculpido por la decepción.
—Cuando me enteré, yo ya estaba enamorada de él.
—¡Es el colmo!
—¡Me dijo que se iba a divorciar! Que estaba esperando a fin de año y....
Mi hermana respondió mientras se tapaba los oídos para no escuchar lo que él le reclamaba y que, visto de fuera, era evidente para más de uno.
—¿En serio te creíste toda esa farsa? ¿Crees que me embaracé de Humberto por arte de magia?
Ada sacudió la cabeza.
—Cuando me enteré, corté todo con él definitivamente.
—¿Hace cuánto?
—Tres o cuatro meses, quizá cinco. No recuerdo bien.
—¡No te creo nada! —La mujer sacó su teléfono—. Esta foto de él contigo en una actitud cariñosa —enseñó la pantalla del celular a Ada y a mi padre— tiene una decoración navideña de fondo. ¡Estamos en enero! ¿Crees que puedes continuar con toda esta farsa?
Ada abrió la boca para responderle, pero se arrepintió. Era obvio que, fuera lo que fuera, había sido débil en sus sentimientos por ese tipo y lo había vuelto a ver.
—Por eso es que estabas tan empeñada en estar en el gimnasio, aún cuando te aconsejaba que buscaras otro trabajo. —Mi viejo se cubrió la frente con la cabeza mientras la meneaba—. Solo querías encontrar motivos para seguirte viendo con ese hombre, ¿cierto?
—¡Te equivocas! Amo mi trabajo. Luego de terminar, solo vi una vez a Humberto, y porque él quiso regresar. Yo lo rechacé y...
—Ese era el lugar perfecto —la interrumpió papá— para vestirte con esa ropa tan ajustada y provocativa para los hombres...
—¡Que no es eso!
—Siempre quisiste ser una rebelde y contradecirme. ¡Lo lograste!
—Y romper mi hogar —añadió Elizabeta—, porque gracias a ti, este se ha destruido antes de que nazca mi hijo. —Miró a mi hermana con odio.
—¿Estarás contenta de lo que has hecho, Ada? ¿Romper un matrimonio? ¿Convertirte en una golfa?
¿Cómo se atrevía papá a tratar a mi hermana de esa manera? ¿Acaso no entendía que el tal Humberto la engañó, luego se enamoró, pero que ella ya había terminado su relación? ¡Ah, no! ¡Esto ya era demasiado!
La sangre me hervía tanto, que quise intervenir para defenderla, pero no pude. El brazo de Ada conteniéndome, a pesar de que con la mirada le pregunté por qué se dejaba tratar de esa manera, era lo único que me impedía de montar un escándalo ahí mismo.
—¿Eso es lo que querías lograr en la vida, y por eso renunciaste a estudiar y trabajar en algo más decente, cuando yo te lo decía? —La miró con desilusión para luego sacudir la cabeza—. Lo siento, pero ya no eres mi hija. ¡Vete de esta casa ahora mismo!
Papá le dedicó un gesto de repudio total a a Ada para después darle la espalda, quien solo atinó a caer sobre sus rodillas, llorar desconsolada y decir «Perdón». pero él no se inmutaba.
—Ya está bien, ¿no, viejo? —Lo tomé del brazo para detenerlo. Él no dijo nada. Solo me miró, interrogativo—. ¿Cómo vas a decirle que no es tu hija?
—Esa que está ahí no es mi hija.
—Pero, amor... —intervino mamá, quien también lloraba. Quiso detener a mi padre, mas él no le hacía caso.
—Yo no tengo como hija a alguien que se porta como una cualquiera. ¡Que se vaya, he dicho! —dijo papá señalando la puerta de la casa.
—Amor...
Antes de que diera la vuelta, me puse frente a él. Sí o sí me escucharía.
—Ada se equivocó, enmendó su error al terminar con ese tipo y ya se ha disculpado. ¡¿Qué más quieres que haga?! —grité. Yo estaba fuera de mis cabales—. ¡¿Que venga arrastrando, pidiéndote perdón?! ¡¿Acaso quieres eso?!
—¡Lucho, déjame pasar!
—¿Cómo vas a botar a nuestra hija? —Le rogó mamá con los brazos como si estuviera rezando—. ¿A dónde va a ir?
—Blanca, ¿acaso consientes esta inmoralidad? ¿Esta falta de respeto?
—No, pero creo que botar a nuestra hija es demasiado.
—¡Por Dios! —Me reí fuerte.
—¿Qué te causa a ti risa? —preguntó papá mirándome con severidad.
—¿«Inmoralidad» dices? —le contesté para volver a reírme. Él me contempló, sin aún darse cuenta de a qué me refería—. Viejo, no seas fresco.
En ese instante, papá se puso frente a mí, desafiante.
—¡No te permito que te dirijas a mí de esa manera! ¡Soy tu padre!
—Pero si solo digo la verdad —alegué. Lo miré de frente, sin inmutarme, aunque me fuera difícil—. Tú le faltaste el respeto a esta casa cuando le fuiste infiel a mi viejita, ¿y ahora vienes con ínfulas de moralidad a juzgar a mi hermana? ¡No me hagas reír!
Sin darme tiempo de reaccionar, me vi lanzado al suelo. La mejilla me ardía por el golpe que acababa de recibir.
—¡Lucho! —dijo mamá al acercarse a mí. La secundó mi hermana.
—¡Por favor, ya no sigas defendiéndome!
—¡Vuelve a faltarme al respeto y te irás tú también de esta casa! —exclamó papá. Toda la rabia que había estado acumulando se dejó ver en el brillo asesino de su mirada. La palpitación en su ojo izquierdo se había acentuado.
Herido en mi orgullo, me liberé del agarre de mamá y de Ada, y me levanté. No iba a permitir que él volviera a golpearme, menos humillarme. Era el menos indicado y así se lo recordaría:
—La vaca ya no se acuerda cuando fue ternera...
—¡Lucho!
—...Podrás decirme lo que quieras, pero por lo menos yo no le faltado el respeto a mi familia. Mi mamá te habrá perdonado, pero yo no lo he olvidado, y menos ahora. ¡Eres un conchudo, papá!
Todo sucedió en cámara lenta.
El temblor que había en el ojo izquierdo de mi viejo volvió, pero ahora con mayor intensidad. Sus ojos claros se tornaron rojos para, finalmente, cerrarse en un transcurso de segundos que me detuvo la respiración. Cuando yo había terminado de soltar toda mi indignación, recién fui consciente de lo que habían provocado mis palabras al desvanecerse mi padre frente a mí.
El cuadro mudo de horror que siguió solo fue interrumpido por los llantos y gritos de mamá pidiendo una ambulancia... ¡rápido, llamen a una ambulancia!
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